Introducción
La evaluación y el tratamiento de los drogodependientes se revela como una tarea compleja en la medida en que debe atender a una constelación de problemas de índole biológica, metabólica, neurológica, conductual, cognitiva y sociológica, sin que sea posible actuar de manera eficaz si se prescinde de una parte de ellos. El paciente que demanda tratamiento en estas circunstancias, lo hace impulsado por un malestar que se refleja en una variada sintomatología psíquica, cuyo conocimiento es de vital importancia para el profesional, y se constituye en una variable de primer orden1,2, de modo que si tales manifestaciones de malestar no se identifican y tratan adecuadamente, la rehabilitación puede tornarse imposible3. Por otra parte, el conocimiento de esta sintomatología permite orientar la asignación de recursos al tratamiento, facilitar el ajuste del paciente a cada fase del programa, orientar un diagnóstico psicopatológico y estimar la gravedad y el pronóstico en cada caso4.
La coexistencia de múltiples trastornos psicológicos con el consumo de drogas está documentada en múltiples estudios, hasta el punto de haber generado un prolífico campo de investigación en torno al concepto de «patología dual», en referencia a esta coexistencia de psicopatología y abuso de sustancias5,6. La importancia de esta consideración conjunta se sustenta en otros trabajos que ponen de relieve que la psicopatología individual presenta una relación inversa con el éxito terapéutico que se obtiene en cada caso7,8.
Sin embargo, un paso previo al establecimiento de cualquier psicodiagnóstico es el conocimiento de las características del malestar que ha impulsado al paciente a demandar un tratamiento. Las 2 orientaciones predominantes ofrecen una atención diferente a estos aspectos estrictamente individuales: la perspectiva psiquiátrica tiende a resaltar los síntomas más llamativos que permitan el ajuste a las categorías diagnósticas, de modo que toda la sintomatología quede subsumida en una o varias de estas categorías; el enfoque psicológico de análisis funcional de la conducta tiende a desestimar la importancia de la sintomatología a favor de una explicación lineal de la conducta en la cual el malestar sólo sería una consecuencia secundaria de la desadaptación comportamental. Ambos enfoques, al hacer una reducción de la información, pueden dejar al margen aspectos subjetivos de gran trascendencia en el proceso de rehabilitación.
La información de síntomas es, por definición, la manifestación de experiencias subjetivas de malestar y, en tal medida, está sujeta a sesgos y distorsiones que es preciso considerar. Muchos estudios han resaltado la falta de correspondencia entre autoinformes de síntomas e indicadores objetivos de salud9 y hacen que sea preciso considerar conjuntamente otras dimensiones de personalidad, como el neuroticismo o la afectividad negativa, para dar cuenta de las relaciones entre ambos10. Sin embargo, tales hallazgos no ponen en cuestión la pertinencia de conocer la experiencia subjetiva de malestar, imprescindible para la formalización de cualquier psicodiagnóstico, sino que sugieren que éste debe formularse tras la investigación de características estables y circunstancias situacionales que permitan la correcta interpretación de la sintomatología manifestada en el contexto individual en que se experimenta, lo cual puede ofrecernos, por una parte, perfiles diferenciados de pacientes con características comunes y, por otra, hipótesis individualizadas para el tratamiento rehabilitador11.
Entre los instrumentos más utilizados para el autoinforme de síntomas, se encuentra el SCL-90 (Symptom Check List-90) de Derogatis, cuya primera versión fue desarrollada por este autor y sus colaboradores en 197312, a partir del Hopkins Symptom Check List (HSCL)13. Con posterioridad, se presentó el SCL-90-R14, versión revisada de aquél, que fue adaptada al castellano por González de Rivera15. Se trata de un cuestionario de autoinforme compuesto de 90 ítems, valorados cada uno en una escala de Likert de 0 (nada) a 4 (mucho), con relación a la magnitud en que la persona se ha sentido molesta por cada uno de los síntomas durante la última semana. Los 90 items proporcionan información con relación a 9 dimensiones sintomáticas (somatización, obsesión/compulsión, sensibilidad interpersonal, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbica, ideación paranoide, psicoticismo), así como a 3 escalas generales: índice general sintomático (o de gravedad), total de síntomas positivos e índice de malestar. Se dispone también de una versión reducida, el Brief Symtomp Inventory (BSI)16 que reduce de 90 a 53 los ítems, y presenta una buena correlación en todas las escalas (por encima de 0,90) con el SCL-90-R17. Las diversas versiones se han utilizado con gran profusión, como medida del malestar asociado a enfermedades físicas como, por ejemplo, enfermedades reumáticas18, diabetes19 o accidentes vasculares20, trastornos psicológicos, como la esquizofrenia21, las consecuencias del maltrato a las mujeres22 o la eficacia de fármacos en la anorexia23. Más frecuentemente, el uso de estos cuestionarios se ha circunscrito al estudio de las consecuencias del estrés psicológico24 y sus repercusiones fisiológicas, por ejemplo, en las concentraciones plasmáticas de lípidos25.
En el ámbito de investigación de las drogodependencias, estos cuestionarios también han sido frecuentemente utilizados. Villalta26, estudió las características psicopatológicas de 2 grupos de consumidores de heroína con diferente historia familiar de dependencia, y utilizó el SCL-90, el MMPI, el STAI y el EPQ. Guerra et al27 estudiaron la validez concurrente con el MMPI en heroinómanos. Martínez Higueras28, estudió con el SCL-90 una muestra de heroinómanos en tratamiento. Montoya et al29 encuentran diferencias entre los consumidores de heroína y cocaína utilizando el SCL-90-R. Sánchez Hervás et al, describen la sintomatología de un grupo de consumidores de cocaína en tratamiento30 y la comparan con otros grupos de consumidores de alcohol y heroína31,32 utilizando el BSI. Parrott et al33 estudian la sintomatología asociada al uso de drogas de síntesis; también se ha utilizado como instrumento de medida en conductas adictivas sin drogas, como el juego patológico34.
Existen datos normativos en población española (general y clínica)15, así como estudios parciales, realizados en la Comunidad Canaria35,36, y en otros países, como Alemania37.
El presente estudio analiza la sintomatología asociada al consumo de drogas en una muestra amplia de pacientes que solicitan tratamiento.
Material y método
Diseño, participantes y procedimiento
El estudio se desarrolló en 2 dispositivos de atención a drogodependientes: el CAD-4 y la Comunidad Terapéutica de Barajas (CTB), ambos pertenecientes a la red de recursos del Plan Municipal contra las Drogas del Ayuntamiento de Madrid. El período de recogida de datos fue desde enero de 2000 hasta junio de 2002.
Se utilizaron como instrumentos el SCL-90-R, versión española de González de Rivera et al15 y la entrevista de valoración inicial de cada uno de los dispositivos, que recoge datos como edad, sexo, droga que motiva la demanda, tiempo de consumo de esta droga y edad de inicio en su consumo.
Hemos considerado como una variable relevante el momento de tratamiento en el que se encuentra el paciente cuando cumplimenta el test. Para fragmentar la muestra hemos considerado los siguientes grupos (asumiendo, en parte, la terminología y conceptuación del modelo transteórico de procesos de cambio): 1) grupo de inicio, aquellos que cumplimentan el cuestionario en la primera semana desde la formalización de la demanda de tratamiento; 2) grupo de preparación, aquellos que llevan menos de un mes en tratamiento y han acudido al menos a 4 citas de valoración; 3) grupo de acción, aquellos que llevan más de un mes en tratamiento y han consolidado algún logro, como la desintoxicación física o la estabilización con sustitutivos, y 4) grupo de mantenimiento, aquellos que llevan al menos 3 meses en abstinencia o con dosis ajustadas de agonista.
Estudio 1. Estudio transversal
Se administró el cuestionario a 736 pacientes, 544 varones y 182 mujeres, que se encontraban en distintas fases del tratamiento. Según un diseño transversal, se estudian los cuestionarios en función del momento de tratamiento en que se han cumplimentado.
Estudio 2. Pacientes en desintoxicación ambulatoria de opiáceos
Se administró el cuestionario a un grupo de 111 pacientes adictos a la heroína que inician una desintoxicación ambulatoria de opiáceos, compuesto por 97 varones y 14 mujeres, con una media de edad de 27,2 años, que iniciaron su consumo de heroína a los 18,4 años y llevan una media de 8,5 años consumiéndola. Se estudia, en primer lugar, si alguna de las escalas del SCL-90-R predice el éxito o fracaso en el tratamiento; en segundo lugar, se estudian las diferencias entre el pase previo y el final, en los sujetos que finalizan con éxito el proceso de desintoxicación. La duración de este proceso es de 21 días, y los pacientes recibieron una pauta similar de agonista en reducción y medicación complementaria, como inductores del sueño y ansiolíticos, así como psicoterapia cognitivo-conductual de apoyo. Se consideró finalizada con éxito cuando el día 31 desde el inicio, el análisis toxicológico de orina es negativo para todos los opiáceos.
Estudio 3. Cohorte de pacientes en comunidad terapéutica profesional
Atendemos ahora a otra cohorte de pacientes que cumplimentan el SCL-90-R al ingresar en CTB, y buscamos la significación de las diferencias en función del resultado final del tratamiento: éxito (alta terapéutica) o fracaso (alta voluntaria o expulsión). El grupo está formado en esta ocasión por 221 sujetos, 142 de los cuales están en tratamiento por consumo de heroína, 55 por cocaína, 23 por alcohol y 1 por cannabis; se trata de 162 varones y 59 mujeres, con una media de edad de 33,5 años, que llevan una media de 13,3 años consumiendo la droga principal, cuyo consumo iniciaron con una media de 22,05 años.
Estudio 4. Estudio pre-pos de pacientes que completan tratamiento en comunidad terapéutica profesional
Estudiamos a un grupo de pacientes que completan tratamiento en comunidad terapéutica. Se trata de una cohorte de 77 sujetos, 46 de ellos consumidores de heroína, 21 de cocaína, 9 de alcohol y 1 de cannabis; 54 varones y 23 mujeres; con una edad media de 32,5 años; que llevan consumiendo como media 12,8 años la droga principal, cuyo consumo iniciaron a una edad media de 18,9 años.
Estudio 5. Influencia de fármacos en pacientes en tratamiento en comunidad terapéutica profesional
Se extrajo una muestra (todos los pacientes presentes en un momento determinado en la CTB, que llevaran un mínimo de 2 meses en el dispositivo) de 22 sujetos (15 varones y 7 mujeres), 14 consumidores heroína y 8 de cocaína, y se les administró el SCL-90-R, comparándolo seguidamente con el que cumplimentaron en el momento de su ingreso. Se atendió también a la historia clínica, de modo que era posible saber cuántos y cuáles de esos 22 pacientes se estaban tratando con fármacos antidepresivos.
El análisis de los datos se realizó con el paquete estadístico SPSS 10.0 para Windows.
Resultados
Estudio 1
En la tabla 1 se muestran las puntuaciones medias y las desviaciones estándar del total de cuestionarios procesados, con relación a las 9 dimensiones y el índice general sintomático, obtenidas mediante el SCL-90-R.
En la tabla 2 se muestran los mismos descriptivos de tendencia central y dispersión, pero fragmentando la muestra en grupos según el momento en el que se cumplimentó el cuestionario, mientras en la tabla 3 los grupos se forman a partir de la droga que motivó la demanda de tratamiento (excluyendo a aquellos pacientes en los que, en función de su patrón de consumo, no es posible estimar una droga claramente principal).
En la figura 1 se presentan las medias de las dimensiones del SCL-90-R en el grupo de pacientes que hemos categorizado como grupo de inicio según la droga principal. Se estudian las diferencias mediante un ANOVA (excluyendo al grupo de cannabis por el bajo tamaño muestral), y aparecieron diferencias significativas en las escalas de somatización, depresión y hostilidad, así como en el índice general sintomático (IGS). Efectuada la prueba de Scheffé, las diferencias aparecen en las 3 escalas, que son significativamente mayores en los heroinómanos que en los alcohólicos (p = 0,04, 0,01 y 0,01, respectivamente), si bien esta prueba no encuentra significación para el IGS.
Figura 1. Valores medios de las escalas del SCL-90-R en los sujetos en el grupo de inicio según la droga que motiva la demanda (heroína, n = 62; cocaína, n = 49; alcohol, n = 45; cannabis, n = 5).
Se efectúan las mismas operaciones con el grupo de preparación (excluyendo de nuevo a los consumidores de cannabis), y en esta ocasión, se obtuvieron diferencias significativas en las escalas de sensibilidad interpersonal, depresión, ansiedad fóbica y ansiedad, en esta ocasión puntuadas más altas por los alcohólicos. La prueba de Scheffé confirma las diferencias entre este grupo y el de consumidores de heroína en las 3 primeras escalas (p = 0,03, 0,04 y 0,01), no así en la escala de ansiedad.
Dado que los grupos de acción y mantenimiento presentan, en algunos de sus subgrupos, una muestra importante, efectuamos la comparación, aunque, en este caso, con una prueba no paramétrica, la de Kurskal-Wallis, y la prueba de Scheffé. Ambas nos indican la inexistencia de significación de las diferencias encontradas entre los grupos, según la droga que hubiera motivado la demanda de tratamiento, salvo en mantenimiento (fig. 2), en la escala de sensibilidad interpersonal, que sigue siendo notablemente más alta en los que consumían alcohol que en los que utilizaban la heroína y, en esta ocasión, también la cocaína (p = 0,04 para ambas diferencias).
Figura 2. Valores medios en las escalas del SCL-90-R en el grupo de mantenimiento según la droga que motiva la demanda de tratamiento (heroína, n = 67; cocaína, n = 28; alcohol, 19; cannabis, n = 3).
En la figura 3 se muestra la evolución del índice general sintomático en las diferentes etapas del tratamiento, y se observa cómo es máximo en el momento en que se formula la demanda de tratamiento, y desciende paulatinamente en las fases sucesivas, salvo en el caso de los alcohólicos, que experimentan un importante incremento del malestar en las primeras semanas. El malestar al inicio es más intenso en los heroinómanos, que son, por el contrario, quienes más rápidamente lo reducen. Los cocainómanos, por su parte, tardan más en iniciar la recuperación, pero luego reducen su sintomatología en la misma medida que los anteriores. Los consumidores de cannabis presentan muy baja tasa de síntomas en el punto de partida y la reducen linealmente a lo largo del tratamiento.
Figura 3. Evolución del índice general sintomático en las sucesivas fases del tratamiento, en la muestra total y en los subgrupos según la droga que motiva la demanda.
Si analizamos las diferencias por sexo, se observa (tabla 4) que las mujeres puntúan significativamente más alto que los varones en todas las dimensiones del SCL-90-R.
La edad correlaciona positivamente (p = 0,01) con la obsesión/compulsión (r = 0,103) y con la depresión (r = 0,100), si bien la magnitud de tales correlaciones es tan baja que cuestiona seriamente el hallazgo. El tiempo de consumo no correlaciona con ninguna de las escalas, en tanto que la edad en que este consumo se inició lo hace muy leve (aunque significativamente) con la depresión (r = 0,09; p = 0,015).
Estudio 2
A continuación se analizan los datos correspondientes a un grupo de 111 pacientes adictos a la heroína, que inician una desintoxicación ambulatoria de opiáceos. El proceso se realiza con éxito por 53 pacientes, en tanto que 58 no cumplen los criterios establecidos. Se administra el SCL-90-R los días 0 (anterior al inicio de la pauta farmacológica) y 31 (en el caso de que se haya alcanzado el éxito). Comparamos, en primer lugar, los resultados de ambos grupos al inicio de la desintoxicación, y observamos que no existe ninguna diferencia significativa entre los que iban a alcanzar el éxito y los que no lo iban a conseguir (tabla 5).
Al analizar los datos de 53 sujetos que completaron satisfactoriamente la desintoxicación, y al comparar las puntuaciones obtenidas los días 0 y 31 del proceso, observamos (tabla 6) que las diferencias son significativas en todas las escalas del SCL-90-R, salvo en la de ansiedad fóbica (que ya era extremadamente baja al comienzo), y se aprecia una drástica reducción de la sintomatología manifestada.
Estudio 3
Atendemos ahora a otra cohorte de pacientes que cumplimentan el SCL-90-R al ingresar en CTB, y buscamos la significación de las diferencias en función del resultado final del tratamiento: éxito (alta terapéutica) o fracaso (alta voluntaria o expulsión). Como se muestra en la tabla 7, no aparece significación estadística para las diferencias observadas entre ambos grupos en ninguna de las escalas del cuestionario.
Estudio 4
Analizamos a continuación los datos referidos a 77 pacientes que cumplimentan el SCL-90-R al incorporarse a CTB y que vuelven a hacerlo una vez que se dan de alta tras completar satisfactoriamente el programa de tratamiento. En la tabla 8 se muestran los resultados de sus cuestionarios en ambos pases, así como la significación de las diferencias estimadas mediante ANOVA, el resultado fue que todas las escalas presentan diferencias significativas.
Estudio 5
Finalmente, se sometió a estudio la hipótesis de que la reducción de la sintomatología estuviera en relación con la administración de fármacos que, en muchos casos, se prescribe a los pacientes en tratamiento. Para ello, se extrajo una muestra (todos los pacientes presentes en un momento determinado en la CTB, con al menos 2 meses de estancia en el dispositivo) de 22 sujetos (15 varones y 7 mujeres), 14 consumidores de heroína y 8 de cocaína, y se les administró el SCL-90-R, y seguidamente se comparó con el que cumplimentaron en el momento de su ingreso. Atendiendo a su historia clínica, se observó que de los 22 pacientes, 8 estaban en tratamiento con antidepresivos (en todos los casos, inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina: 4 fluoxetina, 2 paroxetina y 2 citalopram), en tanto que ninguno de los restantes 14 recibía o había recibido medicación similar desde su ingreso en CTB.
Las puntuaciones iniciales de ambos grupos se muestran en la tabla 9, y se observa que sólo existe significación en la escala de ansiedad fóbica, puntuada más alto por quienes después recibirían tratamiento antidepresivo.
Se estimaron las diferencias en todas las dimensiones y escalas del SCL-90-R, y se restó a la puntuación actual la puntuación obtenida en el momento del ingreso y se compararon las medias de estas diferencias entre el grupo con antidepresivos y el grupo sin antidepresivos. Se aplicó la prueba de la t de Student para estimar la significación de la diferencia de medias. Como se observa en la tabla 10, no se aprecia significación alguna en las diferencias obtenidas. Se atendió también al tiempo de estancia en CT (y en consecuencia, al tiempo durante el cual se había tomado el fármaco en el grupo correspondiente). La media de estancia en el grupo sin antidepresivos era de 3,21 meses y en el grupo con antidepresivos de 3,15 meses. Cuando se estimaron las diferencias en función del tiempo, tampoco apareció significación estadística en ninguno de los casos. Estos datos sugieren la hipótesis de que la disminución en la sintomatología depresiva (y de otro tipo), y del malestar en general, es independiente del tratamiento farmacológico.
Discusión
En primer lugar, es preciso hacer constar las grandes limitaciones del presente trabajo. La hipótesis que ha dado lugar al desarrollo del estudio es que el malestar de los consumidores de drogas que solicitan tratamiento es dependiente del momento en que el paciente se encuentra dentro de su proceso de cambio. Así parecen confirmarlo los datos. Sin embargo, para llegar a tal conclusión ha sido preciso utilizar una metodología discutible. La muestra total de individuos participantes es suficientemente elevada, pero la distribución en los grupos de cara a su estudio cuenta con tremendas dificultades. Cuando, por ejemplo, formamos el grupo de inicio en el tratamiento, lo hacemos con sujetos que sólo tienen en común haber solicitado un tratamiento en un centro concreto y ser atendidos por primera vez en ese centro. Sin embargo, la disparidad de situaciones individuales en ese grupo hace que la agrupación sea un mero artefacto, con relativa utilidad para su estudio. En ese grupo podemos encontrarnos, a modo de ejemplo, con pacientes dependientes de heroína que persisten en su consumo, con otros que hace días abandonaron el consumo en un intento de controlarlo, o bien, que sustituyen la heroína por codeína o metadona, obtenidas en el mercado negro; o pacientes que consumen cocaína en el momento de ser evaluados frente a otros que suspendieron el consumo unos días antes y presentan los síntomas de la interrupción. Y así hasta configurar una casuística de lo más variopinta. De modo que es el inicio de un tratamiento la única circunstancia que los agrupa.
Lo mismo puede decirse de quienes inician tratamiento en una comunidad terapéutica: unos acuden en situación de consumo para efectuar allí la desintoxicación; otros acuden para completarla, pues ya la habían iniciado en el dispositivo ambulatorio que les deriva; otros proceden de una unidad hospitalaria, y otros, en fin, acuden en situación de abstinencia o estabilización con agonistas más o menos reciente. Muchos de ellos llevan ya un tiempo de tratamiento previo en régimen ambulatorio, mientras otros se derivan de inmediato, al solicitar apoyo profesional, por carecer de los elementos de soporte social necesarios.
Por todo ello, la formulación de conclusiones categóricas es una conducta temeraria. Deducir de los datos del grupo de inicio que la depresión coexiste, como una entidad mórbida, con el consumo de sustancias lo es, y lo es más poner en marcha procedimientos terapéuticos orientados por diagnósticos situacionales que pierden de vista que la drogodependencia y su abandono son procesos complejos con fases cambiantes que escapan a la categorización tradicional. Hace ya muchos años que Rounsaville y Kleber38 mostraron cómo la depresión sólo existía precisamente en aquellos drogodependientes que solicitaban tratamiento y no en aquellos otros que persistían en el consumo. Algo similar sucede con los trastornos del eje II, los cuales, al ser evaluados en los primeros momentos del tratamiento, presentan tasas de prevalencia muy superiores a las que se observan si la evaluación se realiza tras unas semanas de intervención39.
Desde este punto de vista, las primeras conclusiones que pueden obtenerse a la vista de los datos de este estudio, apuntan a que los pacientes que demandan e inician tratamiento lo hacen en su peor momento, cuando el malestar es máximo, y se puede hipotetizar que es, precisamente el malestar, lo que motiva la solicitud de ayuda. También se observa cómo ese malestar decrece sistemáticamente a medida que avanza el tratamiento, de modo que al término del primer mes los síntomas se han reducido considerablemente y con independencia de cuál fuera la situación de partida y de qué modalidad de intervención se haya dispensado. Los datos sólo aportan una excepción: los pacientes alcohólicos, que presentan un repunte del malestar cuando suspenden el consumo (fig. 3). Podría suponerse que existiera una depresión no inducida que justificara el consumo de alcohol como conducta de automedicación, como sugieren algunos autores40, pero la evolución similar en fases sucesivas hace que este incremento diferencial sea más aparente que real y deba considerarse, como en el caso de las otras drogas, que los trastornos depresivos que aparecen en el contexto de la abstinencia temprana sean más probablemente epifenómenos y no auténticas entidades clínicas41.
En todos los casos, la sintomatología sigue su curso de reducción a lo largo del tratamiento. El grupo de mantenimiento presenta unas tasas de malestar que se sitúan a medio camino entre la población psiquiátrica, estimada en otros trabajos35 y la población general36,37, si bien difiere de lo encontrado en otros estudios. Martínez Higueras28, estudia una muestra de similar procedencia a la del presente estudio y encuentra niveles similares en el estudio general, pero más elevados en sus manifestaciones de malestar en el subgrupo que lleva más de 6 meses en tratamiento; su trabajo se realiza sobre una muestra de 102 heroinómanos y el criterio de permanencia en el centro no contempla la situación en la que se produce la administración del test, de modo que en su muestra puede haber pacientes que se encuentren en recaída tras 6 meses de tratamiento. Por el contrario, Rounsaville et al42 encuentran una sintomatología algo menor que la hallada en nuestro trabajo, en una muestra de 123 sujetos a los que readministran la primera versión del cuestionario tras 6 meses de tratamiento; aunque hay que hacer constar que nuestra muestra no había alcanzado esos 6 meses, puesto que nuestro criterio era un mínimo de 3 meses de abstinencia o ajuste, por lo que puede suponerse que las cifras tiende a asemejarse considerablemente. Las cifras de fases intermedias son similares a las halladas en otros estudios32.
En nuestra opinión, las razones de este patrón de reducción progresiva del malestar se debe explicar por la conjunción de factores psicológicos y biológicos. Si bien aceptamos en la actualidad que tal dualismo es un puro artificio, en el estado actual de conocimientos sigue siendo necesaria la distinción entre ambos para dar cuenta de procesos complejos, con la condición de que ambos no sean excluyentes so pena de caer en un reduccionismo ineficaz. Desde el punto de vista psicológico, el modelo de conservación de los recursos de Hobfoll43,44 nos proporciona un encuadre teórico para comprender la curva de malestar observada. La conducta de autoadministración de sustancias constituye una estrategia de afrontamiento ante muy diversas circunstancias amenazadoras. Este afrontamiento puede no tener necesariamente un carácter de escape-evitación: muchas personas consumen drogas para afrontar activamente demandas de su medio (p. ej., cocaína) en la medida en que incrementa sus expectativas de eficacia. Hobfoll sostiene que «la gente se esfuerza por preservar, proteger y elaborar recursos, y es la pérdida, potencial o actual, de esos recursos la verdadera amenaza a la que se enfrenta», y conceptualiza al estrés como una reacción frente al ambiente en la cual se presenta: a) una amenaza de pérdida de recursos; b) una pérdida neta de recursos, y c) una baja tasa de recursos ganados tras una fuerte inversión de recursos realizada. En este modelo, los recursos se presentan como la unidad básica necesaria para comprender el estrés. Y por recursos el autor entiende: «objetos, características personales, condiciones o energías que son valoradas por el individuo, o que sirven como un medio para obtener dichos objetos, características personales, condiciones o energías». Se ha propuesto que los recursos personales actuarían como una primera línea defensiva, que es útil frente a situaciones estresantes controlables, en tanto que el apoyo social se situaría en segunda línea45, y amortiguaría los efectos de acontecimientos incontrolables46.
Mientras el consumo de sustancias, combinado con el resto de estrategias de afrontamiento disponibles en el repertorio del individuo, sea eficaz para conservar o incrementar sus recursos, el consumo no supondrá una amenaza para el sujeto. Cuando el coste de esta conducta exceda a los beneficios que se obtienen con ella, el paciente experimentará malestar. En un primer momento, utilizará los recursos personales para hacer frente a la amenaza de pérdidas; si tal inversión resulta eficaz, persistirá la conducta. Si por el contrario, no consigue restablecer el equilibrio, puede comenzar una espiral de pérdidas y el individuo verá incrementado su malestar. Es en este momento cuando puede plantearse la utilización del apoyo social (petición de ayuda a familiares, demanda de tratamiento), con el objeto de reducir las pérdidas y, en consecuencia, su malestar. Tal demanda de ayuda no tiene por que ir orientada al abandono del consumo, que es en sí misma una pérdida de recursos (del más valioso o accesible de sus recursos): en muchas ocasiones, la demanda está encaminada a incrementar el control sobre el consumo, sin un planteamiento claro de abandono. La determinación del coste y del beneficio de la conducta adictiva es un proceso de valoración cognitiva individual. Objetivamente (desde la posición de un observador externo), un sujeto puede estar dilapidando sus recursos como consecuencia de su consumo de drogas, pero si esta conducta proporciona resultados consistentes con las expectativas del individuo, se mantendrá47.
El malestar es el desencadenante de la intención de cambio. Cuando una persona atribuye al consumo de drogas la causa de su malestar empieza a contemplar la posibilidad de abandonar el hábito. A partir de este momento, la dinámica y los componentes de ese proceso de cambio responden al modelo propuesto por Prochaska y DiClemente48,49: la fase de precontemplación supondría el período en que el balance coste/beneficio de la autoadministración de sustancias es favorable para el sujeto. Cuando tal cociente se desplaza hacia el numerador, el individuo experimenta síntomas de malestar, que son, en definitiva, los que hacen albergar la intención de cambio (contemplación). Cuando el malestar es suficientemente intenso y el sujeto carece de la capacidad de control para restablecer la situación anterior, es cuando se produce la demanda de ayuda. Esta demanda puede ir encaminada a sustituir el consumo por otra conducta, o simplemente a recobrar el control sobre la conducta de consumo. En la medida en que la intervención responda a las expectativas previas del sujeto, el malestar irá disminuyendo. En la medida en que no se recobre el control o que no se experimenten los beneficios del cambio de conducta, el malestar se mantendrá y será probable el retorno al consumo. Si el consumo consigue restablecer el equilibrio, el malestar se reducirá (precontemplación); si, por el contrario, los desencadenantes del cambio de valor de la conducta persisten, el malestar persistirá y con él, la intención de cambio47.
La relación coste/beneficio puede alterarse mediante los 3 mecanismos que proponía Hobfoll43,44: pérdida neta de recursos (pérdida de trabajo, presión familiar, ruina económica, problemas de pareja, enfermedades consecuencia del consumo), por una amenaza de pérdidas (deterioro de las relaciones sociales o familiares, amenazas de los familiares, miedo a la enfermedad) o por un desequilibrio entre las expectativas de ganancias y las ganancias reales obtenidas con el consumo (pérdida de gratificación con el consumo por incremento de la tolerancia a la droga, dificultad para obtener la sustancia). El proceso de valoración de la conducta de consumo en relación con las conductas alternativas es permanente. De hecho, el abandono del consumo supone la renuncia a un recurso de afrontamiento extremadamente eficaz en la historia del individuo, es decir, a una pérdida neta de recursos. En la medida en que las conductas alternativas palíen esta pérdida, el malestar se reducirá; pero, aunque esto suceda, el proceso de valoración persiste y se halla en relación con el gasto de tiempo y energía (recursos) que Prochaska y DiClemente observaban en las fases de acción y mantenimiento. El hecho es que la disponibilidad de la conducta de consumo obligará al individuo a una reevaluación permanente que se verá acentuada ante situaciones novedosas, donde el potencial reductor del malestar de la conducta de consumo deberá confrontarse con el resto del repertorio disponible. Las personas con un repertorio limitado de conductas o con una dificultad para el aprendizaje de otras nuevas, tendrán más dificultades para bloquear la conducta de consumo. A medida que las nuevas conductas se ensayan con éxito, el valor de la conducta de consumo se irá haciendo menor en relación al de las alternativas y, en consecuencia, perderá accesibilidad para el individuo. Desde la perspectiva del terapeuta, el trabajo deberá atender a la incorporación, ensayo y reevaluación de nuevas estrategias de inversión de recursos47.
Pero la evaluación cognitiva y la intención de cambio no son independientes de los factores biológicos que están actuando, y que son previos al consumo o inducidos por el propio consumo y lo trascienden temporalmente. Las conductas impulsivas, entre las que se cuenta la administración de las drogas, pueden estar facilitadas por fallos en el sistema serotoninérgico50. La fase activa del consumo implica principalmente a las vías dopaminérgicas que regulan las propiedades gratificantes de las drogas, ya que actúan directa o indirectamente (a través de otros sistemas) en el núcleo accumbens2,51, región cerebral implicada en la integración de motivación y actividad motora, que tiende a habituarse tras la repetición de estímulos de tipo sexual, ingesta alimentaria, pero no frente a las drogas de abuso, lo que supone una diferencia crítica entre la recompensa natural y la inducida por drogas, que es objeto de intenso estudio en la actualidad52.
Los fenómenos de neuroadaptación tras la administración continuada de sustancias, han completado las formulaciones psicosociales que pretendían explicar los procesos de recaída. La función facilitadora del estrés, el aprendizaje asociativo entre la droga y el contexto específico en el que se ha producido el consumo, van encontrando sustratos neurológicos53 que empiezan a dar cuenta de constructos como el craving: el modelo de regulación tónico fásico del sistema dopaminérgico54 apunta a los mecanismos de reequilibrio que se producen en este sistema durante la administración continuada de sustancias, lo que provoca cambios en el funcionamiento, que se mantienen tras la retirada de la droga y se traducen en estados disfóricos que precipitarían el consumo de la sustancia55. Todos estos cambios pueden mantenerse durante años y favorecen un estado permanente de sensibilización de diversos sistemas de neurotransmisión y, en consecuencia, de vulnerabilidad a la recaída en el consumo56.
Desde estas perspectivas, pueden analizarse más adecuadamente los datos del estudio. Las personas solicitan tratamiento al carecer de los recursos necesarios para reequilibrar una situación que les está produciendo un malestar cuya intensidad depende de la cantidad de recursos perdidos; por ello, el heroinómano muestra un malestar más severo que el resto de consumidores, en la medida en que su droga no es tan accesible ni tan económica como la del alcohólico, tiene más costes policiales y judiciales, y también sociales derivados de la imagen diferencial de una y otra droga; además, si ya se han iniciado conductas encaminadas a recobrar el control, o bien se accede a tratamiento por una baja disponibilidad de la droga, es posible que la abstinencia contribuya a incrementar el malestar general, a costa, sobre todo, de los síntomas somáticos. Los consumidores de cannabis, en cambio, apenas experimentan malestar y es posible que acudan más presionados por su entorno que por una necesidad percibida de cambio.
Pocas semanas después, los papeles se invierten: el heroinómano ha visto controlada su conducta (por sí mismo, por la intervención profesional o por la conjunción de ambas): desde que en los CAD se dispone de metadona en comprimidos, los plazos de demora en el inicio de la intervención prácticamente se han eliminado. El cocainómano manifiesta más malestar ahora, que el heroinómano, y aún mucho más el alcohólico; no disponemos de fármacos que intervengan sobre la base neurológica de estas conductas, salvo como paliativos. El alcohólico ve ahora incrementada su sintomatología, y este malestar --unido a la falta de respuesta inmediata para reducirlo del apoyo social que ha recabado-- puede precipitar un retorno al consumo. Sin embargo, si el sujeto es capaz de soportar --o el equipo profesional de retenerlo, con la aportación de otros recursos adicionales-- en las siguientes semanas su malestar ya no se diferenciará sensiblemente del que experimentan otros consumidores, salvo por un síntoma que aparece elevado en la muestra, la sensibilidad interpersonal. Existen múltiples estudios que apoyan la funcionalidad del alcohol como instrumento facilitador de la relación social en personas con dificultades para establecerlo.
Finalmente, los sucesivos meses de tratamiento observarán una paulatina reducción del malestar en todos los grupos. Esta fase es la que requiere una más intensa búsqueda de recursos adicionales, no necesariamente referidos al consumo, el sujeto puede ver incrementada su autoestima a medida que retoma el control sobre su actividad, que decrecen los reproches y presiones de su entorno familiar, que adquiere destrezas que incrementan su probabilidad de incorporarse a la actividad laboral, etc. Sin embargo, y a pesar de esta continuada acumulación de recursos, su sistema nervioso y su economía metabólica aún no se habrán librado de las secuelas del consumo, pues persisten en estilos de funcionamiento que favorecerán estados disfóricos y, en consecuencia, en riesgo de reutilizar la droga como recurso de afrontamiento y automedicación. Por ello, y a pesar de todos los avances, meses después de adquirir la abstinencia o su ajuste con sustitutivos, su malestar seguirá siendo superior al de la gente que le rodea.
Los datos de los subestudios longitudinales no hacen sino confirmar esta dinámica. Incluso pacientes que efectúan una desintoxicación de opiáceos --momento en que la sintomatología debe necesariamente incrementarse por mucho que la reduzca la medicación-- ven, al cabo de 3 semanas, cómo se ha reducido a niveles tolerables. Más aún en comunidad terapéutica, donde el aporte de recursos es más intenso, las situaciones estresantes amortiguadas por la intervención del equipo y los errores de ejecución revisados y corregidos, además de carecer de buena parte de los estímulos discriminativos del consumo. Sin embargo, otra seria limitación del estudio es que no nos dice qué pasa con las personas que no continúan, por lo que todas las hipótesis se topan con una cara oculta.
También estas fases longitudinales nos proporcionan evidencia de que ninguna de las escalas puede utilizarse como predictor de éxito o fracaso en tratamiento: los grupos que inician tratamiento no muestran diferencias entre el grupo que tiempo después terminará la desintoxicación o se dará de alta en comunidad terapéutica, y aquéllos que por una causa u otra no finalizarán adecuadamente estos procesos. Lo que estos datos nos indicarían es la manera en que toma forma ese malestar en cada persona, y en consecuencia, tendría utilidad para orientar o sugerir diagnósticos. No obstante, algunos estudios critican el uso de escalas e inventarios como el SCL-90-R por su incapacidad para discriminar entre diversos constructos (ansiedad, depresión, irritabilidad, desmoralización, etc.), sugiriendo que tras la factorialización de estas medidas, a menudo emerge un factor de malestar general o inespecífico57.
La parte final del trabajo intenta discriminar el papel que los psicofármacos pueden jugar en esa recuperación. Lo que los exiguos datos pueden sugerirnos es que los antidepresivos son prescindibles, porque la reducción del malestar se producirá de todos modos. Sin embargo, es precisa una relectura para generar nuevas hipótesis. En nuestra opinión, no está justificada la prescripción de antidepresivos como consecuencia de una coincidencia diagnóstica, en un momento inicial de tratamiento, entre el consumo de sustancias y un estado depresivo; tal coexistencia se da, como podemos ver, en la mayor parte de los casos, pero su detección no parece tener más valor que el puramente descriptivo. Lo que en realidad justifica la prescripción de fármacos antidepresivos son, a nuestro juicio, 2 circunstancias: 1) la persistencia de los cambios neuronales más allá del éxito en el tratamiento, y 2) la estructura de personalidad de cada paciente. Si, a pesar de que nuestras maniobras ayudan a esa persona a recuperar el control de su conducta y a minimizar la sintomatología, su sistema nervioso (o algunos de sus componentes) no va a recuperar un funcionamiento adecuado hasta muchos meses después, cualquier circunstancia estresante puede precipitar un retorno al consumo, haciendo irrelevantes los logros previos. Si además de esa vulnerabilidad biológica (o, más apropiadamente, junto a ella), el sujeto ha desarrollado un estilo de conducta que favorece la aparición de sucesos estresantes y su inadecuado afrontamiento, las probabilidades de la recaída serán mayores. Los fármacos, de esta manera, más que intervenir sobre una patología actual encontrarían su función más adecuada en un amortiguamiento a medio plazo de los mecanismos metabólicos alterados frente a situaciones difícilmente abordables por los pacientes. De ahí que nos parezca imprescindible el estudio de la personalidad de los consumidores que demandan tratamiento; estudiada tanto desde la perspectiva de la personalidad normal (rasgos como el neuroticismo o inestabilidad emocional) como desde la perspectiva patológica (trastornos de la personalidad), es la clave para la instauración efectiva de pautas farmacológicas. En definitiva, sostenemos que, por ejemplo, un inhibidor selectivo de la recaptación de la serotonina sería más eficaz en un paciente inestable emocionalmente o con trastorno límite de personalidad, que en un paciente que manifiesta al inicio de tratamiento un intenso malestar con tintes depresivos. Bien es cierto que los pacientes que puntúan alto en neuroticismo (la dimensión que correlaciona mejor con más trastornos de la personalidad) tienden a informar de más síntomas, pero este hecho, lejos de invalidar el autoinforme, tiene auténtico valor diagnóstico, siempre y cuando la evaluación de síntomas se complemente con un estudio de la personalidad: la tendencia a informar de más síntomas en sujetos con estos rasgos no es producto meramente de un sesgo o una intencionada distorsión, sino que responde a diferencias de hardware, en la corteza somatosensorial, lo que afecta al modo en que los sujetos perciben su cuerpo; y la habilidad para informar de síntomas tiene su base en diferencias en los lóbulos parietal y temporal donde se localizan los centros del lenguaje58. Lo cual ya no nos habla de sesgos más o menos intencionales ni de errores de medida en los instrumentos de autoinforme, sino de diferencias estructurales y funcionales del sistema nervioso central que se corresponden con conductas manifiestas y viceversa.
Conclusiones
Las personas que solicitan ayuda profesional para abandonar su drogodependencia, manifiestan elevados niveles de malestar a costa de la experimentación de una variada sintomatología psicoorgánica, que se configura en agrupaciones de síntomas a partir de características individuales, pero parecen referirse a una misma situación y presentar una evolución similar. La pérdida o la amenaza de recursos que el sujeto experimenta en diversos momentos de su historial adictivo pueden ser la génesis de un malestar que desemboca en una demanda de tratamiento. Si éste se revela eficaz, si restaura un adecuado balance de recursos, el paciente continuará en tratamiento y experimentará una desaparición gradual y sostenida de sus síntomas. Las características de este cuadro sintomatológico pueden ser definidas como estados depresivos autolimitados o trastornos depresivos no especificados, en tanto que, por una parte, presentan un curso evanescente y, por otra, no es posible, en la mayoría de los casos, discriminar si se trata de trastornos inducidos por las sustancias, o previos o independientes de la autoadministración. La intensidad de estos síntomas e incluso la mera existencia de muchos de ellos, está en relación con alteraciones del funcionamiento de estructuras neurológicas que se deben a la acción aguda o sostenida de las drogas administradas, o bien son productos de la deprivación total o parcial del consumo, y muchas de ellas tienden a mantenerse durante muchos meses posteriores a la mera intervención médica y psicoterapéutica. Esta persistencia de funcionamientos inadecuados está en la base de un mantenimiento de muchos de los síntomas, aunque atenuados, y supone un riesgo prolongado de retorno al consumo. El trabajo terapéutico debe ir encaminado, por una parte, a la identificación de síntomas individuales que sugieran configuraciones patológicas y orienten tales diagnósticos, por otra parte, a intervenir farmacológicamente con el objeto de atenuar, amortiguar o revertir las alteraciones funcionales que habrán de mantenerse en el medio y largo plazo y, por otra, a modificar la conducta aprendida del paciente, de modo que se le dote de estrategias para contrarrestar las reacciones inadecuadas de base fisiológica y afrontar eficazmente los estímulos externos que pueden incidir en los errores de funcionamiento y, en consecuencia, provocar estados de ánimo disfóricos que eliciten conductas de autorregulación basadas en el uso de sustancias.