"La investigación clínica es imprescindible para poder mantener un nivel asistencial de excelencia". Esta frase la escuché decir a un político hace más de dos décadas, y desde entonces la he vuelto a escuchar en repetidas ocasiones. No sé si la gente que la pronuncia es consciente de su significado e implicación real para nuestra sociedad.
No existe duda alguna que el amplio desarrollo de la medicina en las últimas décadas ha llevado a una mayor esperanza de vida, y esto ha sido posible en gran parte al empuje de la investigación clínica. Para que la investigación clínica tenga una repercusión directa en el proceso asistencial, ésta ha de alcanzar el nivel máximo, es decir, los resultados obtenidos deben ser sinónimo de las mejores evidencias. El nivel máximo se consigue cuando la investigación se lleva a cabo con el mayor rigor. El método científico, como referente de todas las normas y reglas, permite alcanzar la mejor forma de conocimiento, de evidencias.
De una manera simplista, la investigación se podría dividir en "no clínica" o básica, entendida como la investigación no llevada a cabo en seres humanos, y "clínica", como la investigación que se realiza en seres humanos o que está en referencia a ellos. A su vez, la investigación clínica se puede subdividir en experimental y observacional o epidemiológica.
El método experimental por excelencia es el ensayo clínico, el patrón de oro de la investigación clínica. Por axioma, las evidencias obtenidas a través de los resultados de ensayos clínicos son los que más impacto tienen en la práctica clínica. Ahora bien, es difícil o prácticamente inviable estudiar la historia natural de una enfermedad mediante un ensayo clínico, por ejemplo.
Si la investigación clínica se entiende como un elemento más del proceso asistencial, conlleva que la práctica clínica se convierta en una tarea en la que se sigue una estrategia de intervención predeterminada, elaborada, estructurada, una estrategia fruto de un pensamiento previo. Éste es un tipo de investigación clínica mucho más alcanzable al basarse en la misma práctica asistencial, en el trabajo del día a día, y al ser económicamente más asequible. Por otro lado, sin olvidar su objetivo principal, la generación de conocimiento, la investigación clínica conlleva un importante valor añadido para los profesionales al mejorar la formación, estimular el espíritu crítico, consolidar la actividad profesional, aumentar la motivación y satisfacción profesional, etc.; para los pacientes al mejorar la calidad asistencial que se les presta, y para el sistema sanitario al conseguir un nivel asistencial de excelencia.
En el síndrome de Down nos encontramos con la paradoja que la investigación clínica es insuficiente e inaceptablemente baja en nuestro entorno. Además, estamos ante el escenario que la esperanza sustentada en los resultados de la investigación básica no siem pre tiene una traducción en el ser humano. Basta con hacer una búsqueda en PubMed para darse cuenta de esta realidad.
Los profesionales que nos dedicamos al cuidado de la salud deberíamos entender que el quehacer diario se puede convertir en investigación clínica rigurosa. Asimismo, debemos ir más allá y pensar en aunar esfuerzos entre aquellos que pensamos que el avance o desarrollo de la asistencia sanitaria exige tanto la búsqueda sistemática, a través de la investigación, de respuestas a los interrogantes que pueden surgir en el ejercicio de la actividad profesional, como la transmisión de los resultados a través de las publicaciones y la docencia.
En resumen, desde un punto de vista holístico, se ha de ser consciente que la investigación clínica es un elemento necesario para el propio desarrollo del sistema de cuidados de la salud, es decir, es imprescindible para poder mantener un nivel asistencial de excelencia.