La pandemia de la COVID-19 ha significado un tsunami de magnitud planetaria, inesperado, desconocido, imprevisible, mortífero. Empezamos a tener una idea de su magnitud, no solo sanitaria, sino bio-psico-social, pero nos falta mucho por saber, y es mucho lo que quizás nunca lleguemos a conocer. Incluso a nivel cuantitativo: muertes por COVID en los países empobrecidos del globo, muertes no diagnosticadas en todo tipo de países, mortalidad y morbilidad secundarias por sobrecarga de los sistemas sanitarios, en colectivos oprimidos: niños, mujeres víctimas de violencia, pacientes psicológica, biológica o socialmente frágiles, el precariado, masas empobrecidas de los países del sur1,2.
Muchos de tales efectos están apareciendo más de año y medio más tarde y, particularmente, los que se refieren a la afectación de la salud mental3. La pandemia nos ha cambiado la vida a todos: especialmente a los que han perdido la salud o la vida de familiares. Y todos, pero fundamentalmente niños y adolescentes, hemos visto cambiadas nuestras actividades, emociones y relaciones diarias. Pero en esta pandemia se están viendo más afectados quienes son más necesarios para asegurar el cuidado de las personas y de los enfermos: los sanitarios y sobre todo las sanitarias. De hecho, la pandemia está teniendo un impacto desigual en función del sexo y el género, y así lo reconocen expertos nacionales e internacionales, que instan a recoger datos desagregados por sexo y analizarlos con enfoque de género4–6.
Desde una perspectiva neurocientífica y relacional de las emociones en los grupos7, las emociones descollantes con la COVID fueron inicialmente el miedo y los sentimientos relacionados con la rotura del apego (p. ej., la solidaridad). Después, en la medida en que la tristeza se ha hurtado en buena parte a la población y la solidaridad se ha marginado, las emociones que han ido predominando han sido la ira y las ansiedades de separación, con grandes dosis de incontinencia y con repercusiones psicosociales de masas, incluso en los países supuestamente «instruídos». A menudo, esas reacciones emocionales, inadecuadamente potenciadas o contenidas, se han trasformado en violencia en unos y en desesperanza y apatía en otros.
En todos los países, los profesionales sanitarios han sufrido el impacto de esta pandemia inesperada, y también al triple nivel biológico, social y psicológico. Ya tenemos datos sobre el impacto de la pandemia en la salud mental de las poblaciones, y comienzan a aparecer estudios y reflexiones sobre el impacto en los trabajadores de la sanidad, con los consabidos anuncios de aumento de los trastornos por ansiedad, depresión y estrés8,9. Uno de los primeros estudios españoles, realizado tras 4.145 encuestas10, apunta un notable empeoramiento del estado de salud autopercibido, de la cantidad y calidad de horas de sueño, el 30% de bajas laborales en enfermeras y el 20% de médicos, un 57% de médicos que reportan agotamiento físico y un 48% agotamiento emocional (el 19 y el 18,6% antes de la pandemia, respectivamente), así como el aumento de la ideación acerca de abandonar la profesión y la jubilación anticipada.
Como señalábamos ya hace meses11,12, en estas situaciones de crisis social y política es fácil atribuir todo el sufrimiento emocional a «trastornos mentales» o, peor aún, a la «enfermedad mental», contribuyendo a la medicalización y psiquiatrización de la población. También en los profesionales sanitarios, y en especial en los de los servicios de urgencia, intensivos y de atención primaria, pronosticándose para ellos una auténtica ola de «trastornos mentales», aunque a veces se usen términos ad hoc como «desgaste profesional», burnout y similares: desde luego, las presiones emocionales y psicosociales mal elaboradas son la base del burnout, aunque puedan asentarse (o no) en trastornos mentales subyacentes. Pero, desde la teoría de los procesos de duelo y trauma, los efectos de un estresor o un trauma varían no solo con la potencia, duración y características del estresor, sino también según el contexto psicosocial en el que este incide, y según el sexo y las características psicológicas del sujeto o grupo sometido al trauma o estrés. A nivel de la atención primaria la morbimortalidad ha sido especialmente importante. Enfermedades, bajas, cambios de turnos y sobrecargas de trabajo han repercutido directamente en el estado emocional y la salud mental de los profesionales (en las profesionales sanitarias en mayor medida), de sus familiares y de sus consultas8,9,12.
Pero, también hay que tener en cuenta el contexto psicosocial dentro del cual hemos tenido que afrontar esta crisis: un contexto de empobrecimiento y desmoralización de los servicios sanitarios públicos en numerosos países europeos, que en nuestro país ha sido dramático desde la crisis del 2008. Su realidad había sido magníficamente resumida por toda una serie de investigadores sociales con la frase «La Sanidad está en venta»13. Ese contexto psicosocial y organizativo de la sanidad pública, y en particular de su atención primaria, ya era gravísimo antes de la pandemia, con un desmantelamiento lento, paulatino, silente, la llamada precarización, e implicaba repercusiones sistémicas, que han sido ampliamente estudiadas12–15.
Más si queremos reflexionar y replantearnos el futuro con bases actualizadas, no podemos dejar de valorar los componentes psicológicos, personales y grupales, que hacen que un conflicto, pérdida o estrés suponga (o no) una «descompensación de la salud mental», un trastorno mental o el burnout. Desde ya, hemos de repensar y reflexionar con qué equipamiento personal estábamos afrontando el empobrecimiento paulatino de nuestros servicios públicos: con qué emociones, con que valores, con qué actitudes. Por ejemplo, ya hay datos10 que muestran que un trabajo en equipo, el apoyo y reconocimiento por parte del equipo y los gestores, así como las colaboraciones puntuales con los equipos de salud mental, allí donde han funcionado, han ayudado de forma importante a mantener y mejorar la actividad de los equipos hospitalarios y de atención primaria de salud (APS), incluso en plena pandemia.
También hemos de investigar hasta qué extremo la formación recibida en estos últimos decenios por buena parte de los médicos de los países «desarrollados» favorece unas prácticas tecnocráticas, hospitalocéntricas y privatizadoras en vez de unas prácticas comunitarias, de salud pública y preventivas.
¿Dónde habían quedado las prácticas y actividades comunitarias, tanto en APS como en salud mental? ¿De verdad nos sentimos formados en prácticas comunitarias, en el trabajo en equipo, en el cuidado de los cuidadores, en las complejas interacciones de la familia tradicional y de sus nuevos modelos? ¿Quién, cómo, dónde nos hemos formado y dónde, cuándo y cómo nos hemos reciclado para mantener esas competencias?
En la formación de los profesionales sanitarios nos encontramos en un contexto de hipervaloración simplista de las mejoras tecnológicas, pero con una visión simplificada de la tecnología16: se confunde tecnología con maquinización y se desprecia y deja de formar en tecnologías psicosociales, psicológicas y de bienestar emocional. Muchas y muchos profesionales trabajarán como médicos «de familia», pero, ¿se les ha formado en tipologías familiares, dinámica de familia, dinámicas grupales, procesos emocionales y de duelo, modelos de trabajo comunitario…?
Esa deformación (o esas carencias formativas) llevan a que algunos profesionales infravaloren la medicina de familia. ¿Cuántos profesionales se han metido en APS sin saber por qué y sin estar completamente formados para ello? Eso implica unos valores e ideología asistencial que pasan factura: primero, en su bienestar emocional y en su tendencia o proclividad al desgaste profesional; pero también, en cómo tratan sus propios problemas psicológicos y de salud mental (¿solo con psicofármacos y, además, autoprescritos10?). Esos son los valores que luego trasmitimos a la población, contribuyendo frecuentemente a la medicalización y a la cronificación medicalizada.
En anteriores trabajos proponíamos una refinanciación de la APS que en pocos años duplicara la parte del producto interior bruto (PIB) que se le dedica, pero acompañada de profundos y sostenidos procesos formativos11,12. A nivel de la salud mental parece necesario un aumento de entre 2 y 5 veces de la atención psicoterapéutica dentro de la sanidad pública, cuyos sistemas de cuidados hoy están dominados por la psicofarmacología, incluso entre sus profesionales17. Pero, como ya apuntábamos entonces12 y hoy demuestran estudios recientes, no basta con aumentos presupuestarios18. Objetivos claves para el futuro de la APS son el replanteamiento de la formación comunitaria y el apoyo socioeconómico, emocional y psicoterapéutico ante el riesgo de desmoralización de sus profesionales.
Sin duda alguna, hoy los poderes públicos y los profesionales han de empeñarse en la revalorización de una APS bien dotada, competente y prestigiada, planificada y gestionada en gran medida por los propios profesionales y comprometida con los pacientes en un marco de relación renovado, basado en la autonomía del paciente, la corresponsabilidad y la confianza.