Partimos de la siguiente hipótesis: los conceptos de “líder de opinión” y “opinión pública”, antes de ser categorías analíticas, son presupuestos teóricos que, como tales, presentan dificultades de validación axiológica. Ante tales dificultades, en las presentes líneas se reflexionará en torno a la construcción de pruebas alrededor de estos conceptos como procesos de validez epistemológica. Considerando que dichos conceptos han servido de base para muchas investigaciones sobre la comunicación de masas, una vigilancia epistemológica debe imperar para justificar su uso científico. Partiendo de los conceptos foucaultianos voluntad de saber y voluntad de poder, así como del postulado fenomenológico de la intencionalidad, trataremos de presentar algunas líneas críticas sobre la construcción de pruebas que, supuestamente, dan cuenta de la validez epistemológica de “líder de opinión” y de “opinión pública”. En tanto presupuestos teóricos, a partir de estos conceptos se ha pretendido construir todo un aparato conceptual que, francamente, presenta serias dificultades de validez epistemológica cuando se revisan sus procesos metodológicos y técnicos, que entran en contradicción con la fenomenología misma, negando, en particular, una voluntad de poder de manera subyacente.
We depart from the hypothesis, according to which the concepts of “opinion leader” and “public opinion“, before being analytical categories, are theoretical assumptions that, as such, present a difficulty of axiological ratification. Given these difficulties, it is of interest in the present lines to reflect on the construction of evidence around these two concepts, like processes of epistemological validities. Considering that these concepts have served as base of many investigations about the mass communication, an epistemological alertness must prevail to justify its scientific use. Having as a reflective base the concepts foucaultians of will to knowledge and will to power, as well as the phenomenological postulate of the intentionality, we will try to present some critical lines about the construction of evidence that, supposedly, account for the epistemological validity of “opinion leader” and “public opinion“. While theoretical assumptions, from these concepts, one has tried to construct the whole methodological and theoretical device that frankly presents serious difficulties of epistemological validity, when the methodological and technical processes is reviewed that contradict phenomenology itself, denying a will to power.
Hace ya más de tres décadas, Miquel de Moragas Spa afirmaba, con toda convicción, una serie de consideraciones de sumo interés y aún de actualidad. Estos señalamientos nos permiten enmarcar nuestra reflexión alrededor de los conceptos “líder de opinión” y “opinión pública”, al presentarse problemáticos epistemológica y metodológicamente, como objetos de estudio en un contexto inexorable de intereses políticos y económicos: A los distintos problemas políticos de las ciencias sociales en el terreno de los compromisos políticos e ideológicos, la investigación de la comunicación de masas añade el hecho de no ser definida, propiamente, como una disciplina, o ciencia social particular, sino de ser definida, de manera horizontal, por su objeto: la comunicación de masas, propuesta y pregunta que genera históricamente una tarea científico-social específica, de amplios intereses políticos, económicos y sociales. La investigación sobre comunicación de masas es, propiamente, un conjunto de investigaciones aplicadas que, como veremos, son el resultado de irregulares y descompensadas aproximaciones a un objeto que, de hecho, es común a diversas ciencias sociales. Los trabajos propiamente epistemológicos son muy escasos en la tradición científica de la mass communication research o de la teoría general de la información europea. Más éxito ha tenido, sobre todo en aquella, el estudio de los problemas de carácter metodológico derivados de las necesidades de afrontar con seguridad la respuesta a las demandas sociales o, mejor aún, comerciales, que impulsan la investigación.2
Este llamado de atención de De Moragas sorprende por su actualidad. Una gran parte de la investigación en comunicación no ha asumido una autonomía científica y continúa dependiente de los intereses políticos y económicos que produce, precisamente, el flujo de la información masiva.3 Es sabido que desde principios del siglo xx, los conceptos “líder de opinión” y “opinión pública” fueron utilizados en las llamadas investigaciones de la comunicación de masas, sin que fueran problematizados o fundados epistemológicamente de forma satisfactoria. Propaganda technique in the Word War de Harold D. Lasswell es un buen ejemplo de trabajos de este orden. Allí, Lasswell trata de demostrar, a través de diferentes experiencias durante la Primera Guerra Mundial cómo ciertos gobiernos pretendieron ganar la guerra, no sólo por los frentes militares y económicos, sino por el de la comunicación y, más específicamente, por el de la propaganda.4 Lasswell propone lo que puede considerarse una lógica cuasi conductista, porque presupone que ciertos mensajes en ciertos contextos producirían ciertos efectos. Más tarde, el estudio de la comunicación de masas pasa de un marco behaviorist a uno funcionalista. Toda la escuela de Paul L. Lazarsfeld se encargará de superar el carácter conductista de los análisis pioneros de la comunicación de masas. Lazarsfeld y sus colegas produjeron una serie de investigaciones, sin duda de suma importancia epistemológica, frente a la concepción según la cual los medios son un poder casi onmipotente. Los esfuerzos lazarsfeldianos pudieron demostrar que, en efecto, el poder del voto, de decisión de compra no se origina en los mensajes de los medios, sino que, en caso de que hubiera influencia, sería desde líderes de opinión de grupos y de clases sociales.5 La evolución de las investigaciones de los lazarsfeldianos evidencia, definitivamente, la necesidad de olvidar al sujeto atomizado y, en consecuencia, pensar en el fenómeno de la comunicación como multifactorial: en razón de la historia y de los contextos interaccionales de los sujetos. Desde The People's Choice. How the Voter Makes up his Mind in a Presidential Campaign6 hasta Personal Influence. The part Played by People in the Flow of Mass Communications7 se demuestra, ya no la importancia de los medios, sino la de las interacciones sociales: la comunicación social no es asunto de medios, sino un nudo de interacciones, donde los valores del grupo tienen más peso que lo que un “líder de opinión” de un medio pueda decir. Se trata de la gran contribución de la sociología de la comunicación de masas de Lazarsfeld y sus colegas. Pese a esta vigilancia epistemológica que desarrollaron los lazarsfeldianos,8 los conceptos “opinión pública” y “líder de opinión”, en un sentido estricto, siguieron apareciendo como francos presupuestos, sin que sobre ellos se haya construido una fundamentación epistemológica suficiente. Tal es la problemática que aquí queremos revisar, a fin de proponer apenas algunas pistas para seguir repensando teórica, metodológica y epistemológicamente los problemas que representa.
Sin duda, una de las principales causas que no han permitido la crítica epistemológica a estos conceptos ha sido la implícita e insidiosa presencia del paradigma de la “aguja hipodérmica”, según el cual la comunicación mediática produce un efecto, una influencia cuasi programada, sobre las masas. Este presupuesto deriva del ya sabido interés político que ha creído que la comunicación mediática es un instrumento de poder y que, como tal, conviene conocer cómo funciona. ¿Del poder de quién o de qué? La teoría funcionalista hasta hoy no lo ha esclarecido desde el punto de vista epistemológico,9 Lo que también se encuentra subyacente, por ejemplo, en el modelo de Katz “the two-step flow of communication”10 es que el funcionamiento de la comunicación de masas se desarrolla por etapas o por relevos, por medio de líderes de opinión (o de líderes de grupos sociales) que, supuestamente, influirían en los sujetos. Si bien este presupuesto es parcialmente cierto, como el propio Katz y Lazarsfeld lo demuestran, no sabemos con precisión cuáles son los límites de tal influencia (mucha, poca, importante, no muy importante, o de qué manera, etcétera) de un líder de opinión, ni cuáles son las razones del sujeto que asume esta misma influencia (por cuáles relaciones de poder, propias de una interacción, es decir: de qué manera se asume la posición socio-política de los sujetos). En efecto, lo que se olvida cuando se estudia la comunicación de masas es la multidimensionalidad de variables (de orden social, económico, cultural y, con certeza, cognitivas) que participan indudablemente en todos los procesos de comunicación (no sólo de la comunicación de masas, sino también en la interpersonal y grupal).11 Katz estaba consciente de esto cuando señaló la contradicción de haber concebido desde el inicio a la masa de receptores de la comunicación mediática, constituida de individuos atomizados, aislados, abstractos, y darse cuenta de que estos individuos en realidad desarrollan redes, a través de interacciones sociales concretas que configuran los tejidos sociales.12 La pregunta que surge entonces es si habría que establecer la masa y, en consecuencia, notar si es pertinente estudiar la inferida “comunicación masiva”.13 Como vemos, ha sido la persistencia no crítica sobre los presupuestos del paradigma de la aguja hipodérmica (por no decir de las teorías que los resguardan) la que todavía quiere legitimar las nociones de “líder de opinión” y de “opinión pública” en su forma “hipodérmica”. De aquí la necesidad de revisar la historia de estos dos conceptos, con objeto de observar su necesaria presencia en la historia de la investigación en comunicación, lo cual nos daría elementos de comprensión para adquirir una sociología del conocimiento, en su conexión con el campo político14 que la legitima. Podemos revisar cómo, desde la política o la sociología, estos dos conceptos han servido para entender o referir (desde la discursividad de estas disciplinas) procesos no comunicacionales. Por el simple hecho de usar estos conceptos desde cualquier discurso científico, se produce el efecto de realidad. Lo que nos ocupa aquí es revisar las carencias racionalistas (en el sentido de un rigor lógico-científico) como carencias epistemológicas en el mantenimiento o uso de estos dos conceptos.15
Nos parece que los conceptos “líder de opinión” y “opinión pública”, antes de ser conceptos fundados epistemológicamente, han sido efectos discursivos que desde la práctica política han hecho su aparición justamente en los intersticios de la propia ciencia. En otros términos, desde la práctica científica la voluntad de saber y de poder16 se manifiestan como deseo de consecución de objetivos políticos; en este caso, hacer de la comunicación “una” o “la” influencia sobre los sujetos. O bien, el poder de la política ha tomado la forma de racionalismo científico, sin tomar en cuenta con seriedad la voluntad de saber que la justificaría, racionalmente, para fundar la epistemología de los conceptos en cuestión. Esto significa precisamente darnos cuenta de que la imbricación que se ha dado entre el campo de la política y el de la ciencia ha permitido su legitimación, teniendo como productos efectos discursivos alejados de resultados fundados estrictamente teórica, metodológica y epistemológicamente. Nos parece, en consecuencia, que queda por completo justificada una revisión que vislumbre una permanente vigilancia epistemológica sobre los conceptos “líder de opinión” y “opinión pública”.
Estos conceptos, asumidos como efectos discursivos, han permitido referir el mundo de la política, de la comunicación de masas, y ciertamente de actores sociales, como factores que, supuestamente, influyen (esto es lo que hasta hoy se ha creído) en la toma de decisiones del espacio público. Nuestra posición es que estos conceptos no pueden sostenerse desde una epistemología que los fundamente. Que funcionen como efectos discursivos17 no es equivalente a que su operatividad responda al rigor de una epistemología y de un cuadro teórico-metodológico. En efecto, una cosa es percibir el mundo, necesariamente por los discursos, y otra es confrontarse con la Realpolitik, que, como sabemos, tiene su raíz en las razones (intereses) del poder del Estado, pero cuya función hoy se ha reducido a un simple administrador de intereses privados y no públicos.
¿Líder de opinión o periodista (simplemente)?El interés de instrumentalizar los medios masivos de comunicación para acreditar el voto ha sido uno de los usos estratégicos de la política, a partir de todo un aparato discursivo apoyado, al menos parcialmente, por un discurso científico. Sin embargo, hemos de examinar si ese uso, en efecto, produce tal objetivo o deseo de la voluntad de poder. Exorbitantes presupuestos financieros se registran en cada campaña política, con el supuesto de que esa “inversión” dará como resultado obtener el voto del ciudadano. De tal modo, al leer, escuchar o ver el spot, la entrevista, el reportaje, el programa radiofónico o televisivo, el espectacular callejero,18 el ciudadano será llevado a decidir a favor de tal o cual candidato. De acuerdo con los expertos en marketing político, esta labor no sólo se logra gracias a estos dispositivos mediáticos, sino por la intermediación de “líderes de opinión”. Se cree que éstos “influyen” y, por lo tanto, habría que aprovechar su función para alcanzar la persuasión sobre el electorado. Tal “influencia”,19 como dijimos con anterioridad, no ha sido demostrada.20 Apenas podemos encontrar algunas evidencias empíricas por las cuales fluye cierta información mediática que forma parte del sistema comunicativo entre medios y sujetos. En este sentido, se ha reducido la relación medio de comunicación-sujetos a un simple mecanismo de inter-conexión o intercontacto, donde el primer componente de esta relación es capaz de “influir” sobre los segundos.21 Obsérvese aquí que esta relación (movimiento abstracto del pensamiento, forzado a la evidencia) ha pasado históricamente (desde los primeros esfuerzos de análisis) como una operación teórico-metodológica valida. Ya sea relación medios-sujetos o líderes de opinión-sujetos, esta operación artificial no permite decir cómo funciona la comunicación, ni teórica, ni metodológica, ni epistemológicamente. Además, esta abstracción nunca puede ser una experimentación de laboratorio,22 porque entonces ya no sería una “comunicación social” que sucede en circunstancias propias de la interacción, sino que se convierte en una “comunicación artificial”.
Por lo anterior, es importante considerar siempre la historia social de los sujetos, protagonistas del acto comunicativo. Se ha observado la comunicación mediática como si fuese un acto único que pausaría la vida de los sujetos. En este contexto, consideramos que ha hecho falta movilizar epistemológicamente no sólo la dimensión de la historia, sino, por supuesto, las dimensiones sociológicas, económicas, culturales y cognitivas que hacen de los sujetos un todo complejo. Ni “líder de opinión” (si es que puede concebirse) ni medio o discurso mismo, como instituciones sociales, se constituyen unilateralmente. Este punto es importante porque, desde el punto de vista del proceso, la condición dialéctica, en la generación de estas figurasinstituciones, es innegable. Lo anterior demuestra que, cuando se trata de establecer una función de parte de un líder de opinión, se niegan o se omiten las condiciones socio-político-culturales como partícipes de las acciones de los sujetos que integran tal o cual comunidad. Las acciones y/o productos sociales que de esas condiciones se derivan dependen constitutivamente de las contradicciones de la historia. Estamos frente a los inexorables efectos de la socialización: la cultura y las acciones que los sujetos asumen ocurren en razón de la posición social que cada uno guarda, frente a toda la sociedad. Con estas consideraciones, el líder de opinión no es líder porque, desde un nivel superior, vaya a influir en el otro, sino porque, desde su lugar social, va a producir identificación23 con ciertos miembros de su comunidad y como revelación de formas de percibir la realidad. No es líder de opinión porque sepa más de las cosas del espacio público (plano cognitivo), sino porque su personalidad ha sido resultado de ese proceso dialéctico de vivir en sociedad, sin que esto implique, en algún momento, su importancia en tanto sujeto de transformación social e histórico.24
Habría que preguntarse por qué un líder de opinión, en algún momento, deja de tener importancia para la vida social y/o política de una comunidad. Nuestra hipótesis apunta a concebir que un sujeto social no influye por el hecho de ser líder de opinión “mediático”, sino que lo hace (como lo haría cualquier líder de opinión en el interior de un grupo o comunidad) porque encarna valores. Aquí, la dimensión de la interacción social (entre los sujetos y no medio-receptor anónimo) cobra importancia: “La teoría de las relaciones interpersonales [lazarsfeldiana] tuvo como resultado el disipar la creencia en un poder mágico de los medios”.25 Observamos, en consecuencia, que el proceso dialéctico de la interacciones interpersonales, en el nivel sociológico, asume una función capital a través de la historia de los grupos y comunidades, con lo cual no existe sujeto que se autodefina unilateralmente, sino todo lo contrario: es la presencia del otro la que posibilita la construcción identitaria, en tanto sujeto social, hasta identificarse (reconocerse) frente al otro, por identidad o diferencia. Esta es la tesis de Hegel,26 según la cual la identidad resulta del reconocimiento del otro en tanto que otro independiente. Con lo anterior se implica una posible conciencia del sujeto (al reconocer que en realidad es dependiente del otro en lo que se es) o por la negación u olvido (en lo que puede ser).27
Dicho lo anterior y, para el problema que nos ocupa, estamos en condiciones de establecer que el uso del concepto “líder de opinión” (mediático) aparece como un indicio evidente de la voluntad de poder que está en el intersticio de la voluntad de saber. En la nominalizaciónidentificación (construcción de esta figura mediática) se “reconoce” a ese otro que, cumpliendo funciones de transmisión de información y comunicación, se le ubica como “influenciador”, y el cual, supuestamente, participa de la consecución de un estado del mundo (un devenir previsto de “influencia” concretizada por esta figura). Así, un sujeto, sometido a la definición de “líder de opinión”, opera su trabajo para la consecución de los objetivos que el análisis o la estrategia de los medios espera. Este reconocimiento, una vez convenido entre los actores de la comunidad, condiciona una operación metodológica que dará cuenta de ese estado de cosas deseado y previsto: “la influencia”. La consecuencia, el diseño “experimental” o “probatorio” sobre el supuesto fenómeno de influencia, condicionará los resultados o datos. Como afirma Pierre Bourdieu: en las ciencias experimentales, pudiéndose registrarse los hechos, su descripción no está exenta de omitir o aislar variables. En estas circunstancias —dice Bourdieu—, “hay que variar la experiencia, variarla metódicamente, buscar, eliminar o discutir todas las dependencias posibles”.28
Si circunscribimos la experimentación, en el contexto de las ciencias naturales, queda claro que será por el control de los elementos del fenómeno que la teoría y las hipótesis llegarán a un punto de encuentro y, a partir de ese momento, la repetición del fenómeno se da al infinito. En las ciencias sociales, ¿cómo repetir la efectividad de la influencia del líder de opinión? Como podemos ver, lo que está en juego no es sólo el establecimiento nominal de los elementos constitutivos de un fenómeno, sino su reproducción como hechos irrefutables y observables. En efecto, en las ciencias sociales hay una frágil legitimación epistemológica, teórica, metodológica y, ciertamente, incluso técnica de recopilación de datos científicos que correspondan a los fenómenos. Esta circunstancia inevitable suele producir una falsa neutralidad epistemológica.29 Para el concepto en cuestión, es suficiente formular la pregunta: si no existieran los líderes de opinión, ¿habría o no opinión pública y, en todo caso, cómo sería ésta?
Antes de tratar de atender estas preguntas, regresemos a la importancia de la contradicción dialéctica del reconocimiento hegeliano (ya referido párrafos arriba) como un problema de negación e identidad en la definición de los elementos de un todo. Siendo entonces consecuente con la dialéctica hegeliana, la constitución de todo elemento debe formalizarse en términos de límites y de identidad, para que el saber absoluto devenga saber absoluto. Así lo dice Hegel: “Saber el límite significa saber sacrificarse. Este sacrifico es la alienación en la cual el espíritu presenta su movimiento de devenir espíritu bajo la forma del libre evento contingente”.30 Queda claro que esos límites procuran cada identidad (lo que es idéntico) y la negación (como “sacrificio”) en el todo. Nos encontramos ya en el sistema que, para ser controlado,31ha de ejercer su poder y su saber sobre cada uno de los elementos constituyentes. Esto da como consecuencia un trabajo efectivo, no sólo sobre la naturaleza, sino sobre los hombres. No cabe duda: por la instrumentalización de los conceptos, éstos permiten definir e identificar los seres y las cosas como fenómenos, para entonces dominarlos y prever ciertos resultados. Paradójicamente, la fenomenología de Hegel nos aportó claves para observar objetualmente los fenómenos, pero, esta vez, y muy lejos de una neutralidad axiológica, no como producto de la percepción pura, sino como resultado de una ponibilidad32 sobre las cosas y los seres. Esta es la causa fenoménica por la que se logra el dominio sobre la realidad.
Expuesto lo anterior, nos hallamos en condiciones de afirmar que la emergencia del concepto “líder de opinión”, si lo ubicamos como objeto concreto en medio del sistema mediático, es reveladora de un pensamiento que busca la consecución de objetivos comunicacionales, y más concretamente, de carácter político. Nótese, por lo tanto, que el líder de opinión no aparece como un elemento que por su “naturaleza” se coloque en medio de una tarea informativo-comunicativa, sino que es justo la decisión instrumental de un proceso histórico situado, decisión que, por tanto, no obedece a una naturaleza, sino a causalidades políticas, es decir, instrumentales, por no decir fenoménicas,33 como vimos en el párrafo anterior.
En este sentido, el mantenimiento, hasta nuestros días, del concepto “líder de opinión”, deja ver esa intencionalidad34 política (voluntad de poder) para con el sistema, antes que una consecuencia racionalista (voluntad de saber) para con la ciencia. De esta manera, desde la filosofía y contra una fenomenología como la de Hegel, es ingenuo asumir que todo concepto pretenda mantenerse puramente como racional. Hegel afirma: “Lo que es racional es real y lo que es real es racional”.35 Y todavía más definitivo: la historia no es otra cosa que la manifestación de la razón.36 Conocemos la crítica de Marx a esta postura de Hegel, quien cae en un idealismo para regresar a la intencionalidad de dominio por parte del sujeto y no ir al encuentro directamente (acción imposible) hacia el conocimiento absoluto, hacia la razón pura.
Aplicando estas consideraciones para el tema en cuestión, si asumimos entonces que el líder de opinión es, antes que otra cosa, un periodista, su definición identitaria no es por “la cosa en sí” (noúmeno), sino de construcción por y para el sistema. La gran dificultad para demostrar su naturaleza y su correspondiente “influencia” nos indica la intencionalidad por hacer prevalecer una consecución de objetivos comunicacionales que, hasta hoy, no han sido demostrados. Afirmar que, gracias a tal o cual líder de opinión, a tal o cual candidato, fue posible una “influencia” es como decir que la comunicación obedece a una lógica natural que bastaría identificar. Así las cosas, es posible establecer que el supuesto líder de opinión puede ser simple y llanamente37 un periodista al cual se le han atribuido poderes comunicacionales cuasi naturales, cuando en realidad, y desde su respectivo medio de comunicación, es reflejo de objetivos políticos ya anticipados, como resultado de una continuidad dialéctica entre el sujeto periodista y su institución mediática. Consideramos que el mismo Hegel estaría de acuerdo con este mecanismo dialéctico del trabajo, cuando nos dice que “el trabajo es por este lado un convertirse [el sujeto] en cosa. La escisión del yo en tanto deseo es justamente este convertirse en objeto”.38 Una revisión del sistema organizativo de cualquier institución mediática evidencia el lugar estratégico del líder de opinión: titular de un noticiario televisivo o radiofónico, o bien columnista (en la prensa escrita), pero siempre dependiente de un equipo de trabajo (reporteros, camarógrafos, redactores, editores y hasta directivos comerciales o públicos). Tal lugar es siempre un lugar concreto y objetivo de un sistema que se ha propuesto, desde esa instancia mediática, supuestamente “influir”. Que un reportero cualquiera no pueda ocupar el lugar del líder de opinión no es porque el primero (cumpliendo cierta actividades periodísticas menores a una jerarquía profesional) no quiera, sino porque en la unidad de la institución es justo el segundo el que socio-históricamente se ha ganado ese lugar (trayectoria reconocida como periodista). De tal manera, no confundamos ese querer ser líder de opinión, a partir del cumplimiento de una serie de características sociológicas que el sujeto requiere (y quizá en todo periodista exista este deseo), con las cualidades de la cosa en sí del ser líder de opinión (esenciales, naturales del objeto, pero que en tanto ente social devienen ideales, irrealizables, quiméricas), el cual no puede definirse sin una intencionalidad histórica situada en un sistema. Ser líder de opinión sólo es posible como objeto legitimado, asociado a un capital simbólico que responda a las formas dominantes o hegemónicas de las instituciones mediáticas. Siendo fiel a Hegel, el líder de opinión no sería, por lo tanto, un abstracto, sino un concreto que el sistema ha producido como objeto, razón, tal como sucede con la figura39 del Estado.
¿De donde vendría ese reconocimiento como líder de opinión? Con base en lo dicho hasta aquí, la respuesta es relativamente simple. Del proceso subjetivo entre los hombres, no sólo entre los miembros de las instituciones mediáticas, sino del campo de la ciencia que en sus investigaciones y en sus postulados teóricos hace emerger el concepto. Toma un amplio sentido la concepción hegeliana según la cual el hombre es producto de su propio trabajo, éste no como proceso considerado natural, sino como objetivación del “pensamiento absoluto” (de una apercepción pura). Las categorías necesarias que están obligadas a emerger, por la actividad del trabajo, no son otra cosa que la anticipación de la generación de la realidad concretizada, pensada, pero no probada como objeto nouménico.
Opinión pública u opinión fabricadaEl Estado, como forma de organización política, ha sido sin duda objeto de una amplia teorización que tiene sus raíces en el Estado de la antigua Grecia. Sus fundamentos y su razón de ser se hallan inexorablemente asociados a la práctica de la comunicación. Aristóteles ya se refiere a la polis como el lugar donde los hombres se reúnen para discutir y decidir.40 Desde entonces la política no puede entenderse sin el uso de la razón (logos) y, consecuentemente, por el hablar (logos como discurso). Posteriormente, la historia marcada por el imperio romano no economiza el habla; lo que omite es la discusión (generación de otros discursos). Hablar en el mundo latino no es asunto de la razón sino de decoro, por no decir de la exaltación a los representantes del poder y a la patria. Pasando por el Estado medieval, el hablar era en realidad una práctica ausente, por no decir el silencio. En el Estado medieval, caracterizado por el pensamiento teológico, el hablar del hombre no tenía el poder ni el sentido de generar o “crear” el mundo. Éste le correspondía a Dios. No es sino hasta el Estado moderno que el hablar se vuelve esencial para generar los ideales de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad (al final es un regreso al modelo griego de la política). Esta es la tesis de Jürgen Habermas, para quien gracias a la generación de la opinión pública raciocinante que deriva de la caída del régimen medieval, se da cabida a una práctica política fundada en la discusión. En este sentido, es fácil darse cuenta de hasta qué punto la existencia del actual Estado no puede mantenerse (según el modelo) sin la generación de la discursividad que generarían los miembros de la sociedad. Al menos desde el modelo ideal, el Estado moderno sólo encuentra su plena justificación por la soberanía de la opinión pública, que se manifiesta desde el ejercicio del voto,41 pasando por la discusión pública, hasta la publicación de las ideas. Este es el presupuesto teórico y la “prueba” empírica y legal (los votos, que, insistimos, no necesariamente son reflejo de opinión pública) que valida asumir el gobierno de cualquier Estado. Con estas consideraciones, el concepto “opinión pública” se vuelve una noción por demás problemática, no ya como elemento legitimador de los gobierno de los Estados, sino como concepto teórico que ha de fundamentarse epistemológica, metódica y técnicamente. Consideramos que una vía para pensar en esta problemática puede ser Habermas.42 Para este autor, la opinión pública es el resultado de la generación de discursividad, a partir de la discusión de un público que hace uso de la razón. Esta opinión es necesariamente discursiva, concretizada en la publicidad (publicación de discursos accesibles al público). No es un asunto de datos de un “sí” o “no” (como respuesta a la pregunta: ¿votaría por el candidato X?). No es una simple categoría de regular, excelente, peor, etcétera. La opinión pública no es medible en número, sino que posee la cualidad de poder argumentativo, capaz de decidir acciones. Sabemos que este concepto será justificado por los ilustrados, como Hegel, quien nos dice que “la libertad subjetiva formal es para los individuos la de expresar sus propios juicios, sus propias opiniones y sus consejos sobre los asuntos públicos que tiene su manifestación en el conjunto de fenómenos que llamamos opinión pública. En ésta, lo universal en sí y para sí, lo substancial y lo verdadero están asociados a sus contrarios: lo particular para sí, la particularidad de la opinión de las masas. Esta existencia es entonces la contradicción de uno mismo en lo dado, el conocimiento como apariencia. Esto es lo esencial y lo no esencial”.43 Esta definición de opinión pública, como podemos ver, coincide parcialmente con la de Habermas y es fundacional del Estado moderno. Desde entonces, ha sido el presupuesto más obvio, desde el cual la legitimación de cualquier Estado no tiene refutación. Por la soberanía de la opinión pública se otorgaría a las instituciones políticas la legitimación para gobernar sobre la comunidad (mínimamente por el voto, como dispositivo de transferencia del poder). El sujeto piensa, opina y entonces otorga al otro la razón de gobernar. Hegel, con esta definición, concilia las contradicciones de las opiniones que van contras las razones del Estado, con lo cual se garantiza lo “esencial” de las opiniones, excluyendo las “no esenciales”. Así, la soberanía del acto de gobernar es una manifestación puntual de la opinión pública. No observamos en ningún momento un número, sino cualidades “universales”, “verdaderas”,“substanciales”.44 De aquí la coincidencia con la perspectiva de Habermas. Lo que se juega aquí es la libertad (aunque subjetiva, aunque concebida como “universal”,“verdadera” o “substancial”), como prerrequisito para generar la opinión pública. Lo que importa es que la opinión de los miembros de la comunidad cobra sentido y forma en la discusión y, para ello, se requiere al menos una autonomía del sujeto que opina, respecto del poder del Estado. En este sentido, Dominque Wolton acierta contundentemente cuando afirma que “el intercambio discursivo de posiciones razonables sobre los problemas de interés general permite derivar una opinión pública”.45 Como podemos apreciar, un fundador del concepto de opinión pública como Hegel y un continuador, como Habermas, en ningún punto de sus teorizaciones refieren este concepto como un fenómeno que se produzca por una cuantificación.
Hoy, en efecto, el concepto “opinión pública” (reducida en el voto o en la respuesta a una encuesta) mantiene su legitimidad como dispositivo práctico y empírico al cual recurren las instituciones que legitiman al poder que gobierna. Es un asunto evidentemente numérico que como tal no representa problema alguno para validar legal y legítimamente. No es posible demostrar esta forma de opinión pública en los términos discursivos que den cuenta de las razones que conducen a los sujetos a posicionarse políticamente. Incluso, puede no tener ninguna importancia que hayan o no pensado en su voto, que lo hayan vendido46 o no. Una encuesta de tendencia o de salida jamás podrá señalarnos cuáles son las razones por las cuales los votantes hacen efectivo su voto.47 Hasta hoy no ha habido encuesta que haya recurrido al menos a un real y concreto 60% de la población votante y con la cual sepamos (con toda validez epistemológica y sociológica) el porqué estos electores votan por tal o cual candidato. No está por demás recordar que una gran parte de encuestas electorales siempre presenta sesgos48 y sus resultados deben considerarse francamente limitados, que el abuso del lenguaje pueda producir efectos de aprehensión de la realidad, a través de formulaciones como “La opinión pública piensa que…”, “70% de los electores considera que…”. Esta forma de opinión pública no refleja el carácter discursivo al que aludimos en el párrafo anterior, con lo cual no es una posición que describa lo que piensan los sujetos de un espacio-tiempo histórico-sociológico, sino una reducción puramente numérica. Su presencia en el discurso entre las instituciones del poder, al no ser problematizada, ha posibilitado un efecto de legitimación política. En el caso de compra de voto, es claro que no puede atribuirse a un grupo de votantes la capacidad de opinar. Y sin embargo, ese porcentaje de votos a favor de un candidato ganador, así sea mínimo, cuenta. Tal porcentaje, en el discurso, se traduce, como opinión pública. Este aspecto es importante porque, como sabemos, lo que contiene el discurso estadístico no corresponde necesariamente a la realidad, ni viceversa.49
Por otro lado, la supuesta opinión pública, cuando no toma la forma de voto, es concebida como una presión, como un poder al cual habría que hacer caso, ya que es opinión de unos cuantos. En este plano, ya no es numérica, sino cualitativa, entiéndase discursiva y, por lo tanto, abstracta. No se mide, se presenta en un diálogo abstracto entre el representante político y la masa. Estos representantes defienden ciertas posturas o ideas en el interior del espacio público. Si bien esta “opinión pública” es un asunto de discursividad, no responde a la discusión entre diferentes actores políticos, sino que es posicionamiento unilateral de un grupo o de un actor. Esta “opinión pública” no interesa a un autor como Habermas. Así, este filósofo, en su amplio estudio sobre L’espace public,50 demuestra que la opinión pública es el elemento cualitativo más importante de la práctica política, ya que es resultado de la discusión de un público que se reúne haciendo uso de la razón. Esta definición contrasta en extremo con la que se preocupa por el número. Desde este punto de vista, Habermas considera que la caída del régimen medieval no fue un asunto esencialmente de lucha popular51, sino de la emergencia del discurso derivado de la razón (es justamente el poder de la Ilustración). Por esto, el propio Hegel reconoce que la masa de la opinión pública es una abstracción: “La expresión ‘la masa’ designa de manera más concreta la universalidad empírica que el término corriente de ‘todos’, pues si consideramos de entrada que al menos las mujeres y los niños52 no se comprenden en ese ‘todos’, es evidente que no debe emplearse esta expresión precisa, ahí cuando se trate de algo completamente indeterminado”.5354
¿Cómo validar entonces metodológicamente el concepto de opinión pública? ¿Acaso estamos frente a una contradicción flagrante al concebir a un sujeto atomizado que “opina”, por sí mismo, para luego traducirlo como masa, con la etiqueta de “opinión pública”? Con base en lo que hemos expuesto en los apartados anteriores, nuestra posición es afirmativa. Lo trataremos de justificar en las siguientes líneas, como conclusión.
ConclusionesIntentamos mostrar algunas dificultades epistemológicas, teóricas y metodológicas que se presentan alrededor de los objetos “líder de opinión” y “opinión pública”. Se planteó que estos conceptos, como cualquier otro, no están exentos de una voluntad de poder y de saber y, sin embargo, en su formulación sistémica presentan una suerte de negación de dichas voluntades. Concebimos tal negación aquí como un fuerte síntoma de ausencia de reflexividad y crítica sobre estos conceptos. En tal sentido, nos encontramos con un “obstáculo epistemológico” que no permite encontrar el rigor de la ciencia, entre conceptos y su respectiva fenomenología, y la congruencia, justamente, entre la voluntad de saber y la voluntad de poder que están necesariamente implicadas.
Hasta donde conocemos, el análisis de Habermas55 aparece como un modelo teórico-metodológico que da cuenta fehacientemente de la importancia de la generación discursiva, para producir opinión pública, sin que en ella intervengan líderes de opinión sobre las masas, sino sobre grupos (como lo constataron las investigaciones lazarsfeldianas). De confirmarse dicho modelo en el estudio de otras realidades socio-históricas (como puede ser el espacio-tiempo latinoamericano), podríamos seguir la pista habermasiana, ciertamente enriqueciendo el método y criticando las debilidades. Exceptuando el trabajo de Habermas, podemos observar que, desde la emergencia del Estado moderno, no se ha podido constatar ampliamente cómo y en qué condiciones sociohistorico-políticas esa opinión pública raciocinante (discursiva) se ha producido en los diferentes espacios sociohistóricos. En cambio, la “opinión pública”, que se modeliza56 en números (la estadística), legitimando un poder, representa una tarea enorme de revisión epistemológica, en particular para las ciencias de la comunicación o los estudios de opinión pública. De ser correcta nuestra hipótesis, es necesario una ruptura con las conceptualizaciones que hasta hoy han sido dominantes en la investigación, y que que tienen como ejes los conceptos de líder de opinión y de opinión pública.
Con el rigor de un François Simiand, es indispensable recordar que una de las condiciones esenciales de prueba más valoradas y más comúnmente logradas en la experimentación de las ciencias de la naturaleza es que, cuando el experimentador, al estudiar un fenómeno pretendiendo establecer una relación entre dos elementos, vea este fenómeno mientras se produce, y no únicamente vea los efectos, las consecuencias o los rastros de este fenómeno una vez producido.57
Lo que señala el subrayado (del propio Simiand) es de trascendencia innegable, pues así, sin más, se prueban las causalidades del fenómeno. Cierto, en las ciencias sociales no podemos asumir este principio experimental y/o probatorio, pero podemos aproximarnos desde la herme-néutica y olvidarnos, por tanto, de una supuesta demostración puramente empírica por el número estadístico. En este sentido, los conceptos “líder de opinión” y, sobre todo, “opinión pública” deberían corresponder a una tarea interpretativa y no a una demostración completamente positivista. Para el caso de la supuesta influencia del líder de opinión mediático, basta releer a Katz y Lazarsfeld,58 quienes reconocen que esa supuesta influencia está lejos de ser directa: en realidad la influencia se produce en el interior de los grupos primarios de los sujetos. He aquí la importancia de tal consideración respecto de este elemento constitutivo del fenómeno que ha sido tarea pendiente desde entonces. Darse cuenta de que la influencia no deriva de los medios, a través de los líderes de opinión mediáticos, es afirmar que la generación de formación política (es decir, de generación zde opinión pública) sólo puede encontrarse y estudiarse en el complejo y concreto proceso de socialización. Efectivamente, el estudio de fenómenos comunicacionales aquí discutidos tiene sus raíces en el proceso de socialización, desde el cual todo sujeto se constituye, al interaccionar con sus grupos primarios de los cuales aprende las formas de percibir el mundo. Este principio sociológico es, en definitiva, un olvido desde el que emergieron una voluntad de saber y una voluntad de poder (mediacentrista) que quieren legitimarse alrededor de los conceptos en cuestión. No queda más que reconocer que se trata de un obstáculo epistemológico, y que, en todo caso, nos ha enseñando a reubicar los fenómenos comunicacionales como fenómenos sociales, como cualquier otro. Es posible establecer que este obstáculo fue consecuencia de un deslumbramiento de los medios masivos de comunicación como instrumentos de poder, de los que se esperaba sacar beneficios en aquello que llamamos “opinión publica”. De Moragas continúa teniendo razón al respecto:
Las condiciones ideológicas de la investigación sobre la comunicación de masas están, pues, doblemente arraigadas en la propia naturaleza de las ciencias sociales y en las exigencias teóricas derivadas del ejercicio del poder que representa el uso de los medios de comunicación de masas.59
Es posible también afirmar que en este obstáculo epistemológico, a los fenómenos de líder de opinión y de opinión pública no se les ha concebido como procesos de socialización, lo que ha condicionado no observar otros fenómenos semejantes como variaciones de un todo más complejo. Es el caso de la figura del político, del personaje ilustre o científico e incluso el de la estrella del espectáculo como actores que se constituyen en el interior de la sociedad. Por esto, podemos invertir el presupuesto y decir que dichas figuras, antes de ser influyentes, son sujetos influidos por la sociedad, ya que una vez socializados, sólo son representantes o proyecciones de esa misma sociedad. Un “líder de opinión” sólo puede producir identificación (porque es idéntico a quien lo reconoce), en el seno de su propia sociedad, clase o grupo social.60 De aquí que, probablemente, existan más seguidores (por el indicio de un número) de un “líder de opinión” en función de la socialización dominante, y menos para un grupo de esa sociedad cuya constitución histórica es menos mayoritaria.
Finalmente, consideramos que una extensa y más profunda revisión epistemológica de ambos conceptos podría llevarnos a concebir, de otra forma, no sólo el proceso comunicativo, sino el proceso político que a todas luces implica la comunicación. En consecuencia, el concepto “opinión pública”, desde la perspectiva no estadística, sino por ejemplo desde una visión habermesiana, podría arrojarnos luz sobre la importancia de comunicar, sin claudicar en el elemento político, y desde la propia práctica del científico, como revelador de un proceso de generación del conocimiento que no está exento de la voluntad de poder ni de la voluntad de saber.
Doctor en ciencias de la comunicación por la Universidad de la Sorbona de París.Actualmente se desempeña como profesor en la Universidad Autónoma del Estado de México en la licenciatura en comunicación; en la maestría en estudios para la paz y el desarrollo; en la maestría de antropología y estudios de la cultura, y en el doctorado en ciencias sociales.
Miguel de Moragas Spa, Teorías de la comunicación. Investigaciones sobre medios en América y Europa, Gustavo Gili, Barcelona, 1984, pp. 12-13.
Distinguimos conceptualmente el vocablo “flujo de información masiva” de la “comunicación masiva”. Estamos conscientes de que la primera es innegable como fenómeno empírico, sin importar el ángulo desde donde se la quiera ver, mientras que la segunda, si bien puede producir efectos comunicacionales, no sabemos el cómo, el porqué ni el cuándo es posible que ese mismo flujo de información masiva se convierte en comunicación. Que un individuo esté expuesto a la información masiva no implica necesariamente que alcance la comunicación, porque simplemente no posee las competencias semánticas de esa información o porque no está de acuerdo. Esto es la permanente posibilidad de una “imposible comunicación”.
Harold D. Lasswell, Propaganda in the World War, Martino Publishing, Eastford, Estados Unidos, 2013.
Podemos notar que esta ruptura epistemológica de Lazarsfeld corresponde, con toda la debida proporción, al “hecho social” (de Durkheim) o “acción social” (de Weber), como principios sociológicos que permiten la comprensión-interpretación de los fenómenos sociales. En otras palabras, y en el tema que nos ocupa, la opinión pública y el líder de opinión no surgen de una instancia como los medios, sino de la sociedad misma.
Paul Lazarsfeld et al, The People's Choice. How the Voter Makes Up His Mind in a Presidential Campaign, Columbia University Press, Nueva York, 1968.
Elihu Katz y Paul Felix Lazarsfeld, Personal influence: The Part Played by People in the Flow of Mass Communications, Transaction Publisher, Nueva Jersey, Estados Unidos de América, 2009.
Hoy esta contribución parece estar olvidada. Nos parece que, por lo mismo, hay que sacarla del baúl de la historia de las ciencias, primero para fundamentar nuestros análisis contemporáneos y luego para superarla. Valga este comentario como un reconocimiento al trabajo de la escuela lazarsfeldiana.
De haberlo hecho, la concepción habría sido un objeto práctico de sumo temor, por no decir de terror; no porque existan instituciones académicas, políticas o militares que desarrollen diseños de comunicación (masiva u organizacional) para garantizar la supuesta funcionalidad de la comunicación (como cuando el químico quiere producir una sustancia, sabiendo qué dosis de cada elemento es necesaria), sino porque los efectos hubieran sido ya nefastos para toda la humanidad. No, la comunicación humana es tan inestable, tan irregular, tan incierta que su estudio no puede ser asumido desde una ciencia nomológica, como diría Habermas (Jürgen Habermas, Logique des sciences sociales et autres essais, Presses Universitaires de France, París, 1987).
Elihu Katz, “The Two-Step Flow of Communication: an Up-To-Date Report on an Hypothesis”, Public Opinion Quarterly, Oxford Journals, vol. XXI, núm 1, Carolina del Norte, 1957, pp. 61-78.
Observemos cómo, gracias a los estudios lazarsfeldianos, el análisis de la comunicación masiva requiere penetrar las dimensiones interpersonales o grupales; es decir, no podemos estudiar la primera sin las segundas. Metodológicamente, no se trata de un detalle menor. Hay que ubicar la comunicación como un fenómeno que se produce siempre en el espacio y el tiempo, lo que nos conduce a la imposibilidad de establecer variables de control. Así, desde la fenomenología, la comunicación, estrictamente hablando, es inasible.
Hoy a la masa se le ha fragmentado en “públicos”, como un esfuerzo por precisar los efectos de la comunicación masiva. Creemos que tal postura no es suficiente para presumir que hay un efecto que viene unilateralmente de los medios masivos de comunicación. Como hemos dicho, los medios apenas son una variable de muchas otras que participan de la multidimensionalidad social.
Este enunciado justo se funda desde la perspectiva de Pierre Bourdieu, en la que los diferentes campos —entre estos, el científico— se imbrican para constituir el todo de la sociedad (Pierre Bourdieu, “La spécificité du champs scientifique et les conditions sociales du progrès de la raison”, en Sociologie et sociétés, vol. 7, núm. 1, Les Presses de l’Université de Montréal, Montreal, 1975, pp. 91-118).
Sería deseable que una amplia investigación pueda dar cuenta de cómo se usan estos dos conceptos, por ejemplo, desde el discurso científico de la sociología, de la política o de la antropología.
Concebimos la “voluntad de saber y de poder” desde la concepción de Foucault (Michel Foucault, Arqueología del saber, Siglo XXI, México, 1990).
Los “efectos discursivos” posibilitan las dinámicas del marketing político y de la industria cultural, a través de categorías cuantitativas (porcentajes, correlaciones), procesos operativos e instituciones (agencias, estudios de mercado, diseño de imagen pública), con sus correspondientes resultados económicos.
Una amplia bibliografía de los grandes teóricos, después de casi un siglo de investigación, se encuentra disponible con el mismo paradigma: los medios influyen en las personas.
Es suficiente aludir a la obra de Richard Hoggart (Richard Hoggart, La culture du pauvre, Minuit, París, 1970), donde nos describe fehacientemente que una supuesta influencia de los medios de comunicación sobre las clases populares no es fácilmente observable, o que, en todo caso, no ocurre como lo esperaban los emisores. Ya sabemos que el fenómeno de apropiación o rechazo de la cultura es propio de la tensión social y de la dialéctica del devenir.
Es el proceso de exposición de las masas frente a ciertos productos y/o instituciones mediáticas que conduciría y delimitaría la percepción de la realidad, manipulada por la instancia mediática. Cierto que esta exposición produce una relación y una recepción que se puede caracterizar, de acuerdo con los públicos. Pero no es la simple exposición la causa de tal o cual efecto, sino que éste depende sobre todo de los procesos socio-históricos que el sujeto experimenta en medio de sus propios círculos sociales; por ejemplo, el papel de la escuela, de la familia, del trabajo, como espacios sociales (también espacios de exposición del sujeto) configuran cómo el sujeto percibirá lo que los medios y productos mediáticos le proponen. Desde los años ochenta, los estudios de recepción evidenciaron la diversidad de interpretaciones que resulta de los públicos sobre un mismo producto mediático.
Se comprende fácilmente que en el momento en que se lleva al sujeto a condiciones artificiales de observación, los resultados de las variables observadas serán otras, en relación con las que participan en un evento no provocado o normalizado. Es justo aquí el cuestionamiento que provocan las metodologías del focus group o de “la observación participante”. Por supuesto, las encuestas, las entrevistas dirigidas o en profundidad tampoco son garantía de una validación epistemológica sin sesgo. En realidad, estamos frente a la imposibilidad de analizar a placer el objeto de estudio comunicacional. La necesidad de asumir la interpretación, como único camino de las ciencias sociales, y no la explicación, toma su amplio significado filosófico y epistemológico.
Es pertinente recordar que el proceso de identificación, según Adorno (Theodor Adorno, Dialéctica negativa, Akal, Madrid, 2003), tiene que ver con el gesto de producir cosas o seres idénticos, tanto en la dimensión social como física. Decir que las manzanas son iguales es producir identidad, al tiempo que se niega que cada una posee cualidades individuales. En el mundo social, este gesto de definición no difiere en sustancia. Los principios de identidad y de negación son dos elementos fenoménicos que permiten la percepción de uno o de otro, según la perspectiva que el sujeto cognoscente asuma.
Refiramos un caso. Si se admite que Carmen Aristegui sea una líder de opinión y, por lo tanto, “influye” en sus auditores, ¿por qué en un país como México no tiene tantos seguidores como dicen tener otros líderes de opinión?, ¿es porque su discurso no es convincente?, ¿es porque la cobertura donde llega su discurso no es total en toda la nación? Son preguntas difíciles de responder cuando esta líder de opinión, antes de serlo, es una periodista incómoda para la clase en el poder. Pero acaso, por el hecho de ser líder de opinión, ¿por qué no influyó en otros sujetos sociales mexicanos?, ¿por qué no aumenta el número de sus seguidores? Este mismo tipo de preguntas puede aplicarse a otras instituciones políticas que “influirían” en la sociedad, a través de sus líderes de opinión, con la forma de candidatos o políticos en funciones. Nos parece que, en efecto, el líder de opinión necesariamente ha de producir una identificación con ciertos miembros de la comunidad, revelando las cualidades de esa misma comunidad, como una suerte de encarnación de valores socio-político-culturales.
Michel Grumbach y Nicolas Herpin, “A propos de quelques travaux de Lazarsfeld et de son école. Media, leardership et interaction: una sociologie des pouvoirs invisibles”, Enquête, núm. 4, Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, París, 1988, p. 7.
Para ilustrar el proceso de identidad, el mismo Hegel se refiere a la unidad dialéctica del amo y del esclavo, a fin de comprender que en toda relación social, por el olvido de la dependencia (plano cognitivo), existe un reconocimiento entre los sujetos que hace posible, necesariamente, el devenir y la producción. Por esto, con toda razón Marx afirma: “La grandeza de la Fenomenología del espíritu de Hegel y de su resultado final —la dialéctica de la negación como principio motor y creador— consiste entonces, por un lado, en que Hegel aprehende la producción del hombre por sí mismo como un proceso, la objetivación como desobjetivación, como alienación y supresión de esta alienación; en que concibe la esencia del trabajo y al hombre objetivo, verdadero por ser real, como resultado de su propio trabajo” (Karl Marx, Manuscrits de 1844, Versión electrónica de Jean-Marie Tremblay, 1972. Disponible en http://classiques.uqac.ca/classiques/Marx_karl/manuscrits_1844/Manuscrits_1844.pdf.
Con base en Schatzmann y Strauss, Bourdieu afirma: “No cuestionar la neutralidad de las técnicas, las más neutras formalmente, representa dejar de percibir entre otras cosas, que las técnicas de sondeo son igualmente técnicas de sociabilidad socialmente calificadas” (Ibid, p. 62.). Efectivamente, el sesgo que toda operación de sondeo provoca es innegable. ¡Cómo en las ciencias naturales! ¿No es cierto que el químico al querer generar una sustancia, experimenta un juego de las variables, combinándolas hasta lograr la sustancia deseada?
Como el comerciante a quien no le importa si las manzanas que vende sean unas grandes, otras chicas u otras más bonitas (es la negación de su diferencia). Todas juntas son manzanas idénticas. Ocurre lo mismo con el científico de la naturaleza, para quien los elementos constitutivos de la materia han de concebirse como idénticos, a fin de reproducir las experiencias y alcanzar ciertos objetivos o intereses. Negación e identidad son elementos constitutivos fenoménicos.
Como sabemos, la fenomenología de Edmund Husserl (“v investigation lógique”, Idées directrices pour une phénomenologie, Gallimard, París, 1985) nos advierte de la predisposicion de la percepción de “poner” cualidades a las cosas, en contraposición a la “donación” en sí que manifestaría el objeto percibido.
Nos parece elocuente el caso de Carmen Aristegui. Como supuesta líder de opinión, ¿por qué se le desplazó de su noticiario? Si es líder de opinión, ¿acaso no es legítimo que se respete su lugar? Este desplazamiento se origina en la política, no en una lógica periodística. En cambio, se enarbola el trabajo de otros “líderes de opinión” que son favorables al sistema, a los intereses u objetivos previstos. Se trata entonces de decisiones intencionales.
Como ya es notorio, estas consideraciones se inscriben en la fenomenología de Husserl, para quien toda conciencia es constitutiva de un objeto previsto o esperado, sobre el cual la acción y el sentimiento aparecen como experiencias intencionales de verdad alrededor de un mismo objeto (Edmund Husserl, “V investigation lógique”, en Idées directrices pour une phénomenologie, Gallimard, París, 1985).
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “Préface”, Principes de la philosophie du droit, Gallimard, París, 1940, 41 pp.
Cabe señalar que, por supuesto, la expresión “simple y llanamente” no tiene en absoluto un sentido peyorativo, sino que es sólo descriptiva.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, La philosophie de l’esprit: de la Realphilosophie 1805, Presses Universitaires de France, París, 1982, p. 34.
Figura en el sentido amplio del término como proceso que el lenguaje-discurso formula para permitir la percepción y objetivación de los objetos. No como correspondencia entre realidad y lenguaje, sino como proyección discursiva sobre la realidad. La fenomenología peirceana (Charles S. Peirce, La ciencia de la semiótica, Nueva Visión, Buenos Aires, 1974) daría cuenta del proceso semiótico (sobre el plano de la acción y del discurso) sobre, por ejemplo, la figura del Estado, en tanto signo de la política; es icono, objeto y símbolo de la organización de lo social. Así, el líder de opinión aparece como símbolo del influir y éste como proceso; supuestamente, es icono y objeto del trabajo de concretización del voto o de la preferencia política.
Una votación termina por ser pura expresión en un número que presupone una decisión racional. Sin embargo, sabemos que no todos los votos ejercidos necesariamente son reflejo del uso de la razón por parte del votante-ciudadano.
Jürgen Habermas, L’espace public. Archéologie de la publicité comme dimension constitutive de la société bourgeoise, Payot, París, 1993.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Principes de la philosophie du droit, Gallimard, París, 1940, párrs. 316-345.
No estamos de acuerdo con estas categorías absolutistas (universal, verdadera, substancial), pero sí con el proceso que implica gobernar desde la legitimación de la opinión pública.
En este sentido, como Bourdieu, es lógico afirmar que “la opinión pública no existe” (Pierre Bourdieu, Questions de sociologie, Minuit, París, 1978).
No importa que la disciplina de la estadística valide los esfuerzos de sondeo, por sus reglas aritméticas presupuestadas, con el clásico “con un sesgo de error de…”.
Es precisamente el problema de Cratilo (véase Platón, “Cratilo o del lenguaje”, en Diálogos, Porrúa, México, 2005), quien cree que las palabras son justo la representación de las cosas. No debe olvidarse que el discurso, así como devela, engaña. Y todavía más importante es que el discurso siempre implica una acción, justo la que refiere, sin garantizar la correspondencia con la realidad. Esta posibilidad del discurso es su propio poder. Sería ingenuo aceptar que la proposición “Vivimos en democracia” sea necesariamente reflejo de la realidad.
Jürgen Habermas, L’espace public. Archéologie de la publicité comme dimension constitutive de la société bourgeoise, Payot, París, 1993.
La subestimación del papel político de la clase popular en Habermas ha sido objeto de crítica, sin alcanzar la plena refutación. Es el propio Habermas quien en el “Prefacio de la edición de 1990” (véase Jürgen Habermas, L’espace public. Archéologie de la publicité comme dimension constitutive de la société bourgeoise, Payot, París, 1993), enfrentando esta crítica, encuentra una razón más para fortalecer su tesis: la opinión pública burguesa, como esfera hegemónica, asume la bandera de la emancipación de las clases populares como programa y proyecto político. La historiografía no dice lo contrario. Es importante tomar en cuenta este aspecto cuando se pretende encontrar opinión pública raciocinante en los sectores populares (en términos de una posición discursiva, no de una simple argumentación de circunstancia como lo es la pobreza o la victimización que sufren las clases populares), tal como ocurre en un país como México. Esto no es una subestimación, sino una descripción sociológica de la carente formación política entre los mexicanos.
Es evidente que hoy esas mujeres y niños a los que alude Hegel correspondan concretamente a los que no votan cuando pueden hacerlo.
La masa atomizada desaparece milagrosamente entonces las fronteras de las diferencias y de la pluralidad de ver el mundo, como si las clases sociales o las jerarquías sociológicas no existieran.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Principes de la philosophie du droit, Gallimard, París, 1940, párrs. 301-331.
Jürgen Habermas, L’espace public. Archéologie de la publicité comme dimension constitutive de la société bourgeoise, Payot, París, 1993.
Modeliza tiene el sentido de “fabricación”, como un proceso de marketing político, a través de un diseño de las preguntas y del número de encuestados (el famoso survey research), para producir un efecto de tendencia a favor de un candidato.
François Simiand, Statistique et expérimentation. Remarques de méthode, Marcel Rivière, París, 1922, pp. 39-40.
Elihu Katz y Paul Felix Lazarsfeld, Personal influence: The Part Played by People in the Flow of Mass Communications, Transaction Publisher, Nueva Jersey, Estados Unidos de América, 2009.
Miguel de Moragas Spa, Teorías de la comunicación. Investigaciones sobre medios en América y Europa, Gustavo Gili, Barcelona, 1984, p. 15. Podemos apreciar en esta afirmación, de manera implícita, aludidos los conceptos de voluntad de poder y de voluntad de saber.
Habría líder de opinión del medio de comunicación x, no porque represente la opinión de un público ciudadano, sino porque representa la opinión de ese medio de comunicación: sería una suerte de reencarnación. Lo que resulta paradójico de este fenómeno es que legalmente muchos noticiarios televisivos o programas de opinión se amparan en la cláusula de derechos indicando que “Las opiniones vertidas durante la emisión no reflejan necesariamente la posición del programa y que son responsabilidad directa de quienes las expresan”. Es una paradoja, por demás elocuente de la no correspondencia entre realidad y concepto; o no correspondencia entre esa presumida “influencia” con su público, ¡ni mucho menos con la misma instancia de producción!, así sea sólo un asunto legal.