Introducción
El trastorno afectivo orgánico consiste básicamente en una alteración de ánimo similar a un episodio depresivo mayor y que es atribuible a un factor orgánico específico1-4. A diferencia de lo que sucede en el trastorno depresivo mayor, no hay diferencias en la distribución por sexos. La prevalencia de este trastorno depende también de la enfermedad médica a la que se asocie, refiriendo el DSM-IV el 25-40% con ciertas enfermedades neurológicas (Parkinson, enfermedad de Huntington, esclerosis múltiple, ACV, etc.). Los criterios diagnósticos del DSM-IV5 requieren: a) un estado de ánimo depresivo o notable disminución de intereses o del placer en todas o casi todas las actividades; b) a partir de la historia clínica, la exploración física o las pruebas de laboratorio hay evidencias que la alteración es consecuencia fisiológica directa de una enfermedad médica; c) y d) no se explica por un trastorno adaptativo ni por un delirium y e) los síntomas provocan malestar clínico significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo. Los síntomas son similares a los observados en un estado depresivo y varían en intensidad desde leves a graves o con síntomas psicóticos. Pueden presentarse alucinaciones (predominantemente visuales) y alteraciones cognoscitivas. El trastorno depresivo debido a enfermedad médica aumenta el riesgo autolítico de una forma variable, dependiendo de la enfermedad médica en particular, teniendo mayor riesgo las enfermedades crónicas, incurables y dolorosas.
La etiología viene dada por una gran cantidad de trastornos somáticos, a los que podemos dividir en trastornos neurológicos, sistémicos, endocrinos y deficiencias o excesos vitamínicos. Dentro de los trastornos neurológicos, la depresión es el trastorno mental que más frecuentemente se asocia al accidente cerebrovascular (ACV)3,6,7, siendo su incidencia máxima en la fase inicial de la enfermedad y entre los 6 meses y 2 años de su inicio. Del 25 al 50% de los pacientes presentan una depresión postictus y la mitad cumple criterios de depresión mayor, prevalencia que se ha visto incrementada con el aumento de la esperanza de vida de estos pacientes y el desarrollo de los programas de rehabilitación, así como en presencia de antecedentes de patología psiquiátrica (particularmente de enfermedad depresiva) y de ACV anterior8. Algunos estudios encuentran relación entre el trastorno afectivo orgánico y las lesiones frontales en el hemisferio izquierdo, tanto en diestros como en zurdos9. Otros trabajos confirman que en el hemisferio izquierdo la cercanía al polo frontal, aun con pequeñas lesiones, aumenta el riesgo de depresión8. También las afasias sensitivas (lóbulo frontal izquierdo) y las lesiones de ganglios basales izquierdos se asocian a mayor prevalencia depresiva10. Por el contrario, en el caso de ACV de hemisferio derecho, el lugar de la lesión no es tan importante como el tamaño de la misma, aunque algunos autores han encontrado un porcentaje importante de pacientes con lesiones de lóbulo frontal derecho con depresión grave y persistente, y otros autores la relacionan más con las lesiones posteriores. De forma general, Sharpe11 observó que el tamaño de la lesión cerebral puede constituir per se un factor de riesgo, aunque en estos casos la mayor dependencia funcional puede constituir un factor de confusión. En cuanto a los infartos lacunares se ha detectado un mayor porcentaje de trastornos del humor en los capsulares12, en los que es habitual la labilidad emocional. No faltan, sin embargo, los autores que no encuentran relación entre la localización de la lesión y la prevalencia del trastorno afectivo13,14. También llaman la atención sobre la importancia de distinguir los síntomas depresivos de los atribuibles a otras causas, como la apatía o labilidad emocional secundarias al deterioro intelectual15, o la aprosodia (trastorno del componente afectivo del lenguaje) que se asocia a lesiones del hemisferio no dominante. La CIE-1016 describe un «Trastorno afectivo orgánico del hemisferio derecho», en el que los pacientes presentan dificultad para expresar o comprender emociones y, con un estado de ánimo sólo superficialmente deprimido, describen un sentimiento de vergüenza social asociado al llanto. En las aprosodias motoras existe una incapacidad para expresar adecuadamente el sentimiento de la tristeza. También es importante diferenciar el deterioro de funciones superiores irreversible de los déficit cognoscitivos secundarios al estado depresivo, que pueden mejorar con el tratamiento.
Morris17 distingue, dentro de los trastornos afectivos en ACV, el auténtico trastorno afectivo orgánico de otra entidad (que llama depresión menor) caracterizada por mayores antecedentes de enfermedad cerebrovascular, mayor incapacidad y mayor incidencia de depresión familiar. Concluye que es una entidad distinta a la depresión mayor, pudiendo considerarse una reacción psicológica al ACV, en la que la psicoterapia podría ser más útil que las intervenciones farmacológicas. No puede, sin embargo, de esto deducirse que en el trastorno afectivo orgánico las circunstancias sociales sean irrelevantes. Antes bien, se ha encontrado una mayor prevalencia en ancianos que viven solos o en instituciones, con mayor déficit cognoscitivo y funcional11. Andersen14 obtuvo que los factores correlacionados de forma significativa con la depresión post-ACV fueron los antecedentes de ACV, el sexo femenino, los antecedentes de depresión, vivir solo y la tensión social en los seis meses anteriores al ACV, concluyendo que la etiología de este tipo de depresión se compone de una compleja mezcla de factores personales y sociales anteriores al ACV, y de las alteraciones intelectuales, emocionales y sociales inducidas por el propio ACV. Existen tres razones que contradicen la conceptualización del trastorno afectivo orgánico como una simple reacción psicológica al ACV y sus limitaciones. En primer lugar, niveles similares de limitación asociados a otras enfermedades no producen la misma prevalencia depresiva. Por otra parte el trastorno del humor parece en relación con la localización de la lesión, que supondría hipotéticamente la interrupción de vías catecolaminérgicas. Y en tercer lugar los trastornos del ánimo en el ACV no siempre son depresivos, sino que pueden cursar con irritabilidad, labilidad, euforia, etc18.
Algunos autores han hallado cifras menos elevadas para los trastornos afectivos posteriores al ACV y encuentran que la prevalencia se iguala con la que presenta el grupo control al cabo de un año. Esto explicaría las menores tasas que revelan las encuestas comunitarias con respecto a los servicios hospitalarios. En cualquier lugar la evidencia clínica indica que los trastornos depresivos son persistentes y están relacionados con una mayor mortalidad y una menor recuperación funcional, por lo que deben recibir atención terapéutica.
Caso clínico
Se trata de un varón, soltero, de 32 años, que reside con sus padres y que actualmente se encuentra desempleado. Como antecedentes personales médico-quirúrgicos, el paciente presenta serología VHC positiva y serología VIH (1 y 2) negativa. En lo referente al consumo de tóxicos, ha sido un bebedor importante (con consumo diario máximo de 150 gramos) hasta mayo de 1998. Al mismo tiempo, ha sido consumidor de 2 gramos diarios de heroína desde los 16 años, inicialmente esnifada, y posteriormente por vía parenteral. Documenta incluso cuatro episodios de sobredosis que merecieron atención de urgencias y refiere varios intentos de deshabituación, adherido a programas libres de drogas o en mantenimiento con Naltrexona. Desde mayo de 1998 se mantiene abstinente en tratamiento con este antagonista. Simultáneamente ha consumido cocaína desde los 16 años, siempre intravenosa, en dosis crecientes (1-2 gramos/d, en 4-5 dosis), hasta esta misma fecha. Con 15-16 años empezó a fumar cannabis, abandonándolo posteriormente. También con esta edad tomaba anfetaminas (1-2 comprimidos/d de Buxtait®), y ocasionalmente alucinógenos (LSD). Coincidiendo con la dependencia a heroína y cocaína, y con objeto de aliviar los síntomas de abstinencia, también consumía benzodiacepinas en cantidades importantes (hasta 10-14 comprimidos diarios de Trankimazín (de 2 mg, y 3-4 de Rohipnol®).
En lo que respecta a los antecedentes biográficos, el paciente es el penúltimo de seis hermanos. Mal estudiante y con frecuentes problemas disciplinarios, abandonó los estudios con 15 años y empezó a trabajar. Con esta edad comenzó a fumar cannabis y a consumir anfetaminas, precisando atención de urgencias en una ocasión por un episodio de agitación y pánico. Al año siguiente comenzarían sus contactos con la heroína y la cocaína. Los años que siguen a la prestación del servicio militar fueron de gran inestabilidad laboral, con distintos trabajos de los que fue despedido por conflictos asociados al consumo de drogas. Las relaciones familiares se deterioraron, y su pareja, al cabo de ocho años, terminó por abandonarlo. («Esto fue en el 91 y me dejó hundido. Ella estaba harta. Queríamos casarnos y estábamos comprando un piso, pero todo tenía que ponerlo ella, porque yo nunca tenía dinero. Con ella me cortaba más con la droga, pero, cuando me dejó, empecé a engancharme de verdad, y aparecieron estas cosas» --se refiere a los síntomas afectivos.) Permaneció durante más de dos años abstinente en un programa libre de drogas, pero, tras la recaída, comenzó a cometer delitos (robos con intimidación en tiendas). Cumplió tres condenas de privación de libertad, sufriendo, en el curso de las estancias en prisión, episodios de agitación e ingresos en el ala de Psiquiatría. Comenzó seguimiento psicológico en el CAD y farmacoterapia en la Clínica de la Naltrexona. A los seis meses tuvo lugar una recaída y abandonó el domicilio familiar. Finalmente precisó ingreso hospitalario en mayo de 1998 (primero en la UVI y luego en Nefrología) por una intoxicación severa de cocaína y BDZ y complicaciones médicas asociadas. Desde el alta, reside en casa con los padres, se encuentra desempleado y sin pareja, y realiza una vida muy empobrecida, con escasas interacciones sociales. No tiene causas judiciales pendientes.
Las primeras alteraciones del humor se remontan a su segunda estancia en prisión. En aquella ocasión, el paciente recuerda que se encontraba muy deprimido y presentó alteraciones conductuales (agresión a un funcionario, autolesiones en miembros superiores). Ingresó en el pabellón psiquiátrico durante tres meses, triste y retraído, con ideación autolítica, y recibiendo tratamiento con Levomepromazina y Haloperidol. Con motivo de un incidente fue trasladado de nuevo a la galería, donde reanudó la ingesta desmedida de BDZ y opiáceos de vida larga.
A la vuelta a casa, la familia lo encontró muy cambiado. El paciente se sentía decaído y apático («me dio por no hablar, por no hacer nada»), tenía dificultades para dormir, había perdido apetito y se encontraba poco comunicativo («me veía la vida muy aburrida, sin alicientes, insípida... veía que no tenía nada en la vida»). No tenía interés por nada, hablaba sólo al ser preguntado y pasaba el día sentado. La novia declaró que «está como un tonto, no se puede mantener una conversación con él». En relación con consumos esporádicos de alcohol, la familia documenta episodios de agresividad verbal y física, y de desinhibición sexual con su pareja. En noviembre de 1996 fue llevado al Servicio de Urgencias por mal estado general y sintomatología confusional, descartándose delirium y atribuyéndose su estado a «apatía y bradipsiquia». El psiquiatra de guardia anotó su sospecha de deterioro cognitivo y remitió a Consultas Externas de Infecciosas para descartar Complejo Demencia-SIDA (allí se confirmó serología VIH negativa).
La sintomatología antes descrita aconsejó instaurar tratamiento con 20 mg/d de Fluoxetina, 225 mg/d de Imipramina y 2 mg/d de Clonacepam (durante unos meses, hasta que abandonó el seguimiento). La recaída en el consumo de tóxicos enmascaró este cuadro y volvió a encontrarse en la calle. Finalmente, en mayo de 1998, es conducido por el SAMUR al Servicio de Urgencias del Hospital, al ser encontrado en la calle con bajo nivel de conciencia («No recuerdo cuánto me había metido. Llevaba cinco gramos de cocaína que desaparecieron, y trankimazines ni te cuento»). La situación de inestabilidad hemodinámica, con mala perfusión periférica, la clínica neurológica (estuporoso, con trismus, desviación conjugada de la mirada a la derecha, con amplios movimientos de flexoextensión en miembros superiores) y el estado séptico (equímosis, leucopenia, roncus e hipoventilación en auscultación pulmonar, hipoxemia) aconsejaron su traslado a la sala de Emergencias. El análisis toxicológico fue positivo para opiáceos y sobre todo para cocaína y BDZ, y el TAC craneal encontró «pequeños infartos en núcleos de la base de ambos hemisferios cerebrales e hipodensidad redondeada córtico-subcortical derecha que no capta contraste compatible con infarto». Un nuevo TAC reveló lesiones hipodensas en núcleos lenticulares bilaterales, probablemente isquémicas, y lesión cortical parieto-occipital derecha, así como atrofia cortical. Fue diagnosticado de shock séptico por E. coli de origen pulmonar, infarto parietal derecho y en ganglios de la base y fracaso renal agudo de origen multifactorial (rabdomiolisis, sepsis, bajo gasto, etc.), y tratado con sedorrelajación, fluidoterapia, antibioterapia, drogas vasoactivas y hemodiálisis. La conducta del paciente, una vez suspendida la sedación, evolucionó hacia un mutismo casi absoluto y un estado de indiferencia y escasa reactividad al medio. Sólo respondía ocasionalmente y con monosílabos a las preguntas, permanecía gran parte del día encamado y con actitud negativista. Se objetivó incluso algún episodio de desinhibición e incontinencia de esfínteres. El TAC previo al alta no encontró cambios (hipodensidades en ambos globus pallidos, sugestivas de infartos lacunares).
Desde entonces han desaparecido las alteraciones de conducta más llamativas, así como la incontinencia de esfínteres, pero la vida del paciente permanece muy empobrecida: apenas sale de casa, ha perdido interés por sus ocupaciones habituales y se encuentra sin impulso, retraído y poco comunicativo («no hace nada: su vida es comer, dormir y ver la tele... Sus antiguos amigos eran todos de la droga y ahora no ve a nadie». El paciente apostilla: «No salgo porque no tengo amistades. Antes no me costaba hacer amigos. Ahora, con treinta y dos años, es distinto. Ya no tengo conversación... no se me ocurre qué decir, ni siquiera a mis hermanos»). Permanece gran parte del día tumbado en el sillón y se ha evidenciado una tendencia importante al encamamiento, durmiendo más de doce horas diarias (sueño con ronquidos, pero sin episodios diurnos de hipersomnia, ni parálisis del sueño ni alteraciones sensoperceptivas). El propio paciente lo reconoce: «Me veo estancado. Yo antes era más activo, ahora no tengo ganas de luchar. He perdido la voluntad y las cosas me acobardan más. Por ejemplo, buscar un trabajo. Yo he trabajado en muchas cosas, y ahora nada. Cuando estoy así, parado, sin hablar, me veo a mí mismo en segundo plano, veo que no tengo nada que decir. Mis hermanos están casados, hablan de sus hijos. Yo no tengo experiencias»), ha perdido la ilusión por el futuro («lo veo todo negro, mal, aburrido. Más que triste me veo apático...»). En estos meses ha engordado más de treinta kilos, aunque la familia no describe conductas de hiperfagia. No refiere ansiedad subjetiva ni se encuentra irritable pero sí se queja de torpor mental, dificultades de concentración y cognoscitivas: «Se me olvidan las cosas, me noto más torpe. Yo antes era despierto. Ahora me cuesta seguir una conversación. Yo sé que es por la coca». Sin embargo, a la exploración psicopatológica, se encuentra consciente y orientado, con un lenguaje coherente y sin alargamiento del tiempo de latencia, y la exploración superficial de las funciones superiores no encuentra déficit llamativos, salvo fracasos en series conceptuales. El paciente reconoce rumiaciones de muerte y preocupaciones centradas en su situación actual, en su «estancamiento», así como sentimientos de baja autoestima. El cuadro se ha mantenido relativamente resistente al tratamiento con ISRSs y antipsicóticos atípicos. Las exploraciones complementarias solicitadas (hormonas tiroideas, vitamina B12 y ácido fólico, serología VIH 1 y 2 y serología lúes) resultaron negativas.
Discusión
La díada hiperfagia/hipersomnia obliga a considerar en el diagnóstico diferencial los síndromes asociados a lesiones diencefálicas del tipo del síndrome de Kleine-Levine o «síndrome de somnolencia recurrente y hambre patológica», caracterizado por ataques recurrentes (uno o más por año) de somnolencia excesiva, ingestión exagerada de alimentos, alteraciones emocionales (irritabilidad y apatía), desinhibición sexual y alteraciones sensoperceptivas y del nivel de conciencia19. Sin embargo, otras características clínicas y epidemiológicas (inicio entre los 10 y 20 años, presentación en brotes, etc.) y la ausencia de auténtica hiperfagia/somnolencia nos permiten descartar esta entidad en nuestro paciente.
Puede ser difícil determinar si los síntomas afectivos de un paciente con una patología médica son secundarios a los efectos de esta enfermedad sobre el cerebro, a los efectos de los fármacos que se utilizan para tratar la enfermedad general, o consecuencia de un trastorno adaptativo o de un trastorno afectivo primario. Algunos rasgos, sin embargo, propios de las depresiones somatógenas, pueden ayudar para el diagnóstico: ausencia de episodios depresivos previos, personalidad previa normal, carencia de antecedentes familiares de depresión, ausencia de desencadenantes psicosociales, relación temporal entre el proceso orgánico y síntomas depresivos y capacidad de la enfermedad física para inducir depresión. Algunas de estas características diferenciales se cumplen en nuestro paciente.
Con respecto al diagnóstico diferencial con el trastorno afectivo primario, en la depresión postictal se encuentran presentes un mayor sentimiento de desesperanza, inutilidad, ansiedad, retraso psicomotor, agitación y autocompasión, y, por el contrario, existe con menor frecuencia despertar precoz, sentimientos de culpa e ideación suicida. En suma, sería una depresión con características de atipicidad, aunque en muchas veces es indistinguible de una depresión endógena.
Dos hallazgos de neuroimagen encontrados en nuestro paciente son compatibles con cuadros depresivos apatiformes: las lesiones vasculares en ganglios basales20 y en hemisferio derecho (donde cursan con abulia, indiferencia y aprosodia en mayor medida)10. La rarefacción en núcleos basales (sobre todo en caudados) fue relacionado con el «síndrome atimórmico», caracterizado por escasa actividad e iniciativa, bajo interés por el trabajo y el ocio, aplanamiento afectivo, sin signos de demencia ni otra focalidad. La apatía es también un hallazgo clínico frecuente en lesiones frontales, porción inferior de cápsula interna y ciertas partes del tálamo y núcleo caudado18.
Los resultados de las exploraciones complementarias y los hallazgos clínicos son compatibles con el diagnóstico de trastorno afectivo orgánico. Los accidentes cerebrovasculares, en probable relación con los consumos agudos de cocaína, justifican la sintomatología neurológica objetivada en el último ingreso, así como el desencadenamiento del cuadro afectivo. Los modelos etiológicos de las drogodependencias fundamentados en la hipótesis de la automedicación explican los consumos de cocaína posteriores a la instauración de la sintomatología depresiva. El predominio de la apatía y la inhibición aconsejan el empleo de antidepresivos de perfil activador, así como (con la prudencia recomendable en pacientes con antecedentes de conductas adictivas) de estimulantes1,2,4.