La praxis psiquiátrica, frecuentemente presenta dilemas éticos que los profesionales no pueden solventar con parámetros estrictamente clínicos. Algunos problemas pueden derivarse del respeto a la confidencialidad, el rechazo a tratamientos, de la aplicación de medidas coercitivas, etc.1 Aunque se han propuesto diversas metodologías2, no se hace referencia explícita a la actividad psiquiátrica. A continuación, exponemos una metodología bioética que no es un método científico, sino un proceso deliberativo y de asesoramiento, basado en valores instrumentales y valores morales3, cuyo criterio es la prudencia.
En primer lugar, hay que detectar los hechos. Al evaluar la historia clínica conoceremos el diagnóstico, el tratamiento, etc., y especificaremos si es una situación aguda o crónica. Informaremos a los pacientes sobre los distintos tratamientos y las probabilidades de éxito. En particular, de los fármacos y la psicoterapia, pero también del tratamiento electroconvulsivo si cabe, pues, aunque frecuentemente estigmatizado, tiene una fuerte eficacia y efectividad en algunos cuadros clínicos4. Un tratamiento, por tanto, centrado en y para la persona, y enfocado a sus necesidades.
En segundo lugar, identificaremos los valores, deseos y preferencias de la persona. Aunque es cierto que los pacientes con enfermedades mentales graves, como la esquizofrenia, pueden tener dificultades para decidir por sí mismos debido a la intensidad de la psicopatología, al deterioro cognitivo, a la carencia de conciencia de enfermedad (insight), etc., sabemos que la esquizofrenia no necesariamente daña la competencia5. La investigación sobre la evaluación de la competencia se centra en un enfoque funcional que estudia procesos cognitivos: razonamiento, comprensión, apreciación y elección6. Si no es competente, tendremos que revisar si tiene un documento de voluntades anticipadas7 o si hay un representante legal. En el primer caso, debemos respetar el documento, mientras que en el segundo hay que tomar un juicio por representación. Además, no hay que presuponer que los pacientes no querrán participar en las decisiones, puesto que hay detectado un perfil que sí quiere hacerlo: persona joven, con alto nivel educativo, sintomatología cronificada, buenas habilidades cognitivas para decidir, insatisfacción o desconfianza ante los tratamientos y/o profesionales, y experiencias previas de ingreso involuntario8.
En tercer lugar, todo profesional tiene unos deberes: actuar en función de los protocolos o guías de buena praxis debidamente analizados9. Pero también obligaciones legales: recabar el consentimiento informado, respetar la autonomía de los pacientes competentes, etc.
Posteriormente, hay que percibir el conflicto en cuestión, el cual puede darse entre paciente-profesional, familia-profesionales o entre profesionales. Un ejemplo puede ser el paciente («de puerta giratoria») que voluntariamente rechaza la medicación y que en las recidivas presenta conductas auto y/o heteroagresivas, por lo cual se pide un tratamiento ambulatorio involuntario. Esto ha de suponer un balance y jerarquización entre los principios éticos (autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia) para evaluar éticamente el caso.
De ese análisis hay que especificar cuáles son las posibles actuaciones, evaluando los pros y contras de cada una, verificando si se ha respetado la voluntad de los afectados y si se aplica lo recomendado en guías y protocolos. La decisión final tomada ha de mostrar que tiene posibilidades reales de conseguir el objetivo propuesto, que no hay acciones alternativas moralmente preferibles y que se han minimizado los efectos negativos. Se trata, por tanto, de deliberar sobre los distintos cursos de acción, llegando al consenso de que cada intervención es apropiada, buena y justa10.