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Vol. 62. Núm. 229.
Páginas 243-262 (enero - abril 2017)
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Páginas 243-262 (enero - abril 2017)
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Populismo y emancipaciones. La política radical hoy. Una aproximación (con variaciones) al pensamiento de Ernesto Laclau
Populism and Emancipations. Radical Politics Today. Approaching (with Variations) Ernesto Laclau's Thought
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Paula Biglieri
* Conicet, Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de La Matanza (Argentina)
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Resumen

El artículo presenta un recorrido por la obra de Ernesto Laclau para vincular dos elementos que se plantean como distintivos en su propuesta política: por una lado, su idea de política radical como el “fin de la emancipación” para dar paso a la posibilidad de emancipaciones, en plural, y por otro lado, su noción de populismo. En este sentido, se interroga si ambas propuestas acaso no resultan inconsistentes al estar aunadas en un mismo marco teórico. Para responder a esto la autora reconsidera la categoría de demanda, en la cual, además de distinguirse entre demandas populares y democráticas, como sostiene Laclau, se examina si revisten (o no) un carácter radical. La demanda radical sería aquella que encierra una reivindicación igualitaria. Así, el populismo puede volverse la forma de la política radical siempre que articule demandas emancipatorias de distinta índole desatando un movimiento anti statu quo en pos de la reivindicación igualitaria. A lo largo del texto se presenta, en primer lugar, una escueta referencia biográfica de Laclau en relación con su militancia política para pasar, en segundo lugar, a los argumentos generales que llevaron a Laclau y a Mouffe a radicalizar las propuestas de Antonio Gramsci y Louis Althusser -que desembocaron en la ruptura posmarxista- y, en tercer lugar, a la elaboración teórica de Laclau sobre el populismo en función de la noción de emancipaciones. Sobre este último punto se formulan algunas variaciones respecto de la categoría de “demanda”.

Palabras clave:
populismo
emancipaciones
política radical
demanda
igualdad
Ernesto Laclau
Abstract

This article presents a review of Ernesto Laclau's work aimed at relating two aspects that are considered distinctive of his political approach: on the one hand, his notion of radical politics as “the end of emancipation” to be replaced by the prospect of emancipations -in plural- and, on the other hand, the notion of populism. In this sense, the text raises the question whether these two elements are possible within the same theoretical framework. The answer comes through a reconsideration of the category of “demand”, which should not be only distinguished as popular or democratic demand, but also as radical (or not radical). A radical demand would be one which involves an egalitarian claim. Therefore, radical populisms would be those that articulate different emancipatory demands unleashing an anti statu quo movement in an egalitarian sense. Throughout the text we develop, first, a brief biographical review of Laclau in relation to his political militancy; next, the overall arguments that led Laclau and Mouffe to radicalize the views of Antonio Gramsci and Louis Althusser -which led to the post-Marxist rupture- and, thirdly, a theoretical elaboration of Laclau's view of populism in terms of the notion of emancipations. Concerning the latter, some variations are developed as to the category of “demand.”

Keywords:
populism
emancipations
radical politics
demand
equality
Ernesto Laclau
Texto completo
Introducción

Hay dos elementos que pueden ser señalados como distintivos de la propuesta política de Ernesto Laclau. Uno es su idea de política radical como el “fin de la emancipación” (Laclau, 1996: 38), con el que se abre la posibilidad de las emancipaciones, en plural. La otra es su noción de populismo. La primera viene del corazón de la tradición posmarxista que él mismo abrió, junto con Chantal Mouffe, con la publicación de aquel texto, ya clásico, de 1985, titulado Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Es decir, la idea de las emancipaciones es el resultado de la deconstrucción de la teoría marxista y de la elaboración de la teoría de la hegemonía y del antagonismo. La segunda proviene de su experiencia política personal, esto es, sus tempranos años como militante en Argentina y, por supuesto, es además el resultado de una construcción teórica de largo aliento que fue tomando elementos diversos, sobre todo de la deconstrucción y del psicoanálisis lacaniano y que se expresa fundamentalmente en el texto de 2005, La razón populista.

Ahora bien, a primera vista, esta cuestión pareciera ser un escándalo, considerando que, con mucha frecuencia, la palabra populismo es rápidamente asociada a autoritarismo, demagogia y fascismo. De ahí que entonces surja la pregunta teórica: ¿Cómo es posible relacionar estos dos elementos (emancipaciones y populismo) en el mismo marco teórico, sin caer en inconsistencias?

Para Laclau conjugar estos elementos no sólo no constituye un escándalo (pueden enlazarse en una propuesta teórica sin caer en inconsistencias), sino que, aún más, podemos sostener que Laclau redobla la apuesta y considera que no es posible pensar las unas sin el otro. Más aún, cabe afirmar que el populismo es la forma de una posible política radical hoy.

Con el objetivo de sustentar tales argumentos a lo largo del texto serán presentados, en primer lugar, una escueta referencia biográfica de Laclau en relación con su militancia política para pasar, en segundo lugar, a los argumentos generales que llevaron a Laclau y a Mouffe a radicalizar las propuestas de Antonio Gramsci y Louis Althusser -que desembocaron en la ruptura posmarxista- y, en tercer lugar, a la elaboración teórica de Laclau sobre populismo en función de la noción de emancipaciones. Sobre este último punto se formularán algunas variaciones respecto de la categoría de “demanda”.

Populismo y emancipaciones

Poco antes de que cumpliera 10 años, el 19 de septiembre de 1945, hubo una marcha multitudinaria antiperonista, es decir, absolutamente gorila,

La Marcha de la Constitución y la Libertad,1y yo la estaba viendo desde un balcón de la casa de una tía mía en la avenida Corrientes, entre Riobamba y la avenida Callao. De pronto, no sé por qué, se me dio y grité: ‘­Viva Yrigoyen!’ Ese grito, ‘­viva Yrigoyen!’, yo creo que me transformó en un populista

Ernesto Laclau2

Donde todo comenzó

Al promediar la década de los años cincuenta, Laclau ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras (ffyl) de la Universidad de Buenos Ares (uba). Allí, en 1954 comenzó a estudiar la licenciatura en Filosofía, aunque tres años más tarde se volcó hacia la de Historia, que finalizó en 1964.

En la ffyl se abocó a dos actividades: la academia y la militancia política, que se presentaron como anverso y reverso de una misma moneda. La academia abonaba su posicionamiento político y la participación política motorizaba la argumentación académica. Para un militante de la izquierda inquieto por los movimientos populares argentinos no resultaban fácilmente aceptables las explicaciones lineales a través de la categoría nodal marxista de modo de producción. Por eso, ya desde sus inicios transitó un camino que lo llevó paulatinamente a enfocar su mirada académica en lo que en términos marxistas podríamos denominar “superestructura” y su compleja interconexión con la estructura. No es extraño entonces que los autores que más impactaron al estudiante de licenciatura fueran Gramsci y Althusser.

En términos generales, podemos decir que la interpretación del peronismo por parte de la izquierda se dividía entre quienes lo pensaban como un desvío, una anomalía y el producto del engaño demagógico de un líder autoritario, y quienes, por otro lado, lo consideraban una vía efectiva de democratización social y política en Argentina, una genuina expresión de los sectores más vulnerados, en definitiva, una expresión que respondía a la peculiaridad nacional y popular. De los primeros surgió la izquierda antiperonista; de los segundos, la izquierda nacional. Laclau se deslizó muy rápidamente de la primera postura a la segunda. El tránsito concomitante consistió en un desplazamiento de estudiar la tradición marxista -digamos, “pura y dura”- a considerar el problema que los movimientos populares le planteaban a esta tradición, que no podrían ser claramente encasillados en la categoría de clase social. Estas tempranas inquietudes del Laclau estudiante y militante, de alguna manera ya presentes en los acalorados debates que provocaba en el periódico Lucha Obrera, 3 años más tarde desembocarían en la extraordinaria lectura y radicalización de Gramsci y Althusser, que realizaría junto con Mouffe, ya como académico en Inglaterra. 3

Más allá de Gramsci y Althusser: el posmarxismo

Laclau y Mouffe recogieron el marxismo allí en donde Gramsci y Althusser lo habían dejado, para radicalizar sus argumentos y desplazarse a otro terreno -el discursivo-, dando inicio al posmarxismo.

De Gramsci tomaron el cuestionamiento de sus bases fundamentales. Bien es sabido que el punto de partida del marxismo se encuentra en los supuestos de que, por un lado, todo sujeto político es un sujeto de clase (con lo cual, para poder determinar su identidad es necesario en primer lugar establecer a qué clase social pertenece) y, por otro lado, que la historia es un proceso de progresivo desarrollo de las fuerzas productivas a las cuales les corresponden unas determinadas relaciones de producción. Ubicada aquí la infraestructura de la historia, la posición que se ocupaba en las relaciones de producción se consideraba aquello que definía las características internas de los agentes sociales, vale decir, el lugar ocupado dentro del sistema de relaciones de producción; fue lo que Marx denominó “clases sociales”. En todo caso, desde el marxismo clásico, para comprender algo de la sociedad -desde el arte hasta cualquier comportamiento social-lo primero que había que determinar era la pertenencia de clase de esa forma de expresión.

Un tercer supuesto consistía en que cada clase social tenía asignada una serie de tareas históricas. Así, en los países en donde aún prevalecía el absolutismo y el feudalismo la tarea fundamental consistía en llevar adelante la revolución democrático-burguesa y ésta era justamente la tarea histórica que tenía asignada la burguesía en tanto que clase social ascendente frente al antiguo régimen. Por tanto, la tarea de la clase obrera era acompañar el desarrollo del progreso de la historia y apoyar a la burguesía en su lucha en contra del absolutismo y los resabios feudales, hasta que adviniera el capitalismo y posteriormente se abriera el tiempo de la lucha por el socialismo. En otras palabras, se postulaba un privilegio del principio de pertenencia de clase: las clases sociales podían poseer rasgos diversos que definían su realidad social, pero todas esas características se remitían a una fundamental que identificaba su esencia en función de la localización en las relaciones de producción que determinaba sus tareas de clase.

Ahora bien, este esquema de correspondencia entre clase social y tareas asignadas fue puesto en entredicho por las características que presentaban las luchas políticas de Alemania y Rusia. Recordemos las discusiones entre Carlos Marx y Ferdinand Lassalle o los debates entre bolcheviques y mencheviques.4 En todo caso, se daba la situación de que era otra clase social (el proletariado) la que debía hacerse cargo de las tareas que le correspondían a la burguesía (la revolución democrático-burguesa). Sin embargo, ninguna de las posturas en aquel debate político ponía en cuestión la naturaleza socialista de la tarea de la clase obrera ni tampoco la naturaleza burguesa de la tarea democrática.

En este punto, las preguntas que se planteaba Gramsci y que fueron retomadas por Laclau y Mouffe eran: ¿hasta qué punto la clase trabajadora modificaba su propia naturaleza por el hecho de estar llevando adelante una tarea democrático-burguesa? Y, ¿acaso las tareas democrático-burguesas no cambiaban de naturaleza al ser ejecutadas por los trabajadores en vez de la burguesía? Es decir, ¿no hay una contaminación mutua entre la clase social y la tarea que se supone que debe llevar a cabo? Porque, ¿cambiaría la clase trabajadora su identidad por el hecho de realizar tareas democráticas? ¿Las tareas democráticas serían transformadas si las desarrollaba la clase trabajadora en lugar de la burguesía? O bien, planteado en términos deconstructivos, si el suplemento de la identidad de la clase trabajadora eran las tareas democráticas y estas tareas eran lo que determina el tipo de intervención que la clase trabajadora tendría, ¿no se volvía acaso el suplemento tan importante como el núcleo de clase? Sin duda, éste era el límite de los bolcheviques: aceptaban que la clase trabajadora debía liderar las tareas democráticas, pero la naturaleza democrático-burguesa de dichas labores nunca se ponía en cuestión. Por lo tanto, había una distinción clara entre tarea y clase social; recordemos a modo de ejemplo el lema de Vladimir Ilich Uliánov Lenin: “Golpear juntos y marchar separados.”

Gramsci5 desestabilizó la distinción tajante entre clase social y tareas y colocó en el centro de la escena el concepto de hegemonía, minando con ello las bases fundamentales del marxismo. Básicamente, su argumento sostenía que los agentes sociales no son clases sociales, en el sentido clásico del marxismo, sino voluntades colectivas. Y éstas son, a su vez, el resultado de un proceso a través del cual un determinado agente social logra articular una serie de elementos diversos que no tienen necesariamente una pertenencia de clase definitiva. Tal proceso de agregación de diferentes elementos por parte de distintos agentes sociales era lo que denominaba “hegemonía”. En todo caso, para Gramsci no había tareas asignadas a una determinada clase social.

Este punto es precisamente el que Laclau y Mouffe tomaron del marxismo de Gramsci para radicalizar su propuesta. En primer lugar, desplazaron la hegemonía desde la topología marxista clásica (base material/superestructura) hacia el plano del discurso. Porque para Laclau y Mouffe resultaba inaceptable la posición de Gramsci de permanecer en el modelo topológico (a pesar de sus desarrollos sobre la hegemonía), ya que esto suponía permanecer atados al esencialismo, en la medida en que un plano se presenta como fundante del otro. Y dicho desplazamiento, más precisamente, fue hacia la dispersión discursiva, porque es allí justamente en donde la hegemonía viene a poner en relación -a articular-diversos elementos para crear un orden en donde no lo hay; con lo cual tenemos que todo orden (digamos, a nuestros fines, lo social) es siempre, por definición, hegemónico. Postularon entonces que “lo social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia, es decir, en la medida en que ‘la sociedad’ es imposible” (Laclau y Mouffe, 1985: 156).

En segundo lugar, al proponer comprender al orden social como un espacio discursivo, colocaron a la retórica en el corazón de su trabajo, ya que su concepción de estructuración de lo social responde a un modelo retórico. De allí la afirmación de que: “Sinonimia, metonimia, metáfora, no son formas de pensamiento que aporten un sentido segundo a una literalidad primaria a través de las cuales las relaciones sociales se constituirían, sino que son parte del terreno primario mismo de constitución de lo social” (Laclau y Mouffe, 1985: 150).

Así, supusieron que el campo de lo discursivo se superpone al campo de las relaciones sociales y que éstas son tales porque tienen y producen sentido.

El paso siguiente en cuanto a la retórica es considerar que para Laclau la política y, como veremos, también el populismo son constitutivamente catacréticos. En la retórica clásica, la catacresis es el nombre de un término figural que no posee un sustituto literal (por ejemplo, cuando hablamos de las alas de un avión o las patas de una mesa). Pero a esta definición Laclau le agregó algo: sostuvo que la catacresis no es una figura retórica más entre otras, sino que es una dimensión de lo figural en general y, en este sentido, constituye la retoricidad en cuanto tal; y como lo social se empalma con el campo discursivo y posee -justamente-un modo retórico, lo catacrético define la dimensión ontológica fundamental a través de la cual lo social se estructura. Vale decir, generalizó la catacresis en el sentido de que lo que tenemos con la retórica es la ausencia de una significación literal y, en consecuencia, el desplazamiento constante del significante en la medida en que un término asume la representación de algo que lo excede. En términos psicoanalíticos, podríamos decir que se trata de aquel tipo de juego en el cual los registros simbólico-imaginarios nunca pueden dominar lo real. O, en otras palabras, la catacresis supone aquel tipo de operación por la cual un elemento figural -siempre particular-, ante la ausencia de una literalidad última, viene a representar una totalidad que es inconmensurable respecto de sí misma. Esta es la definición de hegemonía de Laclau y es una manera de decir que la hegemonía es una práctica figural y no literal.

En tercer lugar, al aceptar la imposibilidad de la sociedad también admitieron la imposibilidad de que todo orden pueda constituirse como una totalidad coherentemente unificada. Es decir, la hegemonía supone una representación constitutivamente distorsionada u opaca, ya que siempre habrá un antagonismo que clausura la posibilidad de que tal representación sea total y transparente consigo misma.

Y, en cuarto lugar, si estamos en el terreno primario de la dispersión discursiva, lo que tenemos desde el inicio es el puro juego de las diferencias, esto es, la contingencia más radical. Es decir, las condiciones de existencia de un orden siempre son contingentes, porque lo que existe no es producto de una objetividad fundante naturalmente dada, sino, por el contrario, tiene un carácter radicalmente histórico.

Entonces, la “objetividad” que existe es, en todo caso, efecto de un acto de poder, en el sentido de que es producto de la sobredeterminación de ciertos elementos discursivos que imprimen un detenimiento -siempre precarioal juego de las diferencias.6 A esta fijación precaria es a lo que Laclau y Mouffe van a denominar “hegemonía”. De aquí se desprende que por definición todo orden es siempre, en cuanto tal, hegemónico. Y hegemónico para los autores va a significar un orden suturado,7 es decir, no pleno. Toda universalidad, desde esta perspectiva siempre es hegemónica y, por ende, será siempre fallida.

Ahora bien, en este punto es en donde encontramos que también se hace manifiesta la influencia de Althusser. Porque es allí, en relación con la noción de hegemonía, en donde introdujeron el concepto de “sobredeterminación”. Este detenimiento -siempre precario-del deslizamiento significante tiene lugar en la medida en que un significante ha sido sobredeterminado. Ese significante o elemento particular que asume la representación de una totalidad que es completamente inconmensurable respecto de sí misma (de allí la constitutiva distorsión de la representación) es para Laclau el significante vacío.8 Esa es su función: hegemonizar, asumir tal representación porque quedó sobredeterminado al haber condensado la mayor cantidad de cadenas asociativas de elementos. La hegemonía es una operación retórica ya que, ante la falta de una literalidad última, un elemento figural -sobredeterminado- viene a interrumpir el deslizamiento metonímico que supone la lógica de la diferencia.9

Pero si Laclau y Mouffe toman el concepto de sobredeterminación por vía de Althusser, también lo hacen para justificar por qué hay que ir más allá de la propuesta de este autor: Althusser, al defender la idea de sobredeterminación en última instancia por parte de la economía, reintrodujo de contrabando el determinismo simplista de un plano sobre otro, que era lo que justamente intentaba dejar atrás. En efecto, si Althusser sostuvo que no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado para expresar que el orden social se corresponde con el orden simbólico y, por lo tanto, carece de un principio fundante, reinsertó de contrabando una forma renovada de esencialismo al afirmar la existencia de una sobredeterminación en última instancia por parte de la economía. Esta afirmación resultó inaceptable para Laclau y Mouffe, ya que estaríamos volviendo, de alguna manera, al par binario esencia-accidente, pero esta vez en formato marxista: base material-superestructura, en donde las relaciones de producción (que se ubican en la base material) tienen la última palabra. Más aún, toda la complejidad que implicaba la idea de la sobredeterminación quedó borrada de un plumazo:

[...] si la economía es un objeto que puede determinar en última instancia a todo tipo de sociedad, esto significa que, al menos en lo que se refiere a esa instancia, nos enfrentamos con una determinación simple y no con una sobredeterminación. Y si la sociedad tiene una última instancia que determina sus leyes de movimiento, se sigue que las relaciones entre las instancias sobredeterminadas y la última instancia que opera según una determinación simple y unidireccional deben ser concebidas en términos de esta última (Laclau y Mouffe, 1985: 136).

Recordemos que Althusser había tomado este concepto prestado de Sigmund Freud para releer a Marx y cuestionar la interpretación simplista que la Vulgata marxista hacía de la relación entre la base material y la superestructura y, en consecuencia, la correspondencia entre una clase social con determinadas tareas. Es decir, para Althusser la contradicción general (entre fuerzas productivas y relaciones de producción) que se halla en la base material no bastaba para explicar el proceso histórico. En todo caso, para que la contradicción general se activara y se convirtiera en aquello que permite habilitar la ruptura revolucionaria era necesario que ésta estuviese sobredeterminada por una serie de contradicciones que tenían lugar en el plano de la superestructura. Así, para Althusser con Marx lo que teníamos era la complejidad de una contradicción general siempre sobredeterminada. Aunque finalmente fuera a sostener que la economía era la que determinaba en última instancia.

En todo caso, para Laclau y Mouffe toda la complejidad de la sobredeterminación planteada por Althusser quedaba anulada al reducirla a una última instancia. Por eso retomaron la noción de sobredeterminación, pero a través de un retorno a Freud, en la medida en que para este autor la posibilidad de un último fundamento queda definitivamente eliminada.10 Así, yendo más allá de Gramsci y Althusser, con Laclau y Mouffe la hegemonía pasa al campo discursivo y la sobredeterminación deja de tener una última instancia.

Populismo sin pedido de disculpas. La política radical hoy11

Una vez que hemos aceptado la imposibilidad de la plenitud de lo social, inmediatamente también queda de lado el concepto de la emancipación como una noción dada de manera completa, de una vez y para siempre.12 Ya en Hegemonía y estrategia socialista (1985), Laclau y Mouffe nos habían advertido que dicha imposibilidad resultaba del carácter irreductible y constitutivo del antagonismo, el cual definieron como “el límite de toda objetividad” y como “la presencia del otro que me impide ser yo mismo”. Sin embargo, Laclau fue redondeando la metáfora post-fundacional de la imposibilidad de la sociedad con la introducción de nuevos elementos en su obra. Primero, al incorporar la noción de dislocación (1990), es decir, la idea de una hiancia estructural que establece que toda estructura ya está dislocada. La dislocación fue presentada entonces como el lugar del sujeto, para definirlo como la “forma pura de la dislocación de la estructura, de su inerradicable distancia respecto de sí misma” (Laclau, 1990: 76). El antagonismo devino, así, una forma de hacer con la dislocación. En palabras del propio Laclau:

La idea de construir, de vivir esa experiencia de la dislocación como antagónica, sobre la base de la construcción de un enemigo, ya presupone un momento de construcción discursiva de la dislocación, que permite dominarla, de alguna manera, en un sistema conceptual que está en la base de cierta experiencia (Laclau, 1997: 126).

El segundo nuevo elemento fue la introducción del concepto de heterogeneidad social. Lo heterogéneo fue definido como aquello que no se inscribe, un tipo de exclusión más radical que la inherente en la exclusión antagónica:

[...] mientras que el antagonismo aún presupone alguna clase de inscripción discursiva, el tipo de exterioridad al que nos estamos refiriendo ahora presupone no sólo una exterioridad a algo dentro de un espacio de representación, sino respecto del espacio de representación como tal. Este tipo de exterioridad es lo que vamos a denominar heterogeneidad social (Laclau, 2005: 176).

La heterogeneidad habita el campo discursivo, atraviesa toda identidad, todo elemento, demanda, etc.; cruza el campo de representación en cuanto tal, limitándolo.13 Pero en todo caso, la imposibilidad de la sociedad nos lleva a hablar en plural: emancipaciones.14 Su propuesta entonces fue pasar a pensarlas constitutivamente ligadas a lo político. Y es aquí es donde emancipaciones y populismo comenzaron a entretejer su vínculo.

Las luchas políticas son siempre luchas hegemónicas. Se trata de articular elementos y de establecer un cierto horizonte simbólico-imaginario. Frente a lo irreducible de la heterogeneidad, se articula la hegemonía, ese momento de lo político que no la cancela pero que hace un intento de representación. Así, la articulación de una hegemonía es un acto de poder, pero no en el sentido de una voluntad que decide caprichosamente, sino en el sentido de que suturar un orden (representar aquello que es irrepresentable) supone siempre la exclusión de otras posibilidades también abiertas.

Ahora bien, Laclau en su texto de 2005, La razón populista, va a plantear al populismo como una forma de la política hegemónica. Y será ésta su forma dilecta de la política, por dos razones. En primer lugar, porque el populismo es una dimensión inerradicable de la política y, en segundo lugar, porque es la forma de la política radical hoy.

En cuanto al primer aspecto, quisiera hacer patente mi desacuerdo con algunos autores que reprochan a Laclau haber confundido o haber hecho intercambiables el concepto de política con el de populismo, ya que para Laclau la hegemonía sería tanto el terreno de la política como del populismo.15 En rigor de verdad, Laclau en un primer trabajo titulado “Populism: what's in a name?” (2004) afirma que política, hegemonía y populismo son sinónimos. Pero, muy pronto, en su texto La razón populista (2005), en donde desarrolla todo el argumento acerca del populismo, abandonará por completo tal afirmación. Mantenerla supondría una opción por la lógica de la equivalencia y la cancelación de la lógica de la diferencia, con lo cual estaría siendo inconsistente con la propia teoría de la hegemonía.

Sin embargo, política y populismo implican una catacresis. Si todo populismo supone una articulación hegemónica, podemos decir que ambos son constitutivamente retóricos -catacréticos- y suponen que toda articulación se construye en esta relación inestable entre equivalencia y diferencia. Entonces, si líneas atrás sostuvimos que la hegemonía es una práctica figural y no literal, podemos agregar ahora que el pueblo es la figura en la cual esa práctica toma forma en el populismo. Por ello, para Laclau la figura del pueblo en el populismo nunca puede pensarse como un grupo empírico, una clase sociológicamente establecida, un dato demográfico o el resultado de una mayoría electoral. Es más, el pueblo se escapa a toda métrica, cuenta o emplazamiento; de allí su potencial radicalmente emancipatorio.

Pero en ningún caso hay una superposición semántica entre ambos términos, porque el populismo tiene su especificidad; esto queda claro desde el momento en que podemos afirmar que toda articulación populista es hegemónica, más no toda hegemonía es populista. Entonces, ¿qué tipo de articulación hegemónica es la específicamente populista? Aquella que implica la articulación de la figura de un pueblo a través de la entrada en equivalencia de una serie de demandas de diversa índole, la investidura libidinal de un líder por parte de ese pueblo y la dicotomización del espacio social que establece una frontera antagónica entre dos lugares de enunciación: un “nosotros”, el pueblo, y un “ellos”, los enemigos del pueblo. Esto es el populismo.

En cuanto al segundo aspecto, el populismo es la forma preferida de la política para Laclau, porque es la figura del pueblo la única que puede desencadenar modificaciones en el status quo. Es decir, es el pueblo -la plebs que reclama ser el único populus legítimo- el que puede empujar un proceso de emancipaciones, vale decir, de articulaciones contra-hegemónicas; esto es, una política radical.16 Por lo tanto, a la afirmación de Jorge Alemán (2015) de que “sólo puede existir la emancipación si se pasa por la apuesta hegemónica”, le agregaría “de carácter populista”. Así, evidentemente, también desde esta perspectiva nos desprendemos de toda concepción que considera la posibilidad de alcanzar algún tipo de emancipaciones exentas de relaciones de poder o de representación.

El pueblo es, además, expresión de la imposibilidad de la plenitud de la sociedad. Si la sociedad pudiese cerrarse como un orden coherentemente unificado se cancelaría toda posibilidad de antagonismo y, en consecuencia, también de pueblo. En este sentido, quiero aquí hacer mención explícita de que esta afirmación contradice el argumento crítico hacia el populismo que sostiene Slavoj Zižek, a saber:

De la misma manera que, como a Laclau le gusta enfatizar, la sociedad no existe, tampoco existe el pueblo y el problema con el populismo es ése: que, dentro de su horizonte, el pueblo justamente s¡ existe -la existencia del pueblo está garantizada por su excepción constitutiva, por la externalización de un enemigo en intruso/obstáculo positivo (Zižek, 2009: 281).17

En todo caso, si la figura del pueblo existe es porque la sociedad no existe. El pueblo se constituye alrededor de la “imposibilidad de la sociedad”. Si ésta pudiese establecerse y cerrarse como un ordenamiento coherentemente unificado, sin dislocaciones, se cancelaría toda posibilidad de figuralidad y, en consecuencia, de pueblo, de hegemonía y también de antagonismo. El pueblo muestra dicha imposibilidad al articularse, al “colarse” y emerger en el espacio discursivo desde los intersticios de la asignación de lugares, la determinación de funciones y el establecimiento de jerarquías impuestas y, con esto, cuestiona aquello que ha sido determinado como prioritario e importante, lo visible y lo existente. En este sentido, el pueblo es ya una suerte de inscripción/expresión del antagonismo en la medida en que da cuenta de él. Digamos que el pueblo se “inventa”, se crea o se construye; se trata de una figura política que no se desprende de ninguna premisa anterior ni se deriva lógicamente de ninguna circunstancia política o contexto determinado.

Mientras que, por otra parte, podemos decir que el enemigo externo funciona como principio de sutura parcial. Es decir, como el “afuera constitutivo” (Staten, 1984) del pueblo. Si el pueblo involucra una frontera radical -porque su propia presencia es efecto del antagonismo, que es constitutivo de lo social-, el enemigo es un determinado afuera que no lo es en el sentido estricto del término. Mouffe dice al respecto:

[Henry] Staten usa el término “afuera constitutivo” para referirse a una serie de temas desarrollados por Jacques Derrida con sus nociones de suplemento, huella y différance. El término “afuera constitutivo” es usado para resaltar la idea de que la creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, una que es construida sobre la base de una jerarquía: por ejemplo, entre forma y materia, blanco y negro, varón y mujer. Una vez que hemos aceptado que toda identidad es relacional y que la afirmación de una diferencia -es decir, la percepción de algo “otro” que constituye un exterior- es una precondición para la existencia de cualquier identidad, es que podemos entender cómo las relaciones sociales están atravesadas por antagonismos (Mouffe, 2002: 7).

Más aún, en la noción de pueblo de Laclau no encontramos ningún sentido de totalidad, de identidad substancial o positiva, inmanencia dada, de plena presencia o de alguna prioridad ontológica de algún tipo u homogeneidad dentro del espacio social y, menos aún, la posibilidad del pueblo-uno.

Sin embargo, aquí resulta clave remarcar que no todo populismo habilita un proceso de política radical. De allí que resulte crucial diferenciar las emancipaciones del populismo. Ya que puede haber populismos no emancipatorios. Laclau (2005) afirma que una articulación populista es una forma; las distintas modalidades que tome estarán en relación con las luchas políticas de los contextos en donde ese populismo tenga lugar. Vale decir, su contenido y orientación política general dependerá de la correlación de fuerzas de un determinado espacio social.

Variaciones

Entonces, la pregunta que surge aquí es: ¿cómo distinguir aquellos populismos que habilitan un proceso de política radical de aquellos que no? (ya que Laclau no estableció un criterio en este sentido). Propongo buscar la respuesta a nivel de la demanda. Recordemos que Laclau (2005) planteó que para el estudio de casos de la constitución de grupos optemos por las demandas como categoría de unidad de análisis. No se trata pues de trabajar a partir de individuos o grupos ya constituidos, sino de comprender a estos últimos como efectos de articulaciones discursivas. Distinguió entonces entre demandas democráticas y populares y recurrió a la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia para explicarlas. Así, entendió que las demandas democráticas son aquellas que, satisfechas o no, permanecen aisladas al proceso equivalencial, mientras que las demandas populares son las que establecen una articulación equivalencial y pasan a constituir una subjetividad social más amplia. Estas demandas, las populares, son las que de forma incipiente comienzan a constituir un pueblo.

Entonces, si según Laclau existen demandas democráticas y demandas populares, considero que éstas además pueden revestir (o no) un carácter radical, es decir, emancipatorio. Así, en la medida en que la noción de emancipación -por definición- supone la liberación de una determinada dominación, opresión, sometimiento o explotación, implica necesariamente el componente igualitario. Por tanto, la demanda radical sería aquella que encierra una reivindicación igualitaria.18 Una igualdad “entre los cualquiera” -a decir de Ranciere-, o en otras palabras, una igualdad en cuanto a ser: de los unos con los otros. Entonces, toda articulación populista que tenga un carácter radicalmente emancipatorio siempre implicará luchas por la igualdad. Se trata de reivindicar la igualdad; si ésta no sucede, entonces viene la lucha por modificar el statu quo, provocar un cambio de lo instituido y, en consecuencia, institucional, en un sentido igualitario.

Así pues, en el populismo la figura del pueblo es única. En la división dicotómica del espacio social hay lugar para un solo pueblo -aunque éste sea siempre una universalidad hegemónica-, pero las emancipaciones pueden ser muchas. Es decir, en una misma figura del pueblo pueden articularse demandas emancipatorias de diversa índole.

Finalmente, sobre este aspecto quiero señalar que, si aceptamos dejar de lado aquella idea de la metafísica de la plena presencia de la emancipación como una que puede abarcar lo social en cuanto tal, lo que tenemos son emancipaciones diferenciales. Pero se trata de emancipaciones diferenciales que se alcanzan en la articulación de un pueblo. Vale decir, las demandas emancipatorias de diversa índole suponen parcialidades, digamos figuras modestas de la emancipación, que articuladas en un pueblo pueden acarrear la liberación de determinadas opresiones que cambian sustancialmente la vida de los sujetos afectados por éstas. Se trata de la desarticulación de relaciones de dominación que trastoca el universo simbólico hasta allí establecido. Al respecto, voy a mencionar tan solo dos ejemplos: la aprobación de las leyes de matrimonio igualitario (en 2010) e identidad de género (en 2012), en el contexto del populismo kirchnerista de Argentina, y la reforma constitucional de Bolivia, aprobada en 2009, que formalizó las prácticas y costumbres de las comunidades indígenas como mecanismos de resolución de conflictos (igualándolas en estatus con las instituciones ya establecidas). La política radical hoy trata de la inclusión de un elemento diferencial no contemplado hasta el momento dentro de las posibilidades establecidas que reacomoda todo el espacio simbólico.

En resumen, toda lucha emancipatoria de corte populista implica una lucha por la igualdad. El populismo puede volverse la forma de la política radical hoy, siempre que articule demandas emancipatorias de distinta índole, desatando un movimiento anti statu quo en pos de la reivindicación igualitaria.

Para no concluir: unas últimas palabras

Una vez que hemos abandonado la idea de emancipación como totalidad plena y la idea de la clase social como agente predestinado de la historia, tampoco podemos seguir pensando al pueblo como una subjetividad defectuosa ni al populismo como forma degradada de la política que nos obliga a resignarnos a alcanzar figuras acotadas y también degradadas de la emancipación. Por el contrario, el populismo -esa articulación siempre fallida e inestable conformado por diferencias- es el que nos devuelve nuestra singularidad, es decir, nuestra radical historicidad como pueblo. Nótese que a lo largo del texto he hablado de igualdad y no de libertad para referirme a la posibilidad de una política populista radical hoy que desate un movimiento anti statu quo. Esto no es un error o un olvido casual.

Alemán (2014) sostiene que en los tiempos que corren estamos envueltos en el movimiento circular del “Discurso Capitalista”, que supone un incesante “volver a lo mismo” en la medida en que pretende cubrir plenamente el universo simbólico. Se trata de un movimiento metonímico que busca conectar por contigüidad todos los lugares y, en consecuencia, procura obturar cualquier interrupción.19 En este “contra-discurso” que obtura cualquier posibilidad de fuga yace, para Alemán, el único malestar de la civilización, porque “el verdadero problema que ofrece el Discurso Capitalista es que no tiene un exterior porque, finalmente, el neoliberalismo lleva en su estructura misma la producción de la subjetividad” (Alemán, 2014: 35). Pero, ¿de qué producción de subjetividad se trata? De la del capital humano. Si admitimos, como sostiene Wendy Brown (2015), que la subjetividad hoy en día ha sido emplazada por el discurso neoliberal como capital humano, aceptamos entonces que por contigüidad todos los aspectos de nuestra vida han sido estructurados en función de la desigualdad (en la medida en que es el medio y la forma de la relación entre capitales humanos), que nos recluye en un goce solipsista que, además, se nos impone bajo el manto de una supuesta naturalidad a-histórica que cabe en cualquier lugar, borrando toda singularidad e historia. Frente a este emplazamiento subjetivo, la reivindicación igualitaria que surge a partir de la figura del pueblo del populismo se vuelve radical.20

Entonces, si la forma de hacer frente a la imposibilidad de la sociedad por parte del discurso neoliberal es el recurso metonímico (más precisamente, el privilegio de la metonimia sobre la metáfora), en donde a lo largo y ancho del globo nuestra subjetividad parece haber sido emplazada completa y definitivamente como capital humano, la política radical tiene que venir por el lado de la metáfora, creando un pueblo hegemonizado en el significante vacío de igualdad.21 Así, una hegemonía populista anclada en el significante igualdad puede organizar un cierto espacio discursivo en donde la asignación de lugares y funciones ofrezca una legibilidad y la posibilidad de una inscripción simbólica distinta de la neoliberal. El discurso neoliberal no satisface, no da cuenta, no responde a la “reivindicación igualitaria” populista. Mientras la demanda igualitaria que hegemonice a un pueblo no pueda ser reducida o resignificada como una demanda por “la libertad del tener” o por “la libertad de competencia”, la metonimización generalizada del discurso neoliberal se verá impotente para responderla. Así, el populismo se cuela en sus intersticios y se convierte en radical en la media en que se vuelve un hueso indigerible para el discurso neoliberal.

El neoliberalismo cuyo discurso metonímico no encuentra un freno a su desenfreno, volviendo todos los aspectos de nuestras vidas capital, provocando a nivel sintagmático un contagio que pareciera no toparse con barreras ni límites, sólo puede encontrar un cierto freno cuando se articula un pueblo que desde su singularidad propone una lucha por la igualdad. Por esto es que insisto en que el populismo no es una versión degradada o defectuosa de la emancipación; es, por el contrario, la forma disponible de la experiencia singular de hacer algo allí en donde se impone una racionalidad naturalizada como eternamente implacable que pareciera alcanzar todos los aspectos y no encontrar un afuera y que indica que nada es posible hacer más allá de lo que su lógica establezca.

Sobre la autora

Paula Biglieri es profesora-investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Matanza (Argentina). Es doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam (México). Sus líneas de investigación comprenden los temas relativos a la teoría política contemporánea, el psicoanálisis y el análisis del discurso. Sus tres publicaciones más recientes son: (con Gloria Perelló) “Laclau with Freud or the course towards psychoanalysis as a general ontology” (Política Comun, 2016, número especial sobre Ernesto Laclau); “Populist politics and post-Marxist theory” (Contemporary Political Theory, 2016); “The philosopher and the political activist” (Critical Studies Journal, 2015).

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La Marcha de la Constitución y la Libertad fue una nutrida concentración que convocó a conservadores lo mismo que a comunistas, unidos por las demandas de defensa de las instituciones de la democracia representativa y en contra de las políticas llevadas a cabo por el entonces coronel Perón, desde la Secretaría de Trabaj o y Previsión. Pocas semanas más tarde, el 17 de octubre de 1945, tuvo lugar una inusitada movilización popular que llevó a los sectores menos privilegiados desde la periferia hacia el centro de la ciudad de Buenos Aires, en demanda de que se liberara a Perón, quien había sido destituido de su cargo y encarcelado. Perón fue liberado y a comienzos de 1946 resultó electo Presidente de la nación. Desde entonces, el 17 de octubre es recordado por los peronistas como el día de la lealtad. Por otra parte, con respecto a la expresión “gorila”, ésta tiene una larga tradición en el léxico político argentino. “Gorila” es el término que se utilizó popularmente para designar a los detractores del peronismo. En la actualidad ha adquirido un sentido más amplio; se refiere al desprecio por lo popular, inclusive con cierta carga racista, tanto de derecha como de izquierda. Su origen se asocia con una muletilla empleada en el año de 1955 en un programa cómico radial que parodiaba la película Mogambo, entonces en boga. “Deben ser los gorilas, deben ser”, era lo que exclamaba el protagonista de la tira cada vez que los personajes se veían sorprendidos por algún ruido extraño, y ésa fue la frase que se empleaba en relación con los sucesos que llevaron al derrocamiento del presidente Perón.

Este texto fue elaborado en el marco del proyecto de investigación denominado “Theorising Transnational Populist Politics”, financiado por la British Academy y llevado adelante conjuntamente por la Cátedra Libre Ernesto Laclau, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y el Centre for Applied Philosophy, Politics and Ethics de la University of Brighton.

Comunicación personal, 7 de junio de 2009.

Lucha Obrera fue el periódico semanario del Partido Socialista de la Izquierda Nacional (psin), en el que Laclau militó durante cinco años. Allí publicó artículos en nombre propio, otros de manera anónima y varios más bajo el pseudónimo de Sebastián Ferrer. Laclau se vio obligado a adoptar un pseudónimo ya que en aquel momento las actividades políticas resultaban incompatibles con el canon del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), en donde se desempeñaba como becario.

Por ejemplo, en Alemania la “anomalía” radicaba en que el proceso de unificación nacional había sido producto de la tarea realizada por un grupo sustituto de la burguesía, los junkers de Prusia (los grandes terratenientes quienes bajo el régimen semi-autoritario de Bismarck comenzaron a desarrollar la industria). Siguiendo el modelo típico de correspondencia de tareas, tendría que haber sido la burguesía renana la que desatara el desarrollo capitalista. En este aspecto radicaba la disputa entre Marx y Lasalle; el primero defendía la alianza del proletariado con la burguesía liberal de Alemania del oeste, mientras que el segundo defendía la alianza con los junkers prusianos. Por su parte, en el régimen absolutista de Rusia la “anomalía” consistía en que su entrada al mundo capitalista se basaba en el Estado, el aparato militar y ciertas inversiones extranjeras (en espacial, de origen francés), además de darse con cierto atraso en relación con las otras naciones de Europa. El resultado aparejado era una burguesía débil -incapaz de llevar adelante la tarea democrática que supuestamente le correspondía- y una incipiente y bastante extendida clase trabajadora. Frente a esta situación desviada, la fórmula bolchevique era que la tarea democrática burguesa debía ser llevada a cabo por la clase trabajadora en alianza con el campesinado pobre. En 1917, con las Tesis de abril, Lenin acerca sus posiciones a las de León Trotsky y sostiene que la realización de las tareas democrático-burguesas debían enlazarse con las tareas socialistas. Mientras que la fórmula menchevique sostenía que el proceso ruso debía ser igual que en Occidente, es decir, la socialdemocracia debía aliarse con la burguesía y aceptar su liderazgo en la lucha democrática en contra del absolutismo, en la medida en que ésa era la tarea histórica asignada.

La obra de Gramsci, quien murió en 1937, comienza a conocerse hacia 1947, cuando salen a la luz sus cartas desde la cárcel, dirigidas básicamente a su cuñada Tatiana Schucht, en donde comunica sus experiencias, sus lecturas y su propuesta de trabajo. En 1947 aparece Cartas de la cárcel y, en 1949, Cuadernos de la cárcel.

Nótese que, si afirmamos que se trata de un detenimiento siempre precario, es justamente, porque no se trata de una detención absoluta que pudiera fijar el sentido de una vez y para siempre. Tal detención absoluta es imposible; sin embargo, cierta estabilización (insisto, siempre inestable e incompleta) del sentido es necesaria en la medida en que nos movemos en un espacio que no es ni el manicomio ni el cementerio.

La noción de sutura es tomada de Jacques-Alain Miller y se usa para designar la producción del sujeto sobre la base de la cadena de su discurso; es decir, de la no correspondencia entre el sujeto y lo simbólico, que impide el cierre de este último como presencia plena. Véase: Miller (1966).

En la terminología de Jacques Lacan, se trata del point de capit¢n o punto nodal.

Una articulación hegemónica presupone el funcionamiento de dos lógicas que se oponen y que operan en su terreno: la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia. (Freud denominó estas lógicas como condensación y desplazamiento; Lacan, como metáfora y metonimia; desde la lingüística, paradigma -sustitución- y sintagma -combinación-; y desde la música, armonía y melodía.) Las cadenas de equivalencias se articulan, no porque sus particularidades tengan un objetivo en común, sino porque los elementos implicados se definen negativamente, como diferencias. Sus intereses particulares son de lo más diversos; sin embargo, sus reivindicaciones son equivalentes entre sí respecto de un elemento excluido. Es decir, la lógica de la diferencia se interrumpe por la lógica de la equivalencia, en tanto los elementos son equivalentes entre sí respecto de un excluido. Esta cadena de equivalencias se unifica en un significante o elemento que las represente, que no es otro más que una de estas particularidades que asume la representación de la totalidad, en la medida en que se vacía de sus rasgos particulares. Esta particularidad que hegemoniza funciona como significante vacío, tanto más vacío cuantos más elementos entren en equivalencia en la cadena respecto del elemento excluido.

Cuando Freud presentó el concepto de sobredeterminación invirtió el par binario vigilia-sueño, aquel en el que Descartes había establecido una primacía de la vigilia -y con ello de la razón- y desechado al sueño a la categoría de mero aspecto residual. Propuso entonces una hermenéutica sin un fundamento último, a partir de una topología de dos niveles: el contenido manifiesto (el texto que recuerda el soñador cuando despierta cuya característica principal es la de ser breve, pobre y lacónico) y el contenido latente (pensamiento del sueño o pensamiento onírico cuya característica principal es la de ser rico, variado y extenso). El trabajo del sueño consistió, pues, en transferir los contenidos latentes a los contenidos manifiestos, vale decir, en transferir elementos de un texto a otro (del texto del sueño al texto consciente). Ahora bien, ¿qué sucedió para que de un texto rico, variado y extenso pasemos a otro breve, pobre y lacónico? Sucedió, justamente, el trabajo del sueño -que es el inconsciente-, que traduce un texto a otro a través de los mecanismos de condensación y desplazamiento. En palabras de Freud: “El hecho que está en la base de esta explicación puede expresarse también de otra manera diciendo: cada uno de los elementos del contenido del sueño (es decir, del texto que recordamos) aparece como sobredeterminado, como siendo el subrogado de múltiples pensamientos oníricos” (Freud, 1900[1998]: 291).

El subtítulo es un guiño para los lectores de Laclau, ya que juega con el título del artículo de Laclau y Mouffe, “Posmarxismo sin pedido de disculpas” (Laclau, 1990: 111-145).

En un artículo titulado “Más allá de la emancipación”, publicado en castellano por primera vez en una compilación de 1996, Laclau desmenuza esta idea de emancipación para mostrar las incompatibilidades que existen entre las dimensiones básicas que tradicionalmente ha implicado (Laclau, 1996).

Para un tratamiento detallado de las nociones de antagonismo, dislocación y heterogeneidad véase: Biglieri y Perelló (2011).

Tan pronto aceptamos “la imposibilidad de la sociedad”, es decir, la idea de que hay una imposibilidad constitutiva para que cualquier orden pueda convertirse en una totalidad plena, coherentemente unificada, debemos también dejar de lado la noción de la emancipación en singular, como una que pueda darse de manera completa, que abarque todos los aspectos y que alcance al orden en cuanto tal: la sociedad reconciliada del marxismo. A partir de entonces hablamos de emancipaciones.

Me refiero, por ejemplo, a los artículos de Benjamín Arditi (2015), Gerardo Aboy Carlés (2010) y Sebastián Barros (2006).

Es decir, el pueblo supone una parcialidad (la plebs, como los menos privilegiados, “los de abajo”) que intenta funcionar como la totalidad de la comunidad (el populus, el pueblo como nombre de la comunidad). Dicha parcialidad se identifica con una totalidad y produce una radical exclusión dentro del espacio comunitario.

Traducción de la autora.

No se me escapa al respecto la elaboración teórica de Jacques Ranciere (1996). Sin embargo, para los objetivos de este texto la misma presenta algunos aspectos problemáticos. Ranciere identifica a la política con la izquierda, a partir de la subversión del orden policial a través de la movilización del presupuesto de que todos somos iguales. En este caso, habría una superposición semántica entre política e izquierda, con lo cual tampoco ofrece un criterio para diferenciar la política radical de la que no lo es. Por otra parte, cabe destacar que, si desde la perspectiva de Laclau, la figura del líder en el marco del populismo es fundamental, ésta se vuelve problemática en un marco teórico que concibe la emancipación en términos de igualdad -o para decirlo con Ranciere: “el supuesto de la igualdad de cualquiera con cualquiera, eso es, en definitiva, la eficacia paradójica de la pura contingencia de todo orden” (2007: 32). Al definir a la política como la interrupción democrático-igualitaria del orden policial, Ranciere no piensa en la articulación política. Quizás allí radique su desestimación de la cuestión del liderazgo y la conducción política. Por lo tanto, el problema de enlazar la propuesta teórica de Laclau con la de Ranciere radica en saber si es posible establecer un criterio que permita pensar la política radical como aquella en la cual se conjugan las emancipaciones de un pueblo con la conducción de un líder, la igualdad democrática de cualquiera con cualquiera con la articulación de demandas equivalentes y esto en el marco de una concepción que pretende incluir sin negar las diferencias y las minorías. Vale también mencionar que hay antecedentes de autores que han buscado articular los trabajos de Laclau y Ranciere, como por ejemplo el artículo ya consignado de Sebastián Barros (2006), quien busca subsanar la supuesta falta de especificidad del concepto de populismo de Laclau con la noción de pueblo de Ranciere. Sin embargo, al hacerlo no considera ninguno de los aspectos problemáticos consignados en esta misma nota, además de que no toma en cuenta la cuestión de la igualdad, aspecto que concierne al presente trabajo.

Se trata más bien de un “contra-discurso”, porque se opone a aquello que -desde la intervención posestructuralis- ta- sabemos: ningún discurso puede conformarse como una totalidad coherentemente unificada.

Según Brown (2015), el neoliberalismo no solamente implica una teoría y/o propuesta económica que promueve la reducción del Estado o la primacía de lo privado por sobre lo público, sino que se trata de algo que va mucho más allá: establece un tipo de subjetividad que tiene como sello la diseminación de los valores de mercado y la métrica a todos los campos de nuestras vida y pretende la eliminación de la política. Una vez que nos hemos vuelto capital humano, se trata de fortalecer su competitividad, su valor y promover la auto-inversión (la educación, el entretenimiento, el placer, el consumo, etc., cada decisión pasa a estar orientada hacia nuestro valor a futuro) y la desigualdad deviene en normativa y la igualdad deja de ser nuestra presunta relación “natural” con los otros.

Šumič=-Riha afirma que: “al mismo tiempo que la retórica se presenta a sí misma como un fundamento sin fundamentos, también hace posible distinguir dos formas diferentes de hacer con este agujero en el Otro simbólico, dos formas posibles de asumir la no-clausura del espacio político de la discursividad: la operación de suplementación y la de complementación. Situadas en la base de la negación de todo fundamento en lo real, la sutura metafórica y el desplazamiento metonímico representan dos respuestas posibles frente al agujero en lo real, dos estrategias de lidiar con la ausencia radical de una fórmula que inscriba la institución de lo social en lo real. La metáfora logra cerrar el espacio discursivo de una situación dada, al producir un dispositivo supletorio bajo el disfraz de un significante catacrético, un semblante, en el preciso lugar de la falta del Otro. Al corporizar la ineliminable falta de fundamentos, el significante catacrético no es otra cosa que la metonimia del agujero en el Otro. Al suplementar la falta en el Otro social con el significante catacrético, la operación de la metáfora efectúa la sutura de lo social, pero al precio de ocultar la falta de fundamentos de tal operación. Podría entonces decirse que la totalización metafórica en sí misma es vaciada como resultado de la imposibilidad estructural del orden social impuesto para subsumir la totalidad de la situación social dada. La metáfora, resumiendo, no puede proveer una solución verdadera al agujero en el Otro [...]. A diferencia de la metáfora, donde se cruza la barrera que resiste la sutura, la metonimia evita tal movimiento totalizador. Oscilando entre la ausencia radical de todo orden y la institución de un orden, la metonimia indica un lugar para una posible clausura, aunque se trate de un cierre estructuralmente inalcanzable, ya que sólo puede ser situado en el infinito. Se preserva y se reserva un lugar para la totalización del espacio social, sin ser alguna vez llevada a cabo. En otras palabras, como es un movimiento infinito generado en la falta en el Otro, la metonimia paradój icamente da lugar a una creencia en la posibilidad de un cierre final” (Šumič=-Riha, 2011) [traducción de la autora].

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