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Vol. 61. Núm. 227.
Páginas 137-166 (mayo - agosto 2016)
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Vol. 61. Núm. 227.
Páginas 137-166 (mayo - agosto 2016)
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Culturas políticas (Re)significando la categoría desde una perspectiva de género
Political Cultures (Re)Signifying the Category from a Gender Perspective
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Gabriela Bard Wigdor
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Resumen

Las miradas androcéntricas acerca de las prácticas de las mujeres y de su lugar social se reproducen en las premisas detrás de conceptos como el de cultura política. En la mayoría de los estudios sobre cultura política, el género es tomado como sexo y como dato cuantitativo, no considerándolo significativo para explicar las culturas políticas de los/as sujetos. La ausencia de las discusiones sobre género manifiesta el an-drocentrismo de la mirada científica dominante. Si ampliamos la noción de lo que es política más allá de lo estatal y del funcionamiento institucional de la democracia representativa, y damos relevancia a las diversas subjetividades, las mujeres -como otros géneros- tienen igual potencial político que los varones e incluso, a causa de sus posiciones subalternas, cuentan con la posibilidad de constituir demandas radicales para el cambio social. Proponemos un análisis histórico crítico sobre el concepto desde un enfoque interdisciplinario, hasta llegar a la discusión sobre las culturas políticas de las mujeres. El artículo se desarrolla en torno a tres preguntas que organizan la presentación de los diferentes enfoques: ¿Dónde se estudia la cultura política? ¿Con quiénes y para quienes se estudia? ¿Para qué se estudian las culturas políticas?

Palabras claves:
cultura política
conocimiento científico androcéntrico
mujeres
género
conocimiento situado
Abstract

Androcentric perspectives on the practices of women and their social place are reproduced in the foundations behind concepts such as political culture. In the majority of studies on political culture, gender is understood as sex and as a quantitative fact, disregarding it as meaningful to explain the political cultures of subjects. The absence of discussions about gender expresses the androcentricity present in the dominant scientific outlook. If we widen the notion of what is politics beyond what concerns the state and the institutional functioning of representative democracy, and highlight the diverse subjectivities, women -as much as other genders- have the same political potential as men do, and, further, given their subaltern positions, it is possible that they are able to establish radical demands for social change. A critical historical analysis of the concept with an interdisciplinary perspective is proposed, to arrive at a discussion around women's political cultures. The article expounds three questions which organize the presentation of the different approaches: Where is political culture studied? With whom and for who is it examined? Why are political cultures studied?

Keywords:
political culture
androcentric scientific knowledge
women
gender
situated knowledge
Texto completo
Introducción

El concepto de cultura política es polisémico, su tratamiento depende del momento histórico, del contexto de producción de las investigaciones, de las disciplinas que lo aborden, de los objetivos con que se estudia, de la posición epistemológica, política, teórica y metodológica del/la investigador/a.

A lo largo del tiempo, podemos dar cuenta de dos grandes posiciones respecto a la cultura política: una posición institucionalista respecto a los fenómenos políticos y a su ámbito de estudio, que responde a una metodología básicamente cuantitativa y en la que algunos van a asumir la denominación de “cultura cívica”; y otra, de carácter culturalista, que mira la política en sus diversas expresiones según los grupos sociales y espacios no necesariamente formales, de perfil interpretativo, que responde a una visión amplia de la cultura política, denominada enfoque interpretativista.

Dentro de estos dos grandes enfoques encontramos diferentes autores, investigaciones y especificaciones que podemos resumir en, por un lado, aquellos estudios que abordan la cultura política a través de instrumentos cuantitativos -como las encuestas de opinión y medición de las orientaciones políticas segregadas por territorio, género, raza, etcétera-, o también aquellos estudios a nivel psicológico del comportamiento político en épocas electorales -como los sentimientos hacia el sistema político, los líderes políticos, etcétera-. Por otro lado, están las corrientes de carácter cualitativo e interpretativo que abordan la comprensión de prácticas, estilos de vida, el análisis de la cultura en relación con el momento histórico, las organizaciones de pertenencia -entre otras variables- representadas, por ejemplo, por los estudios feministas sobre el carácter androcéntrico de la cultura política, los estudios de comunicación y cultura en Latinoamérica, los de la etnografía política, las teorías del discurso político, las investigaciones en educación, historia, etcétera.

Como se observa, el campo es amplio y complejo; es por ello que proponemos un análisis histórico/crítico del concepto de cultura política. Dar cuenta del recorrido teórico/ histórico/político realizado por el concepto y sus tramas de sentido permite abrir el campo de discusión de nuestro interés: llegar al debate sobre las culturas políticas de las mujeres. Para llevar a cabo dicho recorrido, el artículo se despliega en torno a tres preguntas que organizan la presentación de los diferentes enfoques: ¿Dónde se estudia la cultura política? (localización/historización del análisis); ¿Con quiénes y para quienes se estudia? (población protagonista y destinataria); y, ¿Para qué se estudian las culturas políticas? (objetivo del estudio o finalidad de la investigación y disciplinas que la abordan).

El nacimiento de un concepto y su impasse

Los inicios del concepto cultura política pueden rastrearse hacia finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando los conflictos armados y la situación geopolítica resultante instalan preguntas sobre las culturas políticas de las sociedades del momento: ¿Por qué algunas naciones se fortalecieron y otras se debilitaron? ¿Cuál es la mejor forma de gobernar? ¿Cuáles son las obligaciones de las sociedades para sostener regímenes democráticos? ¿Cuál es el mejor modelo ciudadano?

A partir de la caída de la República de Weimar (1919 y 1933), el ascenso del fascismo italiano y la inestabilidad de la Cuarta República Francesa (1946 y 1958), las instituciones democráticas y su estabilidad en relación con los valores, las costumbres y las ideas políticas de la sociedad se vuelven un interrogante. De hecho, algunas investigaciones fueron financiadas por el gobierno de Estados Unidos, quien pretendía analizar a los países con los que estaba en guerra a partir de sus instituciones y culturas, de modo de sostener un control geopolítico sobre el mapa internacional.1

A fines de los años 60, Estados Unidos se posiciona como potencia hegemónica de la economía capitalista mundial en el marco de la Guerra Fría y aumenta su incidencia en las políticas internas de los países latinoamericanos. En ese marco, se constituyen las Naciones Unidas, las agencias multilaterales (el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras), y las regionales (como Comisión Económica para América Latina y el Caribe) que impulsaron la realización de estudios globales y regionales sobre pobreza, niñez y mujeres. En simultáneo, emergen los procesos de descolonización en África y Asia que provocan discusiones en torno a la colonialidad y a las dificultades para superar las posiciones de subordinación por parte de los pueblos víctimas del imperialismo. A su vez, se fortalece el socialismo debido a la expansión de la Unión Soviética y se difunden las concepciones keynesianas en oposición a la visión monoeconómica del mundo de la teoría económica neoclásica (García Rabelo, s.f.: 3-4).

En 1963 se publica el trabajo The Civic Culture. Political Attitudes and Democracy in Five Nations de Almond y Verba, donde se trabaja la categoría cultura política para analizar el comportamiento y la actitud de los individuos hacia la política en grandes núcleos de población (behavioural analysis). La reflexión que guía el estudio es en qué medida la cultura cívica posibilita el desarrollo de la democracia en un país, pero sobre todo tiende a procurar las condiciones de su estabilidad. El trabajo utiliza técnicas cuantitativas que se enraizaron en las escuelas dominantes de ciencia política de los años 60 y 70.

Para los autores, la cultura política de una nación consistía en “la particular distribución de las pautas de orientación hacia objetos políticos entre los miembros de dicha nación” (Almond y Verba, 1970: 31). Las actitudes políticas de la población se “medían” (cuantitativamente) en tres niveles: conocimientos políticos, identificación con el sistema político y evaluación del sistema político; es decir, en una dimensión cognoscitiva, una afectiva y una evaluativa, respectivamente. Con base en estas categorías se construyeron tres tipos de modelos de culturas políticas: una “parroquial”, que implicaba poca o ninguna conciencia social sobre los sistemas políticos nacionales; otra llamada “de subdito”, que remitía a aquellos ciudadanos/as conscientes del sistema político nacional, pero que se asumían como subordinados/as del gobierno más que participantes activos/as del proceso político, involucrándose con los resultados del sistema y no con la formulación de políticas públicas o generación de decisiones; y una “participativa”, propia de aquellos/as que se comprometían consigo mismos/as o se ven a sí mismos/as como potencialmente comprometidos/as en la articulación de las demandas y la adopción de decisiones públicas/colectivas. Finalmente, todas las posibles combinaciones.

De esta manera era posible identificar diferentes culturas políticas según las naciones comparadas, aunque no concebían diferencias al interior de las naciones mismas. Las comparaciones eran entre culturas que se consideraban homogéneas al interior de sus naciones, como las mexicanas, norteamericanas, inglesas, italianas, etcétera. Tampoco se problema-tizaba sobre cuestiones de género. El modelo de cultura cívica era claramente masculino, surgía de un cálculo racional, informado y no emocional, porque los/as sujetos eran considerados racionales -en términos de que realizan cálculos sobre el máximo provecho en cada situación-, y participativos en el marco del sistema formal. Los países desarrollados o centrales como Inglaterra y Estados Unidos, eran considerados los países/modelo de este tipo de cultura política “participativa y moderada”, la civic culture.

Años más tarde, en The Civic Culture Revisited (1980), los autores critican el carácter excesivamente centrado en la personalidad política de los/as ciudadanos/as de su primera obra, dando cuenta de que la estructura política no se encuentra totalmente condicionada por las conductas de las personas. Además, revalorizan la presencia de posibles subculturas sociales al interior de las naciones. Sin embargo, insisten en la encuesta como el mecanismo privilegiado de acceso al estudio de esta categoría y la importancia de su estudio en las ciencias sociales.

A partir de esta producción, surgen estudios que se dirigen a explicar no solo el comportamiento político en la sociedad, sino también los cambios en dichos comportamientos desde fenómenos como la globalización y el ascenso económico, los estudios de política comparada representados en autores tales como Inglehart (1977), Diamond (2003), Gibbins (1989) y Peschard (1994), entre otros.2 En estos trabajos comparatistas más contemporáneos, los estudios se complejizan con estadísticas y herramientas de inferencia científica de investigación cualitativa.

Estos modos de estudiar la cultura política fueron ampliamente cuestionados por los sociólogos y antropólogos interpretativitas y los estructuralistas. Para los primeros, respondía a un modelo occidental conservador de orientación norteamericana capitalista y democrático liberal.3 Para los segundos,4 no se explicaban fenómenos de tipo estructural, como cambios en el modelo económico a partir de la crisis del Estado de bienestar, y se centraban en aspectos únicamente culturales.

En términos generales, las críticas se dirigían a que, por un lado, estos enfoques suponían que a mayor satisfacción con el orden dominante, mayor era la estabilidad democrática; por tanto, las expresiones de descontento eran antidemocráticas. El modelo de democracia norteamericano era el ejemplo a seguir. No se contextualizaban las opiniones de los/as sujetos, su posición en la sociedad y la trayectoria social en la construcción de sus perspectivas políticas; además, los valores se consideraban expresiones estáticas de lo social, descuidando el hecho de que estos pueden modificarse en el tiempo y según las circunstancias. Por otro lado, los valores considerados democráticos eran aquellos que respondían a la democracia liberal de la época, sostenida sobre valores como la libertad individual, el deseo y oportunidad de consumo, etcétera, negando otros valores y construcciones culturales.

Frente a este modo de estudiar la cultura política, desde la corriente interpretativista proponían atender a un amplio campo de los valores, significados e instituciones de la cultura general. Este enfoque se consolida en las ciencias sociales tomando obras como las de Schütz (1967), Geertz (2005), o Weber (1922) para el estudio de la cultura en general. Aquí, la cultura política no es diferente de la cultura en general, no es una variable aislada como en los institucionalistas (comparatistas), sino que tiene que ser estudiada como parte de los estilos de vida de los/as sujetos.

Derivada de la fenomenología y del interaccionismo simbólico, esta corriente no aborda la cultura política específicamente, pero se interesa por los códigos culturales que surgen del sentido y significado social que comparte una sociedad. La idea misma de sociedad es diferente: mientras que para los institucionalistas la sociedad es un sistema de suma de individuos con funciones específicas, donde la participación es individual y evaluada en ese marco, para los interpretativitas la sociedad son las relaciones entre los sujetos que a largo plazo dan con instituciones y estructuras. Es esa sedimentación lo que da significado a la acción política.

De aquí se deriva que la cultura política es relacional e intersubjetiva; hay que estudiar el acervo social de las comunidades, ya que la acción política no está siempre orientada por los condicionamientos económicos, políticos o sociales de la época. Es también la materialización de las ideas de autoridad y del poder que están contenidas en el acervo social y que se fueron sedimentando históricamente en él. A su vez, en cada acción individual se negocia el orden vigente, por eso las formas y valores asociados a la política no son estáticos, se negocian y pueden cambiar.

A fines de los años 60 y comienzos de los 70, el mundo se ve convulsionado por diferentes conflictos políticos y transformaciones económicas que van a tener su impacto en el modo en que se abordaban hasta entonces los estudios de la cultura política. En medio de la guerra de Vietnam y el debilitamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss), la revolución cubana, los acontecimientos de octubre de 1968 en México, las reformas económicas en Argentina y Perú dirigidas a terminar con los Estados de tipo keynesianos, la sociedad civil se moviliza y organiza en movimientos populares anti-impe-riales en los países latinoamericanos, y pacifistas en Estados Unidos (eeuu) en oposición a la Guerra de Vietnam. Estos movimientos incluían a las clases trabajadoras que comenzaban a perder su poder adquisitivo, y a los/as jóvenes que luchaban frente al autoritarismo de sus gobiernos y por la construcción del socialismo.

Llegados los años 70, luego de la crisis del petróleo, eeuu necesita desregular su economía, para lo cual impulsa el neoliberalismo como doctrina económica política. Respaldado por organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (fmi), eeuu presiona a los países “más débiles” para que abran sus economías al mundo y liberalicen los términos del comercio internacional. Estas medidas neoliberales comienzan a instalarse en los países latinoamericanos a través de las dictaduras militares, donde la persecución, muerte y desaparición de opositores se convirtió en un método habitual de control social.

A nivel laboral, la crisis económica debilitó al movimiento obrero y este fue perdiendo combatividad, hecho que ya había comenzado a gestarse en los años de la postguerra, “a medida que se fue estableciendo un nuevo contrato social de negociación y cooperación entre el capital, los partidos y sindicatos de izquierda” (Martínez, 2005:12). Todo ello produjo cambios en la composición de las fuerzas sociales y políticas, impulsando a una gran parte de la población hacia el conservadurismo político. A su vez, los movimientos sociales se apartaron de las disputas de clases, emergiendo movimientos de tipo liberales concentrados en temáticas como el ambientalismo, el feminismo liberal y los derechos humanos. Estos últimos reclamaban de modo predominante por una democracia más participativa y discutían la cultura como una dimensión relevante a partir de demandas como el reconocimiento de la diversidad.

El neoliberalismo, finalmente, se instala a nivel mundial por medio de la implementa-ción de políticas signadas por el Consenso de Washington, de la mano de Margaret Thatcher (1979 a 1990) y Ronald Reagan (1981 a 1989). En este escenario, los estudios de la cultura política pierden fuerza debido a la predominancia de estudios que se dirigen a analizar las estructuras económicas de las sociedad y su determinación sobre la conciencia de los/as sujetos (como por ejemplo, marxismo).

La década del setenta cierra con una merma en las discusiones sobre cultura política, presentando un escenario en las ciencias sociales donde el predominio de los estudios sobre la cultura política es relegado por los estudios estructuralistas en Latinoamérica -más adelante profundizamos en el tema- y por la continuidad de los estudios de tipo institu-cionalistas en los países centrales.

Durante estos años, el género fue prácticamente ignorado por parte de la teoría dominante, respondiendo a los enfoques androcéntricos del conocimiento científico dominante. Cuando fue tomado como variable de análisis, sobre todo por autoras feministas, se enfocaron en mujeres de sectores medios y altos desde una perspectiva institucionalista que atendía solo a los liderazgos,5 y a las diferencias en las culturas políticas de varones y mujeres únicamente cuando tenían impacto político a nivel macrosocial.6 A su vez, subyacía siempre y hasta la actualidad, un deber ser feminista que mide lo democrático -o no- de las culturas políticas de las mujeres con base en su acercamiento o alejamiento de la agenda feminista legitimada: en su momento anticoncepción, defensa de la maternidad deseada y no impuesta, etcétera. Hoy en día, la agenda incluye la legalización del aborto, el cuestiona-miento a los roles de género en la familia, etcétera,7 dejando por fuera otras valoraciones, intereses y especificidades locales que hacen a culturas políticas diversas de mujeres con posiciones diferentes; especialmente en Latinoamérica, el ámbito de privado-doméstico lo considera como el escenario de organización y producción cultural de las mujeres populares o la comunidad en los pueblos originarios.

Cambios estructurales e interrogantes

El concepto de cultura política comenzó a resurgir con fuerza en nuestro continente durante la década de los ochenta y comienzos de los años noventa, a partir de la salida de los regímenes dictatoriales, la consolidación de la democracia y la pregunta acerca del apoyo implícito de la sociedad civil a dichos procesos.8 El eje de indagación acerca de los fenómenos culturales y políticos que podrían haber posibilitado las dictaduras lo integraron dos preguntas: ¿Por qué fueron aceptadas y apoyadas las dictaduras militares? y ¿existe una cultura autoritaria en nuestros pueblos?

A su vez, durante la década de los noventa, se producen cambios estructurales que impactan en la sociedad y en la política institucional, que dan como resultado la crisis de los partidos políticos y de los modos dominantes de hacer política. Estos cambios responden a trasformaciones en el régimen económico que ya comenzaban a perfilarse en la década de los setenta con las dictaduras militares en América Latina, e implican el paso del régimen de bienestar al régimen neoliberal. Ese cambio de régimen provoca grandes crisis económicas, sociales y políticas, como el inacceso a los derechos sociales otrora garantizados por el Estado de bienestar, tal como es el sistema de protección social garantizado a través del empleo.

En esta época se reduce el tamaño del Estado por la reducción de los gastos fiscales, al tiempo que los sindicatos pierden representación legislativa y con ello su capacidad de negociación y deliberación de las decisiones gubernamentales. Hay una crisis generalizada de las organizaciones tradicionales de la sociedad (partidos y sindicatos), y una emergencia de nuevos actores políticos, como los movimientos sociales populares de sujetos que quedan por fuera del empleo, fenómeno que Modonesi (2008) denomina “politización de abajo”. Este fenómeno es una tendencia a la conformación de identidades políticas o so-ciopolíticas en un proceso de subjetivación sobre las bases o desde un modo comunitario.

A partir de dicha situación, como sostiene López de la Roche (2000), se producen nuevas identidades socioculturales y modos de hacer política, cobran fuerza los movimientos de mujeres, de desocupados y de ecologistas, así como de aquellos que exigen volver a ser incluidos en el mundo laboral. Estos fenómenos sociales impactan en los enfoques sobre la cultura política, se comienza a prestar más atención al protagonismo de las mujeres a través de los estudios de género, se fortalecen las cuestiones étnicas, juveniles.

En ese sentido, López de la Roche (2000) plantea que comienza a estudiarse la organización de la vida cotidiana de la gente (en el hogar, la relación de pareja, el funcionamiento interno de la familia), donde diariamente se “construyen modelos de orden, actitudes en torno al ejercicio de la autoridad y a la relación de poder y con lo establecido” (López de la Roche, 2000:96). Estos escenarios se tornan fundamentales para analizar cómo se configuran las culturas políticas, la incidencia de las generaciones y cómo la historia influye en las cuestiones de la identificación política.

Además, se señala la importancia de mirar los procesos políticos de sectores que no sean únicamente las clases medias/altas y a nivel institucional. El papel de lo “popular” en la cultura política comienza a adquirir importancia “como expresiones de una particular vida social subalterna que se resiste a ser constantemente tratada como baja y de afuera” (Hall, 1998).

En este contexto, nuevamente se cuestiona la concepción dominante de cultura política que expulsa los aspectos histórico-culturales fundamentales y pretende cuantificar lo que es básicamente cualitativo. Se reivindica la fuerza heurística del concepto “cultura política” en el marco de las apuestas que desarrollan las denominadas “nuevas teorías de la cultura política” que producen una sociologización del concepto.

Durante esta emergencia de teorías, las mujeres como grupos social, condicionadas al ámbito doméstico y de la reproducción familiar -lugares sociales que se suponían no políticos y ajenos a lo público, es decir, a lo que concierne a todos/as como sociedad-, siguieron siendo marginales en los estudios de cultura política. Negadas como sujetos plenamente políticos, excluidas de la política formal y del modelo de ciudadano, como afirma Young: “En la teoría y la práctica modernas lo público logra una unidad en particular por la exclusión de las mujeres y otras personas que son asociadas con la naturaleza y el cuerpo” (Young, 2000: 99). En ese sentido, las mujeres han sido sujetos históricamente excluidas del hacer político y, como sostiene Lagos (2008), se ha considerado su contribución a la política como meramente complementaria o de apoyo a las de los varones.

Hasta este momento, para la ciencia política dominante, la política se ubicaba exclusivamente en el mundo de las instituciones formales de representación y era producida desde aquellos agentes convencionales como los partidos, el gobierno o entidades similares. A la vez, identificaba como acciones políticas únicamente la participación en elecciones y el ejercicio del voto, ocupar cargos políticos, donar dinero a causas sociales o hacer campaña para un candidato.9 Quedaban fuera de la indagación aquellas prácticas “no convencionales” y formas de expresión pública que habitualmente no eran y aún no son consideradas políticas, como el trabajo doméstico, la reproducción, la socialización en la familia, la sexualidad, entre otras.

Esto comienza a ser cuestionado con los estudios de cultura política de los años 90, en parte por el impulso que cobran los estudios de género desde los organismos multilaterales de crédito; sin embargo, en la mayoría de los estudios de cultura política, el género fue tomado como sexo y como dato cuantitativo, no considerándolo significativo para explicar las culturas políticas de los/as sujetos. El androcentrismo propio de la mirada científica dominante se sumaba a la ausencia de discusiones sobre el género e interseccionalidad de clase, raza, etcétera.

La política como práctica dejaba de ser subsumida a la política como campo restringido a lo institucional, principalmente a lo estatal, lo que permitió dar lugar a otras formas de hacer política, desde sujetos y espacios subalternos que se encontraban invisibilizados o registrados como productores de prácticas no políticas, o como meros reproductores del orden social.

Es en esta etapa cuando autoras como Moran (1996) cuestionan todo tipo de binomios en los estudios sociales -como el de cultura vs política- para pasar a pensar la acción colectiva en términos de cultura, ya que sin la existencia de códigos y significados en común es difícil que haya acción política o colectiva. Las culturas políticas, siguiendo a la autora, se constituyen de significados compartidos y diferenciados sobre la vida política en grupos determinados; es decir, el conjunto de recursos empleados para pensar sobre el mundo político, lo que significa que es algo más que la suma de opiniones privadas de los/as sujetos. La forma en que los sujetos construyen su visión del mundo, de la política y de su posición social es parte de su propia definición como sujetos políticos.10 Ellos/as son quienes significan los acontecimientos políticos, los cuales no se sitúan necesariamente en ámbitos de tipo formal/institucional y les permiten definir las situaciones que alientan o inhiben la participación.

Para otro referente de la “nueva teoría”, Eder (1996-1997), la cultura posee la función de proporcionar significado a las orientaciones de la acción. Se trata de un medio en las relaciones sociales en la medida en que son relaciones comunicativas entre actores. El argumento es que toda cultura debe ser comunicada para ejercer una influencia social. Para el autor, a diferencia de las teorías dominantes, la cultura no cumple una función solo inte-gradora, sino que produce conflictos porque es socialmente desintegradora: debido a que existe una diversidad de culturas al interior de la cultura y como esta brinda significados para la acción de los/as sujetos, es capaz de producir cooperación pero también conflicto.

Los trabajos de Wildavsky (1997) también cobran importancia en el estudio de la cultura política, la cual es interpretada como significados que guían las prácticas de los/as sujetos: por tanto, nuevamente, no hay dicotomía entre hechos, valores e intereses. Para el autor, los valores e intereses compartidos son los que legitiman las prácticas porque ambos -junto a las relaciones sociales- son inseparables del modo de vida y entre sí. Las preferencias que se expresan en el sistema institucional de la política no son ajenas a la vida política cotidiana de los sujetos donde se construye y reconstruye la vida en común.11

En otro orden, las transformaciones que pueden producir las prácticas políticas y las culturas no son solo a nivel estructural y del sistema político formal, sino fundamentalmente a nivel de la vida cotidiana de los/as sujetos, en sus universos políticos donde tienen lugar la creación y la expresión de sus preferencias o elecciones de cultura.

Finalmente, Cruces y Díaz de la Rada (1995) pueden incluirse en las “nuevas teorías en cultura política” por su esfuerzo en superar tanto el estructuralismo como el culturalismo para analizar las prácticas políticas de los/as sujetos. Plantean una fuerte crítica a los modos dominantes de comprender la formación de la cultura política que se basan solo en estudios sobre los procesos de enculturación a partir de los medios de comunicación, de la escuela o de la posición socioeconómica. Es decir, sostienen que analizar únicamente cómo los sujetos son determinados por las diferentes instituciones sociales de la sociedad occidental muestra una mirada que acaba universalizando procesos de un modo globalista y que no atiende a las particularidades de los grupos, ni a los disímiles estilos de vida; además, son enfoques que “adolecen de occidentalismo”, ya que solo estudian sujetos bajo el modelo de ciudadano individuo de una nación (propio del pensamiento moderno occidental), dejando fuera otros modos de organización política y de organización del poder, como las comunidades indígenas, por ejemplo.

A su vez, las miradas dominantes jerarquizan las culturas políticas, siendo aquellas que responden al orden legítimo las valoradas como tales, proceder propio de un pensamiento legitimista. Aquí, la cultura política es una herramienta útil para medir la imagen del sistema político y de los políticos a través de la segmentación por edad, género, clase, etcétera. Estos estudios dominantes dicotomizan la cultura de la política, sacando a esta última de los condicionamientos cotidianos que responden a los estilos de vida de la pluralidad de sensibilidades y de identidades de las cuales hay que dar cuenta. En ese sentido, los autores quieren dar cuenta de la acción política que busca refrenar, promover e inventar, más allá de lo institucional o sobre lo institucional, produciendo modificaciones en la “autoridad legítima”.

En consecuencia, Cruces y Díaz de la Rada (1995) se preguntan: “¿En qué medida la integración en un orden político mayor agota todos los sentidos locales de lo político? ¿Realmente constituyen el Estado y su legitimidad sus únicos referentes?” (Cruces y Díaz, 1995: 45). Al aludir a las hondas discontinuidades y fracturas que se presentan en la relación entre las instituciones del universalismo y las culturas localmente consideradas, los autores observan cómo ciertos usos del concepto de cultura política, al cortar el traje del buen ciudadano a la medida de la ordenación institucional, no permiten que los contornos de dichas fracturas -entre lo que se cree universal y lo local- se vean con nitidez.

En el mismo sentido, Gutiérrez (1993) sostiene que debido a nuestro contexto y a las características latinoamericanas, que son diversos y pluriculturales, debemos hablar de culturas políticas como “síntesis heterogénea y en ocasiones contradictoria de valores, informaciones, juicios y expectativas que conforman la identidad política de los individuos, los grupos sociales o las organizaciones políticas” (Gutiérrez, 1993:74). De hecho, en los/as sujetos coexisten distintos significados frente a un mismo hecho, como también variaciones según los contextos y apreciaciones políticas entre diferentes grupos de la sociedad.

Las culturas políticas no solo se constituyen desde las instituciones del Estado y la política, sino desde la familia, los vínculos vecinales, las organizaciones en las que cada uno/a participa, etcétera. De modo que su estudio puede ocuparse tanto de las dinámicas de luchas de poder por parte de organizaciones sociales, como de las instituciones políticas formales, desde el interés por los actores políticos a las instituciones.12 Esta manera de comprender las culturas políticas asume que se expresan a través de valores, creencias, juicios y expectativas, los cuales pueden ser muy distintos dentro de una sociedad, incluso contradictorios y, por tanto, también conflictivos.

Además de los estudios “de la nueva teoría en cultura política”, aparecen con fuerza en los años 90 abordajes de las cuestiones culturales y políticas desde la perspectiva de la elección racional o rational choice. Estos sostienen como presupuesto de trabajo que los sujetos accionan de manera siempre racional, persiguen sus intereses, eligen sus acciones y consecuencias. En ese sentido, la preocupación central de este tipo de estudios es “la eficiencia de las instituciones gubernamentales en el diseño de las preferencias individuales sobre los bienes y las políticas públicas” (Heras Gómez, 2002: 185). La obra que marca la decisiva entrada del rational choice a la teoría política es la de Mancur Olson, La lógica de la acción colectiva. Bienes públicos y la teoría de grupos (1992); los trabajos de James Buchanan y Gordon Tullock (1962) dentro de la economía, y el de Anthony Downs (1992) en la sociología y la ciencia política.

En la actualidad, todas las teorías descriptas conviven pero existe una nueva tendencia que tiende a hegemonizar el campo: la “nueva cultura política”, que estudia la emergencia de nuevos valores en las culturas políticas de las llamadas sociedades posmateriales.

La nueva cultura política

En la actualidad, a nivel mundial, las investigaciones que dominan los estudios de la cultura política son los llamados estudios de la “nueva cultura política” (ncp), representada por autores como Clark e Inglehart (2007), Clark y Navarro (2007) e Inglehart (2007). Estas se sostienen sobre el diagnóstico de la Comisión Trilateral acerca de ’“excesos de democracia y ’sobrecargas’ al Estado que generan ingobernabilidad” (Monedero, 2012). Por eso, la participación ciudadana siempre tiene que subordinarse a los poderes institucionales y no presionar con exceso de demandas al Estado.

Es en esta etapa donde el “cliente” ocupó el lugar del “ciudadano”, “la ’racionalidad de la empresa expulsó a la ’ineficiencia del Estado’, la ’modernización sustituyó a la ’ideología, lo privado por encima de lo público y el ’consenso’ desplazó el conflicto” (Monedero, 2012:71).Tras el argumento de la crisis de las democracias, el desarrollo de la globalización y la pérdida de valores propios del pasado, se demandan nuevas reglas de juego. Se visibi-lizan los valores posmateriales como superadores de conflictos esenciales, tales como los de clase -que se habrían extinguido- y de la democracia de partidos, como sustrato de la necesidad de aplicar nuevas tecnologías a la gestión política, tecnificar la gestión gubernamental, en oposición y como crítica a los denominados “populismos”. Es un intento de desplazar la política hacia un lugar neutral o técnico con el fin de aceptar la economía de mercado y el reformismo político.13

Para los/as autores de la ncp, la cultura es una variable dependiente de los cambios que se dan a nivel global en lo económico, político y social, que refleja nuevos valores, preferencias y comportamientos ciudadanos resumidos en que, por ejemplo, la oposición izquierda/ derecha desaparece como se entendía tradicionalmente. Hay valores como la defensa de los derechos sociales que siguen siendo fundamentales para la izquierda, pero que no van asociados necesariamente con “el gasto social”. Hay reivindicaciones de tipo más simbólicas. Los asuntos sociales son más importantes que los fiscales debido a que la ciudadanía se preocuparía más por los estilos de vida, la recreación y el acceso a la cultura que por preocupaciones económicas clásicas. También, las organizaciones tradicionales decaen en la participación debido a críticas acerca de los modos jerárquicos de organización y la necesidad de nuevos modos locales de participación ciudadana.

En Latinoamérica en particular, la ncp instala debates acerca de la corrupción y el clien-telismo que estarían arraigados en el sistema político y en las prácticas ciudadanas. Así, para esta corriente, la región presenta rasgos políticos y culturas de tipo clientelares, populistas o caudillistas que dañarían la participación ciudadana y la transparencia en el manejo de los recursos.

Como consecuencia general de este enfoque, se niega el conflicto inherente a lo político por la supuesta neutralidad de la técnica, desplazando la lucha política hacia lo económico/ técnico, visibilizando el conflicto de clases en términos de disputas, competencias por recursos que deben ser regulados por una buena técnica de gobierno controlada en definitiva por los sectores dominantes.

Asimismo, la ncp separa políticas de redistribución y políticas de reconocimiento como aspectos dicotómicos. En ese sentido, siguiendo a Fraser y Honneth (2006), podemos señalar que diferenciar de manera tajante entre redistribución y reconocimiento no permite abordar la realidad de grupos sociales que se encuentran atravesados por ambos modos de injusticia, como los grupos raciales o de género; estos últimos sufren debido a la desigual redistribución de los recursos materiales y la falta de reconocimiento de su estatus en la sociedad. Las injusticias por falta de reconocimiento son tan materiales como las de distribución material desigual, por lo que no pueden plantearse como problemáticas independientes.

La cultura política en Latinoamérica

Es a partir de los años 80 que aparecen con fuerza los estudios sociales sobre cultura política en Latinoamérica, enmarcados en la reflexión en y sobre los procesos de transición desde gobiernos dictatoriales hacia otros democráticos (Chile, Argentina, Uruguay, etcétera).

En los estudios de culturas políticas latinoamericanas nos encontramos, también, con la diferenciación que apreciábamos a nivel internacional: conviven enfoques de tipo institu-cionalista con otros de tipo culturalista. Los primeros, metodológicamente cuantitativitos y basados en la psicología conductista, vinculados a los estudios de la ciencia política dominante, preocupados por la estabilidad democrática y la conservación de la armonía sistémica.14 Los segundos, metodológicamente cualitativos en términos de la metodología de investigación utilizada y de su objeto de análisis, de carácter culturalista, vinculados a los estudios de la antropología, la comunicación social o la sociología, preocupados por el enfrentamiento político y por las subjetividades culturales/políticas en conflicto -entre los más destacados de la época se encuentran Adler Lomnitz (1980); Martín-Barbero (1987); García Canclini (1990); Garrido (1993); Landi (1988); Lechner (1981, 1988)-.También, se destacan estudios que pueden situarse en la emergencia de las “nuevas teorías de la cultura política”, propia de los años 90 en adelante.15

Para comprender la emergencia de estos enfoques, recordemos que a partir del retorno a la democracia en 1983, la vida intelectual de las universidades se puebla de docentes e intelectuales que regresan del exilio tras las dictaduras militares (en Argentina desde 1976 a 1983). Los temas que comienzan a tratarse dejan de estar vinculados con un interés por la lucha de clases, las teorías de la dependencia y de la marginalidad, y se reemplazan por nuevos estudios sobre ciudadanía, democracia y la inquietud de construir un nuevo orden social democrático. Según autores como Merklen (2010), esto marca parte de la crisis del enfoque marxista y estructuralista en los análisis de la cultura política; ahora, las reflexiones e inquietudes giran, más que en torno al conflicto de clases, a los conflictos institucionales y culturales del funcionamiento social. Los autores de referencia predominantes de la época eran aquellos provenientes de las universidades anglosajonas, como Rawls (2006), Nozick (1988), entre otros.

Los estudios se enfocan sobre el supuesto del apoyo que la “sociedad civil” había otorgado a los gobiernos dictatoriales. En este marco, las clases medias son el sujeto principal de estudio en tanto representantes de una “cultura política autoritaria y conservadora”.16 Se instalaron debates que reflexionaban acerca de categorías como cultura, política y culturas políticas contemporáneas desde Latinoamérica y los países no centrales, intentando superar el sesgo eurocéntrico de las teorías políticas clásicas y producir conocimiento situado, local y que prestara atención a temas como el autoritarismo, no solo en los modos de ejercer el poder político, sino en ámbitos como la familia, las relaciones de género, etcétera.

Cobran visibilidad las discusiones en torno a la colonialidad del saber, fundado en una clasificación racial/étnica del mundo. Como sostiene Ochy Curiel (2008), desde la perspectiva colonial se naturaliza el sexo, la raza y se prescribe a ciertas personas como “otras”: negras, indígenas, lesbianas, discapacitadas, “del tercer mundo.” La colonialidad se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo que opera en cada plano, ámbito y dimensión material, social y subjetiva de la cotidianeidad. Los estudios de género no escapan a ello, ciertos feminismos “occidentalistas y dominantes” han presentado conocimientos locales como universales, negando “las acciones de las mujeres organizadas desde una perspectiva cultural diferente a la del capitalismo de cuño cristiano y del parentesco de familia nuclear, en particular las mujeres de muy diversos pueblos originarios de América” (Gargallo, 2008).

En esa línea, a partir de los noventa, toman fuerzan los enfoques culturalistas como el de García Canclini (1999), para quien se torna relevante “plantear una investigación sobre los efectos del capitalismo de consumo sobre la cultura política, ya que este ofrece un nuevo contexto para experimentar la política” (García Canclini, 1999:41-56). Para el autor, se volvía fundamental la posibilidad de pensar la sociedad desde las prácticas de consumo impuestas por el imperialismo. Hay una pérdida de la relación entre la cultura política y los territorios geográficos y sociales, al mismo tiempo que se producen ciertas relocaliza-ciones relativas de las producciones simbólicas. De este modo, las relaciones de poder se entretejen unas con otras de manera oblicua, de modo que no podemos diferenciar claramente dónde termina el poder étnico, de clase o racial.

Género y cultura política

Como vimos hasta ahora, las corrientes dominantes en ciencia política que estudian la cultura política se han ocupado principalmente de los sectores sociales medios y altos de nuestras sociedades, aplicando sin mediaciones conocimientos que se producen en Europa y Norteamérica, esto es, “colonizando” los contextos locales, reproduciendo lógicas clasistas y androcéntricas para analizar lo que ocurre con otras culturas políticas como las latinoamericanas. Los resultados de estas “operaciones colonialistas” son varios, entre ellos, el desconocimiento de nuestro propio contexto, la invisibilización de las culturas políticas de las mujeres, especialmente de sectores populares, y, consecuentemente, la imposibilidad de comprender e intervenir en la realidad para transformarla. En este sentido, el enfoque dominante sobre cultura política busca el equilibrio de las instituciones democráticas desde un enfoque funcionalista que se preocupa por la estabilidad y el orden social. Al contrario, otros enfoques intentan dar cuenta de la dimensión disruptiva de la cultura política, de los procesos de cambio que pueden impulsar y de la necesidad de estudiarla en dimensiones de la vida cotidiana que no solo responden a los espacios institucionalizados.

La discusión acerca de la participación política de las mujeres y de las características que asumiría es de larga data. En el trascurso de las décadas, el debate ha tomado diferentes matices de acuerdo con las miradas más institucionalistas, que observaban a la mujer en el sistema político formal, o menos formales, centradas en la politicidad de sus prácticas cotidianas.

En términos generales, es un tema que se discute fuertemente desde los años 50 y 70, cuando el feminismo concentraba la investigación social sobre el factor discriminador del sistema político patriarcal, la exclusión de las mujeres y su ausencia o su escasa presencia en el espacio público. Ya en los años 80, con el feminismo radical, se discute la supuesta ausencia de las mujeres en la política formal y se remarca su presencia en espacios no formales y de base, acusando de miopía de género a las teorías que lo invisibilizaban.

En ese sentido, Barrancos (2010) señala que “coincidiendo con otras opiniones histo-riográficas, puede haber sujetos políticos sin ciudadanía: las mujeres no eran ciudadanas y, sin embargo, fueron determinantes de lo político”’. Además, sostiene que: “Resulta un arcaísmo que la política sea solo una función restringida de ésta, ceñida exclusivamente a la retícula del poder y al ejercicio de la ciudadanía en el sentido de capacidad para escoger el gobierno, afiliarse a partidos políticos, ser elegido representante mediante comicios” (Barrancos, 2010:21). Por tanto, aunque los estudios en materia de política y culturas políticas fueran marginales en la academia, no quiere decir que las mujeres no tuvieran un protagonismo importante en la política de las naciones.

En los últimos años, con el revisionismo de género, la discusión en torno a la participación política de las mujeres transita entre describir las dificultades u obstáculos que aún se les presentan para participar del sistema político y los modos en los que efectivamente lo hacen. El argumento es que las mujeres no eligen excluirse del sistema político formal y organizarse en otros espacios como sus comunidades, sino que el peso de las desigualdades las impulsa a buscar espacios de menor hostilidad donde impulsar sus prácticas políticas. La situación de subordinación lleva a las mujeres a crear:

Espacios de interacción alternativos y paralelos a los que ofrece el sistema político, no porque lo consideren un adversario, sino simplemente porque no las reconoce o sus instituciones no satisfacen las necesidades propias de su género por no considerarlas políticas o simplemente por no reconocerlas (necesidades fugitivas) (Tarrés, 2004: 64).

Dentro de estos estudios de género, las culturas políticas se han tomado como variable de análisis, como factores que potencian o limitan la participación de las mujeres, pero no se ha profundizado sobre ellas. Diferentes entre sí, los enfoques de género sobre la cultura y la participación política pueden ser categorizados en tres grandes grupos: estudios de género esencialistas, los estructuralistas y la heterogeneidad de los contemporáneos.

La mujer nace siendo mujer

Los análisis de género que vamos a englobar como “esencialistas” basan la explicación sobre las diferencias de género en el sexo biológico. Es decir, consideran que por el hecho de nacer mujer o varón, los/as sujetos se ven inclinados a valorar determinados aspectos de la vida y a conducirse de determinadas maneras en la política.

Por un lado, se plantea que como el sistema político y el espacio público son esencialmente masculinos y se encuentran dominados por valores como la competencia, la supervivencia del más fuerte y la imposición, las mujeres deben buscar espacios alternativos de participación y producción política basados en valores “más femeninos” como la solidaridad, la capacidad de escucha, etcétera. Por esto crean culturas alternativas a la dominante (masculina) que necesariamente, según este enfoque, son más democráticas. Las diferencias de sexo/género se evidencian en que las mujeres son políticamente más progresistas y mo-ralmente más puras, sus prácticas y culturas políticas son diferentes a las de los hombres porque ellas lo son biológica y subjetivamente.

Por otro lado, otras/os autores sostienen que las mujeres son reacias a participar y no se interesan por cuestiones políticas. A partir de ese supuesto, explican que las leyes aplicadas para favorecer la participación política formal de las mujeres (como la ley de cupo) no funcionan. Ellas se interesarían por problemáticas que se vinculan a la familia, por el cuidado de los/as otros/as, y por aquellas áreas donde es posible la cooperación, la ayuda mutua, etcétera. Estas mismas teorías afirman que si las mujeres se involucraran y reformaran la política con la inclusión de nuevos valores y prácticas, mejorarían las condiciones de vida de las personas.17

Los valores que se asocian a las mujeres en la política son la sensibilidad, la compasión, la honestidad, su capacidad de cooperar, la elusion del conflicto y del enfrentamiento, mientras que los varones serían agresivos, asumirían los conflictos con firmeza y racionalidad, se caracterizarían por ser buenos negociantes y manejar las relaciones de poder.

Como sostiene Fernández Poncela (2008), para estos enfoques, las mujeres tendrían un liderazgo abierto, no competitivo, innovador, flexible, consultivo, comunicativo, co-laborativo, persuasivo y cooperativo en la política. Estas sabrían compartir el poder y la responsabilidad, combinarían la intuición y la racionalidad, poseerían elevadas habilidades interpersonales, empatia y capacidad de escucha. De esa manera, serían propensas a crear grupos de trabajo y a asumir riesgos para mejorar.18

Astelarra (1987) agrega que las mujeres prefieren una participación política más anónima, de cara a cara, con tendencias altruistas y con interés por hacer cosas concretas y útiles -más que la carrera o la promoción política como sí preferirían los varones-, al tiempo que para las mujeres los aspectos sentimentales tendrían mayor importancia que los instrumentales. La ayuda a los demás y el involucramiento en los problemas del barrio o comunidad podrían ser aspectos de una tendencia propia de una subcultura de género.

Las esencialistas terminan asociando la naturaleza con las mujeres en oposición a los varones como representantes de la cultura. Así, reproducen la dicotomía cultura/naturaleza, siendo criticadas por las feministas marxistas que defienden la imposibilidad de separar naturaleza y cultura. Martín Casares expresa que: “no existen esencias inmutables de género, sexo, raza ni naturaleza porque son los grupos humanos los que construyen sus significados. Por ello, sostiene que el dato biológico puro no existe [...] es un dato culturizado y el dato cultural macado por nuestra condición biológica” (Martín Casares, 2006: 169).

Por otro lado, detrás de estas teorías también está la idea funcionalista de que mujeres y varones se complementan en sus diferentes roles. Es decir, cada uno/a ocupa un lugar en la división del trabajo, de los espacios, intereses, etcétera., que si bien son diferentes, se considera que -abordados de manera correcta para evitar “desigualdades”- pueden ser complementarios.

En definitiva, estos enfoques esencializan la condición de mujer, reducen sus prácticas a condicionamientos biológicos, olvidan que hay diversidad de mujeres, que los/as sujetos se encuentran atravesados por relaciones de poder y que los condicionamientos de género, si bien son eso -condicionamientos y no determinaciones-, no permiten la constitución de sujetos que libremente ejerzan una política totalmente alternativa. Finalmente, si asumiéramos que es posible que las mujeres introduzcan modificaciones en las culturas políticas dominantes, visión que homogeniza las culturas políticas de las mujeres bajo ciertos valores o motivaciones únicos, sería posible señalar que seguramente se han excluido y ocultado otras experiencias, visiones, valores, que también sostienen y caracterizan las culturas políticas de las mujeres.

Las mujeres son excluidas de la política

Hay quienes argumentan que no existe algo así como una cultura de mujeres, sino que un modelo cultural político androcéntrico se impone, determina al resto y excluye a las mujeres del ejercicio político. La exclusión de las mujeres de la política implica también que estas estén alejadas del mundo público y confinadas al ámbito de lo privado/doméstico. De este modo, el sistema de género dominante -con los roles sexuales y la división del trabajo según el sexo- excluye a las mujeres de la política, “y para aquellas que lo logran, al parecer existe un costo alto a pagar” (Fernández Poncela, 2008: 23).

Desde esta mirada, cuando las mujeres logran ocupar el espacio público o participan de la política, tienen solo dos únicas posibilidades: por un lado, se asocian a temas “como la familia, el bienestar social, la salud y las relaciones humanas, y difícilmente a áreas como la economía, la política, la ciencia y la tecnología, que son del dominio masculino” (Montiel Vega, 2011); por otro lado, se “masculinizan” y ejercen el poder igual que los varones, compitiendo y basando su poder en la exclusión y dominación de los otros.

Por tanto, las desigualdades de género se comprenden aquí como determinantes. Con pocos márgenes para la agencia, este enfoque no daría lugar a la emergencia de políticas alternativas por parte de las mujeres, reduciendo sus culturas políticas a reproducciones de la cultura masculina dominante y a expresiones de su posición subordinada de género: “Encontramos mujeres subordinadas cuyo ámbito de acción tiende a reducirse al doméstico. Su respuesta a la exclusión es el retraimiento, de modo que simplemente no se interesan ni conocen sobre política y evitan participar más allá de lo que exige la ley” (Tarrés, 2004: 65).

En ese sentido, si bien para dichas teorías la biología no juega ningún rol determinante en los lugares que ocupan mujeres y varones, los resultados en materia de análisis de las prácticas y culturas políticas de las mujeres son similares a las esencialistas: no podríamos hablar de creación de culturas políticas alternativas a la dominante por parte de las mujeres porque las condiciones de opresión no lo permitirían.

Para enfoques como el de Tarrés (2004), la cultura sexista produce los valores, las normas y las prácticas en el ámbito de lo político, por eso es allí donde pueden visualizarse las dificultades que enfrentan las mujeres para su integración como ciudadanas plenas. Las mujeres están sujetas a dependencias domésticas y familiares que no les permiten distanciarse del orden social que las subordina, al cual sienten como natural. Sucede que la posibilidad de poner en duda ese orden no solo es cuestión de voluntad, depende de las circunstancias estructurales, así como de los recursos disponibles y la capacidad de agencia de cada una. Distanciarse del orden “natural” de las cosas supone para Tarrés:

Reflexionar sobre él para administrarlo, ponerlo en duda, reproducirlo o transformarlo. Pero para que esto suceda los sujetos deben poseer algún grado de autonomía, una imagen positiva sobre sí mismos y ciertos recursos que permitan la reflexión. El caso de la mayoría de las mujeres es muy lejano a ese ideal de individuación. En general, ellas se definen por su rol materno, doméstico y por su comportamiento dependiente (Tarrés, 2004: 65).

Para la autora, resulta indispensable mejorar la condición de la mujer a través de la redistribución equitativa de los recursos materiales, y de la garantía en su acceso a las estructuras de poder, a la toma de decisiones, operando cambios en la cultura política dominante; esto último porque la mayoría de las mujeres acepta el orden político:

Su exclusión de este orden, por un lado, produce desafección y obediencia pasiva y, por el otro, genera redes de solidaridad y cooperación paralelos a las instituciones, orientados a la obtención de bienes que les son negados o que no son conceptualizados como públicos por el discurso político hegemónico (masculino) [...] en efecto, las mujeres se abstienen porque evitan jugar un juego que de antemano pueden no ganar (Tarrés, 2004: 67).

Ni libres ni dominadas

Enfoques poco explorados y aún en construcción sobre la cultura y prácticas políticas de las mujeres, sostienen la posibilidad de la existencia de culturas políticas de mujeres al tiempo que atienden a la diversidad existente entre ellas, tanto a partir de las reproducciones que persisten como de las creaciones que se advierten. Se proponen revalorizar los intereses y necesidades de las mujeres, asumiendo que existen no solo como manifestaciones de una posición de subordinación en el sistema de género, sino como demandas que amplían los derechos de las mujeres, con la advertencia de que el hecho de ser mujeres no necesariamente supone determinadas prácticas más democráticas o menos autoritarias.

Las culturas políticas se encontrarían condicionadas por múltiples factores como la posición social, económica y política, así como también por la socialización de género, las trayectorias individuales, entre otras dimensiones. Por eso, deben ser estudiadas en contexto, atendiendo a los casos con que nos enfrentamos y a la realidad de las sujetos que analizamos, sin suponer variables universales ni invisibilizar la politicidad de las prácticas de las mujeres en nombre de un feminismo que solamente ve dominación de género.

Desde estas investigaciones se señala que la razón, la igualdad, la individualidad y la autonomía -valores heredados de la Revolución Francesa y de la Ilustración- son considerados los valores más importantes y a los varones como sus únicos portadores. De esta forma, el varón es el modelo de sujeto de derechos y de la política, mientras que la mujer ha sido definida como sujeto de segunda categoría, desvalorizando sus prácticas e intentando controlar sus capacidades de agencia.19 A lo largo de los siglos, la cultura política hegemónica ha sido la masculina, y sus bases la asertividad, la agresividad, la competencia, la orientación al logro, la independencia y la búsqueda de poder con base en el control de los otros/as, y en los aspectos que resaltan el dominio y la fortaleza (Ramos Escanden, 1991:41).

Desarrollos teóricos como los de Moreno Sarda (2012), quien acuña el concepto de “arquetipo viril”, señalan este modelo construido culturalmente para fabricar varones adultos de clases y pueblos dominantes; modelo vinculado a la guerra, con la imposición del dominio sobre las riquezas de otros pueblos, la imposición cultural y el control sexual de las mujeres. Estas prácticas en sociedades complejas como las nuestras se llevan a la gestión de la política, la economía y el pensamiento académico. Por ser un modelo, la autora sostiene que:

Puede asumirlo cualquier mujer o cualquier hombre de todo color de piel, raza o procedencia. Basta que haya seguido ese sistema de instrucción propio de la escena pública y de la posibilidad de vivir con recursos en las sociedades de los pueblos dominantes, es decir, de los que vivimos del saqueo de la riqueza de otros pueblos (Moreno Sarda, 2012: 15).

Sin embargo, este modelo se aparta del estructuralismo cuando sostiene que la reproducción de esa cultura androcéntrica dominante no es permanente ni estática, sino que se va modificando y adaptando debido a que la lógica de la dominación y la necesidad de expansionarse obligan a que el pueblo que practica el dominio tenga que transformarse porque, si no lo hiciera, perdería su capacidad hegemónica. Así, las culturas sexistas dominantes van cambiando y sosteniendo determinados estereotipos sobre las mujeres; a su vez, ellas mismas van introduciendo modificaciones en esos estereotipos a través de sus prácticas cotidianas y sus espacios de participación política.

Por otro lado, el enfoque se aparta también del esencialismo cuando cuestiona que se reduzcan las prácticas políticas de las mujeres a la afectividad, a la ingenuidad, rescatando la pasión y la naturaleza instintiva, y negando la dimensión de luchas de poder, competencia, capacidad política y negociación en dichas prácticas.

El desafío para las nuevas investigaciones en el tema es comprender las particularidades en los modos de hacer política de las mujeres y de otros géneros o sectores sociales no hegemónicos, sin desconocer qué es lo que se continúa reproduciendo en dichas prácticas, sin descuidar que:

Los significados y el mundo simbólico vinculado a la política de la población no es único. La desigualdad social y regional, la pertenencia étnica, la adscripción de género, los diversos grados de integración de los sujetos, su pertenencia de clase influyen en la presencia de culturas políticas heterogéneas que muchas veces son divergentes (Tarrés, 2004: 60).

También es parte del desafío analizar modos de hacer, valores o intereses que pueden localizarse en las prácticas políticas de las mujeres y que deben o no, ser potenciados por su capacidad de transformar las relaciones de desigualdad de género. Entendemos estas últimas como construcciones sociales y culturales fruto de relaciones de poder e históricas, por lo tanto, provisorias y modificables.

Comentarios finales

A lo largo del artículo, hemos realizado un recorrido histórico y teórico sobre las maneras en que se ha abordado la cultura política. Destacamos los aportes y señalamos los límites de cada enfoque, especialmente en lo que concierne al estudio de las culturas políticas de las mujeres en contextos como los latinoamericanos.

A partir de lo que establecimos hasta aquí, proponemos que para estudiar la cultura política -y sin negar los aportes de las metodologías cuantitativas para tener una base de datos amplia sobre algunas dimensiones, como las preferencias políticas generales, por ejemplo-, debiéramos apelar a los aportes de la metodología cualitativa como manera de recuperar en profundidad la dimensión simbólica y experiencial de la acción social/política. De ese modo, podemos dar cuenta del diverso universo cultural y político de las mujeres y, por tanto, no hablar de una cultura política homogénea y universal, sino de culturas políticas diversas y localizadas.

La importancia de dar cuenta de la diversidad y de lo local de las culturas políticas, tal como sostiene Mato (2002), es extensible a los modos de producir conocimiento (el método, por ejemplo) que responden a una diversidad de enfoques y de anclajes locales; lo cual implica opciones epistemológicas asociadas a posiciones éticas y políticas, entre otras, las relaciones que se aspira a sostener con actores sociales extra académicos. Por eso, apostamos por producir teoría acerca de las culturas políticas de las mujeres desde un enfoque que se asume situado y subjetivo, a partir de las significaciones, prácticas y experiencias de las mujeres en un diálogo permanente con nuestras interpretaciones; de modo que apreciar las culturas políticas sea una tarea verdaderamente comprensiva y no evaluativa.

Hacemos hincapié en atender no solo al discurso sino también a las prácticas. Esto se debe a que las/os sujetos son solamente a medias conscientes de por qué hacen lo que hacen, tal como nosotras mismas lo somos como investigadoras. De modo que, asumiendo estas limitaciones, las prácticas son expresiones de elementos conscientes e inconscientes de lo que las/os sujetos aprenden a hacer, lo que saben “que deben hacer” “lo correcto” lo permitido por las instituciones. También expresan lo excluido, lo prohibido y aquello que logran transgredir con cautela ante los límites impuestos. Son las transgresiones como novedad frente a lo instituido, lo que el enfoque sobre prácticas y discurso nos permite ver. En tal sentido, recuperar prácticas y significaciones invisibilizadas o menospreciadas por el conocimiento dominante es el desafío principal. Esto solo es posible de lograr cuando superamos las limitaciones etnocéntricas de los enfoques tradicionales de la cultura política.

De ninguna manera sugerimos adoptar miradas latinoamericanas “puras” porque, además de imposible, perdemos la oportunidad de disponer de todas las tradiciones intelectuales de manera crítica para dialogar creativamente. Son estos cruces teóricos contextualizados los que nos permiten dar cuenta del momento histórico/cultural de un fenómeno social, y nos habilitan a imaginar herramientas analíticas que se ignoran en los relatos dominantes de las teorías universales.

Desde nuestro punto de vista, poder dar cuenta de las culturas políticas a nivel metodológico implica algo más que una colección de creencias, actitudes y conocimientos sobre el sistema político formal a través de encuestas de opinión y estadísticas sobre actitud, tal como lo hace la teoría dominante. Supone trabajar sobre universos simbólicos complejos como las experiencias políticas, los rituales culturales y el discurso en contraste con las prácticas, las formas de presentar y representar el mundo compartido y de vivirlo. Así, no solo los discursos y los hechos que son explícitamente políticos forman parte de la cultura política, sino también las experiencias, creencias y prácticas culturales, religiosas, las maneras en que se valora la familia y las instituciones, el sentido común, las informaciones que se reciben y reproducen, las identificaciones políticas, las memorias comunitarias, las relaciones intersubjetivas, entre otros aspectos culturales/políticos.

Así se evidencia lo relevante de ampliar la categoría de cultura política a culturas políticas diversas y locales; la necesidad de no excluir prácticas valiosas en cultura y poder que se vinculan, como dice Mato (2002), a relaciones política y epistemológicamente significativas a los contextos sociales con los que se vinculan movimientos sociales, agrupamientos, comunidades y sectores latinoamericanos diversos.

Le otorgamos una gran relevancia analítica a cómo en el hogar, la pareja, la familia -los escenarios considerados privados-, también recrean diariamente las culturas políticas a través de modelos de orden, modos de ejercer la autoridad, actitudes frente al poder; formas de autoridad y obediencia o prácticas de transformación del orden establecido. En ese sentido, las culturas políticas no son variables independientes sino parte de la cultura en general, y dependen y se constituyen de acuerdo con la posición de los/as sujetos, de los universos simbólicos o contextos particulares en que se producen y reproducen dichas culturas. Además, como estos universos simbólicos son históricos, son componentes fundamentales las trayectorias políticas de los/as sujetos, la interpretación de estas y de la coyuntura política, y la posición que ocupan a nivel socio/histórico.

Para lograr un análisis más complejo y amplio de las culturas políticas de las mujeres, debemos diferenciar analíticamente entre aquellas dimensiones que intervienen y condicionan la constitución de las culturas políticas y las dimensiones descriptivas que hacen a las culturas políticas propiamente dichas; cuestiones que en la teoría preexistente suelen no estar diferenciadas. De hecho, apostamos a trabajar a nivel general sobre descripciones de la cultura política que atiendan, no solo a la actitud que las mujeres demuestran hacia la política, a estadísticas sobre la ocupación de puestos formales de poder, a análisis de prácticas políticas o sobre discursos sobre la política, sin atender a otros espacios y temas que, sin referir explícitamente a política, se encuentran atravesados por ella, sin descuidar aspectos particulares que asumen dichas culturas según la posición que ocupe la mujer, las trayectorias, etcétera. Diríamos que abordar no solo los condicionantes de las culturas, sino que también analizar las particularidades que adquieren según la agencia de cada una de las mujeres, lo cual es posible de observar con un análisis micro/social.

Encontramos que las prácticas políticas son condicionadas por procesos históricos que hacen a las culturas políticas, como la relación de las mujeres con el Estado, su género y la política. Como también, según las posiciones que ocupan, las trayectorias de vida, los límites y las oportunidades del contexto, son las capacidades de agencia de las sujetos; lo cual permite comprender las disímiles oportunidades y limitaciones a sus prácticas políticas. Todo esto, en principio, condiciona el modo de ver, de sentir y de pensar el mundo; prácticas, creencias y discursos legitimadores o no de la cultura política dominante.

En definitiva, las culturas políticas se describen a partir de valoraciones, creencias y prácticas que dirimen poder, visiones sobre la política y el mundo social en general, emociones. También, a partir de sentimientos que comparten en común ciertos grupos sociales de acuerdo con su género, la clase, el origen geográfico, las trayectorias históricas, etcétera, pero que a su vez los diferencian y conflictúan al interior de dichos grupos porque no todos/as piensan, sienten y hacen de la misma manera en similares contextos.

Deben importar especialmente los conflictos que las mujeres señalan y viven, las diferencias que se producen en las prácticas políticas cotidianas que pueden observarse y cómo se producen de acuerdo con la condición de género, de el “ser mujeres” en las comunidades que sean de análisis; con las particularidades que asume en cada una de las mujeres según su origen geográfico, sus experiencias familiares, comunitarias e históricas, con base en la posición social, económica y a la edad. Así también, en vinculación con las relaciones sociales que gestionan y acceden, y a sus trayectorias previas de participación -entre otras dimensiones que podemos analizar- sin perder de vista ciertas regularidades como grupo.

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Véase: López de la Roche (2000).

Véase: Heras Gómez (2002).

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