Se dice con mucha frecuencia que los pueblos y las colectividades tienen la misma calidad de los hombres que las componen. Es decir, a mejor condición de hombres individualmente considerados, corresponde exactamente una mejor condición de los pueblos y de las colectividades, y viceversa. Por lo general, debe reputarse exacta esta ley de estimación social en atención a la suma de factores individuales, pero no siempre, porque la sociedad no es suma o adición numérica de seres, ni puede suponerse que mil hombres buenos o blancos han de formar matemáticamente una sociedad equivalente a mil en contenido social o una sociedad fundamentalmente buena o blanca en conceptos de ética y de étnica colectiva. Trataré de aclarar estos conceptos que son precisos y necesarios para el objeto que deseo lograr, o sea, desmenuzar el contenido de una colectividad para saber si ésta es capaz, como el hombre individual, de pensar, sentir, realizar, moverse, adaptarse, luchar y vivir, y de saber, sobre todo, en qué condiciones la sociedad piensa, siente, realiza, se mueve, lucha y vive.
Es común la creencia de que sociedad es lo mismo que grupo, que número cuantioso de gentes. Cuando se admite la posibilidad de sociedad de dos personas, es fácil admitir que una sociedad es sinónimo de pluralidad; sociedad, en este sentido, implicaría un concepto de colectividad humana, de aglomeración de hombres. Cuando se advierte que a la sociedad se la nombre solamente como significando un grupo o número de individuos, es que se advierte también que puede llamarse sociedad a la que integran los animales gregarios o sociales. Sociedad, pues, tendría que interpretarse apenas como una palabra equivalente a manada, con el mismo derecho que podríamos llamar sociedad de árboles y plantas a un bosque. Confieso que a mí nunca me satisfizo esta arbitraria manera de dar significado a la palabra sociedad, porque pienso que una sociedad debe destinarse únicamente a la unión o reunión de gentes racionales, de hombres de razón y conciencia, que integran un todo común en las condiciones necesarias para que esta unión o reunión fuesen permanentes y enlazadas por vinculaciones de espíritu y cultura, como vamos a ver luego.
Cuando los hombres se agrupan, hay que pensar que lo hacen porque comprenden que unirse es adquirir posibilidad de mejor vida, a pesar de la obstinada instintiva soledad que hay en cada hombre. En efecto, el hombre es una lucha inmensa y trágica entre su propia soledad y su necesidad de sociedad. El hombre es una unidad, es decir, una soledad vital en esencia. El hombre tiene en sí mismo su amor y su dolor, su ansiedad o su anhelo, su ambición o su fe, y esas virtualidades íntimas son solamente suyas. Compartirlas quiere decir apenas un enunciado más teórico que práctico, puesto que el dolor no lo disminuye nadie o el placer, en los contenidos psicológicos y aun en las expresiones externas, nadie lo aumenta. Por eso el altruismo y la solidaridad, que solamente adquieren sentido en función social, vienen más tarde en la evolución de los hombres y los pueblos, porque primero es el yo en la batalla eterna de tantos yos como hombres viven en la tierra. Primero es el ser unitario, solitario, aislado, medroso, esquivo, y mucho más tarde, en las jornadas de la cultura, aparece frente al yo el alter-ego, el otro yo. Por eso también es enemigo antes que amigo el hombre que muestra su humanidad frente a otro hombre que hace su vida pasmosa y triste en la larga y lejana aurora de la vida social. Amigo es solamente más tarde un hombre que se pone frente a otro en la convivencia.
En tanto que las determinaciones de la vida humana solicitan sacrificios de los hombres, éstos deponen su orgulloso imperio de soledad para admitir la reunión que ha de hacerse luego unión. Reunión es el mero hecho físico de ponerse en contacto unos con otros; unión es vinculación más profunda y evidente, enlace y nexo que aproxima a los seres. Reunirse no es unirse: simple posición física, lo uno; constante posición de espíritus, lo otro. La reunión forma grupos humanos, multitudes y masas; la unión es la que forma sociedades. Hay, pues, predominio físico en la reunión y predominio psíquico en la unión. Hacer sociedad, entonces, supone una lenta y adecuada manera de vincular hombres adscribiéndose un común destino vital.
Cuando se anota la supremacía del espíritu solitario en las gentes; cuando se anota esa egoísta retracción humana hacia la realidad de su vida, pero solamente de la suya; cuando se aprecia que el yo palpita en todo lo que aparentemente demuestra comunidad, solidaridad, altruismo (palabras de escaso sentido de verdad); cuando se ve que un pueblo no hace otra cosa que desparramar su actividad en tantos esfuerzos como fueran sus componentes humanos, y que cada hombre busca su vida sin que le importe la de sus vecinos, ¿acaso no debe surgir la duda acerca de que tal pueblo logró reunir gentes pero no logró unirlas? Cuando la sociedad, así llamada por la historia, escatima esfuerzo común porque se ha fraccionado el esfuerzo en tantas energías como son las gentes que luchan solas, aisladas, avinagradas por la tragedia o por la lucha, ¿no será que la sociedad no tuvo arraigo en el nexo de acercamiento entre los hombres y que entonces solamente existe reunión, cercanía, vecindad física, pero nunca espirituales? Cuando las patrias, sociedades mayores, se sacuden en duras angustias constitutivas, sufren merma en su vigor, se envejecen en plena juventud, no progresan, no caminan y paralizan sus marcha; cuando esas patrias se consumen en disturbios internos, se desmedran con defectos sociales, políticos y económicos, ¿no habrá que pensar en una disminución formidable de los vínculos de unión y que solamente queda una reunión de pueblos disgregados y de gentes esparcidas y solitarias, una reunión de ciudades y campos agarrados por la Ley, pero no aferrados al profundo fervor de integrar una patria que es unidad suprema?
La sociedad tiene realidad de cultura necesariamente. Es largo su proceso en la historia para configurarse como tal. Por eso hay más reunión de gentes que unión de las mismas en la evidencia de los pueblos y de las naciones, aun ahora mismo; porque unirse implica sacrificio, mientras que reunirse es apenas la ficción de sociedad, su falsificación, su réplica. Por eso hay masa y multitud que se apoyan en meras reuniones, o existe la terrible soledad de los hombres que dicen que son sociables y que viven en sociedad. No hay más que estas dos posiciones contradictorias: o multitud y gregarismo, o soledad en cada ser. La sociedad está ausente, lejana, como un anhelo de improbables realizaciones. La sociedad que formaron los pueblos cultos, o lucha en agonía para no disgregarse, o ha desaparecido ciertamente. Esas sociedades, merced a influjos poderosos de la modernidad política, social o económica, se han vuelto ahora, o nuevos gregarios indiferenciados, o nuevas soledades humanas. Los pueblos se han vuelto extraños símbolos de inmensas soledades arrinconadas en el reino de cada hombre o, apenas, en la extensión íntima de cada hombre: la familia.
La sociedad no suma a sus componentes. La reunión suma y hace adición humana. La sociedad es intensa mucho más que extensa. Sociedad quiere decir síntesis de vidas y no agregado de cien o millón de vidas hechas dinamismo o trabajo. Es difícil en extremo contar en las sociedades, mermar o individualizar matemáticamente, como puede hacerse en las meras reuniones. Las sociedades exigen cesión de virtualidades anímicas que se asocian para hacer bloque sintético: el bloque social. De la misma manera que un muro no ha de estimarse, en su solidez, que es la suma matemática de sus piezas, así mismo en la arquitectura social no se encuentra a los hombres como piezas. Cuando se forma un bloque se hace un muro, mediante la trabazón perfecta de las piezas. Así es la sociedad: trabazón de vidas en armonía estética. Justamente por eso es inmensamente difícil hacer sociedades, porque trabar vidas quiere decir fusionar anhelos, fervores, dolores y ambiciones en un conglomerado misterioso de porvenir y de futuro.
Si como he manifestado, la sociedad es un complicado mecanismo humano puesto a diseñar el progreso de los pueblos y a conseguirlo en la vida colectiva, hay que entender que este mecanismo tiene un recurso de pensamiento, sentimiento y acción sociales. El pensamiento social ha de ser el fruto de un vigoroso contacto entre la realidad de la vida y el esfuerzo para comprenderla y definirla. Lo mismo hemos de decir con respecto al módulo afectivo y motor o de acción sociales. Es claro que no hemos de llegar a extremos de decir que el cerebro social —a pesar de que así se dice— está formado por las clases pensantes de la sociedad; o que el nervio, o el músculo, o el corazón sociales están metidos en la juventud, en el obrerismo, en la feminidad de los pueblos. Lo que ha de creerse es que la sociedad sí piensa y sí quiere y sí procede o realiza. El hombre piensa y ese pensamiento, al ponerse en contacto con otros pensamientos, se modifica y cambia. El hombre siente y su sentimiento tiene que alterarse ante el sentir de los demás. Esta es la fuerza de lo social, la acción social sobre lo personal o individual. Pienso yo que la política debe ser de ésta o de esta otra calidad, pero los socios de la misma sociedad piensan de la política en otra forma: habrá que buscar una fórmula que haga conciliar tanto pensamiento, y esa fórmula, si se la consigue, ha de ser el pensamiento social sobre política. Por cierto, este proceso es meramente ideal y abstracto, pues socialmente acontece que el pensar es operación de selecciones o eliminaciones bastante extrañas y raras: unos piensan, otros no piensan, otros imponen su pensar o absorben el pensar ajeno, etcétera.
Pero la verdad es que hay un fruto de la vida social que se traduce en pensamiento o sentimiento colectivos. Esto no acontece nunca en las simples y gregarias colectividades. Allí, o subsiste el pensar individual o el pensamiento se esfuma en vaguedades que no se entienden o no se arreglan. Cuando no existe la interpretación mental que la sociedad favorece y realiza, la mente colectiva no funciona. Es solamente en el reinado social que es posible esta quinta esencia del pensar o del sentir. El sabio o el artista son acúmulos prolongados de pensamiento o sensibilidad sociales que brotan en un instante determinado, y por eso el sabio y el artista casi siempre son seres a quienes la ciencia llamó anormales superiores, en el sentido de que su anormalidad no permite adaptarse a las requisitorias generales de la convivencia social, al igual que su genio o ingenio, que no se hacen llanos para esa especie de llanura democrática que la sociedad realiza en el mundo igual del pensamiento y sentimiento sociales.
Es, pues, en este complicado instante de la evolución social que se puede y debe hablar de una conciencia de las colectividades, cuando han logrado su madurez reflexiva y su nivel cultural preciso. No antes, porque antes no se alcanza a la reflexión, que es grado cumbre de las operaciones de conciencia. Antes, los pueblos se quedan perplejos en el aturdido qué hacer de la conciencia que inició su gesta; antes, las colectividades no maduras se quedan dudando sobre cuál ha de ser su alcance mental o sentimental. Por eso hes que hay pueblos en cuya reflexión no podía dudarse; otros, cuya promoción sentimental es más exacta, y otros, que ni son pensantes ni sentimentales, sino masas emotivas con emoción pasajera pero intensa, de acuerdo con su psicología. En efecto, los pueblos-masas son aquellos que dejan fluir apenas escaso raudal social de pensar porque hay más sentir que pensar; y ello se debe o a estabilización de una cultura detenida en su marcha o a una especie de regresión impuesta por la fuerza. Hay pueblos o, para el caso, sociedades que después de haber demostrado su capacidad de pensamiento dejaron un día de hacer lo mismo. Se les dio pensando, se les exigió recibir el pensamiento hecho, preparado de antemano.
La demagogia es siempre, en cualquiera de sus clases, enemiga del pensar social. La carencia de libertad es asfixia para la conciencia. Por eso al hablar de la sociedad presupongo justamente un medio humano de libertad necesaria, sin la cual la cultura desfallece.
Un análisis realista de los acontecimientos sociales del mundo actual nos llevaría a la evidencia de la crisis de la sociedad. Crisis formidable y trágica que tiende a convertir a las sociedades, o que ya las ha convertido, en simples agregados de gentes sin ligámenes de espíritu entre ella, o apenas sometidas a largo ímpetus de conexión. Hay un descenso espiritual de los pueblos o una sustitución hasta ahora inexplicada de ligámenes de hondo poder coactivo de aglutinación humana. Hay una fuerza que se impone sobre la disgregación de los seres, que se alza sobre el aflojamiento de nexos espirituales y que triunfa, acaso dolorosamente, en las gestiones de conquista de más pueblos y más sociedades para integrar mayores imperios políticos, sin que ello suponga lógicamente que se integran mayores sociedades.
Pero en todo caso hay pensamiento y sentimiento sociales francos y abiertos, expresiones de una cultura exacta, o silenciosos y esquivos bajo presión de extrañas fuerzas que los inhiben. Pero los hay. No cabe que el pueblo dinamite fácilmente la calidad de su linaje y acabe de un hecho toda su historia. Por eso hay que admitir realmente que las sociedades sí existen, por más que las que existen se hallen sometidas a graves pruebas que amenazan destrozarlas o disgregarlas.
En las sociedades, entendidas como concreciones de una acción cultural en perfecto equilibrio, la conciencia reflexiva es su distintivo. Las gentes requieren, entonces, una mejor comunicación entre ellas. Del mismo modo que las comunicaciones en el sentido de espacio se arreglaron para rebajarlo y reducirlo, en fuerza de las urgencias de la vida moderna, así mismo se hizo precisa la reducción del espacio mental que separaba a unos hombres de otros, es decir, quitar vacíos de conciencia mediante la continuidad espiritual que vincula a los hombres. Mientras el avión, el automóvil y la carretera acercaban físicamente a los pueblos, la radio, la prensa o el cinematógrafo acercaban mentalmente a las personas. Es el gran rol que cabe asignar a estas tres modernas maneras de intercomunicación mental de las gentes. Vehículos de propaganda de las ideas, recursos inteligentes de comunicación mental, la radio y la prensa especialmente hacen la obra que la cultura les asigna. No es posible hallar progreso en las sociedades sin comunicaciones tanto materiales como espirituales; sin caminos para acercar a los pueblos o sin caminos de entendimiento humano y de cultura, el progreso no existe. En la fina sensibilidad social de los pueblos modernos, el pensamiento se transmite como el pan de cada día. La dosis alimenticia diaria para el cuerpo tiene que acompañarse de dosis de espiritualidad que la radio y la prensa realizan y reparten.
Pero la prensa —a la que he de referirme singularmente— hay que entenderla como una comunión espiritual que la sociedad necesita. Ella tiene que ser para la sociedad como un precioso don para su espíritu. Entre la prensa y el libro o la literatura en grande escala, hemos de hallar diferencias de grado y calidad. El libro es el refugio mental más fuerte y, por lo mismo, menos apto para incluir a muchas gentes. El libro, eficacia tardía pero segura. Es gestión más poderosa, pero más lenta, de cultivo espiritual. Por eso socialmente el libro ha tenido que ceder puesto a la revista ligera y a la prensa en general. El libro queda como manjar delicado de minorías intelectuales o es necesidad propicia para sistemas educativos que hacen su obra en las generaciones. Pero para los menesteres rápidos, para las urgencias imprescindibles de los pueblos actuales, solamente la prensa ha de satisfacerlos.
El periódico es, pues, captación del ritmo móvil y elocuente del pensamiento social. En las sociedades organizadas, su pensar refluye en el pensar que el periódico retrata. Hay que admitir entonces que la opinión social es la que [se] pone de manifiesto en la prensa, y que ésta dialoga simplemente con la sociedad; en dicho diálogo en el que, hay un constante ir y venir de deseos, de aspiraciones, de anhelos; diálogo permanente en que lo social repercute y se sintetiza en la opinión escrita que el periódico prepara. Cuanto más grande es la percepción inteligente de las colectividades, en sus zonas culturales precisas, tanto más exigente ha de ser con su prensa: ha de exigirle que su obra se ponga a tono con el talante intelectual de que se ufana. No cabe prensa falaz en sociedades honorables, ni es admisible prensa insípida en ambientes sociales de sabor educativo bien definido. En la medida en que la sociedad afirma sus virtudes y excelencias, ha de alzarse la prensa a plenitudes mayores. Periódicos infantiles para sociedades serias son un contrasentido, y a la inversa. La prensa británica o estadunidense no puede ser frívola o romanticona solamente, porque la psicología de sus pueblos no lo admite. La prensa francesa, modelo de refinamiento, no podía ser de otra manera para una sociedad refinada hasta el exceso morboso. La prensa argentina, rica como su pampa o como viñedos mendocinos, tiene que ser el reflejo de sus sociedades ricas en cultura. La prensa mexicana, atenaceada de entusiasmo como su pueblo, tiene que ser así: enérgica, brava, lista para la acción, porque rima con la psicología de su pueblo. La prensa colombiana, buena entre las mejores, anota justamente la elevación social de sus pueblos. Y así la demás prensa americana que se coloca, se ubica, en el ángulo espiritual más adecuado a la captación espiritual de sus sociedades, es decir, de su humanidad organizada y dispuesta a conquistar un nivel de progreso acorde con sus destinos y esfuerzos.
Hay que hacer, pues, un reconocimiento esencial: en las sociedades en las que la cultura está de manifiesto, la prensa capta de ellas su pensar para amasarlo en las columnas periodísticas. El periódico tiene su tarea recolectora de pensamiento social con una inteligente metodología selectiva. De su parte, el periódico ofrenda su ideal y sus ideales a la gran causa social, y la sociedad recoge para sí cuanto valga para establecer el diálogo a que me referí antes, diálogo entre el fluido social inteligente y el que lanza la prensa.
Pero no todas son sociedades en el estricto sentido que es menester dar a este vocablo. Y es justo que analicemos, de paso, las especiales condiciones de las sociedades americanas. Estas sociedades han sido tradicionalmente dispuestas para el sentimiento mucho más que para el pensamiento. América siente más que piensa. El hecho cierto de que en esta parte del mundo haya sido huraña la filosofía, que es culminación del pensar, es una demostración incuestionable de que aquí es más fructífero dejar correr al sentimiento, en toda la gama posible de afecciones y emociones, antes que hacer funcionar a la reflexión severa y selecta. América es un mundo listo para la exaltación lírica antes que para la austeridad de la conciencia reposada y tranquila. Los pueblos son temporalmente tristes en su música, en su arte y hasta en su política: porque la desesperación y la ansiedad o el ímpetu no revelan sino grados de la emoción popular antes que fluctuaciones de una mente colectiva. En pueblos donde la soledad humana está patente, se gesta más el aislamiento que la fusión espiritual de sus hombres; predomina la reunión americana antes que su unión. Los pueblos y sus hombres se reunieron en la historia y se reúnen en la geografía, pero no se unen en la verdad íntima de la vida. La historia continental es de contenido sentimental, es narración heroica siempre, y siempre exaltación de los civismos con el recuerdo de gestas y de martirios. Esa historia es ilimitada invitación al sentimiento, pero no es la certera llamada a la razón, y la geografía es de calidad apta para la dispersión antes que para la proximidad humana. Todo ello favorece un desigual modo de evolución social americana, puesto que tenemos y mantenemos grupos disímiles en contenido social y en progreso de culturas colectivas. A tal razón se debe que existan zonas sociales cuyo avance mental y progresista es efectivo, mientras coexisten largas zonas de gente sin alicientes de progreso o sin posibilidades de mejoramiento. Y hay además zonas intermediadas entre éstas, de diversa constitución psíquica y, por lo mismo, de distinta manera de reaccionar ante el medio ambiente. Hay, entonces, sociedad frente a masa o muchedumbre o gregarismo. Sociedad que vincula y masa que es discontinuidad anímica entre sus componentes. Hay espíritu solidario frente a un enorme espíritu solitario: esta es en última síntesis la América nuestra: sociedad y soledad en infinitas variantes y matices. El hombre americano sigue como un Robinsón dotado de mejores medios de lucha; pero huraño y solitario. Solitario para el pensar y aún para el sentir, aunque menos en este aspecto de su psicología. Por eso el tipo humano continental es reacio a la comunidad cooperativa y el indio, que es apto para comunicaciones especiales en vivir y actuar, tampoco es propicio para gestiones de esfuerzo inteligente en pro del mejoramiento total de los pueblos.
En tales realidades colectivas, es difícil acertar cómo se trasunta el pensar social y se lo refleja en su prensa. A ello debe atribuirse la extensa variación de símbolos y de anhelos periódicos porque así mismo son muchos los símbolos y anhelos de pueblos inconexos, integrados a medias, eternamente ansiosos de nuevas modalidades constitutivas. La prensa en América tiene que ser mixta en sus funciones expresivas de ideales de progreso: tiene que acertar con el vago criterio social y tiene captación y proyección de ondas culturales.
Tiene que ser colector de afanes, colector de ideas y a la vez guía para quienes necesitan de ayuda en la marcha difícil por caminos que no anduvieron antes. El periódico que sabe su misión en medios propios no ha de alzarse de hombros ante la dolorosa posición de gentes solitarias e indefensas, sino que tiene que dividir sus esfuerzos en labor de recepción de pensamientos y en labor creadora de pensamientos para la zona colectiva que no los elabora. No cabe la prensa como enunciado orgulloso de excelencias intelectuales, sin que a la vez se haga cátedra sincera de afanes de cultura. Recoger pensamientos y opiniones para ponerlos en la prensa, sin extremar la gestión de actividad mental en los pueblos alejados del progreso educativo, sería una labor de pocos para pocos, diálogo de minorías, y nada más. En esto se diferencia la prensa americana de la europea; por ejemplo, en que la europea presupone una cultura generalizada y abre su obra en capítulos de avanzado esfuerzo mental, en tanto que la americana no puede descuidar nunca, sin errar en su misión de una humanidad cuantiosa que se halla en plena soledad o en plena actividad de gregarismo, conviviendo con sociedades a las que cupiera dárseles fórmulas de entendimiento y conciencia, en reciprocidad de las que de ellas recibe la prensa. No se debe olvidar en América que impera todavía la reunión de los hombres y de sus pueblos, sin que la unión haya sustituido vínculos de acercamiento de los convencionales a los de convencimiento. No se escapará entonces la grave tarea de una prensa que debe seguir el compás de sus pueblos para no perder su ritmo, so pena de hacerse prensa absolutamente minoritaria, porque un periodismo de esencia cientificista o literaria, pongamos por caso, no cuadraría a nuestros ambientes colectivos. Periódicos de calidad educativa, sin perder de vista su diálogo cultural con sociedades formadas: ese es el tipo de prensa americana. No sería justo que se dieran audiciones radiofónicas con música clásica si esas audiciones se dedican a todos; así mismo, no es justo que la prensa, que el periodismo solamente, llegue (aunque esa es su desgracia) a muy pocos, porque su calidad no agrada o no atrae a los lectores.
Presupuse la existencia de libertad para que exista el juego de las ideas que hacen el equipo general de la cultura humana. Sin libertad, aunque fuera en la esfera confusa de las libertades, la cultura no cuaja en frutos maduros. Por eso saben los dictadores que hay que hurtar o coartar esa libertad para que triunfen sus planes preconcebidos, sin ofrecerse a la opinión para su conocimiento y necesaria crítica. Y a esto se llama despotismo político, es decir, irrespeto para el pensar social porque se pasa y salta sobre él en sus actitudes y en sus desafueros. El despotismo político, en sí mismo, es cuestión de gobierno; pero en cuanto trasciende a la esfera social y modifica el sentido natural de la vida colectiva, altera su fisonomía, cambia su conducta, transforma el cauce de su progreso y cultura, el despotismo político toma caracteres de despotismo social. En la actualidad política se llega forzosamente a una grave actualidad social, desorbitada y trágica en tantos países de la tierra.
La actualidad político-social cohonesta el pensar social en un pensar oficial autoritario e impuesto. Se han hecho moldes de pensamiento y sentimiento para uso de los grandes políticos y caudillos, que los aplican luego a sus pueblos. Por eso no hay prensa social (porque la hemos de llamar así) en las grandes dictaduras. Y no hay tampoco radio ni cinematógrafo así mismo sociales. Se han sustituido esos vehículos de la idea y la conciencia sociales por otros amoldados intencionalmente. Y es natural que las gentes se sientan habituadas a este formidable chantaje de cultura. Entonces, el resultado es de una regresión en el valer social. Se tiende, y es natural que se lo consigne, a disgregar, a desunir. Desunir para reunir a las gentes, para reunirlas solamente en masas y en muchedumbres. Se hurta a los pueblos su capacidad de creación para cambiarles con una capacidad de recepción pasiva de emociones multitudinarias. La sociedad se trueca en agregado, en humanidad otra vez solitaria que solamente siente, se emociona, pero no piensa.
La política en los pueblos es, pues, una determinación decisiva para afirmar o negar el derecho social al progreso. O se avanza en la marcha hacia el mejoramiento colectivo, o se estanca el devenir. No hay términos medios en la evolución humana. La política tiene el poder suficiente para propiciar o para obstar el desarrollo del pensar y sentir sociales. Los despotismos acuden a los métodos modernos de la fuerza para propagar ideas de acuerdo con sus fines. Por eso coartan la libertad de los hombres, porque en la libertad no se cultivan los despotismos. Es curioso apreciar cómo canta la prensa de los países convertidos en multitudes fanáticas, cómo canta y hacen hosannas a los regímenes de cuya propaganda se encarga. Periódicos cortados por las mismas tijeras, con pensamientos siempre iguales en su esencia, o periódicos anodinos, silenciosos y tímidos, que no dicen lo que en su intimidad les dicta la conciencia. Radio y cine controlados y puestos en molde necesario. Todo un plan diabólico y sistemático de arrinconamiento del pensar y sentir públicos en los pueblos dominados por la exaltación política y social ad-hoc. Pero así mismo es curioso apreciar esa otra calidad de prensa de países en que, a guisa de libertad, existe lo arbitrario y demagógico. Prensa fanática también para su causa, pero la suya especialmente. Sucede entonces que el periódico se ha hecho solitario él también, con esa soledad gritona, estridente y bulliciosa de quienes sienten el aislamiento de lo social, el apartamiento de lo colectivo, sin influencias recíprocas ante el medio o del medio que les rodea. En ambos casos, es decir, cuando la prensa y los medios de comunicación interpsíquica se hallan controlados por fuerzas políticas, o cuando proceden desaforada y arbitrariamente, en ambos casos —repito— acusan un ambiente social desfavorable: en el uno revelará una sociedad transgredida en su substancia y en trances de regresión hacia el gregarismo; en el otro caso, demostrará un ambiente social, digo mal, un ambiente asocial, carente de sociedad, huérfano de arraigo en dictámenes de sociedad. La prensa amordazada o la prensa arbitraria hacen mal su obra en función de opinión pública, puesto que esta opinión ha desaparecido en función de opinión pública, puesto que esta opinión ha desaparecido en el primer caso, o no se halla formada, en el segundo. Prensa sometida a grilletes es prensa muerta. Prensa solitaria, periódicos que se van por su propia cuenta por donde quieren irse, pero solos y sin eco social: aquello demuestra aislamiento y ausencia de contenido cultural.
Sin un grave pecado se anota, en países supercivilizados que acogieron el reinado providencial de una política totalitaria, el otro no menos grave pecado que implica desconocimiento del medio en que se actúa para convertir en ineficaz la tarea, asoma en pueblos cuyos pobladores ambulan en perpetua soledad, con el sentido trágico que me he permitido dar a esta palabra. La prensa, pues, necesita ser un equilibrio perfecto entre su fin nobilísimo de guía y educadora, y el eco favorable que tal fin halla en la sociedad. Diálogo eterno hace la prensa, como ya se dijo, entre su gestión de porvenir y la respuesta que la sociedad otorga. Pero la prensa que hace monólogos, ésa está descentrada y solitaria. Por cierto, que esa es la primicia forzosa de su obra en surcos de sociedad. Así se comienza siempre. Lo que no es admisible es que se quede eternamente en el comienzo.
En síntesis, estimo que la sociedad es la única capaz de producir pensamiento severo, fruto de su reflexión colectiva. Ella es la que otorga opinión, justamente la que se llama opinión pública, que es mejor denotarla social. En un medio semejante, la obra de la prensa es la de discurrir libremente, discutir libremente también, con esa misma opinión para hallar fórmulas de mejor progreso. Ese es el estado ideal de la cultura colectiva. Por desgracia, no todos los pueblos lo han alcanzado en este grado. Hay pueblos cuya estructura social ha sufrido un colapso tan fuerte que ha llegado a transformarse de sociedad en gregarismo. No sé hasta ahora si estas transformaciones debidas a nuevas estructuras políticas en el mundo constituyan o no un progreso, porque así mismo no sé si la pérdida del equilibrio entre la personalidad humana y la personalidad social, para dar paso a una mística del estado autoritario y vital, sea o no un avance en las concepciones nuevas de la política moderna. Pero estimo que los pueblos cambiados ahora en masas inmensas con fanatismos colectivos ultrapoderosos, han perdido la posibilidad de pensar socialmente porque han adquirido la potencialidad de obedecer al pensamiento hecho, al pensamiento elaborado en los laboratorios políticos de esos países. De allí que la prensa, en tales pueblos, no es sino el conducto inverosímil de la transmisión de un pensamiento siempre igual, sin que a la vez fuera medio de admitir la respuesta lógica que las sociedades formulan en el libre juego de la opinión social. Es bien sabida la historia de ese periodismo extraño, estandarizado para la gesta de nuevas generaciones contagiadas de fanatismo. Periódicos que son pasión y emoción para su causa, que incluso puede ser y es en efecto, la gran causa colectiva, y periodistas en uniforme mental y material que hacen sus comentarios o trazan sus editoriales con una pluma que parece espada. Los Gaida son, en cualquier parte, tipos de periodistas de uniforme.
Además, hay pueblos en que la sociedad existe aún con sus caracteres, en que el pensar crece con desarrollo normal y que se traduce en un intenso movimiento de selección cultural humana; pueblos hechos para la vida austera, pero que caminan con su alma atenta a los imperativos de su hora. Allí, la sociedad, sin ser perfecta, es resultado de evoluciones constitutivas exactas. Y en esa sociedad es posible el claro timbre de la opinión nacional o la opinión ciudadana. La prensa, entonces, hace su obra de dialéctica y de diálogo: hay un intercambio severo de ideas entre los que la sociedad elabora y la prensa realiza.
Pero hay otros pueblos en los que ha sido lenta y desigual la marcha hacia el progreso social; en que su humanidad ha desfilado con paso distinto e impreciso; pueblos entremezclados de actualidad y de pretérito en lucha grave por hacerse mañana y porvenir; pueblos con zonas sociales y con mayorías o masas de pleno gregarismo, aunque no político, pero sí de indiferenciados colectivismos. Allí la prensa tiene que ser o dedicada a las minorías, es decir, restringida en su gestión social, o ineficaz es sus prédicas cotidianas. Será prensa que tiende a hacerse solitaria, con la misma aceptación otorgada por mí a este término complejo derivado de la soledad.
Aplicando rápidamente a nuestro país estos conceptos, me parece que es fácil diseñar las posiciones tanto de la prensa como de los órganos humanos de la percepción social. No hay duda que formamos un país en que la sociedad es corta, aislada y pequeña en sus dimensiones. En cambio, mantenemos inmensas cantidades de gente que no se ha logrado situar en planos de verdadera cultura. Tenemos, además, etapas intermedias de marcha colectiva hacia delante. Para lo plenamente social ecuatoriano, cabe la determinación espiritual que le es correlativa: afanes de mejoramiento, necesidades de cultura, anhelos de progreso creciente. Allí cuadra el contenido mental que emerge de una prensa que opine, que dictamine, que haga labor de ideas y de imperativos sociales o políticos. Para las zonas mentales menos aptas, queda el noticierismo folletinesco, la diatriba más que la dialéctica. Para aquellas zonas vale lo que tiene de espectacular y de raro, más que lo profundo de un proceso de ideas en acción. Para aquellos, cuadra el chiste picante, el chismecillo, el enredijo, la curiosidad novelera. Y para las mayorías, que son las campesinas ecuatorianas, la prensa es papel o gaceta de empaque y acaso nada más que para eso.
Nuestra prensa, que quizás no es leída en el país sino por una improbable centena de miles de personas, es lo que se le ha obligado a ser: pasión más que razón, porque la sociedad está arrollada, aún ella, de contenidos pasionales. Muy poco asoma el ritmo espiritual que nace en el ambiente propio; asoma más poderosa la urgencia de hacer lirismo o siquiera de adornar a la razón con festones de sentimiento. Prensa que opina, que hace lucha de ideas: a esta me refiero, puesto que la que solamente capta y entrega noticias, esa prensa no coopera eficientemente en la labor formidable de crear conciencia o de aceptar la conciencia social que llega hasta ella en forma de opinión. Por eso hay una marcada tendencia periodística a la soledad: soledad de los medios de acción mental, soledad de la prensa educadora.
“Primicias de la cultura de Quito” se llamó el inicial periódico en este país. Espejo fue un solitario empedernido en su forja anticipada de conciencia. Desde entonces, los periódicos y los periodistas en el Ecuador tienen para sí cualquiera de estos dos senderos: o siguen la soledad de Espejo o se hacen gregarios para acomodarse al medio, porque las primicias de la cultura en el país, socialmente siguen de primicias, apenas con sazón de actualidad.
Pero si para hacer labor de progreso social es menester insistir en soledades, muchas veces dolorosas, mientras se cambie el módulo cultural en el país, pues no hay duda de que hay que meterse a solitarios, con la única condición de ser solitarios tenaces en la obra, empeñados en cambiar la propia angustia por satisfacción entera al haber hallado el sendero del progreso para los pueblos, cuando éstos puedan arreglarse para lograrlo mediante sus esfuerzo y su trabajo.
Víctor Gabriel Garcés nació en Ecuador en 1905 y falleció en 1965. Realizó sus estudios en el seminario San Diego de Ibarra y en la Universidad Central del Ecuador, donde obtuvo su título de sociólogo. Su vida estuvo estrechamente ligada al periodismo; fue representante de la Organización Internacional del Trabajo (oti) en Ecuador y colaboró en la Casa de la Cultura Ecuatoriana (cce). Entre sus obras se cuentan: Ensayos sociológicos, “Inmigración e indigenismo”, “Sociología rural en América Latina”.