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Vol. 61. Núm. 228.
Páginas 391-422 (septiembre - diciembre 2016)
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Vol. 61. Núm. 228.
Páginas 391-422 (septiembre - diciembre 2016)
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La violencia sexual como genocidio Memoria de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado en Guatemala1
Sexual Violence as Genocide Memory of Mayan Women Who Survived Sexual Violation During the Armed Conflict in Guatemala
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Amandine Fulchiron
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Este artículo es producto de la investigación/ acción participativa llevada a cabo del 2005 al 2009 en el marco del proceso político y social impulsado por Actoras de Cambio junto con 54 mujeres mayas de cuatro grupos étnicos distintos –Q’eqchi’, Mam, Chuj, y Kaqchikel– sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado interno en Guatemala (1960-1996). En él analizamos el uso sistemático y masivo de la violación sexual contra las mujeres mayas dentro del marco de la política contrainsurgente en Guatemala, nombrándolo y denunciándolo como feminicidio y genocidio; evidenciamos cómo la violación sexual fue utilizada por el Estado para destruir la continuidad biológica, social y cultural del pueblo maya a través del cuerpo de las mujeres. Además, demostramos la centralidad e intencionalidad política de la violación sexual para someter y masacrar a las mujeres. El trabajo se estructuró con base en una epistemología feminista articulada con la de la cosmovisión maya. Ello implicó poner en el centro de la investigación voces y experiencias silenciadas por la visión androcéntrica y racista del mundo. Requirió, además, una voluntad colectiva de desvelar cómo se imbrican y sintetizan los diferentes sistemas de opresión en el cuerpo de las mujeres mayas. Esta investigación da cuenta de una experiencia concreta y colectiva de memoria y sanación entre mujeres mayas, mestizas y europeas, que ha posibilitado rehabitar el cuerpo, la vida y la comunidad después de la violación sexual genocida desde un nuevo lugar justo, digno y libre para las mujeres.

Palabras clave:
genocidio
violencia sexual
mujeres mayas
feminismos
memoria
sanación
Abstract

This paper is the outcome of a research/participatory action carried out from 2005 to 2009 in the context of the political and social process driven by “Women Agents of Change”, along with 54 Mayan women from four different ethnic groups –Q’eqchi’, Mam, Chuj, and Kaqchikel–, who survived sexual violation during the internal armed conflict in Guatemala (1960-1996). We survey the systematic and widespread use of rape against Mayan women within the framework of the Guatemalan counterinsurgency policy, labeling and denouncing it as feminicide and genocide. We demonstrate how rape was used by the State to annihilate the biological, social and cultural continuity of the Mayan people by way of the female body. In addition, we establish the political intention of using sexual violation to subdue and massacring women. The work was structured according to a feminist epistemology articulated with that of the Mayan worldview. Thus, the voices and experiences that had been silenced by an androcentric and racist stance were placed here as the focal point of the research. In addition, it required a collective will to expose how the different systems of oppression are interweaved and synthesized in the body of racialized women. This research accounts for a concrete and collective experience of memory and healing among Mayan, Mestizo and European women, which has made possible to inhabit again the body, the life, and the community after the genocidal sexual violation from a new dignified, just and free stance.

Keywords:
genocide
sexual violence
Mayan women
feminisms
memory
healing
Texto completo
Sobre la investigación

Este artículo es producto de la investigación/acción participativa llevada a cabo del 2005 al 2009 en el marco del proceso político y social impulsado por Actoras de Cambio2 junto con 54 mujeres mayas de cuatro grupos étnicos distintos –Q’eqchi’, Mam, Chuj, y Kaqchikel– sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado en Guatemala (1960-1996).3 La investigación se desarrolló en cinco idiomas diferentes, con un equipo interdisciplinario e intercultural de diez mujeres –entre ellas tres investigadoras: una antropóloga maya quiché, una psicóloga social guatemalteca mestiza y una politóloga de origen francés–, tres traductoras y cuatro transcriptoras.

El trabajo se estructuró con base en una epistemología feminista articulada con la de la cosmovisión maya en clave descolonial, lo que implicó poner en el centro de la investigación las voces y las experiencias silenciadas por la visión androcéntrica y racista del mundo. Requirió, además, una voluntad colectiva de desvelar cómo se imbrican y sintetizan los diferentes sistemas de opresión en el cuerpo de mujeres racializadas.

Desde el inicio, la investigación fue pensada como una herramienta para resignificar la experiencia de violación sexual y de guerra, sanar la memoria corporal entre mujeres y crear condiciones de no/repetición; como una herramienta de transformación de la vida de las mujeres.

Construir un conocimiento desde las voces, experiencias y formas de ver el mundo de las mujeres mayas sobrevivientes significó crear condiciones de diálogo desde las diferencias no-dominantes (Audre Lorde, 1979); implicó lo que María Lugones llama “el apasionado deseo de comunicarse a través de las diferencias no-dominantes que establece una relación transcultural, de forma igualitaria entre historias que conocemos como interrelacionadas” (Lugones, 2005: 74). Para que “este apasionado deseo de comunicarse” funcionara, tuvo que ser vinculado a un anhelo común de romper el silencio sobre la violación sexual en guerra, y crear juntas condiciones para que no nos vuelva a suceder, “ni a nuestras hijas, ni a nuestras nietas”.

La violación sexual cometida sistemática y masivamente contra las mujeres mayas durante la guerra fue uno de los silencios más importantes de la historia de Guatemala. El silencio nunca es neutral. En este caso, responde a una lógica de poder que invisibiliza la experiencia de las mujeres en la historia, invisibilización que se profundiza al amparo del racismo. Al no nombrar lo que nos sucede a las mujeres, nuestras experiencias desaparecen de la memoria colectiva. Si la violación sexual tiene la intención de someternos y aniquilarnos como sujetas, nuestro borramiento de la memoria colectiva nos niega la posibilidad de existir. Como lo subraya Ruth Seifert, “si uno suprime y silencia la experiencia quiere decir que, en el contexto cultural, la experiencia de las mujeres y por lo tanto las subjetividades de las mujeres están siendo extinguidas” (1995: 67). Nombrar lo que les pasó a las mujeres mayas durante la guerra es, por lo tanto, un acto fundamental para afirmar su humanidad, un acto profundamente transgresor en tanto revierte las estrategias de silenciamiento sobre las que se sustenta la perpetuación de su opresión en un sistema patriarcal colonial.

Para comprender la violencia sexual que vivieron las mujeres mayas, así como la crueldad extrema de la que fueron objeto, debe hacerse un análisis histórico integral del conflicto armado y de la realidad social guatemalteca. Es necesario analizar las estructuras de poder colonial y las ideologías racistas, clasistas y sexistas sobre las que se conformó la sociedad guatemalteca –que fueron exacerbadas durante la guerra– y que llevaron a cometer los crímenes más crueles contra el cuerpo de estas mujeres.

Es indispensable incorporar en este análisis las causas estructurales del conflicto armado; la política contrainsurgente del Estado; el genocidio como expresión máxima del racismo contra el pueblo maya; así como la violencia sexual, el instrumento más poderoso para el sostenimiento del sistema patriarcal4 y expresión del feminicidio5 que se dio contra las mujeres. Al respecto, nos interesa remarcar que la dimensión feminicida de la política contrainsurgente ha quedado subsumida o ignorada en los análisis del conflicto armado. En este artículo nos proponemos desvelar los lados invisibilizados y silenciados de la guerra en Guatemala y aportar nuevas miradas a su análisis: las de las mujeres mayas cuyos cuerpos fueron marcados por la violación sexual.6

La violación sexual como estrategia de guerra

Existe una tendencia generalizada a pensar que la violación sexual en la guerra es un daño colateral.7 Se ve como un mal menor, algo inevitable. Se normaliza. Nos podríamos preguntar si esta invisibilización como crimen tiene que ver con que remite a una práctica sexual masculina generalizada y común en nuestras sociedades, también en tiempo de “paz”.

A partir de la presentación de los informes Guatemala, memoria del silencio (Comisión para el Esclarecimiento Histórico, 1999) (ceh), y Guatemala: nunca más. Impactos de la violencia (Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, 1998) fue posible el esclarecimiento de la verdad sobre las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto armado en Guatemala. Los datos recabados estiman que el conflicto ha dejado un saldo de más de 200 000 víctimas directas –entre muertos y desaparecidos– de los cuales 25% eran mujeres. El análisis del modus operandi de la violación sexual durante el conflicto armado en Guatemala, así como la dimensión y la crueldad que cobró, evidencian que lejos de ser un “daño colateral”, la violación sexual fue utilizada como estrategia de guerra. La ceh concluye al respecto que “la violación sexual fue una práctica generalizada y sistemática realizada por agentes del Estado en el marco de la estrategia contrainsurgente, llegando a constituirse en una verdadera arma de terror” (ceh, 1999: 13).

Los crímenes sexuales no fueron actos aislados e individuales de soldados en búsqueda de placer como recompensa por su dura labor durante la guerra –teoría del botín de guerra–;8 ni crímenes cometidos por unos locos, psicópatas o toxicómanos –teoría de la animalidad humana–.9 Durante el conflicto armado en Guatemala los crímenes sexuales fueron minuciosamente pensados y ejecutados por parte del ejército para someter, infundir terror, quebrantar cualquier tipo de oposición, y masacrar al “enemigo interno”10 a través de los cuerpos de las mujeres. La violación sexual fue parte de los planes de guerra en tanto que constituye un arma particularmente eficaz: no requiere de recursos particulares, da un sentimiento de virilidad, cohesión y poder a los soldados que la ejercen, al tiempo que destruye el tejido social a largo plazo, y garantiza la impunidad de quienes la cometen a causa del tabú que usualmente la rodea.

Las violaciones sexuales fueron sistemáticas y masivas en el marco de la política de tierra arrasada11 implementada por los gobiernos militares de Lucas García y de Ríos Montt (1978 a 1983). Se inscribieron como modus operandi en el marco de las masacres que se llevaron a cabo principalmente en zonas rurales e indígenas del país: violaciones múltiples, colectivas y públicas como acto inaugural de las masacres, violaciones de mujeres en sus casas frente a sus familiares, mantenidas con vida un tiempo más para ser reducidas a la servidumbre, violaciones como actos previos inmediatos a su ejecución, en sitios cercanos de las fosas y de forma pública (Diez, 2006: 35).

Esta investigación evidencia la dimensión sistemática que tomó la violación y esclavitud sexual en el territorio guatemalteco durante aquellos años. Son variadas las situaciones y distintos los contextos de ocurrencia de estos crímenes en las diferentes regiones donde se desarrolló la investigación, en tanto que se llevaron a cabo en casas, iglesias, escuelas o destacamentos militares; en contexto de masacres, de represión selectiva, de ocupación de la comunidad o de desplazamiento forzado.

En su mayoría, las mujeres kaqchikeles de Chimaltenango, fueron violadas en sus casas, en ausencia de sus esposos.

Hubo alguien que fue, dijo a los soldados que yo era la que hacía las tortillas para la guerrilla y señalaron mi casa y como tengo dos casas, señalaron mi casa que queda del otro lado. Allí es donde atiendo a los guerrilleros y por eso me agarran y me violan. Al día siguiente, al amanecer ya los soldados estaban en las casas, violentaron las puertas, a mi mamá la amarraron contra un palo y las vacas se lo llevaron. No podíamos hacer nada, solo estábamos esperando la muerte.

Las viudas q’eqchi’es del Polochic fueron esclavizadas sexualmente en los destacamentos militares que durante años ocuparon sus comunidades, mientras que otras fueron violadas durante la masacre de su comunidad, antes de huir a la montaña para salvar sus vidas.

Cuando se llevaron a mi esposo, me quedé en manos de ellos. Entonces, estuvimos moliéndoles la alimentación, estuvimos manteniéndolos aquí en el destacamento, les cocíamos sus comidas, las tortillas, y allí fue que nos violaron. En el destacamento éramos nosotras gallinas que cualquiera se le antojaba agarrarnos. Nos violaron porque ellos dijeron que nadie va hablar por nosotras. Ya no tenemos esposos. Nos decían: “¿cómo van a pagar la tierra en donde están viviendo?” Estábamos entre sus manos. No podíamos hacer nada.

Las violaciones en contra de las mujeres mames de Colotenango se inscribieron en una voluntad clara de castigarlas por “dar de comer a los guerrilleros” y con el objetivo de romper la resistencia guerrillera en la zona.

El ejército venía de San Juan (Atitán), cuando llegaron ese día en la escuela. Pidieron a los profesores que sacaran a las niñas más grandes, para violarlas. Ellos amenazaron de que si no sacaran a las niñas vamos a meterle fuego a la escuela y se acaban todos aquí. Entonces el maestro nos sacó y salimos. Éramos cuatro las que salimos. Me preguntaron todo, todo, dónde están los guerrilleros. Y en eso nos agarraron, nos jalaron debajo del monte y nos violaron. Cinco los que nos violaron y más a las muchachas más grandes, pasaron todos los soldados.

Las mujeres chujes de Nentón –población base de la guerrilla– fueron violadas por ambos bandos.

Es el responsable de ahí (local de la guerrilla) que entrega a las mujeres. Por eso estoy diciendo que podrían haber reclamado al mando. El responsable decía: “hasta yo puedo aprovechar de ustedes. Si no, les vamos a entregar al ejército”.

Incluso el camino hacia el refugio estuvo marcado por historias de violaciones sexuales a las mujeres de Huehuetenango que decidieron huir a México para salvar su vida.

Hui con mis hijitas entre el monte, hasta llegar a los refugios de la frontera con México. Pero en el camino nos alcanzó el ejército, y me separaron de mis hijitas. A mis hijas por lado y a mí por otro. Nos acusaban de guerrilleras, nos golpearon con armas. Durante esos días, me violaron y pienso que a mis hijitas también, pero ellas no lo dicen.

De todo lo anterior, se infiere que la violación sexual se llevó a cabo como una práctica común dentro de las acciones contrainsurgentes encaminadas a producir terror en la población, aniquilar toda expresión de oposición, rebelión y resistencia, y destruir la población indígena.

La violación sexual se utilizó también como castigo en contextos de represión selectiva contra mujeres que desarrollaban tareas de liderazgo, participaban en organizaciones sociales, estudiantiles, políticas, sindicales y de derechos humanos, o para castigar a los familiares sospechados de participar en la guerrillera. Finalmente, la violación sexual se utilizó en contextos de tortura para obtener información, pero también para silenciar e instalar el terror en el cuerpo de las mujeres y a través de ellas al conjunto del cuerpo social.

El carácter público, indiscriminado y masivo de la violencia sexual, así como la saña con la que se mutilaron los cuerpos de las mujeres, marcan la particularidad de la guerra en Guatemala. La misma parece haber inaugurado en el territorio latinoamericano, diez años antes de las guerras de la ex Yugoslavia y de Ruanda, lo que Rita Segato (2014: 18) llama “las nuevas formas de la guerra” en las que el cuerpo de las mujeres se vuelve el campo de batalla; donde “la agresión sexual pasa a ocupar una posición central como arma de guerra productora de crueldad y letalidad, dentro de una forma de daño letal que es simultáneamente material y moral”.

La violación sexual como feminicidio

Nombrar la violación sexual durante la guerra como feminicidio sirve para poner de manifiesto que no fueron actos individuales cometidos por animales o psicópatas, ni por solados en búsqueda de placer. Fue la política de guerra minuciosamente planificada por el Estado para destruir a un grupo de mujeres por ser mujeres; definidas como “enemigas internas”, por ser mayas y campesinas, por ende, sospechosas de apoyar a las organizaciones insurgentes.

La violación sexual fue el crimen, la tortura, y la forma de matar reservados para las mujeres. Estas fueron víctimas de todos los crímenes de lesa humanidad: tortura, ejecución extrajudicial, desaparición forzada, y masacre, pero además “sufrieron formas específicas de violencia de género” por el único hecho de ser mujeres.

[...] es probablemente, la brutalidad contra el cuerpo [lo] que marca en forma más clara las diferencias sexuales durante la guerra. Hombres y mujeres mueren en forma diferente, son torturados y abusados de manera distinta, tanto por las diferencias físicas entre sexos, como por los diferentes significados culturales asignados a los cuerpos femenino y masculino (Cockburn, 2004: 24) (traducción de la autora).

Cuando se trataba de mutilar los cuerpos de las mujeres mayas el horror no tenía límites.

Una sobreviviente kaqchikel relata: “No hubo respeto por la humanidad, por la vida. Robaron, mataron. A mi mamá, le quitaron los senos y la colgaron. Violaron y mataron a las mujeres y las metían en estacas”.

Otra sobreviviente mam recuerda el día que el ejército violó y asesinó a una joven frente a toda la comunidad, obligando a todos sus miembros –hombres, mujeres, niños, ancianos– a presenciarlo como señal de escarmiento.

Llamaron esa mujer que ya está embarazada. Lo llevaron y lo pararon así en frente de ese hoyo que hicieron y le dijeron: “mejor quítate la ropa”, y la muchacha se quitó la ropa y se quedó desnuda. Después cuando se quitó la ropa, de una vez la violaron; lo quitaron los chiches y lo quitaron aquí –señalan la parte del vientre–; lo mataron de una vez y lo tiraron en ese hoyo. Allí lo dejaron enterrado. Parece que todavía está vivo cuando lo dejaron allí y después se fueron.

La muerte muchas veces no era el límite para la agresión. Más allá de la ocupación de un territorio, este ensañamiento contra el cuerpo de las mujeres mayas ilustra la intención de destrucción de sus vidas, en tanto que se sustenta sobre un odio y desprecio profundo, arraigado en la misoginia, el racismo, y clasismo que atraviesan las prácticas sociales coloniales y el imaginario colectivo en Guatemala.

No se puede comprender la magnitud y crueldad que se desató contra los cuerpos de estas mujeres durante la guerra sin analizar el sistema social, cultural e ideológico que sustentó esta violencia; sin desvelar –como sostiene Vachss– el grado de tolerancia manifiesta en la sociedad guatemalteca en torno a la violencia misógina, racista y clasista y a las ideas que la sustentan (Vachss, 1993: 227 citada en Monárrez Fragoso, 2002: 283). Los crímenes sexuales no solo responden a una situación de guerra, sino que reflejan causas estructurales específicas y distintas a las de los otros crímenes.

Los significados del cuerpo femenino y de lo indígena, histórica y socialmente construidos, interiorizados en las conciencias individuales y colectivas, se trasladan a la lógica de la guerra, alimentando y exacerbando una ideología que permite justificar el uso de la violación sexual para despojar y masacrar. De este modo, la política de guerra se sustentó sobre un sistema ideológico colonial sexista, racista y clasista que ya existía en el sustrato social guatemalteco y que históricamente ha deshumanizado a las mujeres mayas calificándolas como inútiles, desechables, animales, sirvientas,12 y peligrosas. A través de la imagen de la “sirvienta”, las mujeres mayas han sido convertidas en cuerpos/objetos al servicio doméstico y sexual de cualquier hombre desde la colonia. Más deshumanizante si cabe, el imaginario colectivo las degrada al rango animal, en oposición al mundo humano y civilizado, como bien lo pone en evidencia Amanda Pop en sus escritos (2000), o esta sobreviviente que explica por qué las violaron y masacraron: “Los que son violados son los campesinos, los indígenas, porque antes se decía que somos animales, por eso nos hicieron, porque para ellos no valíamos nada”.

Este constructo ideológico –reflejado en los discursos y las acciones del ejército– fue lo que justificó la mutilación, la tortura y la masacre. Las causas de esta barbarie radican, por lo tanto, en el centro de la constitución de las instituciones del Estado colonial y de las estructuras socioeconómicas racistas de Guatemala, así como en las relaciones sociales coloniales que han organizado la sociedad guatemalteca históricamente. En suma, el ejército institucionalizó una práctica social generalizada, comúnmente aceptada, y la utilizó para llevar a cabo una política de Estado de exterminio y feminicidio contra las mujeres mayas sospechadas de ser el “enemigo interno” y de poner en cuestión el statu quo.

La violación sexual como genocidio

La Comisión de Esclarecimiento Histórico sostiene que:

La reiteración de actos destructivos dirigidos de forma sistemática contra grupos de la población maya [...] pone de manifiesto que el único factor común a todas las víctimas era su pertenencia al grupo étnico, y evidencia que dichos actos fueron cometidos “con la intención de destruir total o parcialmente” a dichos grupos. [Por lo tanto], agentes del Estado de Guatemala, en el marco de las operaciones contrainsurgentes realizadas en los años 1981 y 1982, ejecutaron actos de genocidio en contra del pueblo maya (ceh, 1999, tomo iii: 418-419).

El exterminio de la supuesta base de apoyo de la insurgencia no fue el único objetivo del genocidio llevado a cabo dentro del marco de la política contrainsurgente contra el comunismo; de la misma manera, la tierra arrasada no buscó únicamente destruir las bases materiales de la economía local. El propósito de fondo de estos métodos de exterminio masivo fue modificar cualitativamente las características socioeconómicas y étnico/culturales de la población rural (Payeras citado en Casaus Arzú, 2008). La intención más profunda fue romper las bases mismas de la estructura social y de la unidad étnica,

[...] destruyendo los factores de reproducción de la cultura y afectando los valores en que descansan –en la organización social indígena– la dignidad de la persona y su perspectiva vital. Ese propósito tiene el exterminio de niños, mujeres embarazadas y ancianos, pues ellos representan en cualquier comunidad humana –pero particularmente en la comunidad indígena– la posibilidad concreta de reproducción de la cultura (Ibíd., 2008: 64).

La intención fue poner fin a la existencia –cide– de una raza, nación o tribu –genos–. Raphael Lemkin, creador del término genocidio, lo concebía como “el aniquilamiento coordinado y planeado de grupos nacionales, religiosos o raciales por una variedad de acciones dirigidas a socavar las bases esenciales de la existencia de un grupo como grupo” (Lemkin, 2005: 79 y ss).

En ese sentido, las violaciones sexuales perpetradas de forma sistemática y masiva en Guatemala se constituyeron en un medio idóneo para “destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial, o religioso, como tal”.13 La violación sexual constituyó genocidio, según la jurisprudencia internacional sentada en el caso Akayesu,14 en tanto estuvo perpetrada con la intención de matar a los miembros del grupo, lesionar gravemente su integridad física y mental, someterlos intencionalmente a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, impedir los nacimientos en su seno, y/o de trasladar por la fuerza a los niños de un grupo a otro.

Las violaciones sexuales fueron principal y masivamente dirigida contra mujeres mayas: 88.7% de las víctimas de violación sexual identificadas que registra la ceh eran mayas, 10.3% ladinas y 1% perteneciente a otros grupos (1999, tomo iii: 23). Eran el paso previo a la eliminación de las mujeres; formaban parte de la puesta en escena del terror antes de masacrarlas a ellas y a sus comunidades: “Habían diez verdugos. Hacían turnos para matar a la gente, mientras cinco mataban, los otros cinco se dedicaban a descansar, y como parte del descanso tenían turnos para violar a dos señoritas (jóvenes de 15 y 17 años). Al darles muerte les dejaron estacas en los genitales” (ceh, Tomo iii: 32).

La extrema saña y crueldad contra el cuerpo de las mujeres mayas y sus bebes evidencian que el objetivo de la guerra no era solamente el control del territorio; era la muerte, la aniquilación de toda forma de vida indígena. Una sobreviviente kaqchiqel recuerda:

¡Qué matazón que hubo allá con nosotros! Una mujer que ya está esperando, lleva como ocho meses, tal vez falta un mes... lo operaron... lo abrieron. Así le quitaron el bebé. Le tiraron sobre el niño espinero, usté, todo tapado la boca, todo tapado los ojos y un cuchillazo aquí ve, y otro balazo aquí y aquí puesto la operación. La pobre mujer se murió y el bebé también. ¡Esos ya no son gente, ya son puro infierno! Eso sí fue tremendo usted. Dios mío, ¡cómo será esa muerte!

En este sentido, resuenan las reflexiones realizadas por MacKinnon en el contexto de la guerra de la ex Yugoslavia:

La violación sexual es una política oficial de guerra en una campaña genocida para el control político. [...] No es solamente una política de placer del poder masculino suelto [...]; no es solamente una política para torturar, humillar, degradar y desmoralizar el otro lado [...]; no es solamente una política de hombres para tomar ventaja y ganar territorio sobre otro [...]. Es violación sexual controlada. Es violación para masacrar. Es violación para matar (MacKinnon, 1995: 190).

En comunidades donde la sexualidad de las mujeres es constitutiva del valor social de las mismas, de la identidad cultural y el honor del grupo, la violación sexual se constituye en un arma de genocidio particularmente eficaz. Como Münkler, pudimos constatar en Guatemala la eficacia de la violación sexual como instrumento de limpieza étnica de bajo costo: una forma de eliminación sin el gasto de las bombas ni la reacción de los Estados vecinos (Segato, 2014: 27).

La interpretación cultural patriarcal del crimen convierte las violaciones sexuales en sexo deseado y consentido por las mujeres. Fuera de toda lógica y por un mecanismo ideológico perverso, propio del patriarcado racista, las sobrevivientes de violación sexual durante la guerra fueron acusadas de “haberse dejado” y “haberse entregado” al ejército. De víctimas de tortura sexual, la estigmatización social las convirtió en “caseras del ejército”, y en traicioneras de su propio grupo.

Las sobrevivientes fueron responsabilizadas de haber roto las normas sexuales constitutivas de la organización comunitaria, de la identidad cultural del grupo y de haber manchado el honor de la misma. No se reconoció la violación como un grave crimen perpetrado en condiciones de coerción y de amenaza de muerte. Se interpretó como un acto sexual con hombres de otro grupo étnico fuera del espacio donde está socialmente aceptado: el casamiento dentro del mismo grupo. Las adultas fueron consideradas culpables del delito de adulterio, mientras las jóvenes del delito de no haber preservado su virginidad. Eso es el pecado que cometieron las mujeres y la vergüenza de la comunidad que pesa sobre sus hombros.

Las familias y la comunidad hicieron recaer en las mujeres la responsabilidad del profundo sentimiento de humillación que sentían los hombres de la comunidad, y las transformaron en blanco de su cólera. La violación evidenció públicamente que “otros” habían podido apropiarse del cuerpo de “sus mujeres”. En este entramado de poder patriarcal entre hombres, representó un atentado profundo contra su virilidad, constituida a partir de su prerrogativa sexual sobre las mujeres del grupo. Fue además una afrenta a su honor, por no haber podido proteger a “sus” mujeres. Pareciera ser, como lo afirma Brigitte Terrasson (2003: 323), que “en el inconsciente colectivo, la auténtica víctima de la violación no es la mujer, sino su marido, y que el verdadero traumatismo es el de los hombres, y no el de las mujeres”.

La imbricación entre la interpretación cultural patriarcal de la violación sexual –como sexo consentido y deseado por las mujeres– y las normas sexuales constitutivas del orden social y cultural de las comunidades, conllevaron a que las violaciones sexuales no fueran interpretadas como crímenes contra las mujeres, sino vividas como una vergüenza colectiva, como un atentado contra el honor del grupo.

Lo anterior tuvo consecuencias devastadoras en la vida de las mujeres. Fueron rechazadas, abandonadas, y castigadas por su propia familia, esposos, y excluidas de su propia comunidad. Las jóvenes que fueron violadas vírgenes no pudieron tener acceso al casamiento por no haber podido cuidar su virginidad. Sus testimonios revelan que los hombres no querían casarse con ellas, pues las consideraban “usadas”; y solo se acercaban a ellas para usarlas también. En consecuencia, estuvieron condenadas a la soltería forzada, y por ende, a ser tratadas como parias en la comunidad. Muchas se fueron de sus comunidades para escapar a la estigmatización e intentar reconstruir su vida. Otras se quedaron, aisladas, encerradas en su casa, sin ninguna red de apoyo social que les permitiera recuperarse de la violación y reconstruir sus proyectos de vida. La violación sexual es la muerte social de las mujeres. En todos los casos, se rompieron los vínculos sociales y de parentesco en el grupo.

Por último, la continuidad de la identidad cultural de un grupo depende de que las mujeres reproduzcan miembros del mismo. En los sistemas patrilineales de las comunidades en las que hemos trabajado, la identidad cultural de los hijos e hijas está definida por el padre. Por lo tanto, la violación sexual en estos andamiajes culturales es también un medio para imponer a los niños y niñas una nueva identidad étnica y así evitar la reproducción del grupo. Son ilustrativas al respecto las reacciones de las comunidades de algunas sobrevivientes que tuvieron hijos e hijas producto de la violación. Las mismas estigmatizaron y rechazaron a estas niñas y niños porque “no es de nuestra raza, es de la raza ladina”; y ejercieron presiones sobre algunas mujeres para que los regalen o los maten.

Así, la utilización de la violación sexual durante la guerra en Guatemala tuvo un objetivo genocida definido. En los términos de la ceh:

La ruptura de uniones conyugales y lazos sociales, el aislamiento social, el éxodo de mujeres y de comunidades enteras, el impedimento de matrimonios y nacimientos dentro del propio grupo étnico, los abortos, los filicidios, entre otras consecuencias del modus operandi de las violaciones afectaron seriamente la continuidad biológica y cultural de los colectivos indígenas [...] facilitando la destrucción de los grupos indígenas (ceh, 1999: 56).

Es relevante también la información vertida en el veredicto de la jueza Jazmín Barrios condenando a Ríos Montt por Genocidio, el 10 de mayo del 2013:

La mujer fue objetivo de guerra, concluyendo que a las mujeres embarazadas se les sacó el niño porque “es una semilla que hay que matar”, circunstancia que apreciamos los juzgadores porque evidencia en forma objetiva la intención de hacer desaparecer al grupo maya, buscando romper con la figura de la mujer, porque es portadora de vida la que transmite los valores de la comunidad, la que da los conocimientos básicos para la vida.

El uso sistemático y masivo de la violación sexual en Guatemala no fue una consecuencia más o menos inevitable en un conflicto armado, sino “una política aplicada sistemáticamente para destruir grupos humanos, además de la propia víctima directa” (iidh, 1997: 23). Fue genocidio.

Las rupturas del ser, la vida y el entorno social de las mujeres mayas

Ya no encuentro vida después de lo que me pasó.

La violación sexual es uno de los crímenes más desestructurantes para la vida y el entorno social de las mujeres. Es el crimen que, sin duda, más marcas deja en el cuerpo y el corazón, más huellas en la conciencia y más rupturas en el tejido social. No solamente destruye el ser en lo más profundo de sí mismo y su capacidad de recrearse un futuro, sino que además rompe con la posibilidad de tener apoyos solidarios por parte de sus redes afectivas y sociales necesarios para superar el daño.

La violación sexual ha tenido consecuencias psicosociales similares en la vida de las 54 sobrevivientes que participaron en esta investigación, cualquiera que sea el grupo étnico al que pertenecen. Para comprender estas consecuencias en toda su dimensión, ha sido fundamental analizar las creencias culturales y representaciones colectivas en torno a la sexualidad de las mujeres en sus comunidades.

La violación sexual es el único crimen de lesa humanidad por el que se sospecha a las víctimas de haber consentido el crimen en su contra. De manera paradójica, el contexto de guerra viene a aumentar esta sospecha social. Se les acusa de haber sobrevivido en condiciones moralmente condenables, sospechando de haberse dejado violar a cambio de salvar su vida; una explicación cultural que obvia totalmente el contexto de crueldad y coerción que implica la guerra.

Los imaginarios patriarcales coloniales van todavía más allá del objetivo de culpabilizar a las mujeres de lo que les pasó: son sospechadas de haberlo gozado. La traducción literal de los insultos que las mujeres tenían que enfrentar en sus comunidades remite a este imaginario: “mujer que les gusta hacer cosas con los hombres”. Esa es la característica de la interpretación cultural del crimen. ¿En qué momento y bajo qué mecanismos la tortura, el terror y la agresión extrema se transforman en un acto de placer y seducción?

En el imaginario colectivo, la violación sexual no existe, solo existe la voz masculina que convierte la violación en sexo consentido y deseado por las mujeres. “Si los hombres hacen es que las mujeres quieren”, dicen otras mujeres de su comunidad. Al final, las mujeres están representadas como pidiendo la violación. Se les niega la posibilidad de nombrar sus propias experiencias. No se escucha su dolor, no se reconoce su experiencia, ni se valida su sufrimiento. Estas creencias logran una doble inversión perversa: por una parte, la víctima se vuelve culpable y moralmente sancionable, y los victimarios se sienten inocentes y transitan libremente, en total impunidad. Allí radica uno de los mecanismos de silencia– miento más poderoso y perverso de la violación sexual.

De víctimas de tortura sexual, el estigma las convirtió en “mujeres malas”, en “mujeres que les gusta hacer cosas con los hombres”. El estigma funcionó como evidencia pública de la maldad de las mujeres, las ubicó socialmente “en el lado negativo del cosmos” (Lagarde, 1990: 186), y apeló al castigo social. Este castigo se materializó en una espiral de violencia que luego de sobrevivir a la tortura sexual tuvieron que enfrentar: humillaciones y burlas diarias por parte de familiares y vecinos; violencia brutal por parte de los maridos “por haber sido mujer de otro”, que en algunos casos llegó a convertirse en asesinato; abandono de los esposos y la familia; acosos sexuales y nuevas violaciones por ser vistas como “mujeres fáciles”; estigmatización, desconfianza y violencia por parte de otras mujeres que las conciben como “quitamaridos”, entre muchos otros flagelos. La violación sexual se convierte en una tortura permanente contra las mujeres.

De este modo, la violación sexual implicó una ruptura en la existencia, en la continuidad de la vida. Marcó un antes y un después. No solo rompió con brutalidad las relaciones sociales y afectivas de las mujeres. Rompió con la posibilidad de tener un lugar social en la comunidad. Sus proyectos de vida anhelados fueron arrebatados. Las jóvenes sentían que ya no servían porque habían perdido la virginidad y no iban a poder casarse, mientras las mujeres casadas sentían un dolor profundo por haber fallado a sus maridos. Se sentían sucias y fracasadas. La culpa ocupó toda la conciencia. Se desencadenaron procesos de desvalorización y autodestrucción profundos. Ya no correspondían a la imagen que tenían de sí mismas. Se sentían fuera de lugar. “Después de la violación, ya no soy yo. Yo soy solo la sombra de mi yo”. Muchas intentaron suicidarse. Las historias de vida narradas por las sobrevivientes ponen de manifiesto que muchas de las decisiones posteriores a la violación han dependido de la necesidad de desprenderse de su imagen de “mala” creada por “los otros”, y recobrar su estatus social de “buenas mujeres”. La culpa conllevó a que se profundizara muchas veces la subordinación de género y a que las mujeres aguantaran situaciones extremas de violencia masculina.

Por miedo a ser señaladas, estigmatizadas, o violentadas, las mujeres optaron por callarse. Eso es lo que hicieron durante 25 años, guardando un secreto que las enfermaba, angustiaba, y desvalorizaba. El silenciamiento al que fueron sometidas durante tantos años les estaba matando en vida. En sus propias palabras, estaban enfermas de “susto”: “lo que me da a mí, es el susto. No se me quita. Eso es el susto... se pone bien amarilla una, delgada. Yo he visto varias que son bien delgadas hasta que llegan a morir”.

El susto: el cuerpo que grita

A pesar de querer olvidar lo que han vivido y de que la sociedad se obstine en silenciar esta memoria, el recuerdo regresa una y otra vez bajo la forma de malestar, enfermedad, dolor de corazón, pesadillas, aislamiento, vergüenza, de terror impreso en la piel. Que se hable o no –coincide Ignes Hercovich– el silencio existe de la boca para afuera. La cabeza de quien calla es una fábrica de bullicios. Hacer como que nada hubiera pasado, obliga a domar la expresión y a anestesiar el cuerpo. “No se debe olvidar que se necesita olvidar” (1997: 163).

Las 54 mujeres mayas que participaron en la investigación y con las que iniciamos el proceso de Actoras de Cambio padecían de “susto”; veinticinco años después de haber vivido la violación sexual. La tarea de comprender el susto en el marco de las referencias occidentales no ha sido sencilla; ha implicado entender la ruptura que significó la violación sexual en la vida de las mujeres desde los significados que tiene para ellas, desde sus propios códigos, desde la espiritualidad maya y su conexión energética con el todo. Las mujeres contaban que el susto es “una profunda pena, las pone amarillas, les quita las ganas de trabajar, hay desgana, falta de fuerzas, dolor de cabeza, no tienen hambre, no quieren trabajar y se sobresaltan por cualquier ruido”. Hablaban también de que representa una gran tristeza, sensación de suciedad y fracaso. Es el alma o el espíritu de la persona que se va del cuerpo. Es entrar en un mundo de desolación y soledad. Muchas mujeres que fueron violadas murieron de susto.

El “susto” no es la mera transcripción literal de síntomas psicosomáticos; es la manifestación corporal del malestar provocado por el desequilibrio y la ruptura que la violación sexual generó en sus vidas. Ha sido el vehículo corporal que las mujeres han encontrado para comunicar el sufrimiento que supuso el crimen, en un entorno social que impuso el silencio, que no quiso saber ni escuchar el dolor de las mujeres. El cuerpo grita cuando no hay palabras, símbolos, ni significaciones en la cultura para nombrar y resignificar lo sucedido. Para comprender sustancialmente el “susto” tuvimos que acercarnos a la integralidad de las dimensiones de la existencia que había quedado rota por la violación sexual: el cuerpo, la autoimagen, las relaciones sociales con su familia y comunidad, su energía y su lugar en el cosmos.

Para curarse del “susto” de la violación, los discursos de las sujetas de la investigación revelan que no fueron suficientes las limpias y ceremonias que usualmente aplican para el “susto” en su comunidad.

Pienso yo que no se puede curar porque eso está en el cuerpo. Está también en la mente, pero en la mente lo podemos borrar con terapia. Pero la señorita no lo saca desde dentro, y por eso es que vive esclavizada. Si uno tuviera la libertad, si uno supiera que tiene apoyo, a quién se lo puede contar; claro eso le va a salir poco a poco. Pero con todo el proceso que ocultó entonces el susto se complicó.

Por más rituales que hicieran, no lograban sanar, porque –como sostiene esta ajq’ijab’15 es el cuerpo que fue invadido. El recuerdo de la violación se impregnó en el cuerpo y se quedó atrapado en él porque no tuvieron espacio para hablarlo. Viven “esclavizadas” por esta memoria corporal porque se quedó “oculto”. Para curarse del “susto” de la violación se necesitaba crear un espacio para hablar y reintegrar todas las esferas de la vida que habían quedado rotas por la experiencia: el cuerpo, la mente, la energía, el lugar social y los vínculos afectivos. Se necesitaba a alguien que las escuchara, que estuviera dispuesta a validar su terrible experiencia y darle un lugar en la historia. Eso requirió un trabajo específico que desarrollamos a continuación, tanto con ellas como con el lugar social que las ha rechazado, para que puedan nombrar y resignificar lo vivido; implicó reconstruir un lugar en el mundo para ellas, desde nuevos referentes positivos que partan de sus sentires, experiencias y quereres, y no de la visión culpabilizante patriarcal y racista.

De víctimas a actoras: Habitar la vida, la dignidad y la libertad colectivamente entre mujeresEl cuerpo en el centro

El cuerpo de las mujeres mayas es el espacio material y concreto sobre el que se desató la crueldad de la guerra; es el lugar que ha sido invadido, torturado, humillado y masacrado; el lugar del recuerdo del evento traumático. Pero si el cuerpo de las mujeres mayas fue el lugar de la brutalidad, la injusticia, la crueldad y la muerte, podía convertirse también en el lugar de la reapropiación de la justicia, la autoridad recobrada, la dignidad y la vida.

De este modo, pusimos el cuerpo de las mujeres y el nuestro al centro del proceso de sa– nación de la memoria de la guerra y de la reconstrucción de la vida. Partimos del cuerpo en toda su integralidad, en todas sus dimensiones –emocionales, físicas, mentales, espirituales, socioculturales– para re/conectarnos con él, re/aprender a sentir, recobrar nuestro poder sobre él y constituirnos en actoras de nuestra propia vida.

Esta claridad surgió de nuestra experiencia personal y colectiva en grupos de auto– conciencia de mujeres y nuestra adscripción al feminismo. El marco teórico feminista fue el que nos permitió entender el papel central que juega la violación sexual en la perpetuación y sostenimiento de los sistemas de opresión –las consecuencias de la violación sexual en la vida de las mujeres y sus grupos de pertenencia–, y ubicar la reapropiación del cuerpo y la sexualidad en el centro de la propuesta de emancipación y libertad. La espiritualidad maya y todos los saberes ancestrales que conllevan nos informaron sobre las formas de hacer duelos en conexión con los y las ancestras, de sanar a partir de la conexión con el fuego y las plantas, y la necesidad de integrar todas las dimensiones del ser para recuperar el alma.

En sintonía con esta visión, utilizamos técnicas que abrevan de diferentes corrientes de la psicología alternativa y holística16 así como de la cosmovisión maya, que reconocen que el cuerpo es el espacio material desde donde vivimos y nos relacionamos con el mundo, que somos seres integrales, y que todo lo existente en el planeta viene de la misma fuente; lo cual adquiere un significado concreto en función del contexto en el que se desenvuelve.

Un espacio social de mujeres para romper el silencio y aliviar el corazón

Para curarse del “susto” había que nombrar el crimen. A pesar de su participación previa en organizaciones de mujeres, refugiadas, viudas, o comité de víctimas de la guerra, ninguna de las sujetas de la investigación había podido hablar de la violación sexual antes del acompañamiento de Actoras de Cambio. Todas las mujeres seguían cargando con el secreto sufriente después de 25 años.

No se puede sanar si no hay espacio social que esté dispuesto a escuchar –recuerda Boris Cyrulnik al analizar su propio proceso de sanación del genocidio judío vivido durante la ocupación alemana en Francia (2013)–. Es difícil elaborar el trauma y construir una memoria sana en sociedades que silencian las atrocidades vividas, pues no hay liberación de la palabra, ni redención del pasado posibles.

Crear este espacio social donde las mujeres puedan encontrar escucha sin ser juzgadas ni estigmatizadas, fue el primer paso de este proceso de reconstrucción de la vida. Fuimos a las comunidades que habían sido masacradas durante la guerra, donde la violación y esclavitud sexual habían sido sistemáticas. Hablamos con algunas sobrevivientes que lideresas de la misma comunidad nos habían referido. La violación sexual era un secreto a voces. A pesar de que la comunidad se obstinaba en silenciarlo, el crimen había sucedido públicamente y colectivamente. Las mujeres con las que habíamos hablado abiertamente de nuestro propósito fueron las que se propusieron hablar con sus vecinas y constituyeron los grupos de trabajo. Lo anterior permitió construir desde el inicio un sentido de identificación entre ellas y la confianza necesaria para romper el silencio en el grupo. La constitución de los grupos por comunidad lingüistíca también permitió que compartieran sus historias en sus propios idiomas. Al inicio del proceso, se constituyeron: un grupo Q’eqchi’ de 23 mujeres, un grupo kaqchikel de 15, un grupo mam y un grupo chuj de 8 mujeres.

Para abordar la violación sexual se requiere de la intencionalidad política de romper el tabú, resignificarlo y darle contenido político; como mecanismo de silenciamiento e invi– sibilización de lo que les sucede a las mujeres. El objetivo definido fue sacar la violación sexual del ámbito de la intimidad de las mujeres para darle un sentido social y político como instrumento de colonización de los territorios y los cuerpos de las mujeres, las culturas y las formas de vida que se consideran inferiores. En el proceso de investigación/acción pudimos comprobar así que un elemento fundamental en la construcción de condiciones de confianza fue haber hablado abiertamente y desde el inicio de la violación sexual como crimen, política de guerra y de genocidio. De esta forma, le quitamos el peso del silencio, del tabú y de la vergüenza a la experiencia dolorosa de las mujeres que tanto tiempo las había dañado y obligado a callar. La respuesta de las mujeres fue inmediata: “Por fin, me vinieron a preguntar por lo que me pasó a mí. No solo a mi esposo, a mis hijos, o a mis animales. Nosotras también sufrimos”.

Para todas fue un alivio. El “tener un espacio en el que podemos hablar las mujeres”, sin miedo a ser juzgadas ni violentadas, ha sido fundamental. Significó empezar a experimentar el poder de su palabra. El hablar abrió la posibilidad de descargar el corazón y reconocer el dolor que les había producido la violación sexual: “La primera confesión fue con ustedes. Cuando estamos contando nuestra historia allí sacamos todo nuestro dolor, nuestro sufrimiento. Cuando se sacó esto, se alivió mi corazón”.

La estigmatización en torno a las sobrevivientes y la violencia social comunitaria que desencadena, así como las posibles represalias por parte del ejército y de los ex comisionados militares,17 autores de los crímenes sexuales, requerían crear condiciones de seguridad para que las mujeres pudieran reunirse y hablar sin temor. Para ello, acordamos un discurso común sobre la razón de nuestras reuniones que no fuera amenazante y que permitiera que las autoridades comunitarias y los hombres de la familia las dejaran ir a las reuniones de grupo. Los tres primeros años del trabajo, las sobrevivientes decidieron que las reuniones se hicieran fuera de las comunidades para garantizar la posibilidad de hablar libremente, y escapar al control comunitario.

Sentir para poder nombrar lo propio

Para elaborar el dolor, sanar, y reconstruir la vida, las mujeres tenían que resignificar la experiencia traumática. Tener un espacio para hablar entre mujeres creó condiciones para ello. Resignificar, subraya Guntin “implica encontrar lenguaje para conceptuar lo propio, que hasta ahora, estaba nominado, o mejor, innominado por el “otro” (citado en Susana Velásquez, 2004: 92).

¿Cómo hablar de eso que nos sucedió cuando no tenemos palabra para nombrarlo? ¿Cómo encontrar la voz propia cuando nuestro lenguaje está colonizado por las concepciones patriarcales, racistas y clasistas del mundo que nos culpabilizan, que nos susurran que nos gustó y nos dejan la duda de que quizás hubiéramos podido defendernos? Al inicio del proceso, fue impactante darnos cuenta que el dolor más profundo que expresaban las sobrevivientes al compartir los crímenes vividos, era haber fracasado y fallado a las normas sexuales establecidas en su comunidad. Estas normas han sido interiorizadas como valores propios de las mujeres, a la luz de las cuales miden su actuar. En su interpretación de la experiencia, ellas habían cometido el pecado.

Como así es la religión de nosotras, tengo que confesar yo pienso una cosa mala que pasé ese día... es un pecado grave yo pienso, por eso lo confesé [...]. Ahí solo Dios lo sabe eso, porque dice que si uno tiene esposo y se junta con otro hombre es un gran pecado. Desde patoja mi mamá me regaña. Me dice: ‘usted no tiene que arrimar con un hombre sin casamiento.

No habían podido salvaguardar su virginidad, ni serle fiel a su esposo: “Los militares me empezaron a asustar, pero yo no estaba acostumbrada porque yo tengo mi marido. Y no es bueno andar con varios hombres. De eso nos aconsejaron, que no es bueno comprometerse con varios hombres si una tiene marido. Todo eso me dolió mucho”.

A la hora de interpretar lo vivido pesaba más lo simbólico patriarcal local que la propia experiencia de tortura. Es sin duda la ilustración más cruel de la colonización de nuestras subjetividades, de la expropiación de nuestros cuerpos y vidas como mujeres, o en palabras del Grupo de Mujeres Mayas Kaqla, la interiorización de la opresión (2004). Es interesante notar al respecto que el trabajo de investigación evidencia que las mujeres que mejor pudieron enfrentar los efectos de la violación sexual, y las que menos se quedaron atrapadas en el lugar de la culpa, fueron quienes lograron desarrollar más autonomía con respecto a la moral sexual de su comunidad. Estas pudieron ubicar la fuente de su valoración en sus capacidades, fuerzas, intereses y proyectos de vida propios, y no solo en función de los mandatos sexuales y de los “otros”.

Resignificar la historia vivida implicaba, por lo tanto, encontrar sus propias palabras y símbolos en correspondencia con el daño que había significado la violación sexual para sus vidas, fuera del estigma y de la voz de los “otros”. Para ello, fue necesario volver al cuerpo, a la experiencia vivida y a las emociones; implicó abrirse al sentir y liberar las emociones que habían sido reprimidas por el silencio y las estaban matando: dolor de corazón, tristeza profunda, vergüenza, sentimiento de suciedad, odio, rabia. Los malestares en el cuerpo y las emociones asociadas fueron el mapa que nos enseñó el camino para sanar y nombrar lo propio.

Entonces pudieron empezar a nombrar su verdad. “Sí, me violaron”. Y “la vergüenza es de ellos”. No se merecían lo que sucedió, y menos lo habían deseado y disfrutado. La toma de conciencia sobre la contradicción entre el daño inmenso que sentían y la interpretación patriarcal y racista de los crímenes sexuales como algo consentido y gustoso, permitió generar un sentimiento de indignación. Empezaron a desarrollar el juicio crítico sobre la violación sexual y las “críticas” que vivían en su comunidad.18 Eso posibilitó que las mujeres empezaran a reconocerse como víctima de violación sexual y así poder denunciarla como un acto profundamente injusto, entender sus causas y construir un sentimiento de autonomía frente al acto violento, para pasar de ser víctima pasiva y sufriente a sujeta activa y crítica.19

El hecho de encontrarse con otras les permitió darse cuenta que no estaban locas, que no era un problema personal, sino un grave problema social y político que atañe a toda la sociedad y la humanidad. Al transitar en la reflexión colectiva fueron identificando que la violación sexual formó parte de las estrategias utilizadas por el ejército para someter al pueblo maya e impedir que “reclamen sus derechos”. En este marco, fueron nombrando la violación sexual como un crimen de guerra y de genocidio, rompiendo con la idea que era su destino.

Hay personas que piensan que solas nos entregamos, pero eso no es cierto. Sabemos que no fuimos nosotras las que nos prestamos; sino que ellos, los ejércitos, son los que cometieron este delito. No tengamos vergüenza a nadie para decir, porque es necesario que lo digamos. Es orden del gobierno que los ejércitos violan a las mujeres [...] porque el gobierno se enojó, quería terminar todos los indígenas, todos los campesinos, todos son esos porque apoyan a los guerrilleros. Si ganaba la guerrilla iba a quitar su puesto del gobierno.

La culpa podía desplazarse así de la víctima hacia los agresores.

Habitar el cuerpo para desarticular la culpa

Una de las consecuencias más destructivas y duraderas de la violación sexual es el sentimiento de culpa que genera: culpa por haber nacido mujer maya, por no haber podido defenderse, por haber fallado a su marido, por haber fracasado, por no haber podido proteger su virginidad, y también por haber sobrevivido en condiciones que su propio grupo considera como moralmente condenable. Como lo mencionamos más arriba, el sentimiento de culpa invade toda la conciencia, los sentires y las decisiones de las mujeres después de la tortura sexual. Desarticular la culpa implica un largo proceso en el que las mujeres pueden ir respondiendo a las preguntas que les rondan en la cabeza ¿Por qué me pasó? ¿Por qué a mí? “Es una cosa pesada la que he llevado, una carga pesada he llevado. Me enfermé pues...porque mucha enfermedad se quedó. Y me pongo a pensar ¿qué hice yo?”

Ahora bien, lograr romper con la culpa y la vergüenza no es solo un proceso intelectual y racional de entender quiénes son los responsables de la violación y por qué violaron a las mujeres mayas durante la guerra. En palabras de Lore Aresti, “al analizar el fenómeno de la violación, confrontamos también el problema de la culpa con la que se ha enseñado a las mujeres a vivir su sexualidad” (1997: 44). Es un lento proceso de desconstrucción de los imaginarios y mandatos que existen alrededor de la sexualidad femenina en la cultura de cada grupo, y convierten el cuerpo de las mujeres en el lugar del tabú y del pecado.20 El camino de la investigación nos llevó a comprobar este postulado. Pudimos observar y analizar que las normas sexuales que organizan las comunidades de las mujeres, estructuran sus creencias y valores, al tiempo que definen poderes y estatus desiguales, de modo que son los factores más explicativos a la hora de interpretar los crímenes sexuales vividos, y así encontrar recursos para resignificar la historia, y poder pasar de víctimas a Actoras de Cambio.21 Desarticular la culpa y dejar la vergüenza significó desaprender todo lo que “se nos ha metido en la cabeza” a lo largo de generaciones: “Odiaba mi cuerpo y mi vagina porque por su culpa me pasó eso. Hasta la fecha a nosotras nos da vergüenza porque aquí nos han dicho que esa parte no se puede enseñar o no se puede hablar de ella”.

Lo anterior requirió de un proceso corporal de conexión, apropiación y reconciliación con el cuerpo: conocerlo, dibujarlo, moverlo, tocarlo, acariciarlo, bailar, y sustituir poco a poco esta sensación de indignidad, incomodidad en sensación de bienestar, libertad, y seguridad. Para ello, involucramos técnicas psicocorporales, bioenergéticas, transpersonales y de biodanza en el proceso de acompañamiento. Al dibujar y hablar de las diferentes partes de su cuerpo pudieron empezar a reconocerlo como suyo, desmitificarlo, y dejar de verlo como objeto de uso y dominio de otros: “Ahora puedo ver y tocar mi cuerpo cuando me baño, lavar bien mi vagina sin avergonzarme de mi cuerpo porque sé que es mío”.

Los masajes, aparte de sus efectos curativos orgánicos, crearon las condiciones para sentir de nuevo, sin que este sentimiento sea atravesado por una connotación negativa se– xualizada. Se dieron cuenta que las caricias, los masajes y los abrazos, les hacía sentir bien y queridas: “Los ejercicios que sanan los practicamos en la casa. Yo si los hago, me doy un abrazo cada mañana que me levanto porque me quiero y me aprecio”.

Vivenciar corporalmente, el sentirse valorada y bien tratada ha inscrito nuevos registros en su memoria corporal y creado nuevas disposiciones internas de amor propio y de confianza en sí misma. Lo anterior ha desembocado en procesos de valorización que contrarrestaron y sustituyeron los procesos de profunda desvalorización implantados por la violación sexual genocida y la colonización en sus vidas. Crear nuevas disposiciones corporales y referentes positivos de sí mismas han permitido que ya no aguanten ni se adapten a relaciones violentas o dañinas, a pesar de la presión social: “Ya no permito que mi esposo me grite o me pegue. Le digo que me tiene que hablar de una buena forma porque yo soy persona y entiendo”.

El baile fue fundamental para movilizar el cuerpo, romper con la parálisis y la vergüenza, sentirse cómodas con su propio cuerpo y conectar con la alegría de estar vivas: “Antes teníamos vergüenza de bailar y tocar nuestro cuerpo. Ahora podemos movernos y nos gusta. Con las risas nos despierta las ganas de vivir y seguir en la tierra vivas”.

En este proceso de reconexión con el cuerpo, fueron sintiendo que no era tan malo, sucio o peligroso como les habían dicho. La sospecha y el miedo al propio cuerpo se fueron desarticulando. Se fue desdibujando la culpa. Como lo plantea Emma Chirix, académica maya, se permitieron “conocer sus cuerpos, acariciarlos y estimarlos, aprendiendo a verlos como propios y no como objetos racializados por el poder dominante” (2010). Poco a poco se dieron cuenta que podían hablar de su vagina, tocar su cuerpo y bailar, sin sentirse sucias y pecadoras, sin tener miedo a ser castigadas socialmente por ello. Se abrieron así a la posibilidad de sentir, de disfrutar de la vida y del encuentro con otras; es decir, en sus propias palabras, “regresaron a la vida”.

En conexión con su cuerpo, fueron discerniendo poco a poco sus propias necesidades, intereses y deseos fuera de los mandatos patriarcales, racistas y clasistas dominantes. En palabras de Margarita Pisano, pudieron “conectar con su energía no condicionada, con la que se retira del orden simbólico/valórico patriarcal y empieza a crear sus propios símbolos y valores. A diseñar la propia vida, a ser responsable de ello y a respetarse a sí misma” (1996: 43). Se fueron construyendo en sujetas de su propia vida.

Eso fue lo que nos curó: la conexión con las plantas y el fuego

Usamos la ceremonia maya, damos fe a nuestra ceremonia. Damos fe a las plantas que nos hicieron para curar, para una limpieza, conocer nuestras cualidades, nuestros conocimientos. ¿Qué conocimiento tengo yo como Catarina? Entonces fue como mi medicina. Fue lo que más me curó. Tal vez la gente me mira que estoy chiquita. Pero cuando yo hago mi trabajo, yo decido, yo soy Catarina grande.

En el proceso de sanación y autoafirmación colectiva llevado a cabo por Actoras de Cambio se recuperó la fuerza sanadora del fuego, el aire, el agua, de la tierra, del cosmos, de los cuatro puntos cardinales, de las energías del calendario maya y de los colores, que se había mantenido oculta por la desvalorización de estas prácticas por parte de la Iglesia y la medicina occidental.22 La violación sexual significó una ruptura energética con el entorno, con el cosmos, con la vida. Solo encontraban muerte después de la violación. El susto era la manifestación corporal de esta muerte en vida. La reconexión con la red de la vida a través de la espiritualidad maya se puso en el centro del proceso de sanación. Incorporamos al proceso esta forma de vivir la vida anclada a la tierra y al cosmos a la vez, circular y en espiral, y en contacto con todo lo que produce vida. Eso permitió reconectarse con la fuerza de la vida que las mujeres habían mantenido sin nombrar sus trajes, sus idiomas, su manera de sembrar y su forma de relacionarse con la naturaleza.

En la cultura indígena, la corporalidad no implica solamente una dimensión material y visible. La experiencia corporal involucra la posibilidad de sentir, oler, ver, escuchar y comunicarse con todos los seres vivos, con las ancestras y ancestros, seres no/humanos de otras dimensiones espaciales y temporales (Citro, 2009: 195). Reconstruir estos puentes de convivencia con la naturaleza y lo trascendental, que habían sido rotos por la guerra y la violación sexual, fue fundamental para reconstruir la vida.

El recurrir y resignificar la espiritualidad maya desde la experiencia de las mujeres, gracias a la presencia de mujeres mayas ajq’ijab’ en el equipo, fue darle vida y legitimidad a “la costumbre”: saberes y poderes ancestrales que les habían sido enseñados por sus abuelas, madres y por sus abuelos o padres. Sin embargo, eran prácticas ancestrales que muchas habían tenido que mantener en secreto, o incluso olvidar para no ser tildadas de brujas y no ser perseguidas por el cura, el médico, el ejército o los vecinos de la propia comunidad. En el proceso de sanación y autoafirmación se crearon condiciones para que esta memoria emergiera de nuevo y se asuma públicamente con orgullo. Se rescataron y valoraron estos saberes. “Empezaron a soplar, a sacudir las manos, a dar vueltas alrededor del fuego y las flores, a usar las velas y las plantas para tomar contacto con sus dolores y la posibilidad de sanar” (Liduvina Mendez, 2014: 46). De esta forma, hicieron cada vez más consciente el poder que les daban estos saberes de medicina, limpia, protección energética, y comunicación con las ancestras y ancestros.

Compartiendo estos conocimientos con otras mujeres en el grupo, se reconocieron parte de una gran civilización. Eso las llenó de asombró al inicio, y luego de orgullo. Reivindicando su memoria y saberes ancestrales, se reivindicaban a sí mismas y se legitimaban. Empezaron a valorarse como mujeres mayas. Sus saberes ya no representaban supersticiones o muestras de su inferioridad, sino una evidencia de su poder recobrado y su autoridad. Estaban sanando el odio, la desvalorización y el sentimiento de inferioridad inyectado por la cultura sexista racista colonial y la historia de violación sexual genocida. Se validaban a sí mismas. Como Catarina, empezaron a mirarse a sí mismas como “mujeres grandes”.

El poder del grupo de mujeres: construir fuerza colectiva, amor y vida, donde el Estado patriarcal colonial ha instalado desolación, odio y muerte

Contar con un espacio entre mujeres para hablar y romper el silencio donde fueran escuchadas como pares y reconocidas en su humanidad, fue lo que generó la diferencia en este proceso. El espacio de mujeres se convirtió en un espacio de justicia social donde se reconoció su verdad y la injusticia perpetrada. No eran locas. Realmente sucedió. Fueron víctimas de un crimen de guerra, de lesa humanidad y de genocidio.

Gracias a estos grupos de mujeres pudieron romper con el aislamiento social al que les había confinado la estigmatización y destinado la violación sexual genocida. Pudieron sustituir la desolación por la solidaridad entre ellas. Ya no estaban solas frente a este sufrimiento. Juntas pudieron empezar a sanar el daño ocasionado tanto por la tortura sexual y el genocidio, como por el silencio social y la estigmatización impuestos por su entorno. Sanar el daño para las mujeres implica mucho más que volver a restablecer un equilibrio anterior donde sus condiciones de existencia ya estaban marcadas por la violencia, el dominio y la expropiación; implica construir nuevos referentes positivos para sus vidas y nuevas prácticas que se basan en la autovaloración y autoafirmación.

Escuchar la experiencia de la otra, darle un espacio para que su historia emerja de manera en que me la pueda contar, significa que me importa y que tengo un espacio dentro de mí para la vida de la otra. Esto significa que estoy consciente de que la experiencia de cada mujer es igualmente valiosa: la mía y la suya. [...] La solidaridad entre mujeres empieza cuando decido escuchar a la otra (Mladjenovic, 2011).

Al sentirse escuchadas y valoradas por las otras, empiezan a valorarse a sí mismas, y sentirse dignas de respeto como mujeres mayas. Por medio de las experiencias y saberes de las otras, van encontrando soluciones a sus angustias, y valoran la autoridad de las otras, y a través de ellas, del colectivo de mujeres. Como lo subraya Marcela Lagarde, la sororidad es fuente de autoestima porque “se trata de una experiencia consciente de orgullo e identificación entre mujeres que, al reconocerse, avalarse, darse autoridad y apoyarse, apoyan a cada una” (2000: 195). De esta forma, se recrean referentes positivos de mujeres que redundan en un sentimiento de valoración para el conjunto del colectivo. Lo anterior produce reconocimiento mutuo aumentando así su autoridad personal y colectiva, además de producir un efecto de fuerza colectiva. Saben que juntas son fuertes y así pueden romper el silencio y atravesar las adversidades de la vida.

Más allá de escucharnos y reconocernos, aprendimos a querernos, lo cual fue sin duda lo más subversivo de todo el proceso. Promovimos la ternura, la complicidad y el amor entre el grupo de mujeres. Le pusimos cuerpo y corazón al principio de reconocimiento entre nosotras. No se trataba solo de aceptar y tolerar a la otra, sino de vivirla como algo importante para mi vida, mi libertad y bienestar y los objetivos de transformación que tenemos en común. La experiencia de los grupos de mujeres impulsados y acompañados por Actoras de Cambio tiene resonancia en los planteamientos de politólogas como Martha Nussbaum, quien afirma la necesidad de tomar en cuenta el amor, como una emoción política necesaria para construir sociedades éticas y solidarias (2013). En Actoras, desde el feminismo, hicimos del amor y la complicidad entre mujeres una herramienta política de sanación y de transformación de la vida. Sustituimos la práctica del odio instalado por el patriarcado y el genocidio, por la práctica del amor entre nosotras; la crueldad de los crímenes sexuales vividos, por la suavidad de la caricia; y la desconfianza y sospecha en las otras dejado por la guerra y el patriarcado, por la posibilidad de tejer relaciones de afecto y de solidaridad auténticas. En palabras de Lepa Mladjenovic, fundadora del movimiento feminista y antimilitarista de Mujeres de Negro en Serbia:

La solidaridad entre mujeres es comenzar a quitar el fascismo y la misoginia que pueda haber dentro de cada una de nosotras. Porque escogemos comprender y no acusar, escogemos ser empáticas y no odiar. No hay guerra si yo aprecio a la otra, sabiendo que es diferente a mí. (2011)

Después de tres años de procesos organizativos, de sanación y autoafirmación, las sobrevivientes pasaron de ser unas víctimas aisladas, violentadas, y encerradas en su casa, a ser referentes para las mujeres de su comunidad. Encontraron en el grupo la fuerza de romper el silencio en sus propias comunidades y sus familias. Hablan en público de lo sucedido, sin vergüenza y asertividad; y con la convicción profunda que puede ayudar a otras a recuperar el alma, y crear condiciones para que no siga sucediendo. Caminan con la mirada en alto, se ríen francamente y bailan libremente: “Las mujeres vienen a vernos porque vieron el cambio en nosotras. Ven cómo caminamos ahora, y todos los poderes y saberes que tenemos”.

Se convirtieron en autoridad para las mujeres de su comunidad que las visitan para resolver los problemas que las aquejan; en particular, los incestos, las violaciones sexuales, y la violencia de los maridos. Impulsan festivales por la memoria en sus comunidades desde la voz y la experiencia de las mujeres, para sacar lecciones aprendidas del pasado y hacer de su memoria un canto a la vida. Realizan acciones colectivas de prevención y sanción de la violación sexual en sus comunidades; y se organizan junto a sus comunidades para desmilitarizar el territorio e impedir su despojo, para que “nunca más vuelva a suceder ni a sus hijas, ni a sus nietas”. “Hoy siento un cambio. Me siento bien y feliz. Lo que yo quiero hacer ahora es apoyar a otras. La justicia para nosotras es hacer algo por nosotras, hacer algo para las mujeres que fueron violadas”.

En conclusión, este artículo, el libro Tejidos que lleva el alma, y el proceso de Actoras de Cambio, son un tributo a todas las mujeres cuyas dignidades, vidas y cuerpos han sido brutalmente rotos por la violación sexual, las guerras y los genocidios; quienes, a pesar de vivir en sociedades que imponen un silenciamiento cruel sobre estas atrocidades, no se han dejado aniquilar. Porque han encontrado en ellas mismas innumerables recursos e inmensos poderes que les permitieron valorarse como mujeres, tejiendo redes de apoyo, de reconocimiento mutuo y de afecto con otras, y empezaron a denunciar lo vivido como injusto, rompiendo con el sometimiento que les había sido destinado. Porque apostaron por la vida encima del destino de muerte impuesto. Porque eligieron el amor y la solidaridad encima del impulso del odio generado por el sufrimiento vivido. En el mundo actual donde las guerras, la militarización, los despojos y la depredación neoliberal escriben su proyecto de muerte, su pedagogía de la crueldad y de la maldad sobre cuerpos y territorios concretos –en particular de mujeres y de poblaciones indígenas y negras– la experiencia de Actoras de Cambio es un mensaje de esperanza y un canto a la vida.

Recuperar la memoria y sanar la memoria corporal entre mujeres de diferentes culturas atravesadas por historias de despojo, genocidio y colonización ha sido una herramienta profundamente poderosa y transformadora. Contiene el poder colectivo suficiente para recuperar la alegría y la capacidad de sentir, defender nuestro cuerpo y territorio, y transformar nuestras vidas. Esta experiencia comunitaria entre mujeres abre caminos y horizontes posibles para crear colectivamente un mundo justo donde la vida digna, la libertad, la igual valía y el bienestar de las mujeres y todos los seres vivos estén en el centro de una nueva organización social y un nuevo orden simbólico.

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Este artículo es una obra derivada del libro Tejidos que lleva el alma. Memoria de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado (Fulchiron, Paz y López, 2009).

Licenciada en ciencia política y master en derecho internacional y derechos humanos. Cofundadora de la colectiva feminista Actoras de Cambio en Guatemala, y doctorante del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México (México). Sus líneas de investigación son: feminismos; violencia sexual contra las mujeres; cuerpo; sexualidad; emociones; memoria; justicia. Entre sus últimas publicaciones destacan: “El carácter sexual de la cultura de violencia contra las mujeres” en Las violencias en Guatemala. Algunas perspectivas, en coordinación con Yolanda Aguilar (2005); Tejidos que lleva el alma: memoria de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado (en coordinación con Olga Alicia Paz y Angélica López) (2009); y “Poner en el centro la vida de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual en la guerra: una investigación feminista desde una mirada multidimensional del poder” (2014).

Desde el 2003, la colectiva feminista Actoras de Cambio impulsa un proceso político, social y comunitario dirigido a romper el silencio y hacer justicia en torno a los crímenes sexuales cometidos sistemática y masivamente contra las mujeres mayas en Guatemala dentro del marco de la política contrainsurgente genocida. Desarrolla un trabajo colectivo y comunitario de memoria histórica, sanación y autoconciencia cuyo propósito es desarticular la vergüenza y el terror impresos en la piel, re-habitar el cuerpo y reconstruir la vida, así como resigniicar la historia desde las voces y experiencias de las mujeres mayas. Finalmente, promueve la organización comunitaria entre mujeres con el in de crear garantías de no-repetición, a través de acciones colectivas de prevención y sanción de la violencia sexual, apoyo mutuo, y defensa de su cuerpo, vida y territorio. Véase más información en: <www.actorasdecambio.org.gt>.

En este artículo no pretendemos hacer un análisis de las causas del conflicto armado interno en Guatemala, sino centrarnos sobre los hallazgos de la investigación con respecto a la violación sexual como genocidio y feminicidio. Para profundizar en las causas, véanse los informes de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (1999) y el Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, (1998). Véanse también: Le Bot, (1995) y Taracena (2002 y 2003).

La violación sexual es tanto la manifestación más cruel como el resultado inherente a una sociedad patriarcal organizada en torno al derecho de los hombres a acceder y controlar los cuerpos de las mujeres. Véase el concepto de contrato sexual acuñado por Carole Pateman (1995); a su vez, la violación sexual es la síntesis política de la opresión de las mujeres en tanto que en el acto se sintetiza la reiteración de la dominación masculina, el ejercicio del derecho de posesión de los hombres sobre las mujeres y el uso de la mujer como objeto sexual (Lagarde, 1997: 259-260). Ha sido, además, la síntesis política de la opresión de las mujeres mayas en tanto el despojo y la destrucción del cuerpo, vida, territorio, y formas de ver el mundo han sido constitutivos de la colonización y la formación de los estados coloniales. Véase: Federici (2004). La violación sexual contra las mujeres garantiza la perpetuación del sometimiento de las mujeres a través del terror, y de sus pueblos a través de la humillación, de sus territorios a través del despojo y de sus culturas a través de la destrucción.

“El feminicidio está conformado por el conjunto de hechos violentos misóginos contra las mujeres que implican la violación de sus derechos humanos, atentan contra su seguridad y ponen en riesgo su vida. Culmina en la muerte violenta de algunas mujeres. Se trata de un crimen de odio, del asesinato misógino de muj eres, de una forma específica de violencia que solo tiene lugar contra las mujeres por ser mujeres, y una culminación de esta violencia que se expresa como violencia de clase, etnia, etaria, ideológica y política, que se concatena y potencia en el tiempo y espacio determinados, y resulta en muertes violentas. Es un crimen de Estado, en cuanto requiere de su complicidad, por acción u omisión, para llevarse a cabo” (H. Congreso de la Unión, Cámara de Diputados, lix Legislatura, 2006).

De acuerdo con el informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, la violencia sexual tuvo como propósitos: a) la demostración de poder como parte de la estrategia de terror que pretendía definir con claridad quién dominaba y quién debería subordinarse; b) la victoria sobre los oponentes, en función no solo de lo que representaban por sí mismas, sino en función de lo que representaban para los otros y como objetivo político para agredir a otros; c) ser una moneda de cambio en algunos casos como única forma de sobrevivir ellas mismas o sus hijos; d) un botín de guerra, premio o compensación a los soldados por su participación en la guerra; e) una tortura sexual extrema (Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, 1999).

Para la revisión de la obra de una nueva generación de científicos sociales que trabaja el tema de la violencia sexual en tiempos de guerra, véanse: Theidon (2004), Wood (2006, 2009 y 2012), Eriksson Baaz y Stern (2010), y Cohen (2013).

Véase: Silva Espina (2013) y Roberto (2013).

Véanse: Riquelme y Agger (1990); Lira y Weinstein (1984) para profundizar en torno al mecanismo psíquico que pone en marcha la persona torturada para explicarse la tortura vivida y reafirmar su humanidad, deshumanizando a los torturadores y adscribiéndoles una calidad no humana, de animal o de enfermo mental.

En el contexto de la Guerra Fría y la Doctrina Nacional de Seguridad, el Estado de Guatemala creó la categoría de “enemigo interno” para luchar contra el comunismo internacional. El enemigo interno era representado por cualquier persona sospechada de poder atentar contra el orden político del Estado. En este sentido, no solamente las organizaciones político/militares insurgentes fueron clasificadas como enemigo interno, sino cualquier organización social que cuestionara o fuera considerada sospechosa de cuestionar las injusticias sociales. En ese período de los años 80, el pueblo maya en general pasó a ser considerado como el “enemigo interno”.

La masacre de Panzós, en 1978, da inicio a una serie de masacres en Guatemala. Fue la primera señal de la política de tierra arrasada que se desataría en contra de los pueblos indígenas en años ulteriores. A partir de allí, el ejército inicia una represión masiva en el Valle del Polochic y la Sierra de las Minas. Entre 1982 y 1983, el gobierno de facto de Efraín Ríos Montt intensificó la estrategia de tierra arrasada, lo que incluyó masacres, ejecuciones, tortura y violaciones sexuales; fueron destruidas cientos de aldeas –principalmente en el altiplano– provocando un desplazamiento masivo de la población civil que habitaba las áreas de conflicto. En el departamento de Chimaltenango, la ceh registró un total de 62 masacres perpetradas por las fuerzas del Estado entre 1978 y 1985. En el departamento de Huehuetenango, registró 15 masacres en 83 días entre el 2 de junio y el 25 de agosto 1982. “Murieron 2 636 personas. Siete de estas masacres fueron totales, con violaciones sexuales a todas las mujeres y la ejecución de todos los niños” (ceh, 1999, tomo iii, 400). “Paralelamente, el ejército implantó estructuras militarizadas como las Patrullas de Autodefensa Civil (pac) para consolidar su control sobre la población, buscando contrarrestar la influencia de la insurgencia (Ibid., 1999: 183). La guerra provocó que grandes grupos de población buscaran refugio en el extranjero o se desplazaran internamente: 45 000 personas estuvieron refugiadas legalmente en México al tiempo que se estima que hubo un millón de desplazados internos; 200 000 se organizaron en Comunidades de Población en Resistencia, en las montañas de Guatemala; 400 000 personas se exiliaron en México, Belice, Honduras, Costa Rica y Estados Unidos. En las zonas del altiplano golpeadas por la política de tierra arrasada se produjo el desplazamiento de hasta 80% de la población (Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica, 1998).

Para el análisis de la construcción histórica de la institución colonial de la servidumbre y del imaginario social en torno a las mujeres indígenas como “sirvientas” que de allí deriva, véase: Cumes (2014).

Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, Naciones Unidas, entrada en vigor en 1951.

Véase: ictr 96-4-1

Persona investida de autoridad en la cosmovisión maya para celebrar ceremonias, quien tiene conocimientos sobre el calendario maya, la cuenta de los días y sus energías (nahuales).

Concretamente, incorporamos a nuestros métodos de acompañamiento técnicas psicocorporales de Gestalt, bioenergética, biodanza, y de psicología transpersonal.

Estructuras militarizadas organizadas por el ejército al inicio de los años 80 en las comunidades, por medio del enrolamiento de hombres de la misma comunidad, para involucrarlos en operaciones de control, terror, torturas, violaciones sexuales, desapariciones forzadas y masacres de sus propias comunidades y aledañas.

Véase: Burin (1987).

Véase: Burin (1987) especialmente capítulos 2 y 3.

Es importante poner de manifiesto la influencia que tuvo la colonización, y en particular la Iglesia católica, en convertir el cuerpo de las mujeres en el lugar del pecado, y hacer más rígido el dominio y control masculino sobre la sexualidad de las mujeres. En este sentido, comparto el análisis desarrollado por Susan Kellog (2005), y Rita Laura Segato: “Esto nos permite concluir que muchos de los prejuicios morales hoy percibidos como propios de ‘la costumbre’ o ‘la tradición’, son en realidad prejuicios, costumbres y tradiciones ya modernos, esto es, oriundos del patrón instalado por la colonial modernidad” (2014: 85).

La investigación evidencia que el control sobre la sexualidad de las mujeres está al centro de la organización de parentesco comunitaria, de las relaciones sociales de producción y es constitutiva de la identidad cultural del grupo. No obstante, de la comparación de las prácticas y representaciones sociales en torno a la sexualidad y conyugalidad en las comunidades, se destaca que estas normas sexuales toman matices diferentes en la vida de las mujeres en función de las relaciones sociales de producción y de la influencia de la religión católica en la comunidad que habitan. A más opresión y explotación económica y más presencia de dogmas religiosos, más rígidas se ponen las normas sexuales, y menos autonomía pueden desarrollar las mujeres con respecto al evento de la violación sexual. Véase: Fulchiron, Paz y López (2009) capítulo II y III.

Véase: (Liduvina Mendez, 2014).

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