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Inicio Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales Los modos de decir en la política. Una intervención al análisis del discurso
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Vol. 59. Núm. 221.
Páginas 99-119 (mayo - agosto 2014)
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Los modos de decir en la política. Una intervención al análisis del discurso
The Modes of Saying in Politics. An Intervention into Discourse Analysis
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Nicolás Diego Bermúdez
,1
, Domín Choi**,2
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Resumen

El objetivo de este artículo es discutir algunas nociones fundamentales del análisis del discurso político a la luz de las propuestas teóricas de Jacques Rancière. A tal fin, revisaremos el funcionamiento de definiciones y categorías con las que distintos autores contribuyeron a esa disciplina. Sugerimos que esta lectura del análisis de la enunciación política puede optimizar la organización epistemológica de ese ámbito de estudios y, al mismo tiempo, permite volver a considerar cuestiones problemáticas de la política contemporánea (la construcción de colectivos). Asimismo, nos habilita a reflexionar sobre el lugar de intervención del analista en el marco de un proyecto de emancipación.

Palabras clave:
Jacques Rancière
enunciación política
policía
igualdad
emancipación
colectivos políticos
Abstract

The aim of this article is to discuss essential notions of political discourse analysis in the light of Jacques Rancière's theoretical proposals. To achieve this purpose, we will review definitions and categories with which different authors contributed to the development of that discipline. We suggest that this approach of political enunciation analysis would improve the episte-mological organization of the discipline and, at the same time, would allow for reconsideration of problematic issues of contemporary politics (collective building). With this approach, we can also reflect on the work of the analyst as part of an emancipation project.

Keywords:
Jacques Rancière
political enunciation
police
equality
emancipation
political collectives
Texto completo
Introducción

Podríamos decir que actualmente el deber de la política es inventar nuevas formas de vínculo que vayan más allá de la desacralización que opera el capitalismo con respecto a las sociedades premodernas, las cuales funcionaban a través de relaciones hipostasiadas (de vasallaje, de fervor religioso, de entusiasmo caballeresco, etc.). En este sentido, como señala Alain Badiou, el interés burgués regulado por la lógica del capital, a pesar de sus resultados catastróficos, aparece hoy como “condición ontológica” necesaria para toda invención política. Si durante las décadas anteriores ciertos pensadores influyentes (como por ejemplo, Foucault con las tecnologías del yo, o Deleuze con la formación de “grupúsculos y sociedades secretas”) apartaron del campo político la reflexión sobre la dimensión masiva, hoy parece existir cierta urgencia por pensar de manera global la vida colectiva (es decir, Michael Hardt y Antonio Negri a través de la multitud y el imperio, Peter Sloterdijk con la filosofía de la globalización, Jacques Rancière y el retorno del pueblo, entre otros), menos por una moda que por una imposición del funcionamiento actual del mundo. Al parecer, aunque no podemos calcular aún sus magnitudes, las condiciones de reflexión sobre el campo político han cambiado. Y esto, se supone, debería afectar al análisis del discurso político por las razones que explicamos enseguida.

En principio, porque toda dimensión discursiva funda, en parte, el funcionamiento del mundo y las distintas formas de socialización. Pero también por razones históricas que unieron a la teoría política con las disciplinas del discurso. El interés por la política –en los “buenos viejos tiempos” en los cuales se presuponía que debía regular las acciones y las ideas– espoleó la formación de los estudios del discurso. Hoy, sin el relumbrón de antaño, parecen ocupar un lugar más bien “discreto”. O tal vez suceda justamente lo contrario, si se quiere considerar que la política está en todos lados, en cada vínculo donde se pone en juego la distribución del poder, en cada microdispositivo de regulación y control del comportamiento cuando hay prácticas que se desmarcan del funcionamiento del capital y el mercado.

En la desembocadura de esta disyuntiva reside la pregunta sobre el rendimiento explicativo de la ubicuidad de lo político. ¿Hay una capitalización heurística cuando se afirma que todo enunciado es político? Somos conducidos así al problema de la falta de una tipología de los discursos, antiguo fantasma del trabajo semiológico. La falta de respuestas satisfactorias en este punto hace que la pregunta por la clasificación se desplace hacia la pregunta por la ocurrencia; del “¿qué es?” al “¿cuándo hay?”. Vale decir, ya no se trataría de encontrar tipos de discursos, sino que parece más razonable determinar las condiciones de aparición de la palabra política. Esto es: una teoría de acontecimiento de la enunciación política.1 No sólo se trata, entonces, de explicar el sentido que configura ciertos procesos políticos concretos, sino también, en paralelo, de avanzar sobre asuntos teóricos de los estudios del discurso.

En este trabajo sostenemos que los estudios del discurso podrían aspirar a algo más meritorio que al recogimiento académico o, en el mejor de los casos, a ser parte de las herramientas de la tecnocracia multiculturalista. Su horizonte debería ser el de un programa investigativo que integre, a la vez, un proyecto emancipatorio capaz de señalar los litigios por la igualdad planteados más allá de la distribución de los bienes y la igualdad de derecho al consumo. Nuestro trabajo apunta a esbozar un modelo de abordaje para la enunciación política que, a su vez, optimice el balizamiento y la organización del campo, piense la construcción de colectivos desde una política transformadora y resignifique la participación del analista. No proponemos, en definitiva, ninguna fórmula superadora, sino una perspectiva que, a lo sumo, complemente ciertos aspectos del análisis del discurso político, principalmente en lo que atañe a la organización conceptual de los fenómenos que estudia. Ahora bien, a pesar de las intenciones, como los efectos de la intervención práctica suelen ser indecidibles e impredecibles, todo lo anterior no pasa de ser una mera petición de principios y esta intervención un lanzamiento de dados.

Sí existe –obviamente– un punto de partida. Podemos decir que el habla política produce un cortocircuito en el orden simbólico que regula una comunidad –o, en términos de Rancière, en el reparto de lo sensible–; es decir, se define como la irrupción de una palabra que plantea una nueva distribución y articulación de los cuerpos y de los actos enunciativos; un desajuste entre las expectativas de una competencia y la actualización de una performance. Fundamentar esta idea-fuerza y observar sus derivaciones requiere seguir, aunque sea de manera parcial y asistemática, un recorrido argumentativo que atienda a la definición misma de lo político y a tópicos que conciernen a la enunciación en general y al habla política en particular.

¿Dónde se halla lo político?

Decíamos antes que ciertos representantes de la semiótica se lamentaban por la inexistencia de una clasificación operativa de los discursos sociales.2 Esta búsqueda aconseja la revisión de los enfoques e incita a interrogarse sobre los objetivos a los que es dable aspirar. ¿No deberíamos poner en suspenso los ensayos taxonómicos que piensan a los tipos discursivos como unidades discretas dentro de una superficie estable y en su lugar interrogarnos primero por unas condiciones de aparición que permitan identificar los enunciados políticos? A tal fin, parece aconsejable –insistimos– pensar la enunciación política en términos de un acontecimiento de un tipo específico. Precisar sus aprioris (tanto formales como materiales o históricos como estructurales) produciría un rédito evidente desde el punto de vista epistemológico, al menos frente a conceptualizaciones que coextienden lo político a los aspectos fundamentales de lo humano (el lenguaje, el poder, etc.) que, si bien despejan el camino para la pregunta por la naturaleza de lo político, le asignan una magnitud tal que no opera ningún principio de distinción que actúe como plataforma para la labor investigativa de los analistas del discurso.

En términos generales, es claro que el desafío de las teorías del discurso político es buscar, en la construcción de su objeto, un punto de equilibrio entre la legibilidad y la comprensión de los fenómenos. En este terreno se ha avanzado muchas veces con base en intuiciones, procedimiento irreprochable desde el punto de vista científico. Por lo general, la caracterización de la palabra política pendula entre opciones demasiado restrictivas, o bien poco específicas. Las primeras, efectivas en su intención definicional, parecen dejar afuera demasiado rápido prácticas y enunciados que buena parte de las investigaciones eruditas y del entendimiento común ubicarían en el acervo político. Las segundas son tan amplias en sus criterios de definición o en la definición misma,3 que a veces terminan por boicotear sus propias pretensiones descriptivas.4 Han existido, sin embargo, ensayos de definición muy sólidos y relevantes que se han acercado a uno y otro polo. Conviene detenernos en dos de ellos, a fin de cartografiar la ubicación que sobre el arco traza la enunciación política.

Para, por ejemplo, Paolo Virno (2005), además de ser factor de individuación,5 la enunciación se encuentra ligada inextricablemente a la política. A partir de una exégesis de Saussure y Aristóteles, Virno concluye que la enunciación y la praxis política constituyen la matriz universal de la actividad sin obra. ¿En qué consiste esta propiedad? A diferencia del trabajo o la producción técnica, que tienen su objeto fuera de sí, que encuentran su culminación en un producto autónomo, palabra y política sólo dan origen a un acontecimiento contingente cuyo único resultado es su propio desarrollo. Si bien es evidente que por medio de la palabra es posible la consecución de efectos “extralingüísticos” (intimidar, conmover, persuadir, etc.), estos últimos no pueden explicar las reglas –por esto mismo arbitrarias– que rigen la actividad del lenguaje. Sin obra y, además, sin libreto: la enunciación depende de una lengua que es pura potencialidad, se lleva a cabo sin el respaldo de un guión unívoco y preciso. Esta potencialidad abarca dos dimensiones: el stock de enunciados que informa los distintos géneros presentes en una comunidad dada (lengua histórico-natural) y la facultad biológica del lenguaje común a todos los ejemplares de la especie (la “decibilidad”). Así pues, las dos célebres definiciones aristotélicas, el hombre como “animal con lenguaje” y como “animal político”, no son, según Virno, complementarias; son en realidad “coextensivas, indiscernibles, lógicamente equivalentes” (Virno, 2005: 58). La discusión a dar no es sobre los usos políticos del discurso, sino sobre la politicidad intrínseca del lenguaje. Lejos de ser un tipo específico de actividad discursiva, determinada por una esfera de lo social, la política es, en realidad, consubstancial al lenguaje, ambas son fundamentalmente praxis. Una vez reconocida esta consustancialidad, puede volverse a examinar las concepciones preponderantes del lenguaje (como instrumento social, según tesis conductistas; como recurso interior de la mente, según tesis cognitivistas) e intentar pensarlo como el órgano biológico de la praxis pública. Enunciar es, para Virno, enunciar políticamente.

En una orientación opuesta, encontramos empresas definicionales que restringen el alcance de lo político a favor de su operatividad analítica. Tal es el criterio de Eliseo Verón (1987), al cual se puede llamar “institucionalista”. Verón propone “asociar de manera general el concepto de ‘discurso político’ a la producción discursiva explícitamente articulada a las instituciones del Estado” (Verón, 1987: 17). Si bien no extiende esta descripción, nos parece evidente que esta articulación debería entenderse de la manera más amplia posible, de modo tal que se pueda incluir en ese conjunto los discursos de partidos, de líderes (con o sin representación legitimada para manifestar la opinión de una agrupación), de portavoces sindicales, etc. Se trata, evidentemente, de un criterio que satisface las tentativas de descripción de las prácticas semióticas (i.e. las involucradas en las instancias de deliberación, de decisión y de pertenencia cultural) que configuran el funcionamiento del Estado democrático.

La eficacia de teorías como la de Verón no invalida el interés por la búsqueda de modos de conceptualización de la enunciación política que complementen el censo y la organización de las prácticas verbales que puedan corresponderle, fundamentalmente aquellas posibles de ser reconocidas como alojadas en los límites de lo político. Con esa meta, parece aconsejable apelar a una teoría que, como la de Rancière (2007a), emplace a los actos de lenguaje en el centro mismo de su consideración de lo político. Con esto no queremos decir que, para este autor, la actividad política quede reducida a las prácticas verbales –ninguna cosa es por sí misma política pero cualquiera puede llegar a serlo, afirma– aunque es innegable que esta clase de prácticas ocupan un lugar destacado en su trayecto argumentativo.6 Así, mientras pone en evidencia la necesidad de repensar los fenómenos substanciales de la enunciación política, proporciona un entorno conceptual para estructurarlos desde un enfoque discursivo como el que asumimos. Entre las condiciones de aparición de la política toma en cuenta la sustracción del logos a una parte de los seres parlantes, lo que los condena al silencio o al ruido de la mera animalidad. Así, contrariamente a lo que afirma Virno, la sola capacidad de hablar no es para Rancière un dato sobre el que se funda la política, ya que esta última presupone las formas desiguales de tener parte en lo sensible que organiza una comunidad. “El logos no es meramente la palabra” (Rancière, 2007a: 37), sino más bien una regulación simbólica que hace una distribución desigual entre la articulación discursiva que manifiesta una esthesis compartida, cualidad de los ciudadanos, y la voz desnuda, atributo de los plebeyos. Lenguaje y política no son aquí consubstanciales; esta última acontece precisamente cuando hay un reclamo por parte de un grupo no contado en el ordenamiento de lo comunitario para que su discurso sea escuchado y comprendido. Precisemos aún más esta propiedad del acontecimiento político.

La maquinaria que ordena la vida en conjunto es designada por Rancière con el término policía. Aunque la incluye,policía designa algo más que una fracción de los aparatos represivos del Estado. Es un dispositivo general que determina el régimen de los cuerpos, de lo visible y de lo decible, por lo que establece quien forma parte de la sociedad y quien no, y se efectúa a través de un conglomerado de prácticas y acciones: la legislación parlamentaria, las medidas del poder ejecutivo, las decisiones judiciales, el despliegue de disposiciones económicas, la distribución consensual de bienes, los mecanismos puestos en juego por la tecnocracia, etc. Dicho de otro modo: la estructura policial entraña un orden social establecido, en general a través de una ley implícita, en el que cada parte tiene su ratio essendi.7 Este orden policial es socavado por las súbitas irrupciones de la política, término reservado a una actividad de litigio respecto a la anterior. La política, según Rancière:

(…) rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte. Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el espacio donde se definían las partes, sus partes y la ausencia de partes. La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar; hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido (Rancière, 2007: 46).

Es decir, para Rancière hay política sólo cuando existe un espacio para el encuentro entre dos procesos heterogéneos: el policial y el reclamo por la desigualdad, si se entiende a este último como el conjunto de las prácticas orientadas por la suposición de la igualdad de todos los seres parlantes y por la preocupación de confirmarla. En este sentido, la política es un momento que pretende explicitar un principio implícito de cualquier democracia. No se trata así de la apertura de un nuevo horizonte social, sino más bien de un retorno al fundamento democrático. Como decíamos, cuando hay política se cortocircuita el orden simbólico; se quiebra la configuración del dispositivo policial gracias a la irrupción, a través de un proceso que tiene la forma de un litigio por la igualdad, de “la parte de los que no tienen parte”, de los sujetos o grupos no incluidos repentinamente visibles en el interior de un orden social estructurado que no les adjudicaba ninguna visibilidad, y que reclaman para sí el derecho a sostener un discurso, a ser escuchados y, fundamentalmente, a ser comprendidos; cuando hay política se evidencia la forma “disensual” del actuar del ser humano, el espacio de una secesión y un enfrentamiento entre la policía cuya voluntad es la totalidad, porque no hay nada por fuera de la frontera ya establecida, y la irrupción política de la igualdad, que desafía esa frontera.8

En el campo político argentino contemporáneo se verifican, sin lugar a dudas, momentos de irrupción del litigio propio de la política, momentos en que se desatan enfrentamientos en torno a la forma a través de la cual el Estado plantea la organización de la vida en común. Como ejemplo, vale apuntar la aparición en la escena social del movimiento piquetero9, el cual al ocupar el espacio público, logró hacerse visible y que sean escuchadas sus demandas, redefiniendo así el marco policial vigente, formulando enunciados ignotos, creando una nueva modalidad de subjetivación que trastornó las representaciones de un campo de experiencia dado (esto deja en pie, por supuesto, la discusión sobre una eventual reterritorialización de este movimiento). O bien la ocupación (para ser vistos) del Parque Indoamericano por parte de familias sin vivienda, inmigrantes de países limítrofes en su mayoría, reclamando (para ser oídos) que el Estado atienda sus requerimientos elementales y reconfigurando también por esta vía el espacio discursivo del orden policial, sobre todo si se tiene en cuenta que los gobernantes de la Ciudad de Buenos Aires sólo interpelan, escuchan y comprenden a los vecinos, es decir, sólo “tienen parte” los que disponen de una propiedad inmueble, si se nos permite el término catastral.

En concreto, no se trata de afirmar que todo es político, que lo político está en todas partes ya que en todos lados se verificarían relaciones de poder. Poder es un concepto del que Rancière, en desacuerdo con Foucault, prefiere prescindir para su teoría, puesto que si todo es político, nada termina siéndolo. O mejor dicho, si bien todos los hechos políticos implican relaciones de poder, no en todas las relaciones de poder hay política. Ninguna enunciación es en sí misma política, pero cualquiera puede llegar a serlo, siempre que se demande la reconfiguración de un espacio, la rearticulación de una posición y de los dispositivos que ligan funciones y destrezas10 (por lo que la separación entre política y policía es siempre cuestionada y se recompone de manera permanente). Frente al interrogante: ¿cuándo un enunciado es político?, un análisis del discurso que quisiera organizarse epistemológicamente sin ignorar la división que traza Rancière debería afirmar como principio que el discurso político no está compuesto por enunciados producidos en el ámbito de lo que comúnmente se identifica como esfera política. La palabra de un presidente inaugurando las sesiones ordinarias de las cámaras legislativas no es necesariamente discurso político, aunque sin duda es un discurso policial. En cambio, sí tendrían estatuto de habla política las demandas por el reconocimiento jurídico del derecho a la identidad de género formuladas por agrupaciones como los Putos Peronistas, espacio constituido por la convergencia disruptiva para el todo social de unos cuerpos (los de los plebeyos homosexuales, travestis, trans, etc., cuya incapacidad de consumo y su geografía periférica los preservan de ser investidos por las categorizaciones y la gestión de la tolerancia puesta en práctica por la tecnocracia multi-culturalista liberal) y unos actos de habla (reclamar por el reconocimiento del ejercicio de la diversidad desde un posicionamiento vinculado a las políticas populistas); o la voz de los pueblos originarios cuando se alza no sólo para reclamar la visibilidad de su cultura, sino, fundamentalmente, cuando le piden al Estado ser incluidos, como los demás sujetos de derecho, en el orden jurídico y obtener la reparación efectiva de lo expropiado, es decir: la devolución del título de propiedad de los territorios de los que fueron desposeídos a través de la violencia y el exterminio. En otros términos, discurso político no sería aquí, al menos no por principio, el de los actores que se suele caracterizar como políticos desenvolviéndose en el marco de las instituciones; no es el locutor el que le transfiere su atributo a una palabra, sino la manifestación de la figura de un conflicto por la igualdad, el momento de una distorsión, en el cual actores hasta entonces no tenidos en cuenta litigan por ser escuchados y comprendidos, por irrumpir en una escena de la que habían sido excluidos.

La política como traición de las expectativas

Considerar la enunciación política como la ocurrencia de un tipo específico de reclamo por la igualdad presenta, según creemos, otra ventaja. Es una propuesta compatible con el dispositivo conceptual de los estudios del discurso, puesto que, al señalar la inestabilidad de la separación entre política y policía, no ignora la indeterminación característica de los procesos de producción social de sentido. Digamos, para explicarnos mejor: permite evitar la transferencia directa de soluciones provenientes de la reflexión lingüística, la cual, en general, procura establecer las condiciones que dan lugar a una comunicación homogénea y transparente; mientras que para caracterizar casos particulares, como el del sentido político de un acto enunciativo, procede a catalogar especificaciones aportadas por una situación reconocible y común a los hablantes, luego de haber descrito el enunciado. Así pues, estas soluciones propiamente lingüísticas replican, en el ámbito de las ciencias del lenguaje, la mueca obliterante de las teorías comunicativas, las cuales disipan la naturaleza conflictiva de lo político. En definitiva, el imaginario que impulsa a estas teorías se presta mejor a mapear la dimensión policial –en el sentido que le da Rancière– de los procesos de producción de sentido. Para ampliar los fundamentos de esta conclusión, vale recordar algunas cuestiones en torno a la constitución del problema de la enunciación en su variante “clásica” o “acontecimiental”11 y a su lazo con la noción de discurso.

Uno de los lugares de impacto de las conocidas observaciones de Émile Benveniste12 sobre la enunciación fue la metodología de la Escuela Francesa de Análisis del Discurso (efad),13 a la que le permitió entrar en la fase “postharrisiana”14 en una época todavía saturada por abordajes de corpora políticos o históricos. Si bien esta problemática de la enunciación enriqueció el aparato metodológico del análisis del discurso político, pronto se la consideró, en el mejor de los casos, como un componente transicional entre el análisis lingüístico y el discursivo y, en el peor, como una especie de lastre para sus anhelos de autonomía con respecto a la lingüística.

Cabe afirmar, para abreviar, que desde el punto de vista metodológico se llegó a diferenciar una concepción lingüística de la enunciación (nivel local) de una discursiva (nivel global). La primera hace referencia al conjunto de operaciones constitutivas de un enunciado, cuyas huellas son shifters, modalizadores, subjetivemas, etc. La segunda, a la enunciación como acontecimiento producido en un tipo de situación específica y bajo ciertas condiciones (sea que este encuadre enunciativo esté integrado por determinaciones sociales, psicológicas, comunicativas, etc.). De aquí se desprende que en lo referente a su dimensión estrictamente lingüística, el funcionamiento de la enunciación política no presentaría diferencias específicas con respecto a lo sucedido en otras zonas de lo social. En el nivel discursivo, se particulariza por un repertorio de condiciones de diversa naturaleza que intervienen sobre la producción de un acto enunciativo e informan a su sentido, cuya conceptualización y alcance varía de un autor a otro y cuyo inventario excede los objetivos de este escrito.

Podemos, a lo sumo, esquematizar el desempeño de estas restricciones señalando que operan simultáneamente en distintos niveles: lingüístico (donde son designadas con términos como situación de enunciación), situacional (situación de comunicación o entorno extralingüístico) e interdiscursivo (situación de discurso).15 Así, para que el análisis identifique un enunciado como político, éste debería engendrarse bajo una cierta disposición de estas condiciones. Sin embargo, suele suceder que o bien no se las detalla (simplemente se señala que es la situación la que politiza un enunciado), o bien se las específica por medio de parámetros (la situación de comunicación contempla determinadas finalidades, participantes, sitios, capacidades, etc.), con lo cual no se hace más que desplazar, hacia esos mismos parámetros, el problema de la definición de la enunciación política. ¿Estamos mejor si sostenemos que para que un enunciado sea político tiene que cumplir una finalidad política? ¿Es posible catalogar todas las finalidades que merecen ser consideradas políticas? La pregunta cae por su propio peso y sería otorgarle, además, una importancia inusitada a la intencionalidad.

Es cierto, de todos modos, que a cada texto le cabe construir de tal manera su propia escena enunciativa que puede ajustarse o no a las restricciones del dispositivo comunicativo en el que circula (recuérdese, por ejemplo, que Mitterrand presentó su plataforma bajo la forma de una carta), pero estos casos suelen ser tratados como un “desvío” y suscitan la pregunta por su carácter efectivamente político. Así pues, el esquematismo requerido por la dimensión teórica muchas veces hace perder de vista fenómenos instalados en los márgenes de la política.

Abandonemos este plano que nos llevaría a la necesidad analítica de clasificar en géneros y enfoquemos ahora la cuestión situándonos en el nivel de los hablantes. Aquí ya no nos enfrentamos a los dispositivos comunicativos, sino a las competencias –fenómeno estructurado también desde diversas corrientes (lingüística, pragmática, etnometodología, etc.), en diversos niveles (lingüística, discursiva, pragmática, comunicativa, etc.) y con diferentes valores– y a su distinción de la instancia de producción enunciativa concreta. Tal vez la primera formulación teórica acerca del entrecruzamiento entre las restricciones situacionales y las competencias individuales dentro de la efad se deba a Pêcheux (1978 [1969]). Para este autor, los datos situacionales adquieren la forma de representaciones que construyen los enunciadores, las cuales informan su acervo de competencias. Entre estas representaciones, es posible inventariar las imágenes previas al acto de locución que el locutor y el alocutario se forman de ellos mismos y de su interlocutor. Es decir, la existencia de formaciones imaginarias que anticipan modos de hablar y trazan expectativas sobre el modo en que los hablantes ocupan determinados lugares sociales.16 La pregunta que podemos hacernos es si estas formulaciones son el instrumento más idóneo para interpretar todas las manifestaciones de la conflictividad ínsita de lo político, derivada de las figuras sustractivas con respecto a una parte de la comunidad (Rancière, 2011b: 26). Es posible insinuar que, preocupados por catalogar el orden geométrico de los cuerpos y las prácticas, estos modelos parecen convivir mejor con la imaginaria armonía del orden policial y, por ende, requieren ser complementados.

En este punto, la teoría de Rancière nos permite sostener que, a diferencia de la policial, la enunciación verdaderamente política debería definirse no a través de la manifestación de ciertas aptitudes discursivas (actualizadas en, vaya como ejemplo, ítems léxicos, tipos o géneros, figuras, etc.), sino por el desajuste que un enunciado produce en el reparto de las competencias de los sujetos en el habla; por la ocurrencia de un discurso que frustra la proyección anticipatoria de las formaciones imaginarias. Lo emancipatorio, lo político, no es que un trabajador escriba literatura sobre sus penas y fatigas como protesta de un mundo injusto, lo cual sería perfectamente esperable, sino componer poemas a lo Mallarmé, desajustando así las expectativas y el lugar de su competencia en el reparto social. La política, diría al respecto Rancière, no tiene objetos o cuestiones que le sean propias (Ibíd, 2011b: 47). En este sentido, el discurso político no se puede definir, como ya lo sugerimos, en términos de género o de estilo, sino por las articulaciones o desarticulaciones del habla que implican sujetos y situaciones. Mejor dicho, el discurso político abarca potencialmente a todos los géneros y estilos.

¿Tertium non datur?

En el apartado anterior observamos modelos que se ocupan de la actividad discursiva en general. Detengámonos ahora en dispositivos de análisis específicos de la enunciación política, a fin de examinar de qué manera pueden ser completados por la teoría de Rancière. Si bien parten de distintas definiciones de enunciación, lo que para autores como Verón (1987) y María Marta García Negroni y Mónica Graciela Zoppi Fontana (1992) caracteriza la enunciación política es, fundamentalmente, el modelo adversativo, la “disociación estructural que presupone la construcción simultánea de un destinatario positivo y un destinatario negativo” (Verón, 1987: 17). Dicho de otro modo, todo acto de enunciación política construye en el discurso la posición de quien comparte las mismas ideas del enunciador y, simultáneamente, considera y prevé las lecturas destructivas de las posiciones opositoras, configurándose así como una réplica y como anticipación de una futura réplica. Esta múltiple destinación simultánea del discurso político17 –que organiza la demarcación de un adentro y un afuera– conecta los postulados de Verón con, por ejemplo, los de Bruno Latour (véase más arriba), dado que impacta sobre la construcción de los colectivos de identificación.

Este modelo semiótico quiere elevar a teoría un estado de hecho que se confirma como regla: la conflictividad del campo político regulada por el sistema democrático. También en Rancière el conflicto determina las condiciones de aparición del habla política. En ambos casos el desacuerdo parece ser algo constitutivo. Sin embargo, no es cualquier conflicto el que pondera Rancière, sino el conflicto por la igualdad, un acontecimiento de excepción fuera de toda regla, del cual examina su registro en la interlocución, aunque en un mismo movimiento poniendo distancia de otros autores que también se ocuparon de las dimensiones discursivas de la política (Jürgen Habermas, Foucault y Jean-François Lyotard). La figura política de la interlocución no es, para Rancière (2007: 61–81), la de una racionalidad argumentativa que tiene como polo opuesto a la violencia irracional. Esta alternativa acepta sin discusión la relación de identidad entre, por una parte, el intercambio “político” (donde unos actores confrontan sus intereses y la validez de sus sistemas de valores) y, por otra, un modelo de interacción verbal que idealiza la imagen del diálogo entre la primera y segunda persona, las cuales se escuchan y comprenden según los límites fijados por su intención comunicativa y su voluntad cooperativa, sin otro problema que la mayor o menor transparencia de los contenidos que sus enunciados vehiculizan –de paso señalemos que, desde el punto de vista de la semiótica, se puede reprochar a este modelo que se desentiende de los postulados centrales de la discursividad, principalmente el de la indeterminación que afecta a los procesos del sentido–. El intercambio verdaderamente político es inasimilable a ese modelo de interlocución verbal (por lo cual habría que reconsiderar, dicho sea de paso, el estatuto de ciertos géneros, como la polémica y el debate, asociados tradicionalmente a la discursividad política). No hay que buscar la causa de esta incompatibilidad en un poder que vicia toda comprensión e intercomprensión, ni en una confrontación sociolectal que ocasiona la incomunicabilidad de los lenguajes (sostener que la lengua común es una ideología al servicio de la dominación y sólo hay idiomas de poder en conflicto). La escena verdaderamente política no es tampoco la de una imposibilidad de comprensión en razón de una heterogeneidad de juegos de lenguajes, entendida como una situación típicamente posmoderna que suspende el gran relato de la política.

¿Cuál es la verdadera interlocución política? Según Rancière se debería contestar, en principio, que lo político no se confunde con este modelo enunciativo clásico, ya que es menos y más que la racionalidad del diálogo. Menos, porque –se dijo más arriba- la irrupción del litigio político adquiere la forma de un monólogo por parte de un grupo que reclama ser escuchado y comprendido. Más, porque la desmultiplicación de la tercera persona –instancia que la formulación clásica de la enunciación dejó fuera– es fundamental para la lógica de la discusión política. Algunas de las variantes de esta desmultiplicación también fueron, conviene reconocerlo, objeto de catálogo y estudio por parte de los analistas del discurso. Dicho de otro modo, la controversia que Rancière establece con Habermas no debería hacernos olvidar los aportes del análisis del discurso político en este punto, aunque los haya hecho por fuera de una reflexión en torno al reclamo igualitario y a la reorganización de la esfera de la apariencia como acontecimientos políticos.

De acuerdo con Rancière, la tercera persona puede participar en distintos dispositivos enunciativos; puede, por ejemplo, localizar a un interlocutor indirecto o encubierto (véase García Negroni y Zoppi Fontana, 1992: 36); puede fungir como vocativo (su uso ha sido normalizado en una escena policial como lo es el debate preelectoral televisado); puede asimismo instalarse en posición de observación (i.e. la opinión pública); también está entre sus posibilidades convertirse en operador de identidad de la relación entre portavoz y colectivo representado, puesto que designar al contendiente con un “ellos” convierte al “yo” o al “nosotros” en representante/s del grupo; del mismo modo, el portavoz de un grupo institucionaliza el conflicto social refiriéndose a sus representados en tercera persona del plural (“Los trabajadores no aceptarán”). El esquema dialogal tampoco repara en la función objetivante del comentario que pone a prueba las pretensiones de validez del enunciado o, lo que es igual decir, de cierta modalización autonímica (Authier-Revuz, 1995) que desdobla el discurso y problematiza así la escena enunciativa en la que se traduce la manifestación de un ordenamiento de la comunidad (esto también se puede traducir como un acto de habla indirecto, en términos de la pragmática anglosajona). Asimismo, Rancière señala que la interlocución política compuso desde siempre argumentos comprensibles a partir de la heteroglosia, de la mezcla de regímenes enunciativos (el político y el religioso), registros y géneros (Rancière, 2007: 68). Porque para la política, lo argumentativo (la lógica de la demostración) no se opone a lo poético (la estética de la manifestación); por el contrario, es un discurso –pronunciado en cualquier momento y por cualquiera (vale decir, no se trata de que la clase política se deba poner a inventar nuevos lenguajes)– donde se enfatiza la continuidad de estos registros. Continuidad que se produce, por ejemplo, apelando a una mezcla de modalidades de expresión separadas por el orden policial; a enunciados quitados y restituidos a sus autores (cuando los ocupantes del Parque Indoamericano replicaban “Somos tan inmigrantes como los antepasados de Macri”;18 “no son la clase media, son la clase mierda”);19 a nuevas figuras retóricas que redescriben la experiencia colectiva (en su aparición, los Putos Peronistas de La Matanza mezclaban de manera inédita categorías políticas y de género: “El puto es peronista, el gay es gorila”)20; a dispositivos de subjetivación que surgen de los juegos de identidad y alteridad entre el sujeto de la enunciación, el sujeto del enunciado y los grupos sociales a los cuales reenvían (los casos donde se replica universalizando el lugar de exclusión que construía un enunciado anterior, como “Somos todas yeguas”21 o “Somos todos inmigrantes”).

Así pues, la enunciación política consistiría en un fenómeno de segundo grado con respecto al habla y a la comprensión rutinarias –policiales–. No se trataría únicamente de poner a funcionar el lenguaje, sino de la aparición de una insospechada intersección entre individuos y modos de decir; entre partes de una comunidad y ciertas fuerzas ilocucionarias. La enunciación política cobra existencia no cuando un conjunto de hombres polemiza con otro por la imposición de sus intereses y valores, sino cuando, mediante un acto de habla, se constituyen nuevas subjetividades en posición de litigar y de cuestionar, en simultáneo, el objeto, las partes enfrentadas y la misma existencia del litigio (i.e. el mismo caso en que se pone en juego lo universal está en litigio). La lógica política, en síntesis, se funda sobre un doble nivel de lo enunciativo, una duplicidad que contempla de igual modo los enunciados y sus condiciones de validez.22

No importa quien, no importa cuando

Dejemos esbozado un último tópico. La constitución de los colectivos, su lugar en la teoría y su relación con la palabra siempre ha llamado la atención de los analistas del discurso político. Como lo reconoce Verón, se trata de un problema capital para los sistemas democráticos contemporáneos y es indiscutible que el análisis del discurso no puede desentenderse de los avances de la teoría política en este punto. Para este autor, los colectivos son, vistos en producción, identidades del imaginario político en correlación con objetos discursivos; mientras que la cuestión de los colectivos empíricos hay que abordarla desde reconocimiento (si bien está implicado en su formulación, no habla directamente del vínculo de representación entre el enunciador y el colectivo mencionado). Otros autores van más allá y señalan que su construcción es lo que define a la política. Tal es el caso de Latour (2002; 2006), sociólogo interesado en la problemática enunciativa, para quien la política no es una esfera de lo social, ni el conglomerado de unas instituciones, ni las prácticas de unos sujetos, ni la movilización de unos géneros, etc.; no es de estos contenidos de donde proviene el atributo político de un discurso. Lo político es, para este autor, un régimen de habla particular, cuya especificidad es darle forma a los agrupamientos sociales, a los cuales configura y reconfigura una y otra vez. Estado, partido, empresa, familia, etc., cualquiera que fuese la dimensión de estos grupos, nunca son un dato previo al discurso, sino que es necesaria una mediación, la de la enunciación política, que los hace y transforma permanentemente, que los moviliza y los disuelve, los diseña y rediseña, etc., para lo cual debe evitar partir de la idea de que tiene como destinatarios individuos con opiniones, voluntades, identidades e intereses establecidos e inmutables. Nada menos político que la imagen socrática de un cuerpo de ciudadanos responsables y razonables, dueños absolutos de sus ideas y palabras, como precondición del discurso. Así, por ejemplo, un diputado puede no hablar políticamente en una sesión de la cámara (leyendo un informe sobre la producción agropecuaria anual), pero sí hacerlo frente a un grupo minúsculo (pidiéndole que lo acompañen a un cacerolazo).23

La política, siempre de acuerdo a Latour (2002: 151), transforma a los muchos en Uno por un primer vínculo de representación y “retransforma” en muchos al Uno a través de la obediencia (o de un ejercicio de poder). Son dos puntos de un mismo movimiento de ida y vuelta, no dos fases disyuntas. Sin embargo, para Latour no hay que visualizarlos como parte de una estructura perfectamente circular. La filosofía política clásica procura ver aquí un orden producido por los mismos que lo reciben, y en eso consiste la autonomía, en ocupar esos dos puntos: en producir la ley (el nomos) por la expresión de una voluntad y ajustarse a ella por manifestación de docilidad (cuando esta coincidencia se desplaza, salimos de la autonomía para entrar o bien en la disidencia, o bien en la dominación).

En realidad, todo consiste, según este autor, en un juego permanente entre autonomía y heteronomía. No hay así una estructura absolutamente cerrada, ya que los vínculos de representación y obediencia son siempre traicionados, continuamente dislocados, dado que en este régimen enunciativo no existe, como quieren los antirrepresentativistas, transferencia exacta y directa de la información. Por eso tal vez sea más apropiado expresarlo con la idea de un bucle: si se efectúa el reclamo de transparencia, fidelidad y racionalidad (“que los gobernantes se parezcan a su pueblo, que nos podamos identificar con ellos”), los muchos permanecen como tales: al no poder transformarse en un colectivo, en un Todo, ya no habría verdadera representación. En correspondencia, si los políticos quisieran ser obedecidos fielmente sería impracticable el pasaje del Uno a los muchos. Se exigiría que la orden fuera ejecutada sin deformación, sin traducción, sin agregados ni sustracciones, cosa imposible para los humanos. Se puede hablar, entonces, de “relaciones de dominación”, de “correspondencia de fuerzas”, de “lucha de influencias”, de “lobby”, de “proceso eleccionarios”, sin hacerlo políticamente; para que esto suceda es suficiente que se les atribuya a estas cuestiones una transferencia sin deformación. La política puede ser enunciable, pensable, sólo si los agentes son capaces de cambiar, a través del debate, sus opiniones y sus lugares de pertenencia. Vale decir, que no estén seguros de los intereses que representan dándoles voz, ni de la obediencia que solicitan. Doble traición entonces: de los mandatarios con respecto a la exigencia de representación fiel de los ciudadanos; de los ciudadanos con respecto a la obediencia fiel a los mandatarios. Toda pretensión de sustituir esta torcedura, principalmente a través de una razón razonable que –como ya se señaló– regule y corrija esta dinámica, termina por convertir a los colectivos en un agregado de elementos fijos. Es decir, destruye la política.

Evidentemente, la obra de Latour se trata del intento de pensar las prácticas enunciativas en el marco de los problemas ligados a la representación política. La producción de colectivos como condición de lo político permite incluso interrogar este fenómeno más allá de las instituciones del sistema democrático, aunque dentro de un vínculo en donde la voluntad no puede actuar de manera directa. La pregunta que corresponde hacerse es si no deberíamos pensar en un modelo más radical de enunciación política, que nos permitiera salir del vínculo representativo hacia una escena donde no se opere una alienación de la posibilidad de una actuación política inmediata. En este punto es factible introducir las tesis de Rancière.

A tal fin, podríamos ser un poco esquemáticos y conjugar su propuesta con otras figuras de la participación política en las democracias modernas. Su planteo no implica la sustracción de la voluntad que prescriben los mecanismos democráticos de representación (delegación que plantea la ficción –pues siempre hay traición– de una traducción transparente de la voluntad), ni las prácticas de control, de enjuiciamiento y de obstrucción por medio de las cuales la sociedad vigila, evalúa y corrige el accionar de las instituciones estatales y de la clase política (la realización de los mecanismos de lo contrademocrático, según PierreRosanvallon (2007), sino que traza una figura que viabiliza, por efecto de una acción que puede ser inmediata y espontánea, la redistribución de una esfera de apariencia. Cualquiera y en cualquier momento, no necesariamente en nombre de grupos predefinidos, puede articular un reclamo capaz de reestructurar la correspondencia entre aptitudes y lugares que organiza geométricamente a los agentes de una comunidad.

Podríamos decir así que las miradas de Latour y Rancière permiten reflexionar sobre procesos complementarios de formación de colectivos y de modos de investir las relaciones de representación. El tratamiento que le da a la cuestión el primero de ellos le permite a los estudios del discurso pensar la política como una enunciación que conforma colectivos, que tiende permanentemente a la transformación de los muchos en Uno, y por eso la política explica a la comunidad y no al revés. Mientras que las tesis de Latour allanan el camino para pensar los conflictos que se suscitan por las distorsiones inherentes a la lógica democrática de la representación, en la obra de Rancière es política la enunciación que pone de manifiesto una distorsión en ese funcionamiento (el cual puede designarse con el término policía, con las implicancias que vimos más arriba). Por un lado el objeto de análisis es un régimen enunciativo que reduce las diferencias a meras particularidades dentro del todo comunitario; por el otro, una palabra que hace que un grupo de la comunidad se identifique con su todo en el mismo momento en que litiga con la otra parte, la cual, al mismo tiempo que es una parte, exige también ser el todo: “un pueblo que pretende ser el pueblo”. El reclamo de la universalidad por un particular tiene, por otro lado, su figura paródica en el antagonismo del actual escenario policial argentino, donde cada uno de los grupos enfrentados reclama para su comportamiento “unas prácticas democráticas que son las prácticas democráticas”, “una forma de amor que es el amor”24, etc. Este ejemplo hace visibles otras problemáticas de la enunciación política como acontecimiento. En principio, el de su inteligibilidad, la cual depende de una subjetivización, lo que dificulta el discernimiento entre antagonismos imaginarios y reales. Luego, el de su temporalidad, su transcurso: efectivamente, ¿qué hacer con la reterritorialización del enunciado político que no cesa de convertirse en policial? En este sentido, podríamos decir que la urgencia de toda política es su situación postpolítica.

Conclusiones

En suma, siguiendo nuestras líneas de desarrollo, tendríamos, por una parte, el “análisis del discurso policial” y por otra existiría un “análisis del discurso político”. Se abre así la posibilidad cierta de repensar –una vez más– los principios de los estudios del discurso. Esencialmente en lo que atañe a la teoría marxista que está en su código genético25 y a la crítica ideológica que integra su dispositivo. Ahora bien, si la crítica social es un aparato que, según Rancière (2008), reproduce indefinidamente la incapacidad “fatal” de salir de la situación de engaño, aun cuando se asegura un resorte para la emancipación, ¿no sería más apropiado concebir un análisis del discurso político cuya función sería la de señalar los momentos de irrupción de acontecimientos verdaderamente políticos? En definitiva, la meta sería hacer viable, a pesar de las incompatibilidades teóricas, un desdoblamiento complementario de enfoques con perspectivas, materiales y categorías diferentes, pero guardando correspondencias entre sí. Su ventaja es que ordenaría y clarificaría el interior del campo político, orientando sobre cuáles son los fenómenos que pueden ser estructurados por un análisis del discurso interesado en ese universo, a la vez que balizaría sus confines e instauraría un afuera, aunque no necesariamente operando la clausura de ese espacio de significación, algo impracticable por otra parte. En suma, se podría generar, según creemos, una nueva inteligibilidad de lo político.

La obra de Rancière nos permite repensar la estructuración de los fenómenos que caen bajo la órbita del análisis del discurso político, no así su situación postpolítica. Como dijimos, podría servir para formular una distinción que haga de fulcro en la organización de ese campo enunciativo y conduzca a ajustar sus procedimientos de análisis, pero no nos permite pensar una posible gestión de lo que viene luego del acontecimiento político. De este modo, una vez señaladas estas particularidades del discurso político e incluso reconociendo los límites que se plantea la semiología como disciplina, queda en pie el deber de pensar, en tanto después, el reverso del conflicto, es decir, la creación de nuevos vínculos en esta era de comunicación global (que se puede considerar como una gigantesca operación policial) una vez ocurrido el reclamo político por la igualdad26 y reevaluar, entonces sí, la productividad de ciertas corrientes de las ciencias del lenguaje, como la teoría de la argumentación.

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Licenciado en Letras, Magíster en Análisis del Discurso y Doctor en Lingüística. Docente e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras y de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, (Argentina). Docente del Área Transdepartamental de Crítica de Artes del Instituto Universitario Nacional del Arte. Su línea de investigación es análisis del discurso (orientación en discurso político). Entre sus publicaciones destacan: “Tipología y discurso político” (2012), “Momentos pospolíticos y colectivos de identificación” (2012) y “Las emociones en el discurso político” (2014).

Docente e Investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, (Argentina); del Área Transdepartamental de Crítica de Artes (iuna); Área Transdepartamental de Artes Multimediales (iuna) y de la Universidad del Cine. Licenciado en Artes, uba. Sus líneas de investigación son: estética y semiótica audiovisual. Entre sus últimas publicaciones destacan: “In praise of difficulty: notes on realism and narration in contemporary Argentine cinema” (2013); “Cine: del exilio a la globalización” (2011) y “Rancière, para una filosofía de la emancipación estética” (2011).

El término acontecimiento remite en este escrito a una concepción particular de la enunciación, propuesta por Oswald Ducrot, para quien la enunciación “es el hecho mismo de que el enunciado haya sido producido, el acontecimiento histórico en que consiste su aparición” (1994: 188) (Véase nota al pie 10). El significado que le adjudicamos no es, por lo tanto, coextensivo al que le da Alain Badiou en el marco de su teoría.

“Si tuviéramos una taxonomía de otros tipos de discurso (científico, didáctico, publicitario, religioso, etc.), mostraríamos que el discurso político se puede definir por vía estructural por posiciones y por diferencias y podríamos entonces evaluar los efectos importantes que producen las diferencias de fuerza. Pero esa taxonomía no existe y es uno de los objetivos que tiene la investigación semiótica hoy” (Fabbri y Marcarino, 2002: 18).

Véase, por ejemplo, Chilton y Schäffner (2005).

En otros casos, queda en evidencia que ciertas manifestaciones del análisis del discurso arrastran aún el famoso problema de la transdisciplina que, en el mejor de los casos, genera trabajos en equipo, mientras que en su peor versión alumbra papers que acumulan de manera arbitraria datos o conceptos ligados a los momentos de gestación de los textos del corpus, todo bajo el título de condiciones de producción. Lo que allí se puede observar es, en definitiva, la falta de elaboración teórica de la noción de discurso.

La enunciación, para Virno (2005), sirve para afrontar algunos de los problemas centrales de la filosofía, dado que funciona a modo de compendio de las etapas fundamentales del origen del hombre, como, por caso, la formación de la autoconciencia y el proceso de individuación. Se hace notar aquí algo de la apropiación que realiza Virno de las tesis de Gilbert Simondon (vitales en otros trabajos para su definición de la categoría de multitud).

Añadimos ejemplos que completan la argumentación que sigue en el cuerpo del texto: “[la actividad política] hace escuchar un discurso donde sólo el ruido tenía lugar” (Rancière, 2007: 45); “La policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del hacer y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y tal tarea” (Rancière, 2007: 44).

Este concepto ampliado, no peyorativo, de policía está inspirado en Foucault (1990), si bien este último se contenta con diseñar en torno a él una teoría sobre las técnicas de gobierno del Estado policial, ya presente en autores de los siglos XVII y XVIII.

En la temporalidad implicada en el momento propiamente político parece haber dos etapas contradictorias: en primer lugar, “la exposición del agravio y argumentación del agravio”; en un segundo lugar, “el encuentro entre dos procesos heterogéneos: la policía y la igualdad”. Frente a esta posibilidad Ranciere contesta en una entrevista: “No veo ninguna contradicción, ni siquiera una diferencia entre ambas formulaciones (…) La exposición del agravio es lo mismo que la afirmación de esa parte de los sin parte inhallable en la cuenta policial que contabiliza las partes de la comunidad.” (Rancière, 2011a).

Agrupaciones cuya modalidad de protesta es el corte de calles o rutas.

En un orden policial se trataría, según Rancière, de darle forma a una comunidad en la que “cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función” (Rancière, 2008: 46). A esta división policial de lo sensible –fórmula que evoca los programas de ciertos regímenes políticos conservadores o reaccionarios, embelesados con una “comunidad organizada” o un “tejido armonioso de la comunidad”– Rancière opone la intención y las prácticas orientadas a la emancipación social, como ruptura del ajuste entre una ocupación y una capacidad.

La denominamos así en oposición a la variante “conceptual” o “abstracta” que, siguiendo los trabajos de Culioli, propone Verón (1987: 16). Esta consiste en un modelo abstracto al cual remite las operaciones aisladas durante el análisis. Es decir, se trata de un elemento que forma parte del dispositivo conceptual del analista y no de un proceso concreto de aparición de un enunciado.

La tradición francófona llegó a estructurar el problema de la enunciación gracias a la obra de Benveniste. Con él, la enunciación se convierte en un dispositivo integrado a la lengua, inherente a ella, sea ya que posea remisión explícita al acto enunciativo, como sucede con los elementos deícticos (pronombres personales), o no. La noción permitió así iluminar el funcionamiento reflexivo de la actividad lingüística: el enunciado remite al mundo reflejando el acto de enunciación que lo vehiculiza. Asimismo, al indicar que la enunciación se opone al enunciado del mismo modo en que una producción se diferencia de su producto, se lleva a cabo un despliegue de instancias que tendrá consecuencias decisivas dentro y fuera de la lingüística, como en el caso del psicoanálisis.

Hay aquí, irremediablemente, una simplificación. En la actualidad, es impracticable promover a un único autor como representante de la efad. Esa denominación reenvía hoy a una multiplicidad heteróclita de investigaciones (no todas centradas sobre lo político) cuyo objeto es el fenómeno discursivo (pero estructurado a partir de distintas variantes metodológicas), muestran una tendencia casi suicida en la autorreflexión epistemológica en sus principales autores y pueden filiarse, de manera directa o indirecta, con la obra fundadora de Michel Pêcheux y su entorno.

Inspirado en un artículo del lingüista norteamericano Zelling Harris, el método harrisiano fue dominante en los primeros momentos de la efad. Se trataba de seleccionar a priori algunas palabras clave (capaces, según se creía, de condensar una formación ideológica) y, para comparar su entorno, se descontextualizaban y manipulaban sintácticamente las oraciones de base en donde aparecían. Fue abandonado paulatinamente, a medida que se hizo evidente que el análisis no podía dejar fuera a las dimensiones enunciativa e interdiscursiva de la discursividad. Véanse las críticas de Courtine (1981).

Al respecto, véase Charaudeau y Mainguenau (2005).

Las cuatros formaciones imaginarias son las siguientes: I A (A): imagen de A para A (¿quién soy yo para el otro?); I A (B): imagen de B para A (¿quién es él para mí?); I B (B): Imagen de B para B (¿quién soy yo para que él para que me hable así?): I B (A): imagen de B para A (¿quién es él para que él me hable así). A partir de estas cuatros formaciones se podrían reconstruir las expectativas de los lugares sociales que ocupan los agentes de cualquier situación comunicativa. De lo que se trata en la enunciación política es dislocar estas formaciones, vale decir las expectativas y los lugares que ocupan “normalmente” los sujetos locutarios y alocutarios en el reparto social y su lugar simbólico. De este modo, la política se dirige también a reconfigurar las estructuras imaginarias y simbólicas implicadas en toda división de lo sensible.

En realidad, y para ser más preciso, el discurso político se dirige simultáneamente a tres destinatarios: el destinatario positivo o prodestinatario (el receptor que comparte ideario, valores y objetivos con el enunciador, y conforma con él un colectivo), el destinatario negativo o contradestinatario (es el tercero excluido del colectivo de identificación y del circuito comunicativo o, visto del otro lado, el adversario que tenderá a realizar una lectura “destructiva” de las palabras del enunciador) y el paradestinatario (figura que quizás cobre real nitidez durante los momentos eleccionarios en países donde el voto es obligatorio, se trataría de los llamados indecisos, ocupantes de la posición a la cual se dirige la dimensión persuasiva del texto político).

Mauricio Macri es el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y uno de los representantes más reconocidos de los posicionamientos neoliberales.

Fuente: La Nación del 10/12/2010.

“Gorila” es un término que, en el habla coloquial, sirve para designar a quienes se definen políticamente por su antiperonismo.

En el habla coloquial y en general, “Yegua” designa de manera sumamente despectiva a la mujer de pésima conducta. El caso citado alude al improperio con el que los militantes opositores suelen referirse a la presidente de la Argentina, el cual tiene, además, connotaciones sexistas.

Para ser más precisos, lo que está en juego en la interlocución política no es el litigio argumentativo particular, sino la inteligencia del lenguaje, que constata la igualdad de todos los seres parlantes y tiene consecuencias para la definición del orden social. Así, la desigualdad de los rangos sociales no existe en razón de la desigualdad misma, sino por la igualdad de los seres parlantes en tanto tales; pero como las sociedades tienden a creer lo primero, sólo se puede hacer ver lo segundo a través del conflicto.

Para Latour, aunque no son idénticos, el régimen político posee similitudes estructurales y operativas con el mecanismo enunciativo, tal como lo explica la semiótica greimasiana. Se deja describir, en ambos casos, como un acto de delegación que se lleva cabo entre el sujeto de la enunciación y la figura del sujeto del enunciado: cada acto de habla produce, como reacción, un enunciador oculto, que es quien delega el ejercicio de la palabra a quien habla por él, en otro espacio y en otro tiempo; por lo tanto, hablar es obedecer lo que “otro” hace decir, esto es, representarlo. Así se explica que cuestiones tales como el autor, la autoridad y la autorización sean consubstanciales a la manera política de hablar.

Uno de elementos discursivos en disputa en el marco de la fuerte polarización gobierno – oposición refiere, justamente, a los lazos emocionales en la configuración de la propia identidad: cada uno de estos grupos se arroga estar aglutinado por vínculos afectivos positivos, mientras que a su oponente lo reúne nada más que el odio.

Para Rancière, el marxismo es un modo de sustracción del momento político propiamente dicho, es una de las figuras que adquiere la identificación de política y policía (2007: 112).

Como señala Badiou (2007), los pensadores de la política ontologizaron el antagonismo, convirtiendo el campo político en un espacio de la necesidad del conflicto, en lugar de pensar como alternativa una gestión de éste.

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