La psiquiatría inicia el siglo xxi con aire victorioso, en el que las desgracias pasadas son olvidadas en pro de una merecida prosperidad. ¿Está justificado este clima de euforia? Relativamente. No hay que olvidar que la psiquiatría ha transitado desde el principio de su historia por diferentes fases de distinta naturaleza1. Los inicios prometedores de la época griega hipocrática y parte de la era romana hasta Galeno dieron paso al oscurantismo que ocupó la historia hasta la Revolución Francesa. En este agónico período la cultura quedó relegada a los monasterios y muchos enfermos mentales fueron ejecutados en manos de la Inquisición.
Con la Revolución Francesa Pinel inicia una nueva época de esplendor, que se extendió por todo el siglo xix gracias a la psiquiatría francesa y alemana. Se impusieron posiciones organicistas y el estudio de los síntomas psiquiátricos, bajo la tutela de la psicopatología descriptiva, culminó con la clasificación categorial de Kraepelin a finales de siglo2.
Toda la primera mitad del siglo xx hasta la Segunda Guerra Mundial transcurrió en un plácido y no muy productivo paseo, tutelado por los inicios del psicoanálisis, la analítica existencial, la fenomenología y el fracaso de las posiciones organicistas. Tras la Segunda Guerra Mundial se producen varios fenómenos que condicionan diversas y a veces antagónicas vías de expansión3. La dinámica de grupos y la preocupación por los factores sociales genera una corriente de interés por el papel de la familia y su importancia en la génesis de la enfermedad mental, que culmina en la década de 1970 con la emergencia arrolladora de la antipsiquiatría. Dos décadas bastaron para que los grandes manicomios fueran devastados, por la influencia vital y joven de esta corriente psiquiátrica, que si bien contenía los ingredientes positivos de la crítica a un sistema caduco, era radicalmente reduccionista en el ámbito social y carecía de base teórica para constituirse en una alternativa sólida4. Dio pie a la psiquiatría comunitaria, lo cual ya fue importante porque por primera vez en la historia el objetivo era que el paciente viviera y fuera tratado en el seno de su comunidad y no en el manicomio5. Sin embargo, paralelamente, en la década de 1950, se dispuso de psicofármacos con verdadera actividad sobre las enfermedades y los trastornos psiquiátricos. Litio, ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos supusieron una auténtica revolución que cambió totalmente la perspectiva. Los manicomios sufrieron por primera vez una reducción de estancias y todo facilitó la emergencia de la psiquiatría comunitaria antes mencionada. Pero, no sólo esto, en sí ya muy importante, sino que la eficacia de estos psicofármacos propició investigaciones con nuevas y productivas hipótesis etiopatogénicas6. En concreto, la eficacia de los antidepresivos estimuló las hipótesis catecolamínica e indolamínica de las depresiones y la de los neurolépticos alentó la hipótesis dopaminérgica de la esquizofrenia.
Estas vías de investigación cristalizaron en estudios solventes sobre neuroquímica y neuroendocrinología. Paralelamente se desarrolló la genética y el estudio de la imagen cerebral gracias al avance de las técnicas en estos campos7.
Con todo ello llegamos al momento actual, en el que la psiquiatría comunitaria sigue en expansión, los psicofármacos se depuran, sin que aparezcan nuevas moléculas revolucionarias, y avanza inexorablemente la llamada psiquiatría biológica, liderada por la neuroquímica, la genética y la neuroimagen7. La nueva era representa nuevamente el desplazamiento de la psiquiatría hacia posiciones biologistas, cada vez más radicales, porque sustentan la base biológica en trastornos como la ansiedad, las fobias, el estrés postraumático, la histeria o los trastornos de la personalidad, que hasta el momento eran considerados de base psicosocial8.
La gran pregunta es hacia donde irá la psiquiatría. No hace muchos años Eysenck9 sentenció que la psiquiatría se dividiría en 2 vertientes, una biológica, de la cual se ocuparían los neurólogos, y otra que acogería el campo de las antiguas neurosis, que quedaría en manos de los psicólogos clínicos. También Fuller10 vaticinó la muerte de la psiquiatría y todavía hoy algunas mentes ingeniosas nos sorprenden con parecidas opiniones. ¿Tienen base tales sentencias? En principio no, pero la psiquiatría debe protegerse de peligrosas sombras que la rodean y acechan. Citaremos algunas.
En nuestra opinión, el más grave peligro que tiene la psi tercera revisión del Manual diagnóstico y estadístico de lostrastornos mentales, tercera edición (DSM-III) llevamos 30 años en los que el interés por la sintomatología y la exploración clínica fina han desaparecido en pro de un diagnóstico rápido basado en criterios de gran fiabilidad y escasa validez8. La psicopatología descriptiva apenas se ha enriquecido y los síntomas nuevos son escasos11. Consecuencia de ello es que las clasificaciones tienen consenso universal pero no son consistentes. En este ámbito la psiquiatría debe volver a la clínica depurada si no quiere convertirse en una rama de la medicina con escasa solvencia.
Todo lo anterior redunda en dos problemas importantes. El primero se refiere a la escasa correlación de la clínica con los datos biológicos. Se ha producido, en este sentido, una peligrosa contradicción entre los resultados de los datos biológicos, cada vez más depurados, y los datos clínicos, cada vez más difusos e inexactos. Por otra parte, la inconsistencia clínica impacta de manera negativa en los datos terapéuticos. En efecto, estudios con muy cuidada metodología arrojan datos inexactos y a veces radicalmente falsos cuando se analizan los resultados terapéuticos en una muestra poco perfilada clínicamente (p. ej., el trastorno depresivo mayor), por cuanto no son de fiar los resultados obtenidos con escasa fiabilidad clínica. Sólo la precisión clínica (p. ej., trastorno depresivo mayor con o sin melancolía) puede ofrecer resultados dignos de confianza.
Otro peligro que debe sortear la moderna psiquiatría es la depuración y mejora de las técnicas biológicas, en particular referidas a síntomas precisos. Debemos huir de optimismos desbordantes e injustificados, pues de lo contrario caeremos en una prepotencia baldía, sin base real. Algo de esto ocurre en la nueva psiquiatría y hay que evitarlo. En efecto, las expectativas desbordantes de hace unos años respecto a la neuroquímica, la imagen cerebral o la genética no han arrojado los frutos esperados. Sólo vagas conclusiones en referencia a enfermedades, como la implicación serotoninérgica en las depresiones, la afectación cerebral en la esquizofrenia o la implicación genética de los trastornos obsesivos, pero sin avances sustanciales ni resultados concluyentes.
Seamos humildes con nuestro avance, que es real, pero no permite regodearse fatuamente en el tema. Si no mejoramos clínica y fenomenológicamente en los síntomas puede producirse el vaticinio de Eysenck, de forma que los neurólogos se vean capaces de asumir los trastornos mayores y los psicólogos clínicos los trastornos menores, con el consiguiente desdibujamiento del papel de la psiquiatría.