Solo el 58% de los profesionales sanitarios en España consideran el tabaquismo una enfermedad crónica. A pesar de que, en general, en nuestro país la implicación de los profesionales sanitarios en el control y prevención del tabaquismo ha ido en aumento1, atendemos en nuestras consultas a uno de los segmentos poblacionales con mayores tasas de prevalencia y para los que el hábito de fumar resulta, si cabe, más deletéreo2 (mayor número de cigarrillos al día, mayores niveles plasmáticos de nicotina y mayor dependencia que la población general, entre otros). Tras haber leído con atención y reflexionado sobre el reciente editorial en esta revista «Programas de cesación tabáquica para personas con esquizofrenia: una necesidad urgente no cubierta»2, y a la vista de que podemos disponer de todo el arsenal terapéutico farmacológico tras retirar la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) la advertencia sobre el posible riesgo suicida de la vareniclina, a la luz de los resultados del estudio EAGLES3 (circunstancia que ahora tendrá que consolidarse nuevamente entre los profesionales, pues una vez generada la voz de alarma, y plasmada en advertencia por la mayor autoridad en seguridad clínica, es previsible que resulte costoso revertir su efecto), y a que disponemos de estudios que acreditan la efectividad y factibilidad de intervenir especialmente en esta población4, los autores planteaban el reto de identificar qué más habría que hacer para motivar a gestores y facultativos a abandonar viejos hábitos (al hilo de las siempre acertadas reflexiones éticas de Lolas-Stepke en esta misma revista5) e integrar la cesación tabáquica como un objetivo asistencial que ocupe el lugar que merece en términos de salud y ética (y eficiencia, para los gestores). Pero de las barreras mencionadas en este acertado editorial, echamos en falta la que pudiera ser clave para superar estos prejuicios asistenciales: la formación en entrevista motivacional, un modelo de abordaje que ha demostrado su utilidad en múltiples áreas en las que se persigue favorecer conductas saludables. Resulta empíricamente muy eficaz para dar consejos médicos y mejorar el cumplimiento terapéutico6. Conocemos la eficacia del consejo o intervención breve y las tasas de cesación empleando terapia sustitutiva con nicotina, bupropión y vareniclina7 (siempre acompañados de soporte psicosocial), y gracias a iniciativas como la «escuela de Otoño» de Socidrogalcohol, que desarrolla talleres de iniciación y perfeccionamiento en la materia, el espíritu motivacional se va abriendo paso entre profesionales sanitarios de diferentes especialidades. Al fin y al cabo, el trabajo en tabaquismo es trabajo en adicciones y, por tanto, en cronicidad. Potenciar la formación en adicciones desde la etapa de formación universitaria para superar el estigma asistencial es una necesidad, pero dotar a los profesionales de herramientas que permitan superar la frustración de atender a pacientes, en no pocas ocasiones fumadores de muchos años de evolución, que no han realizado nunca intentos de deshabituación y que parecen (y muchas veces, son) impermeables o nada receptivos al consejo de cesación8, y alcanzar las metas asistenciales propuestas, es una obligación urgente que el sistema ha de imponerse.
No gustaría añadir que, en cuanto al coste de las terapias farmacológicas, abogamos por una cobertura pública, idealmente universal, pero en estos tiempos de contención necesaria del gasto, parece de sentido común que abarcase a aquellos pacientes en quienes el tabaquismo resulta especialmente deletéreo; argumentábamos el caso del trastorno mental grave, pero sin olvidar aquellos pacientes de elevado riesgo cardiovascular (diabéticos, cardiopatía isquémica, síndrome metabólico).