El artículo analiza la noción de calidad democrática desarrollada por Leonardo Morlino y el papel que el valor de la igualdad desempeña en su medición. En la primera parte se revisa la concepción de igualdad política a partir de la obra de Robert Dahl, cuya definición mínima de democracia es adoptada por Morlino. En la segunda, se analiza el valor de la igualdad desde la perspectiva del autor italiano y se argumenta que en la evaluación de un régimen la importancia de esta como valor sustantivo no es clara en términos analíticos, debido a que se traslapa con otras dimensiones de la calidad: las procedimentales y las relativas a resultados. En la tercera parte, se propone que una noción de igualdad política como la ofrecida por Dahl ofrece mayores recursos para evaluar y realizar comparaciones empíricas en torno a la calidad democrática.
This paper analyzes the notion of democratic quality developed by Leonardo Morlino and the role it plays in his measurement of the value of equality. The first part reviews the idea of political equality from the perspective of Robert Dahl's work, whose minimal definition of democracy is adopted by Morlino. The second examines the value of equality from the point of view of the Italian author, and argues that, in the assessment of a regime, its importance as a substantive value is analytically unclear since it gets enshrouded in the other dimensions of quality: the procedural and the results related ones. In the third part it is proposed that a notion of political equality such as the one offered by Dahl, could provide greater resources to evaluate and carry out empirical comparisons around democratic quality.
El término “calidad democrática” ha venido ganando terreno en la reflexión teórico/política tras el período conocido como la “tercera ola de democratizaciones” (Huntington, 1996), en el que entre 1970 y 1990 cerca de treinta países de Europa, Asia y América Latina adoptaron regímenes democráticos y reemplazaron sus anteriores modelos autoritarios -aunque por aquellas fechas se escucharan más a menudo expresiones referidas a la “transición” o a la “consolidación” de la democracia-. El cambio en el uso de los términos no es obvio ni trivial, sino que en cierta forma responde a un consenso básico alrededor de la idea de que la democracia es hoy un régimen de gobierno asentado y extendido en la mayoría de los países, más allá de los déficits que en muchos de ellos aún se puedan observar. Prácticamente todos los Estados se definen a sí mismos como democráticos y, en este sentido, lo que corresponde es el juicio y evaluación de su calificación como tales; es decir, la determinación de su calidad. Por supuesto, cabe preguntarse si el adjetivo “democrático” es atribuible a regímenes que apenas reúnen ciertos requisitos como: cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones; ciudadanía inclusiva; tales requisitos, señalados por Robert Dahl (1989; 1999; 2006), parecen ser elementales en la identificación de una democracia y son comúnmente admitidos por la ciencia política. En efecto, también han sido aceptados por Leonardo Morlino como umbral para medir la calidad democrática y los procesos de democratización.
Morlino observa que un régimen democrático debe concebirse consolidado “cuando entre los ciudadanos se difunde la convicción de que las instituciones políticas existentes, no obstante sus defectos y fracasos, son a pesar de todo mejores que cualquier otra solución institucional” (Morlino, 2005a: 175). Empíricamente, “desde el punto de vista de la consolidación, es más importante comparar consenso y ausencia de reacciones negativas a nivel de masas, y legitimidad (o legitimación) a nivel de élites” (Ibíd., 2005a: 178). Ni en la academia ni en el espacio público nacional e internacional no se discute si hay otro régimen político moralmente superior a la democracia; si acaso, la crítica hacia la democracia se dirige contra sus deficiencias o sus magros rendimientos. En la opinión de Morlino, coincidiendo en esto con Adam Przeworski, debe incluso aceptarse que existe dicho consenso aunque un régimen particular fuese percibido negativamente, porque lo que cuenta es que la gente crea que “no hay alternativas” (Ibid., 2005a: 177).2 El autor es consciente de la fatiga o descontento democrático, pero mantiene que la democracia constituye prácticamente el único sistema defendible.3 Por lo tanto, llegados a este estadio, lo que importa es determinar la calidad de los regímenes concebidos como democráticos. Con este propósito se analiza la noción de calidad democrática desarrollada por Leonardo Morlino y, de manera particular, el papel que el valor de la igualdad juega en su medición.
Leonardo Morlino estima que la democracia es un concepto controvertido (contested concept) y que es imposible dar una definición total y definitiva, ya que incluye dimensiones empíricas y normativas que son inseparables, y a menudo indistinguibles, por lo que propone una definición con indicadores mínimos contrastables “en los que quepan diversas concepciones normativas de democracia para que cada quien mire cuánto de su propia concepción normativa existe en un país y en un momento preciso” (Morlino, 2013: 158).
Esta opción conduce a admitir, para los efectos de este trabajo, la definición de democracia empleada por Morlino basada en el trabajo de Robert Dahl y su idea de poliarquía competitiva, a saber: un régimen que cuenta con sufragio universal de los adultos; elecciones regulares, libres y competitivas; la existencia de más de un partido político; y más de una fuente de información (Morlino, 2005b: 37).
Se da por descontado que el análisis incluye regímenes democráticos que cuentan con el nivel de consenso elemental ya descrito, lo que significa que la gente común y las élites políticas -a pesar del descontento o los intereses adversos que pudieran tener- mantienen sus comportamientos en una medida empíricamente verificable dentro de esos parámetros básicos enunciados.
De entrada, admitimos el aumento de las brechas de desigualdad entre los ciudadanos de una comunidad política como una tendencia de las democracias contemporáneas y no solo como una posibilidad, al tiempo que estamos conscientes del diferencial de poder e influencia que conlleva. No obstante, mientras los principales actores políticos admitan públicamente estar desempeñándose bajo las reglas y principios del juego democrático, y mientras las “trampas” se mantengan en un nivel controlado por los propios actores, continuaremos teniendo por democrático a un régimen.4
El presente artículo se organiza en tres secciones. En la primera de ellas se exhiben ciertos rasgos de la concepción de igualdad a propósito del juicio sobre la calidad de la democracia. Para ello, se repasarán brevemente algunas de las nociones teóricas más conocidas como igualdad política de Robert Dahl, cuya definición mínima de democracia es adoptada por Leonardo Morlino. Uno de los retos del ideal igualitario de la democracia es evitar su sobrecarga normativa, de modo que sea posible su medición. Ahora, si bien parece cierto que la igualdad debe ser “algo más” en la evaluación de una democracia de calidad que la mera atribución formal del derecho al voto -activo o pasivo- de todas las personas sin exclusión, es menos claro cuáles puedan ser esos caracteres adicionales. En la medida en que se añaden rasgos sustantivos al ideal igualitario, se agravan las dificultades para lograr una concepción adecuada y útil a los efectos prácticos de su contrastación empírica.5
En la segunda parte se lleva a cabo un análisis crítico del valor o principio de igualdad desarrollado por Morlino, y se argumenta que en la evaluación de la calidad democrática de un régimen de gobierno en sí mismo -y no solo por sus resultados- la igualdad termina siendo reducida a aquella noción de igualdad formal en la que residen sus indicadores de calidad de carácter procedimental: el imperio de la ley (rule of law) y la rendición de cuentas (accountability). Pese a que, según Morlino, la libertad y la igualdad constituyen las dimensiones de la calidad democrática, la importancia de la igualdad en el juicio global de dicha calidad no es suficientemente clara.
En la tercera sección, a partir de un ejercicio comparativo entre las posiciones de Dahl y Morlino en torno a la igualdad política, se sostiene que el concepto de Dahl brinda mayores recursos para juzgar, determinar y realizar comparaciones empíricas en torno a la calidad democrática de los diversos regímenes políticos.
La igualdad democrática como una igualdad de tipo políticoLa concepción de igualdad que se desarrolla en este texto está asociada a la noción de calidad democrática; esto significa que, ante todo, pretende ser adecuada y útil para juzgar qué tan bueno es un régimen democrático de gobierno para las sociedades actuales, principalmente para las democracias representativas. Como indica Giovanni Sartori, la democracia es desde siempre y ante todo una forma de Estado y de gobierno, y esa sigue siendo la acepción primaria del término;6 en ese sentido, es un mecanismo de toma de decisiones públicas vinculantes y susceptibles de ser impuestas mediante la coacción del Estado.
John Rawls concibe la sociedad como “un sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo de una generación a la siguiente” y sostiene que esta es “la idea organizadora central cuando tratamos de desarrollar una concepción de justicia como equidad para un régimen democrático” (Rawls, 2002:28). Como es sabido, su concepción de la justicia como equidad ha modelado la discusión filosófico/política sobre la igualdad en las democracias liberales al explicitar sus fundamentos normativos.7 Según Rawls, aquella idea organizadora central se sostiene en otras dos ideas: la de los ciudadanos como personas libres e iguales, y la de la sociedad bien ordenada y efectivamente regulada por una concepción pública de la justicia. Rawls es consciente, empero, que no existe un acuerdo básico acerca del modo concreto en el que han de organizarse las instituciones para favorecer la libertad y la igualdad de la ciudadanía democrática debido a la pluralidad de intereses, teorías y concepciones comprehensivas del mundo, y a las diferentes visiones sobre las consecuencias probables de las políticas públicas. De lo anterior resulta que puedan existir diferentes modelos de democracia, con distintos grados de realización del ideal igualitario. En este marco, el objetivo es indagar la función específica de la igualdad en el juicio sobre la calidad de los diversos regímenes democráticos.
Nancy Fraser (2008) ha denunciado cierta estrechez al concebir la justicia desde un enfoque predominantemente socioeconómico, según el cual la redistribución de bienes, ingreso o riqueza opera como el criterio principal de igualación ciudadana; en este sentido, propone que debe ampliarse el juicio hasta incluir al concepto de justicia otras dos dimensiones que son fundamentales para una adecuada apreciación de la igualdad entre las personas distintas al reparto de cosas o dinero: el reconocimiento plural de identidades étnicas, raciales, culturales o de género; y la representación equitativa de individuos y grupos excluidos o subrepresentados en las instancias de toma de decisiones políticas.
La dimensión de la representación resulta fundamental para la reflexión sobre la igualdad en las democracias, porque aunque de manera general estas presuponen como condición la igualdad entre las personas que hacen y padecen las decisiones colectivas, previamente es necesario identificar quiénes resultan incluidos o excluidos de los procedimientos democráticos, y justificar por qué. Esta cuestión es denominada por Fraser como el problema del “enmarque” (Fraser, 2008: 251-274). De modo intuitivo aparece como razonable que los menores de edad y las personas con discapacidades mentales severas no dispongan del derecho al voto activo o pasivo, pero menos obvio resulta que no se les conceda a los extranjeros avecindados en la localidad donde habrán de tomarse las decisiones; en cambio, ya es incontrovertible -aunque no siempre lo fue-8 que no se excluya para este propósito a ninguna persona adulta y competente por rasgos como sexo, etnia, raza, condición social, orientación sexual e identidad de género.
Consciente de lo anterior, Norberto Bobbio insistió en la importancia de responder dos preguntas al reflexionar sobre la igualdad en las democracias: ¿Igualdad entre quiénes? ¿Igualdad de qué? (Bobbio, 1993: 54).
Aunque también Amartya Sen (2004) ha sugerido la importancia de responder al segundo de estos interrogantes, este artículo sostiene la relevancia de distinguir y separar, para fines analíticos, dos enfoques sobre la igualdad con miras a visualizar el papel que esta desempeña en el juicio particular sobre la calidad de la democracia. En cambio, si se desea medir el nivel de desarrollo humano o el bienestar de un país, los criterios para medir la igualdad entre las personas habrían de ser diferentes, lo que significa que las mismas preguntas tendrán respuestas distintas según Bobbio y Sen. Para el economista indio las demandas sobre el “qué” de la igualdad serían seguramente mayores, toda vez que requiere disponer del uso de medidas de políticas públicas materiales traducibles a menudo en la provisión de bienes y servicios sociales. Para Sen, en cambio, la libertad individual o la agencia humana efectiva pueden llegar a requerir medidas externas que creen o apuntalen las capacidades de las personas para conseguir sus proyectos de vida; su concepción de libertad no es equivalente a la mera autonomía sino que implica el poder igual para todos de realizar funcionamientos y capacidades que son valiosas en sí mismas, y por eso admiten ser procuradas de manera externa. Esta perspectiva rebasa una versión de democracia procedimental como la de Bobbio, en la cual la igualdad es estipulada como un presupuesto del procedimiento. Además, como expresa Michelangelo Bovero siguiendo a Bobbio, en democracia uno no se refiere “a la igualdad en general sino, específicamente, a la igualdad política, o sea a la concerniente al poder de [participación en la] decisión colectiva” (Bovero, 2008: 8). Surge así, entonces, la necesidad de señalar los caracteres que la igualdad reclama de un régimen democrático como el lugar donde se hacen las decisiones colectivas, y no de modo global del bienestar, del desarrollo económico, social o humano entre las personas.9
Al adoptar la definición de democracia de Robert Dahl seguida por Leonardo Morlino, que presupone su concepción de calidad democrática, verificamos seis rasgos institucionales que permiten distinguir los regímenes democráticos del resto: cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones; y ciudadanía inclusiva. A continuación, Dahl enuncia otros seis rasgos específicos para una democracia “ideal” que guardan relación con cada uno de los rasgos institucionales ya mencionados: participación efectiva; igualdad de voto; comprensión ilustrada; control de la agenda; inclusión; y sistema de derechos fundamentales.
Lo que interesa destacar es que todos estos rasgos se vinculan de modo directo con una concepción de igualdad adecuada y útil para juzgar el desempeño de las instituciones democráticas, es decir, para medir la calidad de un régimen en cuanto instancia de elaboración, toma y ejecución de decisiones colectivas vinculantes.
Instituciones políticas necesarias para la satisfacción de los criterios de una democracia ideal
Instituciones políticas necesarias en un país [...] | [...] en orden a satisfacer los siguientes criterios de una democracia ideal |
---|---|
Cargos públicos electos | Participación efectiva Control de la agenda Igualdad de voto |
Elecciones libres, imparciales y frecuentes | Participación efectiva |
Libertad de expresión | Participación efectiva Comprensión ilustrada Control de la agenda |
Fuentes alternativas de información | Participación efectiva Comprensión ilustrada Control de la agenda |
Autonomía de las asociaciones | Participación efectiva Comprensión ilustrada Control de la agenda |
Ciudadanía inclusiva | Participación efectiva Igualdad de voto Comprensión ilustrada Control de la agenda |
En la obra de Robert Dahl la relación entre los caracteres institucionales básicos de un régimen democrático y la noción de igualdad es explícito e inmediato: “el único sistema político para gobernar un Estado que deriva su legitimidad y sus instituciones políticas de la idea de igualdad política es una democracia” (Dahl, 2006: 6). Esta afirmación se basa en dos presupuestos que Dahl señala como difíciles de rechazar en un discurso público razonable. El primero de ellos es el juicio moral de que todos los seres humanos poseen igual valor intrínseco, que nadie es superior a otro, y que al bien y a los intereses de cada persona se les debe brindar una igual consideración. El segundo es que entre los adultos no hay personas que estén intrínseca y definitivamente mejor calificadas que otras para gobernar, de modo tal que merezcan ser investidas de una autoridad completa y final sobre el gobierno de un Estado (Ibíd., 2006:4).
Puede anticiparse la objeción de que estas dos asunciones son demasiado abstractas e ideales -¿acaso ideológicas?- y que, por tanto, poseen poco valor práctico para establecer el tipo de criterios empíricos que permiten contrastar el papel de la igualdad en democracia. Como se verá enseguida, al analizar la utilización del principio de igualdad en los trabajos de Leonardo Morlino, los dos presupuestos de Dahl operan como magníficos instrumentos heurísticos para el enjuiciamiento de un régimen político real, ya que indican exactamente lo que cabe y es deseable esperar de las instituciones que sostienen dicho régimen, además de que ayudan a identificar algunos de los síntomas de agotamiento del consenso ciudadano a favor del régimen y su estabilidad.
En este sentido, cuando Dahl explica el criterio de “comprensión ilustrada” en una “democracia ideal”, describe algo distinto y más concreto que la idea corriente de que las personas tienen el derecho social a la educación o instrucción formal, básica o superior; aspecto que sí interesaría por ejemplo a Amartya Sen. Lo que el autor sostiene es que con independencia de la calificación de cada quien sobre la infinidad de temas que se someten a deliberación y decisión ciudadanas, han de existir condiciones adecuadas para que cualquiera sea razonablemente capaz de conocer las políticas públicas alternativas existentes y sus consecuencias probables (Dahl, 2006: 9). En la medida en que la complejidad de la sociedad torna algo más que improbable que alguna persona o grupo de expertos conozca todos los temas,10 la organización del debate público caso por caso debe promover las discusiones más transparentes e inclusivas posibles debido a la ganancia de información que ellas propician, juntamente con el mérito moral de tener los intereses de todos en igual estima y consideración. Ciertos mecanismos de “democracia deliberativa” son más idóneos para este propósito que otras medidas estrictamente educativas o dirigidas a la instrucción del público, en las que se suele pensar al hablar de ilustración del pueblo.
Algo similar se puede decir acerca del “control de la agenda”. Este rasgo democrático “ideal” supone que las personas, incluidas las que integran minorías o grupos socialmente en desventaja, tienen la capacidad efectiva de colocar un tema en la agenda o reiniciar la discusión aun cuando la mayoría ha llegado a una decisión; implica, por lo tanto, que existan mecanismos contramayoritarios. Estos grupos pueden instituirse en sede parlamentaria o judicial -como el judicial review, el juicio de amparo o las acciones de inconstituciona-lidad-, pero lo importante es que estén diseñados para quedar al alcance de todos. Robert Alexy, por ejemplo, ha indicado que los tribunales pueden contribuir a mejorar los procesos políticos en las democracias constitucionales potenciando la voz de las minorías: “Quien consiga convertir en vinculante su interpretación de los derechos -esto es, en la práctica, quien logre que sea la adoptada por el Tribunal Constitucional Federal- habrá alcanzado lo inalcanzable a través del procedimiento político usual” (Alexy, 2009: 36).
En la medida en que Robert Dahl especifica el significado de igualdad, que supone está en la base de las instituciones políticas democráticas, resulta posible verificar en el plano empírico si tales instituciones se acercan o alejan de aquella concepción. Lo que interesa, otra vez, es descubrir la función de un concepto de igualdad contrastable y medible en la calificación de los regímenes democráticos. Este tipo de igualdad es denominada por Dahl como igualdad política.
No obstante, así interpretada la igualdad política no equivale a una mera igualdad formal en la atribución universal de los derechos políticos que son condiciones sine qua non de los procedimientos democráticos. La noción presupone dicha igualdad formal básica, pero la trasciende al incluir dimensiones sustantivas -axiológicas- que, desde el punto de vista que aquí se defiende, pueden ser controladas conceptual y empíricamente, de modo que autorizan a juzgar qué tan buena es una democracia frente a otras.
La dimensión de la igualdad en la medida de la calidad democrática de MorunoLa noción de “calidad democrática” elaborada por Leonardo Morlino pretende responder a la pregunta de qué tan buena o preferible es una democracia, y para ello ofrece importantes instrumentos conceptuales que ayudan a entender esta idea para los fines prácticos de una evaluación empírica o de una comparación entre regímenes políticos (Morlino, 2005a: 257). Se trata de tres dimensiones del concepto de calidad tomadas del mundo industrial: las asociadas con los procedimientos, con los contenidos -dimensión dentro de la que se hallan los valores de libertad e igualdad-, y con los resultados (Ibíd., 2005a: 259).11
Morlino explica que en una democracia la calidad de los procedimientos es susceptible de contrastación con base en los estándares con los que se miden el imperio de la ley (rule of law) y la rendición de cuentas (accountability). Por otra parte, mantiene que la calidad según los resultados de un régimen se puede verificar si se toma en cuenta el grado mayor o menor grado de satisfacción de los ciudadanos (responsiveness); este criterio implica que existe reciprocidad entre demandas públicas y las respuestas de los actores institucionales, dato que propicia la estabilidad y legitimación de un régimen de gobierno. Finalmente, la calidad en relación con los contenidos está vinculada al respeto pleno de los derechos, y a la implementación progresiva de una mayor igualdad, política, social y económica; este último indicador de la dimensión del contenido -la igualdad- es el que se pretende analizar para juzgar su incidencia en la calificación -mayor o menor- de los regímenes democráticos.
Leonardo Morlino manifiesta que existen dos estadios en la afirmación del valor igualdad. El primero de ellos -el más aceptado según el autor- concierne a la igualdad formal frente a la ley y se traduce en la prohibición de discriminaciones por razón de sexo, raza, etnia, religión, etcétera, mientras que el segundo -más distintivo, si lo que se quiere con-ceptualizar es una dimensión singular distinta a la procedimental del imperio de la ley-, tiene que ver con la remoción de los obstáculos que limitan la igualdad social y económica y, por lo tanto afectan el desarrollo pleno de la persona y la efectiva participación de los trabajadores. De modo típico el autor piensa la igualdad como un valor material, sustantivo, asociado a la solidaridad y a los derechos sociales y económicos, y subraya la dificultad de garantizarlos debido a sus altos costos (Ibíd., 2005a: 280-281).
Morlino es enfático al expresar que las dimensiones de contenido no tienen sentido en una democracia que no cuenta con las procedimentales. El motivo es fácil de entender: es posible imaginar regímenes de tiranos benévolos y generosos que aumenten el nivel de igualdad socioeconómica de sus sociedades. Por lo tanto, solo califican en estricto sentido como democracias aquellos sistemas donde existe la capacidad de elegir y hacer rendir cuentas a los gobernantes, así como sujeción a leyes que no dependen de su mero arbitrio. Pero no queda clara, sin embargo, la razón por la cual sostiene que “para la calidad de la democracia, las dimensiones sustantivas son aún más importantes que las procedimentales” (Morlino, 2005b: 49). Morlino, siempre interesado en proporcionar indicadores útiles a la comprobación empírica de la calidad democrática de un régimen, es hasta cierto punto displicente al referirse específicamente a la igualdad como dimensión de contenido y una de las metas principales de este tipo de gobiernos. A pesar de que el valor de la igualdad expresamente es -junto a la libertad- una meta sustantiva hacia la que deben orientarse las instituciones democráticas, lo que se dirá es que dado el lugar que ocupa y la función que cumple en la concepción de la calidad democrática, no se advierten pautas precisas para contrastar en los hechos su relevancia analítica. En la calidad de un régimen, la igualdad como valor solamente es discernible en lo que se manda -el cierre de las brechas socioeconómicas-, pero no en quién y cómo se manda, ya que en las variables del rule of law, de la accountability y de la responsiveness, la igualdad implícita connota identidad de trato para todos, anonimato, es decir, simple igualdad formal. En sus mecanismos internos, la democracia como régimen es incapaz de distinguir entre sus ciudadanos, entre mayorías y minorías y, por tanto, no admite correctivos de equidad frente a eventuales desequilibrios de poder entre los sujetos; tales correctivos aparecerían entonces como subproductos de la actividad normal del régimen -expectativa que se ha demostrado bastante desatinada-.
La crítica hacia Leonardo Morlino se dirige entonces hacia la ausencia de un desarrollo conceptual de la igualdad como una variable singular de la calidad de la democracia, distinta a las otras cuatro. Al final, la noción de igualdad expuesta por el autor italiano no desempeña una función particular reconocible en la medición de la calidad de los regímenes democráticos por dos razones. La primera es que cuando la igualdad es concebida como un valor sustantivo resulta sumamente amplia, y se refiere a un sinnúmero de aspectos de la vida humana y su bienestar que no están intrínsecamente vinculados con la naturaleza de los regímenes políticos; es decir, no refleja una concepción de la igualdad política, sino de la igualdad “a secas” -diferencia que señalamos con el distinto alcance que tendría la respuesta a la pregunta “¿igualdad de qué?” planteada por Bobbio y Sen, por ejemplo-. La segunda razón está en el hecho de que cuando la igualdad como variable luce realmente operativa y efectiva en la exposición de Morlino es cuando se la subsume en la dimensión procedimental de la calidad democrática (el rule of law) y se la reduce a la mera idea de igualdad formal ante la ley, y de la proscripción de toda forma de discriminación; particularmente en estos casos es cuando la igualdad resulta reconocible y funcional, si seguimos de cerca a Morlino.
Esto no significa que su enfoque carezca de elementos para denunciar graves desigualdades de facto que impactan sobre la calidad democrática, como cuando se refiere al uso de las leyes como auténticas “armas políticas” contra los miembros más débiles y vulnerables -sobre todo si la oposición parece condenada largo tiempo a no tener victorias electorales, o cuando por el contrario observa que dichas leyes son controvertidas ante tribunales por parte de los poderes fácticos para imponer sus intereses “juridificando”12 la democracia contemporánea (Morlino, 2010: 53). Lo que se quiere decir es que estas desigualdades no cuentan como déficits sustantivos del valor de la igualdad sino, por el lugar donde se hallan, como subversiones procedimentales a la variable del imperio de la ley {rule of law) y de la rendición de cuentas (accountability).
Con ello se pone en evidencia uno de los problemas vaticinados por el propio Morlino en relación con los indicadores idóneos para juzgar la calidad democrática. Las dificultades no provienen de la búsqueda y hallazgo de datos numéricos relativos a los indicadores definidos en cada una de las dimensiones de la calidad, sino en evitar solapamientos o interposiciones entre dichos indicadores que generan confusión sobre qué se está midiendo en cada caso (Morlino, 2013: 159).
En Morlino, al hablar de la igualdad como dimensión de la calidad democrática ocurre este solapamiento entre indicadores procedimentales y de contenido, sin que para propósitos analíticos se distinga cuáles son las variables específicas de cada uno de ellos. De ahí la crítica de que la igualdad en sí misma como aspecto distintivo de la calidad democrática quede sin referentes precisos con los cuales deba ser contrastada.
Lo que queda por demostrar, entonces, es exactamente qué tipo de relación o vínculo existe entre la igualdad -que de acuerdo con Morlino tiene una dimensión socioeconómica sumamente relevante- y la calidad del régimen de gobierno democrático. En palabras de Robert Dahl: La conclusión de que la pluralidad política está inevitablemente asociada al desarrollo socioeconómico no parece, pues, muy satisfactoria, ni quizá sea una conclusión demasiado interesante. Pero lo que sí es bastante inquietante es que esta asociación sea tan endeble, que la conclusión pase por alto los casos divergentes, y que quede sin explicar la relación entre ambas dimensiones (Dahl, 1989:73).
Sociedades con desarrollo y bienestar agregados altos pueden no contar con regímenes de gobierno democráticos; pero también, contando con ellos, puede darse el caso de que éstos se encuentren “capturados” por élites económicas.13 Se podría incluso imaginar que ciertos regímenes autoritarios mantengan un nivel de igualdad socioeconómica mayor que otros considerados democráticos, y que resulten todavía más igualitarios en cuanto a su desarrollo humano global al desagregar variables como género, etnia o raza.
Esta hipótesis, virtualmente posible, vuelve importante no dejar sin respuesta la pregunta por el vínculo entre igualdad como valor sustantivo y el régimen democrático, salvo que se opte por reducirla a su definición formal y se la circunscriba a la dimensión procedimental de la calidad democrática; o bien, que en su sentido material se posponga su medición hasta el enjuiciamiento de los logros materiales del régimen.14 De otro modo, la igualdad dentro de la dimensión del contenido queda sin propósito efectivo en el juicio sobre dicha calidad.
Nuestra interpretación es que Morlino falla en este punto porque no hace explícita, como sí lo concibe Dahl, la importancia práctica -moral- y epistémica del valor de la igualdad de las personas en la propia inteligencia de un régimen democrático. En este sentido, a pesar de que aparentemente ambos autores estipulan los mismos parámetros de base para calificar si un régimen particular califica o no como democrático, únicamente Dahl explica la conexión inmediata entre la igualdad y dichos parámetros. De esta forma, aunque el piso mínimo de la democracia está puesto en el mismo lugar -cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones; y ciudadanía inclusiva-, el análisis sobre la calidad democrática puede llevar a distintas direcciones al considerar el papel que cada uno de los autores otorga a la igualdad.
La igualdad política como un indicador posible para mejorar la noción de calidad democrática de MorlinoSiguiendo las reflexiones de Robert Dahl, se podría interpretar que las instituciones de un régimen democrático ganan en calidad al menos por dos razones asociadas con el valor de la igualdad: en primer lugar, cuando en una medida razonable sus instituciones ofrecen la misma consideración a las pretensiones de todas las personas que serían afectadas por la decisión colectiva -siendo éste un criterio susceptible de contrastación empírica del ideal de igualdad intrínseca entre todos los seres humanos-. En segundo lugar, cuando ninguna persona o grupo esté a priori investida de una autoridad preponderante sobre el gobierno -criterio también discernible empíricamente pues alude a la relevancia epistémica de incluir las perspectivas más plurales en la deliberación pública, al asumirse una enorme complejidad-. Estos dos estándares ideales de un régimen democrático, verificables en grados diversos, están incorporados en la institución política de la ciudadanía inclusiva; en el análisis de Dahl, dicha institución está explícitamente relacionada con la pluralidad social y sugiere por tanto algo distinto a que todos los intereses sean contabilizados con la misma medida -permite, por ejemplo, que se distinga entre minorías y mayorías, torna relevantes situaciones de vulnerabilidad, otorga voz a quienes de facto no la tienen-.
En cambio, los criterios de interpretación de la calidad democrática en Leonardo Morlino parecen más cercanos al funcionalismo y tienden a desentenderse de la estatura humana. En este sentido, es difícil traducirlos al lenguaje práctico/moral e incluso epistemológico. Al tomar la noción de calidad del universo conceptual de la industria y el marketing, el autor compromete el sentido normativo de los términos y con ello erige un obstáculo para la igualdad como valor de interés de las personas, no así para el sistema/régimen.15 Por esta razón, aunque Morlino hable una y otra vez de la igualdad, de los derechos económicos y sociales, de reducir la brecha de ingreso y conseguir mayor bienestar para la gente, solo se conecta contingentemente con el juicio sobre la calidad democrática16 debido a que no queda claro si la calidad de un régimen como tal se incrementa por sus eventuales logros en la igualación material -que un régimen autoritario puede conseguir-, o porque dichos logros revelan que hacia todos los ciudadanos hubo idéntica consideración de sus intereses y de las plurales justificaciones ofrecidas para defenderlos ante los demás.17 Nótese también que un régimen democrático puede lograr esto último aun sin reducir las brechas de desigualdad socioeconómica ni avanzar materialmente en el bienestar de la gente.
Al leer las reflexiones de Morlino en torno a la igualdad da la impresión de tener un alcance mayor que en el pensamiento de Robert Dahl, donde la igualdad aparece circunscrita al régimen político con sus instituciones y procedimientos específicos; en otras palabras, Dahl restringe el uso de la noción de igualdad a su dimensión política (Dahl, 2006), mientras que Morlino evalúa la igualdad de manera más amplia o extensa, refiriéndose tanto al cierre de brechas socioeconómicas en una comunidad como a criterios de bienestar y calidad de vida. Sin embargo, nuestra crítica se dirige al hecho de que, al proceder de esta forma, en cierto modo se pierde el foco del valor de la igualdad que es relevante como estándar para evaluar la calidad del régimen político lo que, sin embargo, no significa que el valor de la igualdad no esté presente en otras dimensiones. Lo está -se deduce de Morlino- en las variables rule of law, accountability o responsiveness, donde aparece asociada primordialmente al valor de la libertad.18 El problema es que bajo este enfoque la igualdad solo puede ser apreciada de manera oblicua, so pena de confusión entre planos o dimensiones.19
Existe amplio consenso en torno a la igualdad cuando concierne a la igualdad formal ante la ley y connota la prohibición de discriminaciones no justificadas; pero no lo hay sobre los obstáculos que eventualmente estarían limitando la igualdad social y económica, ni sobre el significado del desarrollo pleno de la persona humana. Lo anterior limita la concepción de igualdad de Morlino, porque en sus términos la meta de la igualdad no es solo formal sino sustantiva ya que aspira a la “progresiva ampliación de una mayor igualdad política, social y económica” (Morlino, 2005a: 261).
Así entendida, la noción de igualdad no ingresa en la configuración de las instancias deliberativas y decisorias de la democracia de modo que no se evidencia relevante hasta la medición de sus logros a posteriori.20Ex ante, la idea de igualdad universalista de la ciudadanía y los derechos humanos es formal y connota indistinción y anonimato entre las personas qua ciudadanos.21 Como observa Adam Przeworski, ello propicia que se impongan quienes cuentan con más recursos (Przeworski, 1995:16).22 En la medida en que la competencia política depende de coaliciones estratégicas, tenderán a producirse formas de discriminación y exclusión carentes de relevancia normativa/moral, pero sumamente poderosas: etnia, género, creencias religiosas, etcétera (Fitoussi, 2004: 66).
Como se dijo antes, el criterio de la ciudadanía inclusiva según Robert Dahl también es universalista pero no es formal porque está explícitamente modelado por el valor material de la igualdad intrínseca de las personas, de todas y cada una. Interpretado por Dahl, este se traduce en el deber de brindar la misma consideración al bien y los intereses plurales de las personas. Porque si no se cuenta con voz y participación en el momento en que se hacen las decisiones colectivas, ¿cómo se podrían proteger los bienes e intereses de los excluidos? Para aclarar esta idea un poco más, se podría decir que la igualdad política de Dahl refleja una concepción de igualdad material en un fuerte sentido normativo, moral, pragmático -siguiendo la razón práctica kantiana de autores como John Rawls o Jürgen Habermas- y hace relevante a cada persona en su singularidad. En cambio, la igualdad que los votos pueden expresar es formal o procedimental porque convierte en seres anónimos a los participantes, e implica agregar las preferencias de todos y contar mayorías. Pero ni Dahl ni Morlino sostienen una concepción tan rudimentaria de igualdad en sus reflexiones sobre la democracia. Para Morlino la igualdad es material o sustantiva pero en un sentido diferente, de tipo socioeconómico y no moral. En cierto modo, tal como se halla expuesta, se inscribiría en un enfoque que la filosofía política juzgaría como utilitarista, porque solo podría terminar pretendiendo el bienestar agregado o colectivo global sin distinciones entre personas y grupos.23 Debe señalarse que la atribución universal a los adultos del derecho de votar no pretende ni puede satisfacer esta expectativa porque es meramente formal en el sentido anteriormente expuesto.
Conviene detenerse en este punto para evitar malentendidos. No cabe duda de que todo órgano colectivo de deliberación y de toma de decisiones colectivas tendrá por fuerza que llegar a acuerdos que de modo circunstancial excluirán algunos intereses y pretensiones individuales o grupales. Dado que la regla de mayoría es el criterio decisorio fundamental de la democracia, todas las posiciones perdedoras son minoritarias por definición. Como dice Sartori, la regla de la mayoría “fabrica” a la minoría.24 Sin embargo, cuando tales posiciones están esencialmente atadas a identidades particulares sobre las que pesa un prejuicio o estigma social, la institución democrática deviene perversa porque entonces reproduce y no subvierte las estructuras de inequidad.25 Siguiendo a Robert Dahl, el bien y los intereses de estos grupos no son merecedores de la misma consideración que los del resto de las personas, siendo de hecho ignorados o menospreciados; pero no lo son casual o circuns-tancialmente, sino de forma estructural y sistemática, lo que significa que sus pretensiones no pierden en buena lid, sino que se las desatiende sencillamente por su procedencia, y porque al tener su origen en identidades fijas minoritarias, el riesgo para la gobernabilidad de las mayorías es menor. Cuando esto ocurre y se puede dar cuenta empíricamente de estos patrones o sesgos de discriminación, el diseño institucional de las democracias debe ser ajustado para hacerse receptivo a las voces de tales minorías fijas.
La defensa de las minorías democráticas, empero, no conduce necesariamente a pensar su participación o representación mediante mecanismos determinados como la representación proporcional o las cuotas; también serían admisibles medios jurisdiccionales para hacerse escuchar y exigir al aparato de gobierno respuestas fundadas y motivadas en derecho. El criterio de contrastación empírica del ideal de la igualdad así interpretado llevaría, en primer lugar, a medir el grado de relevancia práctica de ciertas identidades minoritarias en el disfrute y ejercicio de los derechos humanos, como calidad de vida y bienestar; y en segundo, su capacidad de influencia relativa en las instancias representativas y de toma de decisiones. No resulta siempre sencillo, pero es posible desagregar estos resultados por sexo o grupo tal como se ha venido haciendo con la medición del desarrollo humano en los últimos años.
Vista así la dimensión de la igualdad sustantiva, se vincula intrínseca y directamente con el juicio sobre la calidad democrática y no de manera contingente y oblicua -que era lo que se objetaba a Leonardo Morlino al suponer que se produce un adelanto en la dimensión de la igualdad con la simple mejora de la situación socioeconómica global, sin hacer explícita la manera como se desagregarían sus ventajas por personas y grupos-.
En cualquier caso, es posible cerrar materialmente las brechas socioeconómicas entre los grupos por el mero interés práctico o utilitario de mantener la estabilidad del régimen, sin reconocer el igual valor intrínseco de las personas -de ahí la referencia a John Rawls como base del ascendiente liberal de las democracias representativas contemporáneas-; asimismo, es posible pensar que en algunas de estas sociedades se goce de altos niveles de bienestar. Sin embargo, sospecho que se puede afirmar que la calidad de una democracia es mayor aun con menores niveles de bienestar si sus mecanismos fueron construidos y funcionan incluyendo el valor igualdad como presupuesto y no solamente como meta instrumental por alcanzar. En estricto sentido, la preferibilidad de la democracia no descansa en su eficiencia o eficacia para alcanzar determinadas metas -mayor tal vez en el gobierno de los expertos- sino en que se atribuya a todos los ciudadanos la misma consideración y respeto como personas. Este dato puede ser verificado empíricamente si se comprende de modo adecuado la función que desempeña el valor de la igualdad dentro del diseño institucional de las democracias representativas y liberales contemporáneas.
A manera de conclusiónComo valor político, la igualdad se suele asociar a los regímenes democráticos.26 Los autores que aquí hemos analizado defienden esta correspondencia. Sin embargo, no resulta sencillo apreciar exactamente el modo en el que dicho valor afectaría a las evaluaciones de la calidad democrática entre regímenes organizados de modo distinto: ¿depende principalmente de su impacto en sus reglas procedimentales? ¿De los fines y contenidos decididos? ¿De los logros y resultados materiales alcanzados?
Leonardo Morlino ha trazado una distinción analítica importantísima relacionada con las tres dimensiones con las que la calidad de una democracia debería ser evaluada: procedimientos, contenidos y resultados. En la primera de ellas incluye dos variables, el imperio de la ley y la rendición de cuentas; en la segunda, los valores de libertad e igualdad; y en la tercera, la satisfacción de los ciudadanos hacia los rendimientos democráticos.
El defecto de su posición, desde nuestro punto de vista, radica en un entendimiento limitado de la igualdad en términos socioeconómicos o materiales, lo que lo lleva a apreciar dicho valor fundamentalmente como un objetivo sustantivo de los regímenes democráticos y más tarde como un resultado de su desempeño; es decir, dado que su definición de igualdad puede juzgarse empíricamente con el cierre de las brechas socioeconómicas y cierto nivel decente de bienestar común, no hay manera de distinguir la especificidad del valor de la igualdad democrática respecto de otra forma de igualdad -por ejemplo, utilitaria o eco-nomicista- que podría lograr un régimen autoritario.
Se podría cuestionar que esta crítica resulta infundada porque en las variables de procedimiento -imperio de la ley y rendición de cuentas- subsiste la igualdad como un valor a priori, igualdad de y ante las leyes, que dada su forma general y abstracta, otorga un idéntico peso a las pretensiones de todos en la competencia democrática. Sin embargo, con base en Robert Dahl y su noción de la igualdad política como ciudadanía incluyente, parece posible descubrir que existen circunstancias donde las reglas formales de la democracia representativa, al tornar anónimos a sus participantes, terminan por demostrar menosprecio hacia ciertas personas y grupos, en particular hacia minorías que no son circunstanciales sino sujetas a causas estructurales de exclusión, marginación y discriminación. Los casos de las mujeres, pueblos indígenas o personas con orientación sexual o identidad de género diversas son ejemplo de ello.
En estos casos es menester adoptar una concepción normativa más densa del valor de la igualdad, pero que aún es susceptible de ser medida en términos empíricos. En los casos antes mencionados es posible elucidar el trato desigual que un régimen de gobierno como tal -o sea, como mecanismo de hechura de las decisiones públicas- les brinda, si atendemos indicadores de desarrollo y cumplimiento de derechos sensibles a variables de género, raza o etnia, etcétera. Los resultados sistemáticamente inequitativos con sesgos invariables y ausencia de movilidad social serían indicativos de la baja calidad democrática de un régimen, toda vez que reflejan su desafecto hacia ciertos grupos, es decir, la no consideración de sus miembros como personas con idéntico valor moral.
Al proceder de esta forma, seguramente no saldrían a la luz solo las desigualdades de tipo socioeconómico que padecen mujeres y pueblos indígenas en términos comparativos, sino también defectos graves en el cumplimiento de los derechos civiles como la violencia estructural o la denegación de derechos de familia hacia personas con orientaciones e identidades sexuales diversas.
Nuestra crítica a Morlino lleva a proponer medios de igualación internos a los procesos de deliberación y toma de decisiones, e incluso medios de contención contramayoritarios, sea en sede legislativa o judicial. Se trata, al final de cuentas, de visibilizar las posiciones de los más débiles, de hacer audibles sus pretensiones, y denunciar los sesgos que podrían ser generados por estigmas y prejuicios sociales.
Este artículo es una versión revisada de la ponencia presentada en el 3er. Congreso Internacional de Ciencia Política celebrado en Guadalajara, lalisco, del 15 al 18 de julio de 2015..
Profesor e investigador del Centro de Investigaciones jurídicas de la Universidad Autónoma de Campeche (México). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1. Doctor en derecho por la Universidad Carlos m de Madrid; master en argumentación jurídica por la Universidad de Alicante; Diploma Nacional en Políticas Públicas y Gobiernos Locales por el Colegio Nacional de Administración Pública y la Universidad Autónoma de Campeche; licenciado en derecho por la Universidad Autónoma de Campeche. Sus líneas de investigación son: teorías de la justicia contemporáneas; teorías de la democracia; derechos humanos. Entre sus últimas publicaciones destacan: "La igualdad en el discurso del desarrollo humano" (2014); "Derechos humanos y grupos desaventajados en el marco del Estado constitucional" (2015); "Razonar en público. La filosofía política de jürgen Habermas" (2015).
Siguiendo el objetivo particular de este artículo se coincide con Robert Dahl cuando expresa que a pesar de los estrechos límites del control popular, las élites políticas en los países que se proclaman democráticos no pueden ser despóticas ni estar fuera de control, ya que las elecciones periódicas "les obligan a tener en cuenta la opinión popular [...] El regateo entre élites tiene su propio sistema de pesos y contrapesos" (Dahl, 1999:132).
No me refiero ahora al interés práctico de llevar a los hechos el ideal igualitario, sino a conceptualizarlo adecuadamente en función de los criterios y principios de un régimen democrático. En breve, es posible imaginar a déspotas o tiranos benévolos que logran la igualdad sustantiva o material entre las personas, pero esto no calificaría nunca como igualdad democrática. En tal sentido, el ideal de igualdad debe estar en concordancia inteligible y conciliable con los criterios que configuran a una democracia, que es ante todo una forma de gobierno y de toma de decisiones colectivas.
Diversos autores han llevado a cabo una crítica importante a la tradición contractualista que se sitúa en la base de la concepción rawlsiana de la justicia, por ser una de las más influyentes en el predominante modelo de democracia liberal. Martha C. Nussbaum (2007), por ejemplo, critica el principio subyacente a la noción de justicia entendida como "sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo" en el que todos sus integrantes "pagan su parte" y han de ser capaces de reciprocar, de tal manera que la lógica de un sistema semejante estaría basada en el beneficio mutuo y el intercambio de intereses para la obtención de ventajas; así, para Nussbaum, el problema con este enfoque es que no parece satisfacer cabalmente la idea de igualdad prevaleciente en las democracias actuales, en las que indefectiblemente habitan personas en situación de vulnerabilidad que no cuentan con la capacidad de cooperar ni contribuir al bienestar colectivo agregado, es decir, individuos que en un muy limitado sentido representan "cargas" sociales pero que nadie considera personas con menor valía o menor dignidad intrínseca que el resto. Dichas sociedades exigen medidas de tutela hacia ciertos grupos vulnerables, como las personas con discapacidad mental severa o los menores cuando carecen de suficiente capacidad de autodeterminación para tomar y llevar a cabo sus decisiones de vida. Está claro que en estos casos, alguien más deberá ver por sus intereses y derechos. Con un sentido semejante Cohen (2009) ha propuesto reemplazar el sustrato contractual por otro más afín a la noción de comunidad, sugiriendo la metáfora de la sociedad como un paseo por el campo, situación donde la cooperación no implica el intercambio de equivalentes. Esta idea se ha significado también en México por Luis Villoro (2001), quien propone pasar de la asociación para la libertad -con base contractual- a la asociación para la comunidad, basada en la solidaridad. Situadas en el otro extremo, desde un enfoque que critica lo que el contractualismo invisibiliza y deja fuera, se puede encontrar a Iris Young (2000) o bien a Chan tal Mouffe (1999) y sus concepciones de la política de tipo conflictualista.
Un caso paradigmático de ceguera es la exclusión del voto femenino en la mayoría de los países cuyas democracias proclamaban el sufragio universal hasta bien entrado el siglo xx.
Esto no obsta para reconocer la influencia que cualquier tipo de desigualdad puede llegar a tener en un régimen democrático, lo que dependerá de distintas variables sociales como el tipo de procedimiento decisional o de elección adoptado por los gobernantes; la homogeneidad o pluralidad existente; la educación; o las diferencias económicas. Pero también podrían influir otras variables naturales tan fortuitas como la inteligencia; las habilidades en el trato social; el sexo; la edad; etcétera.
Al respecto dice Sartori (2012: cap. v): "Es una experiencia generalizada que salir fuera de nuestro sector de espe-cialización implica una apreciable caída en nuestro rendimiento. Un químico discutiendo de filosofía, un sociólogo discutiendo de música, un médico discutiendo de matemáticas, no dirán menos tonterías que las que pueda decir el hombre corriente. Pedir a una gran cabeza’ -a un gran matemático, a un gran físico, a un gran poeta- que siente cátedra en todo, y en particular en política, es solo aportar un falso testimonio; la presunción de que las grandes cabezas’ lo sean también en asuntos que desconocen totalmente es falsa e infundada".
De acuerdo con Morlino el término refleja la tendencia creciente entre individuos y grupos económicos de recurrir a la ley para hacer valer sus propios intereses vetando el interés general.
" [N] o es una realidad incontrovertible que los regímenes competitivos e incluso las poliarquías vivan solo en países con alto nivel de desarrollo socioeconómico. Como tampoco es cierto que todos los países con alto nivel de desarrollo socioeconómico cuenten con poliarquías y ni siquiera con regímenes competitivos. Una escala que comprenda un buen número de países alineados de acuerdo con su desarrollo económico o socioeconómico y su pluralidad política o poliarquía of recerá, invariablemente, bastantes casos de desviaciones" (Dahl, 1989: 72).
El problema es que en este caso la igualdad se mide con absoluta independencia del tipo de régimen. Es decir, a diferencia de las otras dimensiones que funcionan como constitutivas, como requisitos a priori, la lectura de la igualdad es distinta yes solo enjuiciable a posteriori.
Recordando la crítica de Jürgen Habermas hacia el enfoque de la teoría de los sistemas sociales -representado principalmente por Niklas Luhmann-, se podría decir que estos criterios no responden a una racionalidad comunicativa. Los extremos de esta discusión son claros en: Habermas (1989).
Nótese el gran interés puesto por el autor en los aspectos de consolidación, estabilización y legitimación del régimen, destacándose que uno de sus principales aportes ala teoría política son los llamados "anclajes" de la democracia. Estos funcionan de arriba hacia abajo, representando una estructura social asimétrica por definición -incluso como metáfora-; entre tales anclas se encuentra el carácter de las élites, los partidos, las corporaciones, los sindicatos, etcétera. Almismo tiempo las personas comunes -quienes no forman parte de las élites, se puede suponer- son identificadas como "las masas". "El anclaje está ligado a la formación y la estabilización de las instituciones de gobierno y de las diversas estructuras intermedias, como grupos de interés y partidos" (Morlino, 2005a: 254).
Lo que defiendo es que la prueba empírica de este enunciado es posible y no depende de un juicio subjetivo. Que se haya atribuido a todos la misma consideración y respeto al juzgar sus pretensiones es algo que puede verificarse con claridad meridiana a través del diseño institucional y con base en las justificaciones ofrecidas para establecerlo.
La libertady la igualdad, "comoquiera que se entiendan, están vinculadas necesariamente a la rendición de cuentas y responsiveness" (Morlino, 2005a: 263).
"La accountability, después, se basa implícitamente en dos asunciones de la tradición liberal que evidencian la interconexión entre todas las dimensiones enunciadas arriba. Primera asunción: si a los ciudadanos se les da genuinamente la oportunidad de evaluar la responsabilidad del gobierno en términos de la satisfacción de sus propias necesidades y requerimientos, son capaces de hacerlo si poseen sobre todo una percepción relativamente precisa de sus propias necesidades. Segunda asunción: cada quien, solo o en grupo, es el juez de sus propias necesidades; no puede haber un tercero que decida por él sus necesidades" (Ibíd., 2005a: 262). A pesar de que estos dos presupuestos parecen corresponder puntualmente con las dos que Dahl emplea para fundamentar su idea de igualdad política, este texto proyecta una connotación más cercana al valor de la libertad porque enfatiza la autonomía, la autodeterminación y la independencia de las personas. Los efectos que se pueden derivar no son los mismos en términos normativos, lo que puede constatarse con los grupos que sufren discriminación toda vez que los obstáculos para su autonomía son externos y no se deben a situaciones contingentes o casuales, sino estructurales.
Acerca del condicionamiento intrínseco de la desigualdad en los mecanismos deliberativos de la democracia, con datos empíricos prolijos, merece la pena consultar a Monsiváis Carrillo (2015).
"La nación democrática comporta inevitablemente una oscilación o unadialéctica entre la legitimidad política -en función de la cual los ciudadanos libres e iguales actúan en la vida política en tanto que sujetos de derecho abstractos- y las realidades étnicas, históricas o étnico/religiosas de la sociedad concreta, formada por individuos diversos por sus orígenes, sus creencias y sus condiciones de existencia". Al respecto, véase: Schnapper (2004:15).
En otro lugar explica: "Los ciudadanos democráticos no son iguales, son solamente anónimos. A pesar de su pedigrí igualitario, la democracia no puede caracterizarse por la igualdad, y no se caracteriza por ella. Incluso el único sentido en el que se puede decir que la igualdad es el rasgo predominante de la democracia -la igualdad ante la ley- deriva del anonimato: la ley tiene que tratar a todos los ciudadanos igual porque estos son imposibles de distinguir" (Przeworski, 2010:122).
En razón de estas especificaciones conceptuales, consideramos pertinente la referencia inicial a John Rawls y su concepción de igualitarismo liberal como piedra angular de las versiones más difundidas de la democracia representativa. Por la misma razón, se incluyó la crítica de Nancy Eraser para incluir las dimensiones del reconocimiento y la representación política para criticar el aparente reduccionismo redistributivo o economicista. Agradezco a un evaluador anónimo haberme señalado que esta distinción tendría que ser subrayada.
De acuerdo con Sartori esto sucede debido a un error conceptual; a la confusión entre la regla o criterio mayoritario, por un lado, y el mando del mayor número, por el otro: "La democracia es el mando de la mayoría si por mayoría se entiende que lademocracia se somete, en la toma de decisiones, ala regla mayoritaria. Pero no esmandodelamayoríasi se entiendey se pretende [...] que elmayor número gobierney que elmenor número seagobernado" (Sartori, 2012: cap. VI).