Los suicidios se cobran aproximadamente un millón de vidas cada año en todo el mundo1, y se estima que causan la pérdida de 20 millones de años de vida sana como consecuencia de la muerte prematura o de la discapacidad (AVAD, años de vida ajustados en función de la discapacidad)2. Por cada muerte debida a suicidio, se estima que se producen entre 8 y 25 intentos de suicidio que no llevan a la muerte3, con considerables diferencias en función del grupo de edad. Por ejemplo, en Estados Unidos, las proporciones descritas de intentos de suicidio no mortales en los adolescentes son de hasta 87:1 y en los adultos de más de 65 años son sólo de 4:14,5. A partir de los datos epidemiológicos nacionales, se estimó que en 2003, en Estados Unidos, hubo aproximadamente 500 intentos de suicidio por cada 100.000 habitantes, con una proporción de aproximadamente 50:1 para los intentos de suicidio respecto a los suicidios consumados6.
La conducta suicida (muertes e intentos de suicidio) es la mayoría de las veces una complicación de un trastorno psiquiátrico, de manera que más del 90% de las personas que fallece como consecuencia de un suicidio presenta una enfermedad psiquiátrica7; los trastornos del estado de ánimo suponen un 60% del total de los casos8. Las tasas de intentos de suicidio son elevadas también en los individuos con otros trastornos psiquiátricos, con valores del 29% en el trastorno bipolar, del 16% en el trastorno depresivo mayor9, del 16-29% en los trastornos de consumo de alcohol10-13 y del 23-30% en los trastornos psicóticos14,15, en comparación con el 2,7% descrito en los estudios de la población general7. Los trastornos de ansiedad16 y los trastornos de la personalidad17 se asocian también a un aumento del riesgo de conducta suicida. La comorbilidad de los trastornos psiquiátricos incrementa también el riesgo de conducta suicida. En un análisis reciente de los datos del National Comorbidity Survey, se ha indicado que, aunque la depresión fue el elemento con una asociación más intensa con el inicio de los pensamientos suicidas, fue en cambio la presencia de otros trastornos relacionados con el control de los impulsos (trastornos de consumo de sustancias, trastornos de la conducta) y con la ansiedad/agitación (p. ej., trastorno de estrés postraumático) los que presentaron una asociación más intensa con el paso de los pensamientos suicidas al intento de suicidio18. Aproximadamente, un 10% de los individuos que se suicidan o intentan hacerlo no presentan una enfermedad psiquiátrica identificable8.
Dada la relación estrecha que hay entre los trastornos psiquiátricos y la conducta suicida, y la gravedad de las consecuencias de ésta, la identificación y la evaluación de los pensamientos y las conductas relacionados con el suicidio deben ser parte integrante de la práctica clínica. Sin embargo, en la actual nosología diagnóstica de la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV, en sus siglas en inglés), la conducta suicida se considera tan sólo en el contexto de un síntoma del episodio depresivo mayor (EDM) o del trastorno de la personalidad límite (TPL). En consecuencia, los instrumentos de evaluación y valoración utilizados en el contexto clínico que se basan en esta nosología, como la Mental Status Examination, tienen un diseño que está lejos de ser óptimo para detectar el riesgo de suicidio. Durante su evaluación, los clínicos establecen el diagnóstico principal causante del síntoma principal y utilizan preguntas generales para identificar la posible comorbilidad. Si no hay signos de EDM o TPL, es posible que no se planteen preguntas acerca de la conducta suicida previa. Así pues, los algoritmos diagnósticos actuales pueden llevar a los clínicos a pasar por alto los pensamientos o la conducta suicida, por ejemplo, en el trastorno de estrés postraumático, en el que los pacientes pueden contemplar el suicidio como forma de escapar a sus flashbacks, o en el alcoholismo, en el que la desinhibición durante la intoxicación puede hacer que los pacientes sean menos capaces de resistir los pensamientos suicidas. En estos individuos de riesgo alto hay una propensión a la no identificación. Además, incluso en presencia de un EDM o un TPL, la Mental Status Examination se centra en el trastorno actual, por lo que es posible que a los pacientes que niegan tener pensamientos o conductas suicidas en ese momento no se les pregunte por acciones suicidas previas. Esto puede causar también una infravaloración del riesgo de suicidio, ya que los antecedentes de conducta suicida son el factor de riesgo identificado de manera más fiable respecto a futuros intentos de suicidio o suicidios consumados, mientras que las expresiones de pensamientos y conductas relacionados con el suicidio son oscilantes y pueden no existir en el momento de la entrevista19. Incluso en situaciones en las que se identifican pensamientos o conductas suicidas, los clínicos se encuentran en una situación en la que el diagnóstico no resalta de forma suficiente el riesgo de suicidio como elemento central de preocupación clínica.
Nosotros hemos recomendado que la conducta suicida se considere una categoría diagnóstica aparte en el DSM, y que se documente en un sexto eje. La conducta suicida cumple los criterios de validez diagnóstica, tal como los plantean Robins y Guze20, como ocurre en la mayor parte de trastornos que tratamos21. Este tipo de enfoque permitiría la clasificación y la documentación de las conductas relacionadas con el suicidio, como hemos descrito en el Columbia Classification Algorithm of Suicide Assessment22. Es decir, la autolesión no suicida o los pacientes con antecedentes o intentos de suicidio, intento abortado o intento interrumpido, quedarían señalados en este eje y eso facilitaría su identificación para prestarles la atención y la asistencia clínica adecuadas.
Esta solución propuesta trataría cuestiones tanto conceptuales como prácticas relativas a la cuestión de la evaluación y la valoración del riesgo de suicidio en el contexto clínico. Hay quien podría argumentar que no es necesario un diagnóstico adicional o un eje aparte. Por ejemplo, la conducta suicida podría conceptualizarse como un trastorno de control de impulsos no clasificado. Sin embargo, sabemos que no siempre es impulsiva. Desde otro punto de vista, si tuviéramos que situar la conducta suicida en la categoría de otros trastornos que pueden motivar atención clínica, quedaría relegada a una posición menor en la jerarquía diagnóstica, de una manera que no corresponde a la gravedad de las posibles consecuencias de la conducta suicida. Otro enfoque propuesto ha sido el de añadir un dígito adicional de modificación del diagnóstico primario del DSMIV, de la misma manera que se indica la gravedad y la recurrencia. Aunque esto tiene cierta utilidad nosológica, es poco práctico en un contexto clínico, puesto que el sistema de números de los diagnósticos del DSM es algo críptico y poco utilizado. Además, un enfoque de este tipo deja oculta, nuevamente, mucha información clínica importante, que es útil para el diagnóstico y no pone en ella el énfasis adecuado.
El establecimiento de la conducta suicida como una categoría aparte en un sexto eje comportaría que se añadieran estas preguntas a los apartados de EDM y TPL de la Mental Status Examination; la conducta suicida se abordaría de forma sistemática y se identificaría mediante la revisión de las preguntas por sistemas. En la práctica, el establecimiento de un eje para las acciones suicidas, en vez de una categoría diagnóstica, llevaría al desarrollo de estructuras clínicas y administrativas destinadas a la determinación del riesgo de suicidio en los individuos a los que se evalúa en un contexto psiquiátrico. De este modo, su presencia podría documentarse como parte de un diagnóstico de múltiples ejes, lo cual daría la prominencia que merece en los informes escritos y la planificación del tratamiento de los pacientes vulnerables.
Financiación
Este trabajo fue financiado por MH59710; MH62185; AA15630; MH48514.
* Autor para correspondencia.
Correo electrónico: mao4@columbia.edu (M.A. Oquendo).