Fruto del diálogo entre tres antropólogas abocadas al estudio de procesos políticos en la Argentina contemporánea, este artículo propone herramientas y prácticas de conocimiento orientadas a interrogar la política en tanto proceso vivo. Valiéndonos de un uso heurístico de la noción de creatividad social, llamamos la atención sobre las potencialidades de la investigación etnográfica para abordar la naturaleza a la vez direccionada e indeterminada, proyectada y emergente, en que la dinámica de los procesos políticos discurre. Mediante un ejercicio de comparación heterodoxa entre nuestros estudios etnográficos, defendemos un tipo de curiosidad analítica menos preocupada por capturar los productos de la acción y más interesada en mapear etnográficamente aquello que las personas (co)producen haciendo, o lo que proponemos denominar “la política del transcurrir”.
Drawing on a series of conversations amongst three anthropologists committed to the study of political processes in contemporary Argentina, this article suggests knowledge tools and practices oriented to interrogate politics as a living process. Through a heuristic use of the notion of social creativity, we call the attention about the potential of ethnographic inquiry to address the nature of political processes, particularly their dynamics simultaneously directed and undetermined, and projected and emergent. By means of a heterodox comparison exercise using our ethnographic materials, we defend a type of analytical curiosity less concerned with capturing the products of action, and more interested, instead, with ethnographically mapping out what people actually (co)produce while doing it –“the politics of elapsing”, for that matter.
En este artículo llevamos a cabo un ejercicio experimental: a través de una comparación etnográfica heterodoxa, buscamos desplegar una serie de conversaciones que venimos desarrollando en distintas instancias de encuentro como antropólogas avocadas al estudio de fenómenos políticos en diversos escenarios de la Argentina contemporánea. El posicionamiento a favor de la heterodoxia merece ser aclarado: la manera en que dialogamos comparativamente dista por fuerza y necesidad del procedimiento habitual comprometido con el establecimiento de variables de semejanza y variabilidad entre casos, y en cambio se acerca más a una construcción dialógica de herramientas para interpelar materiales empíricos. Concretamente, dicho diálogo nos ha llevado, desde distintas trayectorias, inclinaciones teóricas y universos de investigación, a la formulación de una preocupación común: la de cómo favorecer y potenciar prácticas de conocimiento que nos permitan interrogar y abrigar analíticamente la política en tanto proceso vivo. Creemos importante conservar la redundancia que guarda esta expresión –proceso vivo–, pues ella apunta a explicitar y enfatizar el doble plano epistemológico con que buscamos valernos de la noción de proceso: a) como concepto, es decir, como modo de abordar e interrogar los fenómenos políticos que estudiamos y b) como práctica de conocimiento comparativa, indisolublemente ligada a la perspectiva etnográfica: hacer “observación participante” no es otra cosa que generar las condiciones y posibilidades relacionales que nos permitan, como investigadoras, inmiscuirnos y participar experiencialmente del discurrir de fragmentos de vida social (Goldman, 2006; Ingold, 2008; Wacquant, 2005). Ese discurrir –“lo que fue acción”, al decir de Mariza Peirano (2008: 7)– constituye nuestra principal (y peculiar) fuente de material empírico: aquello que buscamos constituir en dato, analizar, tornar inteligible, y traducir a la palabra.
Se verá, en este sentido, que nuestras preocupaciones no pretenden ser lo que se dice novedosas: en primer lugar, al entender la política como proceso no hacemos más que rescatar la vocación antropológica por el análisis holista y relacional de la vida social. Si a la antropología le ha costado sustantivar la política como “esfera”, “sistema” o “campo” es precisamente porque en términos fenoménicos –etnográficamente asibles, por ejemplo– ella se despliega de forma entramada, o para usar una noción de las corrientes antropológicas de los años 1950 (en particular las que platean Gluckman, 1955a, 1955b; Turner, 1957, 1968, y Leach, 1976), indisolublemente imbricada en el proceso social. En segundo lugar, porque retomamos una de las principales preguntas que estos y otros analistas buscaban habilitar de la mano de la noción de proceso: la de cómo abrigar analíticamente la dinámica de las formas políticas.
Sin embargo, como señala Peirano (1995), la historia de los conceptos y debates disciplinares no es exactamente circular, sino más bien “espiralada”: vive de repeticiones, pero ellas nunca son iguales; el retorno a una idea o discusión siempre tiene algún trazo propio o peculiar que le imprime el momento desde el cual se retorna; dicho de otro modo: vivimos pasando por los mismos lugares, pero no de la misma manera. Y en este sentido, debemos precisar aquí que nuestra preocupación por restituir la dinámica que signa la vida de los procesos políticos surge de una inquietud específica que podría puntualizarse en las siguientes preguntas: ¿Cómo asir analíticamente el carácter a la vez direccionado e indeterminado, proyectado y emergente, en que los procesos políticos discurren? ¿Qué herramientas y disposiciones (etnográficas, analíticas, conceptuales) deberíamos potenciar en pos de reponer aquello que se presenta como errático, contingente y reversible, pero que, en sus condiciones y efectos, hace a la naturaleza y dinámica misma de las acciones y relaciones políticas que estudiamos?
Quienes analizamos los fenómenos políticos contemporáneos desde una perspectiva antropológica solemos lidiar con los inconvenientes que surgen de los supuestos arraigados –tanto descriptivos como normativos– sobre la racionalidad que signa o debería signar la “acción política” y el “campo político”. Creemos que en las últimas dos décadas la antropología –las antropologías, deberíamos decir– se encuentra/n frente a un desplazamiento sugestivo: si históricamente nos vimos en la tarea de (de)mostrar la “racionalidad” de los “otros” –allí donde a los ojos del sentido común dominante (occidental/capitalista/moderno) no la había–, ahora parecemos estar transitando en la dirección opuesta: nos encontramos buscando caminos metodológicos y conceptuales que nos permitan incorporar al análisis el hecho irrebatible de que, a fin de cuentas, las prácticas y relaciones políticas (sea aquellas que consideramos “modernas”, “posmodernas”, “pre-modernas” o “anti-modernas”) son algo menos “racionales” de lo que pretendíamos y, por lo general, de lo que ellas mismas pretenden o proclaman de sí; y que, en definitiva, la política contemporánea está hecha tanto de estrategias, cálculos, decisiones y acciones instrumentalmente orientadas, como de disposiciones, afectos y efectos que desbordan cualquier racionalidad instrumental. Valiéndonos de los términos de Norbert Elias (1989), podríamos decir que el proceso político, en tanto proceso social, también es “ciego”, es decir, su desarrollo está tan configurado y dirigido por actores concretos que, desde distintas condiciones y posibilidades de poder, imaginan y ponen en marcha proyectos políticos (i.e,. relaciones y formas de relación política, ideas, repertorios de acción política, organizaciones, obras, programas de gobierno, legislaciones), como por los efectos no concebidos ni previstos del entrelazamiento indeterminado de sus acciones –acciones que guardan, como los actores mismos, relaciones “in-intencionalmente” interdependientes.
Nuestro interés por entender la política como proceso vivo es parte de una búsqueda de caminos para asir y sustanciar estas dos dimensiones concomitantes –de proyección e indeterminación–, que configuran la dinámica –modos de funcionamiento, movimiento y versatilidad– de los procesos políticos. En este trabajo proponemos, explorar un camino particular: partimos de la noción de “creatividad social” planteada por David Graeber en sus trabajos sobre el valor (2001), el fetichismo (2005), la deuda (2011) y la imaginación (2012), rescatando su interés por construir una teoría etnográfica capaz de abrigar el problema de la revolución junto con el de la transformación social y la creación de nuevos arreglos sociales. Desde allí, haciendo un uso heurístico del término, lo adoptamos, no como un concepto destinado a referir a algún tipo específico de fenómenos, acciones o relaciones, sino más bien como enfoque de lo social destinado a orientar nuestra atención hacia las formas y posibilidades en que las personas hacen sus mundos de una manera que es tanto voluntaria como involuntaria. Parafraseando a Graeber (2005), la creatividad social abre una vía para contrarrestar un acopio de teoría social que, si bien acepta el hecho de que los humanos crean nuevas formas sociales y culturales todo el tiempo, no reconoce que raramente lo hacen sólo para perseguir sus objetivos personales. Desde la óptica del autor, la cuestión de la creatividad social permite reponer el papel crucial de la imaginación para explicar no tanto las variaciones humanas, sino sus posibilidades.1 En este sentido, entendemos que dicho enfoque nos permite discutir de manera especialmente fértil ciertos supuestos de las teorías de la “elección racional” respecto de la acción política. En el marco de este trabajo, proponemos desplegar esa discusión por un camino particular, desplazando la pregunta por la racionalidad de la acción política para focalizar en otra, referida a sus condiciones, implicancias y posibilidades “generativas”: ¿Qué y cómo los actores y agencias involucrados en los procesos que estudiamos crean, producen y transforman los repertorios de práctica, relación, pensamiento y valor (modalidades de acción política, arreglos institucionales, vínculos interpersonales, formas organizacionales y estatales, objetos materiales e inmateriales) en los que intervienen? Y para ello, ¿cómo explorar simétricamente las dimensiones concomitantes de proyección e indeterminación que signa la dinámica de dichos procesos?, es decir, ¿qué y cómo es aquello que se crea, no sólo a través de la (inter)acción imaginada y proyectada, sino también en y por intermedio de las condiciones y efectos emergentes y contingentes de cursos interdependientes de acción?
En lo que sigue desplegaremos esta propuesta valiéndonos de tres fragmentos analíticos provenientes de nuestras investigaciones. Éstos han sido elaborados por cada una de las autoras bajo las consignas de: a) explorar posibilidades de interrogación sobre el discurrir vivo de los procesos estudiados y, b) transitar el desplazamiento de la pregunta por la racionalidad a la pregunta por la creatividad política implicada en los mismos. Como estrategia textual, propusimos diseñar cada pieza a modo de “viñeta”, es decir, cada fragmento representa una unidad espacio-temporal que nos permite condensar, a modo de ícono, distintas formas que adoptan los interrogantes arriba planteados y, de un modo general, diferentes dimensiones de la política como proceso vivo.2 La primera viñeta, elaborada por Julieta Gaztañaga, atañe a los procesos de acción y relación entre políticos y empresarios argentinos que tratan de hacer federalismo desde el interior del país; la segunda y la tercera, elaboradas por Julieta Quirós y María Inés Fernández Álvarez, respectivamente, tienen por protagonistas a trabajadores desocupados y precarizados que buscan producir formas de ocupación y pertenencia colectiva en el área metropolitana y suburbana de la ciudad de Buenos Aires. El lector podrá advertir que las tres piezas conforman una suerte de hipérbole de la diversidad, no sólo en términos empíricos, sino también narrativos y conceptuales; la continuidad de la sección, por tanto, no surge de la homología ni de la similitud, sino de preguntas comunes, desde las cuales cada proceso fue interrogado y analizado en relación a los otros.
Viñeta 1. Hacer federalismo: las “misiones comerciales” y sus (d)efectos invisiblesDos escenarios conectados à la Gluckman, por la presencia de la etnógrafa, Julieta Gaztañaga (en dos eventos considerados situaciones sociales), en el marco de una investigación en el mismo campo durante siete años (la creación de la Región Centro de Argentina, un proceso de integración entre las provincias de Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe) y por un interés analítico específico (qué es el federalismo para los actores comprometidos con la Región).
El contexto: a mitad de marzo del 2012, en la capital entrerriana, se desarrolló la viii Reunión Institucional de la Región Centro (rc), en un coqueto hotel apostado frente al río Paraná. El evento reúne de manera anual a las provincias socias desde el año 2004. En esta oportunidad, el socialista Antonio Bonfatti, gobernador de Santa Fe, recibía la presidencia pro-tempore de manos de su par entrerriano, Sergio Urribarri –peronista aliado a la conducción nacional kirchnerista–, quien la había recibido el año anterior del mandatario cordobés, José Manuel de la Sota, peronista “tradicional” opositor al kirchnerismo.3 Las asistencias colmaron las expectativas de los anfitriones, quienes habían circulado invitaciones explicando que en el encuentro los gobiernos y los foros de la sociedad civil (empresarios, trabajadores, profesionales y universidades) iban a evaluar el proceso de integración y a diseñar estrategias para su consolidación. El tema y título de la reunión era “Infraestructura, recursos hídricos y economía para la integración e internacionalización de la Región Centro”, pero todos se empeñaban en referirla como “la Cumbre de los Gobernadores”.
Escenario 1. La ceremonia de apertura fue sencilla y exactamente igual que en las ediciones anteriores: entonar el Himno Nacional de pie y luego escuchar a la “segunda plana regional” (secretarios, ministros y, en este caso, la intendente de Paraná). Formalizada la bienvenida, los funcionarios se retiraron mientras que el grueso de los presentes permaneció para trabajar en las “propuestas de los foros”, las cuales elevarían por escrito el día siguiente. Los empresarios utilizaron el mismo salón del acto y, dado el gran tamaño del recinto, también lo hicieron los miembros del foro de universidades, acomodados con una distancia prudencial (los delegados sindicales y de colegios profesionales usaron otras salas del hotel). Formando un gran círculo se sentaron pequeños y medianos productores agropecuarios, industriales, representantes de federaciones y cooperativas agrarias, de bolsas de comercio y de cámaras empresariales. Ya habían sido acordados los temas del día en una de las tantas reuniones que mantiene el foro cada año: el balance entre “trabajo realizado y cosas por hacer, como Foro y frente al poder político”.
Un granjero levantó la mano y preguntó si no faltaba gente; se presentó con nombre, apellido y provincia (Entre Ríos). La controversia prontamente se hizo visible y tensó el clima que suele ser afable y distendido. Faltaban los cordobeses, explicó el moderador (un importante funcionario de la Bolsa de Comercio rosarina), “porque están reunidos con las autoridades de su provincia”. El verdadero problema, sin embargo, no era la impuntualidad. El coro de voces fue escalando su volumen y prontamente reveló que los allí reunidos (santafesinos y entrerrianos) querían debatir esquemas impositivos y proponer reformas tributarias presionando a los políticos con los estudios de cadenas de valor que venían realizando; mientras que los allí ausentes y presentes en otra parte (los cordobeses), querían comprometer a las autoridades en más misiones comerciales internacionales. Si bien todos acordaban en que las misiones eran positivas, disentían en su “prioridad” dentro de la agenda compartida. La discusión no fue zanjada públicamente y se desvaneció de manera incómoda entre cuchicheos. El documento preparado de antemano sólo requirió un par de enmiendas en relación con “el tono” de las recomendaciones y peticiones. Éstas giraron en torno de propiciar infraestructura, armonización tributaria, estudios de cadenas de valor y misiones comerciales. ¿Se aprueba? Por unanimidad. Acabada la reunión se fueron formando grupitos de conversación; la cena de esa noche con los gobernadores pasó a ser el tema.
Al día siguiente, la “primera plana” (los gobernadores) despejó la controversia del que se había presentado en el foro de empresarios: más misiones comerciales. Anunciadas de manera rimbombante al momento de la “firma de convenios” entre las provincias y el Consejo Federal de Inversiones: la ayuda técnica y financiera del cfi sería para la inserción de la rc en mercados externos emergentes, mediante misiones institucionales y comerciales y para la formulación de programas regionales sobre los ejes definidos por los foros. El secretario general lo ratificó: “Estamos firmando un nuevo convenio aportando 8 millones de pesos; aquí los gobernadores me han demandado un poquito más. ¿Por qué no puede llegar a 10? Vamos a hacer el esfuerzo”. El gobernador cordobés, sonriendo, le dijo algo inaudible por los aplausos y los bombos sindicales que irrumpieron en el fondo del salón.
Finalizadas las exposiciones de las máximas figuras políticas, el intercambio ceremonial de presentes y las chicanas futboleras en la conferencia de prensa, el poder se retiró de la escena, al igual que los coches negros y los guardaespalda. Pocos funcionarios se quedaron al lunch estilo gourmet. Para la mayoría era el fin del evento, hasta el año próximo en Santa Fe; para otros, en cambio, continuó en otros espacios. Ese mismo día los empresarios se reunieron en privado con los gobernadores y les entregaron el documento del foro “para que lo aborden más profundamente”; también les solicitaron mayor articulación con organismos públicos, reuniones periódicas y una agenda conjunta.
Escenario 2. Las misiones comerciales y la infraestructura vial son dos ejes temáticos que, sin pertenecer al exclusivo campo de la política (en sentido estrecho, que no abonamos), me han permitido enfocar a la rc como un proceso político y desafiar la rigidez de las notas de prensa o reseñas políticas que a menudo lo califican como “bloque de ocasión” de las provincias contra la nación. La asistencia a eventos y la realización de entrevistas a sus protagonistas fueron los principales recursos etnográficos y fueron, también, un camino para asir la complejidad de esta etnografía que, amén de la “multiplicidad” de loci de observación participante, implica lidiar con un cotidiano signado por las puertas cerradas, la omisión y el silencio. Gracias al seguimiento sistemático de eventos, se mantuvo un registro de los conflictos y discusiones. Pero este caso del foro de empresarios era inédito en términos de fragmentación, tan dramática y tan brusca y sencillamente resuelta. ¿Qué significaba la (aparente o farsante) importancia diferencial atribuida a las misiones en el seno del foro de empresarios? Esta pregunta no era coyuntural, sino motivada por un interés previo en desmenuzar la polisemia del concepto de federalismo, en torno al cual se constituyó jurídica y políticamente el arreglo regional y cuyas transformaciones se venían considerando para pensar las rupturas y continuidades de la rc: ¿Cómo, por momentos, el federalismo se entramaba con el concepto de integración, mientras que en otros parecía condenar la existencia misma de un Estado políticamente unificado, o hasta erigirse como idioma cartográfico de las luchas de gobernabilidad en el peronismo? Hasta entonces, si algo se había aprendido de los empresarios que apoyaban a la rc era que para ellos el “federalismo” no era una consigna vacía, gracias a la política de comercio exterior: “salimos al mundo como provincias”. Ciertamente, el problema no estaba allí; al contrario, todos calificaban positivamente las misiones, desde los acuerdos de 2004 entre Argentina y China, que entre el 8 y 18 de abril de 2005 llevó a los tres gobernadores y a 60 empresarios y rectores de universidades a ese lejano destino, hasta las siguientes misiones: Centroamérica (20 a 30 de julio 2005), Sudáfrica (4 a 10 abril de 2006), Rusia (26 de agosto a 3 de septiembre de 2006), India (4 a 13 mayo de 2007), Malasia y Singapur (10 a 17 noviembre de 2009), Hong Kong y el sudeste asiático (7 a 17 de octubre de 2010), Emiratos Árabes (27 de febrero a 3 de marzo de 2011).
Además de ser valoradas por los empresarios, las misiones son el orgullo de los funcionarios y ejemplo paradigmático de que la integración subnacional se basa en “acciones concretas”. Por esta razón, al día siguiente del evento se tenía pautada una entrevista a uno de los principales funcionarios entrerrianos del área. Si bien ya había conversado con sus antecesores, el flamante subsecretario podría iluminar de manera novedosa el tema, ya que conjuntaba una exitosa trayectoria en el sector privado, una renombrada pericia en organizar misiones comerciales y haber sido parte de la comitiva entrerriana en la misión a Angola, organizada por el entonces secretario de Comercio Interior de la Nación. Debía preguntarle por lo que parecía una contradicción: ¿algunos empresarios no quieren más misiones comerciales? Él se adelantó a mi pregunta y ofició de hermeneuta y de broker entre la política y la economía. Por un lado, citó a un empresario: “Ir con el Estado a una misión comercial es entrar por la puerta grande. Ir solo es entrar por la ventana.” Por otro lado, explicó que la tarea del gobierno no era facilitar la actividad comercial. “Las provincias no son una cancillería paralela, sino una entidad provincial que se apoya en los organismos nacionales”, pero “con autonomía para tomar decisiones”, “ir al lugar que queramos”. Girando la pantalla de su ordenador, me enseñó unas complicadas planillas, producto de la intensa y personalizada labor de contactar y reunirse con cada empresario. Le consulté, entonces, sobre la lista de acuerdos firmados. Llamativamente, desestimó mi pregunta y, con una sonrisa pedagógica, explicó: “Las misiones son oportunidades para estar cerca de los políticos; la mayoría de las compañías no vende ni firma nada en esos viajes.”
Viñeta 2. Otra vez un comedor en el suburbio bonaerense: lo que pasa cuando no pasa nadaSon muchos los momentos en los que el trabajo de campo nos enfrenta a la fantasía de que “lo importante” está sucediendo en otro lado y no exactamente ahí donde estamos. Durante mi investigación entre organizaciones populares en el Gran Buenos Aires, una sensación de ese tipo me perturbó a lo largo de los meses en que me dediqué a acompañar etnográficamente la actividad cotidiana de Don Dib, quien en ese entonces –corría el año 2006– se desempeñaba como representante barrial en uno de los movimientos de desocupados más importantes de Florencio Varela, distrito ubicado a 24 km al sur de la ciudad de Buenos Aires.
“Otro día en la sede de Las Rosas, no sé si estoy haciendo bien, capaz tendría que circular por otros barrios”, quedó asentado en mis registros de campo a dos meses de iniciadas las visitas al comedor comunitario que allí funcionaba, bajo la coordinación de Don Dib. ¿Qué me preocupaba? La secuencia de rutinas del comedor me había confrontado con esa cadencia del tiempo ordinario en la que, pensamos, no pasa nada. Días, semanas, y más semanas de devenir monocorde transformaban los sucesos vecinos de los que me enteraba (en la sede de otro barrio, en el comedor de otra organización, en la toma de terrenos del asentamiento de al lado, en la casa del militante que respondía y movilizaba gente en favor del intendente local), en lugares efervescentes donde estaban “pasando cosas”. Mi apreciación era antropológicamente inconfesable: la propia distinción entre “pasar” y “no pasar cosas” no hablaba más que de una idea preconcebida (imprecisa e implícita, pero existente e insistente) sobre qué sería o en qué consistiría la verdadera “política” de los barrios populares del Gran Buenos Aires.
Sin embargo, terminé haciendo etnografía en la sede de Don Dib por mucho más tiempo del que había previsto inicialmente. No fue por una “decisión metodológica” o una “estrategia etnográfica”; simplemente ocurrió que las expectativas que Dib tenía en relación con mi trabajo como antropóloga/documentadora/escritora de “la vida cotidiana” del movimiento de desocupados que integraba desde hacía unos cuatro años, hicieron que me sintiera comprometida a quedarme –y Dib en esto no hacía excepciones: como a los compañeros de la sede, a mí también me pasaba asistencia, me pedía explicaciones si faltaba y, cuando estaba en un mal día, se encargaba de hacerme saber su disgusto.
Afortunadamente, Dib era hombre de pocas palabras, de modo que durante los tres meses siguientes me dediqué, básicamente, a hacer (con Dib) buena parte de lo que él hacía como coordinador barrial, junto con otros compañeros del movimiento: abrir la sede, alzar la bandera en la puerta, sacar la pizarra que anuncia la venta de tortillas, juntar y hachar la leña con la cuadrilla del turno mañana, prender el fogón, barrer el patio, montar los tablones, cargar las ollas, preparar el almuerzo; pasar lista de asistencia a los compañeros; servir, lavar, guardar; preparar el mate cocido y las tortillas; servir, lavar, guardar; asistir a la reunión semanal de la sede barrial y a la de representantes barriales en la sede central del movimiento; llevar y traer mociones y posiciones, documentación, listas y registros de los compañeros empadronados en los programas de asistencia social del gobierno provincial y nacional; marchar y movilizar con el movimiento cuando los diálogos o acuerdos con las dependencias gubernamentales son vulnerados; realizar el retiro mensual de mercadería en la sede central, contabilizar, registrar faltantes, cargar, transportar, descargar, apilar, volver a la sede central la semana siguiente a retirar los faltantes, volver a la sede del barrio, limpiar el fogón, guardar la pizarra, bajar la bandera…
Y así continuó, aparentemente sin cambios, porque en este caso no llega la parte en la que digo: “Hasta que un día…”, e irrumpe un suceso inesperado, un acontecimiento extraordinario que lo ordinario viene a permitirnos “comprender”. Nada de eso: acá lo disonante no llega, nunca llegó; simplemente un día, sin penas ni gloria, le avisé a Don Dib que dejaría de ir a la sede de Las Rosas, ya que mi investigación pasaría a acompañar el trabajo político de los referentes del peronismo en el barrio, anuncio que a Dib no le causó resquemor alguno: su afán de protagonismo en mi investigación se circunscribía al movimiento político del que él formaba parte; lo que yo hiciera fuera de esas fronteras parecía no interesarle, al menos no personalmente.
Dos años después, mi trabajo de campo concluyó y me encontraba frente a la computadora, lista para empezar a analizar mi material. Contaba para ese entonces con distintos contextos, espacios y grupos de interlocutores de campo, entre ellos, las rutinas, interacciones y relaciones del comedor del barrio Las Rosas coordinado por Don Dib. El material escrito guardaba fidelidad a la repetición que había experimentado en el campo; sin mucho ánimo, fui probando distintos modos de organizarlo, clasificarlo, descomponerlo y componerlo en nuevos fragmentos. En ese proceso de análisis, que por mucho tiempo pareció inconducente, empecé a reparar en ciertas variaciones de intención e intensidad de los procesos de acción e interacción registrados: ahí estaban el enojo de Don Dib ante la inasistencia de los compañeros a alguna actividad de la sede; su indiferencia ante la inasistencia de otros, o de los mismos, pero a otra actividad; su entusiasmo y expectativas en vísperas de una movilización; su desacuerdo y enojo ante una intervención desatinada en una asamblea; el tedio en alguna reunión; la preocupación ante un faltante de mercadería; la satisfacción por el compañero que se había ido de la organización y volvió; el sentimiento de obligación de “cubrir” a aquel que no estaba cumpliendo con las tareas en la sede “pero porque”, él sabía, “realmente no podía”.
Estas eran las cosas que habían pasado durante los meses que acompañé el trabajo de Dib y sus compañeros. La relación de conocimiento interpersonal que había tenido oportunidad de construir con Dib me permitió dar un lugar descriptivo al cómo de su hacer en la sede: sin proponérmelo me encontré escribiendo –y descubriendo– qué cosas eran importantes para Dib y cómo se veía afectado cuando el resto (sus dirigentes, sus compañeros, su familia) restaba importancia a lo que a él le importaba. Las tareas diarias implicadas en su papel de coordinador de sede, mismas que Dib realizaba con austeridad y ceremonia, eran parte de esas cosas.
De un modo inesperado, esa colección repetitiva de fragmentos de experiencia –si se quiere, de “significado”, pues al fin y al cabo lo que estaba en juego en esos fragmentos no era otra cosa que lo que el movimiento significaba para Dib– se transformó en la llave para interrogar todo el resto de mi material. Por un lado, a través de ella empecé a tomar dimensión de la “productividad política” implicada en la sucesión de actividades no necesariamente reconocidas (ni por mis interlocutores ni por mí ni por mi audiencia) como “políticas”. En y a través de ese hacer cotidiano, Dib y sus compañeros estaban en la organización, lo que quiere decir que hacían la organización: ellos y sus (distintos, heterogéneos y cambiantes) sentidos y sentimientos de pertenencia. Por otro lado, el cotidiano de la sede de Dib me permitió reparar en los pequeños, pero decisivos movimientos que signaban esas cosas de todos los días: encuentros y desencuentros entre personas, expectativas cumplidas e incumplidas, gente que dejaba de ir al movimiento, gente nueva que se sumaba, gente que cambiaba de tarea o de papel, gente que volvía después de tiempo de haberse ido; era claro que cada persona iba y venía en función de búsquedas, expectativas y motivaciones propias, pero igualmente claro fue haciéndoseme, a lo largo del análisis, que las disposiciones que guiaban el flujo de estas aproximaciones y distanciamientos, involucramientos y des-involucramientos no estaban “dadas” de antemano ni dependían exclusivamente de “cada quien”; más bien formaban parte de lo que se cocinaba en ese patio de tierra, es decir, de lo que las personas producían y transformaban haciendo.
Viñeta 3. Un proyecto que se desdibuja (y reinventa) otra vez: las contingencias creativas de hacer proyectosCuando la Secretaría de Ambiente de la Nación convocó a Reciclando Sueños (Recisu) – una cooperativa de “cartoneros”, tal como se denominó en el contexto de la crisis de 2001 a las personas que se dedicaron a recolectar residuos reciclables de la vía pública– a participar en los festejos del “Día del Ambiente”, en abril de 2007, Marcelo, el alma mater de la cooperativa, supo que habían logrado convertir su programa de recolección diferenciada en una “experiencia modelo”. La iniciativa -sostenida “a pulmón” gracias a los magros recursos que se obtenían de la venta de los materiales recolectados desde hacía más de un año- alcanzaba merecido reconocimiento, al menos social y políticamente. Y que ésta era una oportunidad valiosa para insistir en la necesidad de que el programa se convirtiera en un “servicio público” del municipio de La Matanza, el distrito más densamente poblado del Gran Buenos Aires. Convertir el programa en un “servicio público” quería decir, para Marcelo, que la experiencia piloto realizada en la localidad de Aldo Bonzi –un barrio de clase media-baja cercano a donde se ubicaban los galpones de la cooperativa– se replicaría en otras localidades del municipio como una actividad remunerada por el Estado, equiparándose con el servicio de recolección de la basura “común”, a cargo de empresas privadas.
Lograr este objetivo no era una tarea sencilla, como lo sabía bien Marcelo, dado que implicaba que las licitaciones públicas para el desarrollo de esta actividad dejarían de ser monopolio de las empresas privadas. Vale la pena aclarar aquí que, si bien el gobierno local brindaba aval a la recolección diferenciada –y capitalizaba con creces esa práctica-, el Estado no aportaba recursos financieros de manera directa y permanente. Así, para los residentes de La Matanza, en particular los vecinos de la localidad de Aldo Bonzi, éste era un programa “del municipio” que había logrado reducir 13% de los residuos en dicha localidad –según lo anunciaba el boletín que acompañaba la distribución de los impuestos en los hogares–, mientras que Recisu hacia malabares cotidianos para sostener económicamente esa experiencia piloto. Como ha sido el común denominador en materia de políticas de gestión de residuos en los últimos años en Argentina, esa situación se debe a la creencia de que las cooperativas garantizan sus ingresos a través de la venta de los materiales reciclados y procesados en los galpones. Sin embargo, se trata de una idea que la práctica refuta cotidianamente y que dio origen a la demanda por el “servicio público”.
Los festejos del “Día del Ambiente” se realizarían en tres municipios del Gran Buenos Aires –entre los que estaba el Partido de La Matanza–, que integran la Cuenca Matanza-Riachuelo, la región con más contaminación ambiental del país. Con el objetivo de “acercar a las familias de los municipios a la temática ambiental”, la propuesta de la Secretaría consistía en replicar en las plazas públicas de las tres localidades un conjunto de actividades sumamente variadas, que incluían una obra de teatro sobre el significado de “las 3rs” (reducir, reutilizar y reciclar), una muestra de obras plásticas producidas con materiales reciclados y un concierto interpretado por la banda musical integrada por personas mayores que producían sus instrumentos de utilería con papel reciclado. A Recisu le tocaba montar un estand en el que se distribuirían folletos sobre el programa, como ejemplo de política a seguir en materia de residuos sólidos urbanos. La Secretaría garantizaría los traslados y materiales para el armado del estand.
Para las reuniones previas elaboramos con Marcelo una contrapropuesta –aprobada por los funcionarios, no sin renuencia–, que consistía en “escenificar” el “circuito del reciclado” desarrollado por Recisu, negociando con éxito incluir en el presupuesto un pago por el trabajo que esos días realizaría la cooperativa. Más que el monto concreto que implicaba este ingreso, la negociación tenía un fuerte peso simbólico en términos de afianzar el proceso de construcción de demanda por el “servicio público”. “Que el Estado apoye esta experiencia, pero que la apoyen realmente, que empiecen a pagar por lo que hacemos”, sostenía Marcelo. De hecho, era la primera vez que Recisu lograba ser “contratada” para participar en este tipo de eventos, a los que asistía asiduamente, a diferencia de lo que casi siempre ocurría, pues las cooperativas eran invitadas a participar, pero sólo de manera “voluntaria” para “contar su experiencia”.
Durante las semanas previas a las jornadas realizamos un intenso trabajo de preparación de “las estaciones”, que dio excelentes resultados. Reciclando Sueños fue “la vedette” de las celebraciones, al ser la atracción principal entre los participantes. “La gente que no nos conocía hacía cola para escucharnos y sacarse fotos con nosotros”, relataban conmovidos en los intercambios que, en los días posteriores, durante los recorridos, tuvieron con los vecinos de Aldo Bonzi, quienes se acercaban para felicitarlos porque los habían visto “en la tele”. Como resultado del éxito de esa actividad, los funcionarios de la Secretaría invitaron a Marcelo a que participara en una convocatoria que financiaba el organismo, denominada “Programa de Fortalecimiento Social Ambiental” (Proforsa), que brindaba asistencia técnica y financiera a proyectos desarrollados con “metodologías participativas” sobre problemáticas identificadas como prioritarias, entre las que se encontraba la recuperación de residuos. La invitación de los técnicos de la Secretaría fue elaborar una propuesta que tuviera como objetivo “capacitar” a otras cooperativas y organizaciones “cartoneras” en la labor que desarrollaba Recisu, valorizando de esta manera el conocimiento que habían adquirido sus integrantes, ahora reconocidos como “expertos”.
La propuesta planteaba un proceso de formación horizontal, de “cartoneros” a “cartoneros”, y estipulaba la formación de parejas pedagógicas compuestas por uno de nosotros y un trabajador de la cooperativa. A diferencia del trabajo para las “estaciones”, que tuvo un tiempo acotado cuyo escenario fue la cooperativa, la formulación del Proforsa se prolongó durante casi dos años, con numerosas revisiones que versaron principalmente sobre cuestiones burocráticas, por lo que quedó concentrado en nuestras manos. La energía, que en el caso previo había estado aplicada al trabajo en los talleres, pasó a concentrarse en el armado de los formularios. Sortear impedimentos administrativos y técnicos –qué entidad podía ser receptora de los fondos y cómo; qué formato tenía que tomar el proyecto– se fue convirtiendo en la actividad nodal de la elaboración de la propuesta. Pero, a pesar de esa enorme energía, el programa nunca llegó a concretarse, de manera que dos años después teníamos la sensación de haber derrochado invalorables horas de nuestro trabajo y del de quienes dirigían la cooperativa. El Proforsa pasó así a engrosar la lista de proyectos “truncos”, de las innumerables reuniones, instancias de negociación y reelaboraciones de propuestas cuyo único sentido parecía ser seguir formando parte de los “modelos a seguir” y las cooperativas que integraban la lista de “experiencias exitosas” o, cuando menos, de las que se mantenían en pie.
Poco tiempo después, Marcelo nos transmitió de manera abrupta la decisión de dar por concluido el programa, porque “los números no cerraban”. Los argumentos que intentamos construir para que revirtiera esa decisión –desacertada, según nuestra lectura, pues daba por tierra con varios años de trabajo conjunto–, fracasaron rotundamente. En cambio, Marcelo siguió ensayando numerosos proyectos alternativos, tan creativos como el programa de recolección, y a los que dedicaba la misma energía que habíamos visto depositara en aquella experiencia piloto. Proyectos que fueron concentrando la actividad de Recisu en el procesamiento de los materiales almacenados en los galpones y el desarrollo de maquinaria que permitieran mejorar esa labor, como la producción de ladrillos a partir de etiquetas de cerveza recicladas o de “fratachos” (cucharas para albañilería) con materiales plásticos procesados.
Cinco años más tarde, la cooperativa fue convocada a participar en una serie de reuniones que impulsaba una legisladora de la coalición partidaria, Frente para la Victoria (fpv) –bancada oficialista en la legislatura provincial en aquel momento–, como parte de su labor parlamentaria, con vistas a discutir y acompañar la formulación de un proyecto de ley de “Gestión social para la recolección diferenciada de residuos sólidos urbanos”. El proyecto declaraba la recolección diferenciada como “servicio público” y estipulaba que esta actividad debía estar a cargo de las cooperativas de “cartoneros”, a las que reconocía como “recuperadores urbanos”. En una de esas reuniones, Marcelo tomó conocimiento de que el municipio de Lanús –del que provenía la legisladora– estaba impulsando la implementación de un programa de recolección diferenciada, que se inspiraba en aquel puesto en marcha por Recisu. Al haberse descontinuado el programa, el número de personas que trabajaba en la cooperativa se había reducido significativamente, pasando de 30 a 5, con lo que se perdieron conocimientos expertos sobre el circuito de recolección que habían impulsado la experiencia en Aldo Bonzi.
El programa de Lanús estaría a cargo de un grupo de cooperativas que integraban el Movimiento de Trabajadores Excluidos (mte) y para su implementación el municipio había conformado un equipo técnico encargado de desarrollar actividades de capacitación. A diferencia de la lógica que primaba en el Proforsa, las capacitaciones previstas se organizaban según un principio de formación vertical cuyos contenidos eran diseñados e impartidos desde el equipo técnico hacia las cooperativas. El relato de Marcelo sobre la experiencia en Recisu puso en evidencia que el servicio de recolección diferenciada, por el que sin duda era conocida la cooperativa en el ámbito del reciclaje, era la cara visible de una labor más amplia –y a la vez imperceptible– que la colaboración entre universitarios y cartoneros había generado, desarrollando un dispositivo de formación que priorizaba una comunicación horizontal cartoneros-cartoneros, sistematizado en el Proforsa.
A los ojos de la legisladora, la propuesta fue considerada un aporte sustantivo para llevar adelante el programa de recolección en Lanús, de modo tal que estableció los puentes necesarios para que la Recisu entrara en contacto con el equipo técnico a cargo de implementar la propuesta y las capacitaciones previas. A pesar de las evidentes resistencias que esto generó para un trabajo ya en curso, pocos meses después Recisu –y el equipo de universitarios que la acompañaba– fue contratada para encargarse de la formación de las cooperativas locales que desarrollarían el programa en el distrito, permitiendo transmitir su conocimiento a otras cooperativas colegas. El espíritu del Proforsa –más que su forma– cobró vida en la práctica, remunerando como “expertos” a dirigentes “cartoneros”.
Tres escenarios para pensar la política en procesoAl circular y poner en común nuestras viñetas volvimos a las consignas desde las cuales habían sido producidas para re-interrogarlas relacionalmente. Si las viñetas simplifican y tipifican las relaciones o los actores que dan vida y carnadura a los diferentes procesos estudiados, al mismo tiempo, en tanto condensaciones significativas de investigaciones de larga duración, permiten abstraer ciertas coordenadas, con lo que hacen confluir la variabilidad en la semejanza. A través de este ejercicio apostamos por aprovechar analíticamente las relaciones entre continuidad y discontinuidad empírica de un modo que nos resulta afín a aquello que Sian Lazar (2012) propone como una “comparación disyuntiva”, es decir, una estrategia orientada a producir conocimiento desde y entre aquello que parece inconmensurablemente distinto (Strathern, 2014). Desde esta perspectiva, el tipo de diálogo comparativo que proponemos parte de materiales empíricos disímiles y de preguntas orientadas, en esta instancia analítica, a explorar y explicitar qué es aquello que el análisis de las viñetas en su conjunto tiene para decirnos sobre –y en este sentido, cómo nos permite tender ese puente conceptual que hemos propuesto llamar– la “política como proceso vivo”. A continuación, desarrollaremos dos ejes que, a nuestro entender, condensan esta apuesta.
Lo que se crea haciendoCada viñeta está colocando, de manera propia, la pregunta por distintos aspectos –condiciones, efectos y posibilidades– generativos de acción y relación políticas. Volviendo a las cuestiones que planteamos al inicio de estas páginas, podemos decir que interrogarse por esos aspectos quiere decir explorar simétricamente las dimensiones concomitantes de proyección e indeterminación que signan la dinámica de los procesos políticos.
La primera viñeta refiere a un contrapunto entre dos escenarios donde una misma controversia de base se pone en juego: la ponderación de una política “regional” de promoción comercial. ¿Qué es aquello que producen socialmente los actores en y por intermedio de las misiones? ¿Qué otras cosas suceden dentro y fuera de esos espacios? Tejer lazos internacionales es la intencionalidad declarada, proyectada, imaginada; sin embargo, las misiones (que como tales exceden al viaje) también producen una porción de la trama local relacional que hace posible la Región Centro como objeto y sujeto político. Se viaja afuera del país para estar cerca, para hacer relaciones adentro, entre políticos y empresarios. El viaje como desplazamiento es secundario; lo que importa es la producción social de esas relaciones. Se descubre una ironía interesante: las misiones al exterior son, ante todo, situaciones de valor local, al igual que el “trabajo político” de producir el relacionamiento “regional” entre provincias. Este trabajo implicó activar la vitalidad de una de las metáforas conceptuales fundantes de Argentina: el federalismo (Gaztañaga, 2010), que es el lema fundacional de la Región “la creación de un federalismo verdadero”. Este federalismo satura la fórmula abstracta de un cierto orden político, porque para los actores remite a una disposición a la acción (incluyendo no actuar). Las misiones comerciales expresan y refuerzan esta lógica de acción en tanto eventos “políticos” de oportunidades “comerciales”. La viñeta, formada por los dos escenarios (siendo ésa su forma total), muestra asimismo la complejidad de formas de relacionarse entre aquello que suele aparecer dividido, como intereses estamentales o sectoriales, y permite apreciar las acciones y proyectos que reúnen y separan a políticos y empresarios. Esto significa, en términos del análisis de acciones y lógicas de acción, que los actores están produciendo la importancia “regional” de ciertos proyectos políticos. ¿Y cómo? En este caso, a través de valorar el federalismo como guía de la acción, el cual provee un acuerdo práctico más que semántico entre los actores. Así, la etnografía permite ir más allá de aquello que se presenta como un problema de crónica política (los cordobeses tenían compromisos propios a los que la etnógrafa no accedió) y, en cambio, aprovecha esa controversia para transformar la pregunta: cómo, en última instancia, el atribuir importancia a lo regional se funda en una lógica de acción donde el federalismo es más que un concepto. El “hacer negocios”, “armar contactos”, “decidir con autonomía”, “viajar con”, es actualizarlo; implica que el federalismo se puede actuar, producir, crear.
En la segunda viñeta nos encontramos con el carácter políticamente generativo de prácticas que en su propio contexto etnográfico no son consideradas estrictamente “políticas” –o inclusive tratadas, por algunos actores, como “pre-políticas”. Para buena parte del arco de las organizaciones populares y movimientos sociales que en aquel entonces –mediados de la primera década de 2000– se constituían como opositores al peronismo –tanto a los peronismos locales de los municipios del Gran Buenos Aires como al gobierno nacional conducido entonces por el kirchnerismo–, las tareas y rutinas implicadas en el funcionamiento de espacios, como el comedor comunitario que coordinaba Dib, representaron un signo ambivalente. Por un lado, fueron celebradas como “conquista” de las organizaciones, en tanto comportaban la autogestión de recursos y programas gubernamentales por parte del campo popular, tras enérgicos procesos de lucha y movilización política; por otro lado, y al mismo tiempo, esos espacios no se libraron del valor políticamente defectuoso o deficitario que cargaban las demandas “reivindicativas” a ser superadas por verdaderas demandas y “luchas políticas” que las organizaciones aun debían darse. Como tantos otros dirigentes, los del Movimiento Teresa Rodríguez de Florencio Varela –organización a la que Don Dib orgullosamente pertenecía– vivían preocupados por lo que en esta ocasión, a la luz de las inquietudes que nos convocan en estas páginas, bien podríamos llamar “cómo crear movimiento”: es decir, cómo generar prácticas, ideas y relaciones de pertenencia y compromiso genuinamente político (ideológico, sobre todo) para con el colectivo, “más allá” de las necesidades y urgencias de subsistencia que eran una de las principales fuerzas y expectativas que aproximaban, inicialmente, a la mayoría de los compañeros a la organización.
Y bien, ¿qué nos reveló la etnografía del cotidiano en la sede de Don Dib? La relevancia de lo aparentemente irrelevante: el lazo político y el colectivo como tal también se creaban en y por intermedio de procesos de acción y relación no pensados ni planificados –como así también de espacios no reconocidos, como señala Virginia Manzano (2011)– “para” crear movimiento. A través de su hacer cotidiano en la sede, las más de las veces sin proponérselo, las personas tejían vínculos de interdependencia, compromisos interpersonales (garantizar presencia en el lugar; no fallarle al compañero del turno; no fallarle a Don Dib en tal o cual tarea) y acervos de experiencia común que reverberaban en sentidos de pertenencia para con la sede barrial en sí (nosotros los de la sede tal o cual) y para con el movimiento como un todo. Tomando prestada una expresión de nuestros propios interlocutores, que acabó constituyéndose en la clave de una teoría etnográfica del involucramiento político (Quirós, 2011), diríamos que, a través de eso que pasaba sin que aparentemente pasara nada, pudimos ver cómo y en cuánto las personas se iban enganchando –muchas veces en modos e intensidades inesperados para ellas mismas– en la organización, produciéndola como sujeto político y produciéndose a sí mismas como actores políticos. El caso de Dib es particularmente interesante por su “impureza” (y nos invita a ampliar el horizonte de dimensiones que se ha de contemplar al momento de analizar la dinámica de procesos de politización y producción de pertenencias e identidades políticas): Dib no tenía una afinidad de ésas que llamaríamos “ideológica” con la dirigencia del movimiento al que pertenecía; por un lado, porque invertía la jerarquía de lo “reivindicativo” y lo “político” propugnada por sus dirigentes, teniendo un claro interés por lo primero en detrimento de lo segundo; además, se autoproclamaba orgullosamente peronista, “peronista de Perón y de Duhalde”,4 y tenía un vínculo de proximidad con algunos de sus referentes locales. Y, sin embargo, su entrega y pasión por el hacer cotidiano de la sede barrial de la que primero fue compañero y más tarde coordinador, fue convirtiéndolo progresivamente en uno de los militantes más comprometidos y combativos de la organización, una organización de izquierda opositora a los peronismos gobernantes. Como etnógrafa debería decir que la experiencia de Dib –lo que el comedor y el movimiento significaban para él y los procesos concretos de acción a través de los cuales ese significado iba produciéndose y transformándose dinámicamente a lo largo del tiempo– me enseñaron no tanto a “ver las cosas de otra manera” sino a “ver cosas” (creándose) donde no veía nada.
La tercera viñeta nos confronta con dos temporalidades concomitantes: la del proyecto que se produce con vistas a alcanzar determinado resultado –las estaciones para el Día del Ambiente o la elaboración del Proforsa para capacitar a otras cooperativas– y la de las contingencias creativas del propio proceso de hacer proyectos. Visto desde esta óptica, más que un proyecto que se acumula a la lista de propuestas truncas, el Proforsa se nos presenta como una instancia para ensayar la posibilidad de convertir a los “cartoneros” en “expertos”, para legitimarse como capacitadores otorgando valor al conocimiento adquirido con la recolección diferenciada. El Proforsa –como el servicio de recolección diferenciada o la producción de ladrillos a partir de etiquetas de cerveza recicladas– es, a la vez, el proyecto que de manera contingente lleva adelante Recisu para sostenerse como cooperativa y una más de las tantas iniciativas desarrolladas para crear las posibilidades de ser reconocidos como un actor político capaz de incidir en el mundo del reciclado. Iniciativas que muchas veces incluso no trascienden el espacio de la imaginación que Marcelo arma, desarma y rearma, aun en ocasiones desde el enojo por la acumulación de experiencias inacabadas, interrumpidas o descontinuadas. Nuevamente, en el “hacer proyectos” (que pueden resultar vistos de manera aislada y en sí mismos aparentemente truncos) se tejen tramas políticas que crean condiciones de resistencia y transformación de las relaciones de fuerza –por ejemplo, producir las posibilidades para alcanzar el “reconocimiento” como “servicio público”. En este sentido, como en la viñeta anterior, este fragmento vuelve a confrontarnos con el problema de la “relevancia”: ¿A qué damos trascendencia analítica? ¿Con qué criterios explícitos e implícitos de relevancia (antropológica y política) estamos operando nosotros, nuestros interlocutores y nuestras audiencias? El derrotero de Recisu y sus iniciativas han sido parte sustantiva de un proceso de construcción de demanda por el reconocimiento de esta actividad como un “servicio público” que busca otorgar valor a la labor que desarrolla un amplio conjunto de personas para (re)producir su vida. Una labor que a los ojos legos queda reducida a una tarea puntual, la recolección en la vía pública de materia descartada por otras personas, mientras en los hechos comporta y moviliza un conjunto de actividades y saberes invisibilizados (y, por tanto, no valorados), como pueden serlo la reducción de los residuos contaminantes, la capacitación en recursos y prácticas de cuidado del ambiente, la creación y recreación continua de reglas, pautas y criterios de organización colectiva del trabajo. Ese recorrido errático y bifurcado incluyó innumerables proyectos que parecían nunca concretarse quedando truncos pese a los cuales –o tal vez más bien valdría la pena afirmar gracias a ellos– la demanda por el reconocimiento del “trabajo cartonero” como “servicio público” logró trascender los límites de esta cooperativa para ser una de las principales reivindicaciones del sector, incluso más allá de las fronteras nacionales. Visto en perspectiva, ese discurrir evidencia hasta qué punto son esos proyectos “truncos” los que crean las condiciones para lograr el reconocimiento del “servicio público” como posibilidad.
Lo que se dice haciendoEn segundo lugar, las tres viñetas buscan poner en práctica la idea de proceso vivo como disposición metodológica. No sólo porque son producto de procesos de investigación de larga duración y de revisitas sobre dichos procesos en las que el tiempo transcurrido produce efectos de (des y re)conocimiento –i.e., qué vimos en cierto momento, qué no vimos, cuándo pudimos ver, etcétera–, sino también porque buscan y ejercitan una cierta forma (anti-intelectualista, podríamos calificar) de hacer y estar-en campo. Si tuviéramos que sintetizarlo en pocas palabras, diríamos que se trata de resistir deliberada y enérgicamente a la desafortunada obsesión por las “prácticas lingüísticas” que signa la investigación etnográfica contemporánea y, en lugar de ello, privilegiar la extraordinaria oportunidad que nos ofrece el trabajo de campo etnográfico para conocer –y constituir en evidencia– dimensiones de la experiencia que exceden por mucho y en mucho a la palabra y la comunicación verbal (Favret Saada, 1990; Peirano, 2008; Menéndez, 2012), y a las que accedemos, para usar una expresión de Marcio Goldman (2006), por intermedio de nuestra “experiencia personal” – signada por la comunicación no verbal y no intencional, la percepción, la sensación, el juicio y el afecto– con las experiencias de los otros. Abordar y comprender los procesos políticos en su aspecto vivo implica, en este sentido, aprehenderlos en nuestra propia condición de seres vivos y afirmar los “puntos de vista” (nativos) (que tanto nos ocupan y preocupan a los antropólogos al momento de producir conocimiento), menos como “puntos de vista” de carácter intelectual (es decir, formas de pensar, significar y/o representar fenómenos) y más como “puntos de vista” de carácter “vivencial” (formas de estar, crear, y hacer vida en común –política por ejemplo) (Quirós, 2014).
Los fragmentos etnográficos se ocupan de personas haciendo y viviendo ciertas cosas de ciertas maneras y buscan explorar los modos dichos y no dichos en que esas acciones se producen y los modos dichos y no dichos de lo que producen. En el foro de empresarios y políticos reseñado en la viñeta 1 hay una acción cuyo significado es conocido por todos sus protagonistas: si la etnógrafa lo repone es porque atiende a lo que se dice sin decir. Los cordobeses no fueron; estaban, pero no fueron. En esa dinámica de ausencias y presencias, el repertorio de la falta se transforma en existencia, porque el desacuerdo en torno a la prioridad de las misiones no era un problema de las misiones en sí, sino, ante todo, de la importancia de las relaciones de los empresarios con “sus” políticos. “Once in the Kula,always in the Kula”, el principio que inmortalizó Malinowski para referir al honor comercial, resuena aquí desde sus propias contradicciones: el evento en Paraná fue la última vez que se reunió la primera plana regional (el cisma entre los gobernadores se profundizó más hasta la contienda electoral de 2015); asimismo, si bien la rc continuó “yendo al exterior”, cada provincia y su empresariado lo hicieron por su parte. El significado de ese comportamiento habla de “el significado” de las misiones, el cual, en términos antropológicos, descansa menos en lo que los actores dicen sobre ellas y más en lo que socialmente ponen en juego. Y parte de lo que está en juego es lo que esas prácticas producen, es decir, sus posibilidades generativas. Como dijimos: se viaja afuera para producir las relaciones de proximidad que significan el adentro. De hecho, durante la entrevista al funcionario antes referida, éste definió a la importancia de las misiones para el gobierno: “el federalismo funciona; a nosotros nos funciona”. Y matizó la ecuación instrumental subyacente a esa definición: “Es que la Región Centro es un proyecto vacilante.” Esta evaluación, que puede ser leída como una falla que vendría a sumarse a otras (no todos los foros tienen el mismo peso, la gente no se identifica con la región, pesan más los alineamientos partidarios con la nación, etc.), desde la trama relacional donde el federalismo “funciona”, implica que la debilidad es también fuerza motora: la rc es objeto y sujeto político, y el federalismo es trama relacional en acción que se expresa en las misiones. Para los actores el federalismo no deja de remitir a una forma de gobierno y a una distribución territorial del poder entre centros descentralizados de autoridad (nación, provincias y municipios), pero, al mismo tiempo, en el proceso político de la rc, también implica otras cosas: cierta racionalidad económica, ideologías partidarias, memorias históricas, proyectos políticos a futuro, lazos comerciales, movimientos, viajes y el establecimiento de límites adentro/afuera. Y sobre todo, un problema que podría ser abordado desde la diversidad significativa que suele rodear a nuestros conceptos políticos fundamentales (confirmar que federalismo, al igual que libertad, democracia, justicia, etc., son conceptos polisémicos) puede abrir una vía para pensar al federalismo como un valor en acción socialmente producido. Así por lo menos parecen considerarlo los actores, no tanto por lo que dicen, sino por lo que hacen.
La viñeta 2 explicita que, “afortunadamente”, Dib era hombre de pocas palabras, fortuna que no es más que metodológica y analítica: los silencios de Dib permitieron a la etnógrafa poner su atención en lo que él ponía su atención: hacer funcionar diariamente las actividades de la sede del barrio Las Rosas, del Movimiento Teresa Rodríguez de Florencio Varela. Los registros de campo la invitaron a atender a “qué pasaba” en esos procesos de acción e interacción protagonizados por Dib y fue fundamentalmente en el cómo –el entusiasmo, el tedio, la expectativa, el acuerdo, el conflicto, la tensión– de su hacer y el de sus compañeros donde la analista encontró que eso que pasaba producía dinámicamente vínculos y formas de experiencia y pertenencia política que desbordan la matriz dicotómica de explicaciones “economicistas” vs. “moralistas”, que suelen signar las discusiones legas y académicas sobre politicidad popular en América Latina (Quirós, J., 2011). En Argentina, tanto en los barrios como en los debates mediáticos y sociológicos, esas explicaciones suelen ser expresadas y disputadas en términos binarios –necesidad vs. compromiso; luchas reivindicativas vs. luchas políticas, por ejemplo–; mientras tanto, en el cotidiano –en el “hacer juntos”, diría Fernández Álvarez (2016a)– de la sede de Don Dib, se producían y transformaban condiciones y efectos de involucramiento y distanciamiento político cuyo carácter total e impuro –en el sentido sociológico que Marcel Mauss (2003 [1925]) da a estas palabras–, difícilmente podía ser aprehendido por aquellos términos: el lazo eminentemente afectivo con que Dib construía su propia manera de incondicional compromiso con el movimiento, por ejemplo, no sólo no encajaba en la forma socialmente establecida de entender y esperar un compromiso político, sino que además no era puesto en palabras, sino sencillamente dicho y hecho-en-acción.
La viñeta 3 nos habla de un proceso cuya narrativa sería, probablemente, muy diferente a las aristas que despliega en su discurrir. Si como analistas nos atuviéramos al relato secuencial del proceso a través del cual la cooperativa llega a obtener reconocimientos, nos encontraríamos con una descripción hilada por los hitos socialmente reconocidos como logros o éxitos. Los propios actores, uno mismo, cuando narra cómo llegó a un lugar, mira los pasos dados, no los no dados ni los retrocesos, que no ve en modo alguno como pasos. Cuando acompañamos etnográficamente el proceso, en cambio, aparecen todas esas instancias y acciones truncas –los proyectos que fracasaron–; analíticamente vemos que, lejos de ser un “a pesar de”, son parte de las condiciones generativas de un estado, un hecho o un efecto que se manifiesta posteriormente. Perturbar nuestra habitual preocupación por la linealidad de las prácticas y procesos que estudiamos, para restituir su carácter errático, requiere desplazar el foco en nuestro análisis del resultado al proceso, donde lo que cobra centralidad es ese transcurrir mismo (Fernández Álvarez, 2016b). Este desplazamiento conlleva una advertencia metodológica que se moviliza en la reconstrucción del universo etnográfico analizado: dejarnos guiar por lo que se nos presenta como discontinuo o reversible, antes que partir de una lógica secuencial agregativa con un horizonte relativamente prefigurado. Pensar en el transcurrir dejando entre paréntesis la preocupación por los resultados (definidos como logros que se evalúan en términos de éxito o fracaso) para preguntarnos por lo que se crea como proyecto (colectivamente) con efecto/s inesperados. Un desplazamiento que sólo se hace posible si hacemos lugar, en nuestro análisis, a aquello que se produce más allá de la palabra, otorgando relevancia analítica a los gestos y acciones no intencionales que el trabajo etnográfico de largo aliento, a través de la experiencia compartida con los otros (sus angustias, deseos, preocupaciones, etc.), nos permite restituir. Desde esta óptica podemos observar la productividad política de sucesos como el Proforsa: nunca salió de su estatus de formulario, es cierto, pero igualmente cierto es que constituyó uno de los pasos necesarios que hacen a las contingencias –y capacidades– generativas de Recisu para reinventarse a sí misma bajo otras/las mismas formas.
A manera de conclusión: La política del transcurrir: apuntes para una propuesta programáticaComo señalamos, las viñetas construidas y puestas en diálogo remiten a distintos procesos de creación. Enfocado desde el problema de la “creatividad social”, sería posible interrogar ese algo que se crea buscando comprender cómo aparece en cada proceso la relación entre esa producción y la totalidad social en la cual se realiza. El problema es que el federalismo y la relación regional, el movimiento y el lazo político, y el reconocimiento del trabajo cartonero como servicio público son productos de la acción y además valores que “se realizan” fundamentalmente “en acción” (Graeber, 2001). Con esto queremos enfatizar que el enfoque de la creatividad social permite abrir un campo de visión que se opone a la teleología –señalamiento afín a nuestra propuesta de tomar al proceso como concepto y como práctica de conocimiento–, como también supone una noción de valor que satura a la de “valoración” (Gaztañaga, 2016): valor es lo que resulta de una dinámica social específica; es una representación de una clase de objetos (existente) y un objetivo (constituyente) de actividad social (que incluye las luchas para adquirir y acumular). Dicho de otro modo: el valor –aquello que vale y hace valer– y su representación son productos emergentes de la acción y los objetivos hacia los cuales la acción se dirige o pretende dirigirse (Turner, 2008: 51).
En las tres viñetas, los actores involucrados accionan, luchan, disputan y definen lo importante, no meramente en términos de adjetivar algo como tal, sino a partir de crearlo. El establecimiento de un espacio regional de trabajo político para la gestión del desarrollo socioeconómico de las provincias que articula de manera local metáforas soberanas tan poderosas como federalismo, integración subnacional y comercio internacional; la producción de espacios de trabajo y merecimiento (las sedes de un movimiento de desocupados) en el seno de una sociedad históricamente salarial que en la década de 1990 conoció los efectos devastadores del desempleo estructural; el desarrollo de “proyectos”, principalmente de carácter “productivo”, en tanto lenguaje político del que supieron valerse organizaciones y movimientos sociales en la última década para constituirse en interlocutores legítimos del Estado en demanda de recursos y reconocimiento. Estas “cosas” son importantes por las acciones en y a través de las cuales se crean como tales en el seno de totalidades sociales siempre específicas: la rc, el movimiento, la cooperativa e, igualmente, la integración, el compromiso, el trabajo.
Este enfoque del valor –que bucea en la complementariedad entre el valor marxista y la totalidad maussiana– sugiere alternativas a la “teoría práctica”, tal como la ejerce nuestro inconsciente epistemológico: las estructuras tienen poderes de agencia y la agencia está demasiado ceñida a la acción razonable. De esta manera, el diálogo etnográfico producido a través de las viñetas nos permite regresar al problema de la racionalidad y señalar los inconvenientes de haber ligado de una manera automática la acción social al paradigma del intercambio (sea bajo la forma mercantil o de don) como forma de dar inteligibilidad al fundamento (génesis) y dinámica de los vínculos políticos: qué circula, quién da qué, quién gana qué, quién pierde, quién empata, etc. En un sentido, podemos decir que, al posicionarnos desde la creatividad social como un enfoque relacional y no como una “cosa” o “tipo de cosa” –acción, relación, disposición–, propiciamos un desplazamiento de la mirada, desde la circulación a la producción, e implícitamente con él, desde la pregunta genética por las “motivaciones” a una pregunta por el cómo: cómo el discurrir de los procesos realiza aquello que la teleología de la política suele expresar o bien en términos de “proyectos” y “voluntades” (políticas) realizadas o no, o bien como “condiciones” y “efectos” que han de ser sopesados en términos de indicadores –generalmente cuantificados– de “éxitos” y “fracasos”.
Desde este desplazamiento hemos intentado hallar algunas respuestas a los interrogantes con que iniciamos estas páginas: cómo desplegar una mirada analítica de la naturaleza dinámica de los procesos políticos que estudiamos; cómo dar cuenta de las formas siempre en producción y transformación de lo político; como restituir la conformación social de campos de posibilidades de acción y significado implicados en ellas. En esa búsqueda proponemos un camino: promover y desarrollar un tipo de curiosidad analítica específica, menos preocupada por capturar los productos de la acción y más interesada en mapear etnográficamente lo que las personas (co)producen haciendo, o lo que proponemos denominar, provisoriamente, “la política del transcurrir” ¿Qué es esto? Todos aquellos espacios, tiempos, objetos, acciones y relaciones que se desenvuelven “a la par”, “por intermedio” y “mientras tanto” los proyectos políticos socialmente reconocidos y deliberadamente imaginados como tales se realizan o buscan realizarse.5 Sospechamos que acompañar etnográficamente las condiciones, efectos y posibilidades –socialmente esperados e inesperados, enunciados y no dichos, visibilizados e invisibilizados– implicados en el transcurrir de la política constituye una estrategia prolífica para restituir la dimensión creativa y emergente de los procesos políticos y, con ella, su carácter vivo, es decir, sus modos concretos de funcionamiento, movimiento y versatilidad. Un transcurrir que se nos presenta desigualmente configurado: los señalamientos que estamos formulando pueden comportar herramientas para etnografiar una dimensión específica del funcionamiento del poder; en cada totalidad social, el poder (desde la dominación a la resistencia, pasando por las dinámicas diversas de construcción de hegemonías) necesita ser socialmente creativo y requiere, para “funcionar”, de trabajos creativos.
El camino propuesto guarda entonces una hipótesis programática, que podríamos resumir en estos términos: la pregunta por las condiciones, implicaciones y posibilidades creativas de los fenómenos políticos –esto es, los modos en que comportan (produciendo, promoviendo, disolviendo, transformando) la creación de prácticas y disposiciones sociales, formas relacionales, objetos materiales e inmateriales, significados y arreglos institucionales– constituye una herramienta fértil para darles inteligibilidad en tanto procesos vivos (en funcionamiento, movimiento y versatilidad) y, en este sentido, promete un camino fructífero para sustanciar y consolidar, desde la antropología, un abordaje plenamente dinámico de la política. Resta, para lo que sigue, poner a prueba y reflexionar sobre los alcances, dificultades y desafíos de esta propuesta, las prácticas analíticas que abre y las que limita u obstruye, y en qué medida la noción de proceso es también el pivote en torno del cual es posible echar a andar un ejercicio de comparación no sólo disyuntiva sino, en cierto modo, disruptiva.
Sobre las autorasMaría Inés Fernández Álvarez es doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (uba) y la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess). Es investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), con sede en el Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras (uba). Es docente regular de la carrera de Ciencias Antropológicas de la misma Facultad y profesora titular de la Maestría en Relaciones Internacionales (usal). Co-coordina el programa “Procesos de Reconfiguración Estatal, Resistencia Social y Construcción de Hegemonías” del Instituto de Ciencias Antropológicas de la uba, donde actualmente dirige proyectos de investigación acreditados por la uba y el Foncyt. Sus temas de investigación se vinculan con el campo de la antropología de la política y del trabajo, en particular los procesos de demanda, movilización u organización social y su vinculación con el Estado y las formas de gobierno. Actualmente realiza una investigación colaborativa sobre prácticas colectivas y procesos de organización gremial desde y para la economía popular. Entre sus principales publicaciones se encuentran: La política afectada. Experiencia, trabajo y vida cotidiana en Brukman recuperada (2017); Hacer juntos(as). Dinámicas, contornos y relieves de la política colectiva (2016) y “Productive work as political action: daily practices of struggle and work in a Recovered Factory” (The Journal of Latin American and Caribbean Anthropology, 2016).
Julieta Quirós es antropóloga por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y doctora en la misma disciplina por el ppgas-Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro. Actualmente se desempeña como investigadora adjunta de Conicet y profesora en la Maestría en Antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Su labor de investigación y docencia se especializa en las áreas de antropología política, teoría y epistemología de la investigación etnográfica. Sus trabajos buscan comprender las relaciones entre expresiones de política contestataria, política partidaria y Estado en distintos procesos y escenarios de la Argentina contemporánea. Entre sus últimas publicaciones figuran: La politique vécue. Péronisme et mouvements sociaux dans l’Argentine contemporaine (2016); “Una hidra de siete cabezas. Peronismo, interconocimiento y voto hacia el fin del ciclo kirchnerista” (Corpus. Archivos de Alteridad Americana, 2016) y “Etnografiar mundos vívidos: desafíos de trabajo de campo, escritura y enseñanza en antropología” (Publicar en Antropología y Ciencias Sociales, 2014).
Julieta Gaztañaga es doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (uba); magíster en Antropología Social por ides-idaes/unsam y licenciada en Antropología por la Facultad de Filosofía y Letras de la uba. Es investigadora adjunta del Conicet, profesora adjunta Facultad de Sociología de la uba, jefa de Trabajos Prácticos de la Facultad de Filosofía y Letras de la uba y profesora titular de posgrado (ides-unsam). Se especializa en el campo de la antropología política y de la teoría antropológica clásica; sus trabajos han versado sobre integración regional, infraestructura y políticas públicas, agencias estatales, políticos profesionales, militancia y procesos electorales. En la actualidad trabaja acerca de la dimensión procesual de la praxis política, a través del estudio comparado de valores políticos como el federalismo argentino y el independentismo vasco. Entre sus últimas publicaciones se encuentran los artículos “Las bases políticas y afectivas de la etnografía en diversos espacios y formas de compromiso político” (Ankulegi. Revista de Antropología Social, 2016); la introducción y un capítulo en coautoría del libro Pensar la comparación para pensar comparativamente (2017) y el libro Integraciones subnacionales desde la antropología social (2012).
Agradecemos la lectura de los evaluadores anónimos de este artículo cuyas sugerencias y comentarios contribuyeron a enriquecer su versión final.
La cuestión de la creatividad social, tal como la estamos planteando al recuperar la propuesta y aportes contemporáneos de David Graeber (2001; 2005; 2011; 2012) contiene e invita a desplegar sustanciales diálogos –que el propio autor entabla– con diversas tradiciones y problemas de la teoría social, desde el vasto campo de reflexiones elaboradas por la antropología en torno a la noción de creatividad cultural, hasta los grandes debates de la sociología del siglo xx sobre la cuestión de lo nuevo y lo viejo, la relación entre estructura y agencia, cambio y reproducción. Reconociendo la multiplicidad de filiaciones e implicancias relacionales en el seno de la teoría social a la que esta noción convoca, aquí proponemos valernos de la síntesis que Graeber propone, en la medida en que nos permite desarrollar operativamente las inquietudes que nos ocupan en este artículo.
Tomamos aquí prestado el significado que el término “viñeta” tiene en la historieta, para referir a cada uno de los recuadros que delimita un instante del relato y representa una unidad mínima de tiempo-espacio, valiéndose del lenguaje verbal como icónico. En nuestro caso, las viñetas encarnan fragmentos que hemos abstraído de procesos de análisis etnográfico, fruto de investigaciones de larga duración centradas en la práctica de observación participante y entrevista abierta. De este modo, podemos decir que nuestra materia prima para el diálogo comparativo han sido análisis y no descripciones (Barth, 2000; Ingold, 2014).
Constituido a mediados de los años 1940 bajo el liderazgo de Juan Domingo Perón, el peronismo constituye el principal movimiento político de masas y partido de gobierno (Partido Justicialista) de Argentina del siglo xx. Se conoce con el nombre de “kirchnerismo” a la fracción del peronismo que, en el marco de la coalición partidaria Frente para la Victoria y bajo la conducción de Néstor Kirchner, primero, y de Cristina Fernández, después, gobernó el país entre 2003 y 2015.
Eduardo Duhalde, dirigente emblemático del peronismo bonaerense, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1991 y 1999.
Mientras tanto, tituló Cecilia Ferraudi Curto (2006; 2011) a su trabajo etnográfico entre movimientos sociales en el Gran Buenos Aires, recuperando esa expresión de un dirigente político territorial, para quien los problemas y asuntos del “día a día” –el “mientras tanto”– de la organización que presidía comportaban un obstáculo para la construcción política. Ferraudi propone observar, al contrario, la relevancia del “día a día” para comprender sociológicamente la “organización” como problema y desafío colectivo. En este punto, su perspectiva guarda afinidad con (y acaso puede ser releída desde) la óptica de etnografiar el transcurrir que estamos proponiendo en estas páginas.