Para todos aquellos que siempre hemos dedicado nuestros esfuerzos en el ámbito de la salud, poder llegar a asimilar y asumir en nuestro trabajo los modernos supuestos bioéticos, basados sobre todo en el reconocimiento de la dignidad de la persona, no tan sólo fue fácil sino que supuso la consecución de un logro muy positivo.
Transformar el ya caduco paternalismo hipocrático en una relación médico-paciente positiva, basada en principios como la autonomía y la justicia fue, sin ninguna duda, un logro de excelencia. Una guinda en el pastel de nuestra dedicación humanitaria.
A este respecto, nuestra experiencia de trabajo ha sido muy satisfactoria a pesar de las dificultades, tanto en los ambientes quirúrgicos hospitalarios como en el transcurrir de las consultas diarias, con personas con discapacidad intelectual, en particular con síndrome de Down, asistidas en la Fundació Catalana Síndrome de Down, donde hemos desarrollado nuestra labor durante años.
Pero este proceso de excelente dedicación hacia los más débiles no apareció en nuestro entorno por generación espontánea. Para llegar a los momentos actuales hizo falta la inestimable acción de un personaje básico y carismático, Francesc Abel i Fabré, médico, ginecólogo y sacerdote jesuita que por desgracia desapareció de entre nosotros hace unos pocos meses, a los 78 años de edad. A él se debe la introducción y divulgación en Cataluña, España y también Europa de unos conceptos novedosos en aquel momento, de una nueva ciencia, la bioética, aprendida por él en el Kennedy Institute of Ethics de la Universidad de Georgetown de Estados Unidos en la década de 1970.
Con gran clarividencia y convencido de la utilidad de su implantación en nuestro país, inspirado siempre por sus evidentes principios cristianos, al volver a España, en 1976, fundó el Instituto Borja de Bioética, desde donde inicia el maestrazgo y la difusión de los nuevos conceptos bioéticos. Él y sus discípulos consiguen, gracias a las publicaciones y másters, dar al mundo sanitario una visión positiva y útil de los nuevos conceptos. Esta difusión evidente es, sin duda, el mejor premio a un esfuerzo vital, a un esfuerzo trascendente. Se han creado en los centros hospitalarios comités de ética asistencial y de investigación, grupos de reflexión ética, se han regularizado los derechos de los pacientes y, sobre todo, se ha creado un ambiente de compromiso y de lucha por la consecución de una asistencia humanizada.
Francesc Abel, siempre próximo, empático, sencillo y con un gran sentido del humor, dedicó muchas horas de su vida a la docencia, siendo profesor en varias universidades, pero lo recordaremos siempre como coordinador del Máster de Bioética, donde nos deleitaba con discursos semi-improvisados de una genialidad superlativa. Así mismo, fue promotor del diálogo pluridisciplinario, básico para llegar al entente bioético. Fue un avanzado en la aceptación y discusión de temas de por sí conflictivos, sobre todo con la jerarquía eclesiástica, que afrontó con valentía. En los últimos años empezaba a pensar que los principios bioéticos fundamentales no eran suficientes y, sobre todo, apoyaba y llamaba a la prudencia.
Sus consejos y orientaciones han sido básicos para el desarrollo de la bioética en nuestro país. Su ausencia hará más difícil nuestro camino, pero creo que recordarle y analizar sus logros puede ser un estímulo en momentos en los que quizás nos asaltan dudas sobre la utilidad de nuestros esfuerzos.
Barcelona, junio de 2012