Vivimos tiempos de incertidumbre. A fecha de hoy, y pasado ya el primer pico de la pandemia donde se ha tratado de salvar los muebles y evitar por todos los medios el colapso del sistema sanitario, nos encontramos con las consecuencias de lo sucedido y en un escenario lleno de dudas que resolver. Y en eso, admitámoslo, no somos buenos. La profesión médica está acostumbrada a manejarse en un ambiente de supuestas seguridades, fruto de un método, el científico, que es el menos inexacto de los que conoce. La medicina basada en la evidencia se practica con orgullo y se nos llena la boca al remarcar dicha praxis, creando una sensación de seguridad que hoy más que nunca ha demostrado no ser tal. El colectivo médico necesita trabajar basando sus decisiones en la mayor evidencia disponible y eso, por ende, provoca que sea un sector que tolera y maneja mal la incertidumbre1.
Tras sólo 6 meses desde que se comunicó la existencia del primer caso de infección por el SARS-CoV-2, es fácil entender que no existen evidencias sólidas acerca de ningún aspecto relacionado con el virus. La falta de datos obliga a tomar decisiones basándonos en el precario y dudoso método del ensayo-error. Esto conlleva que se tomen decisiones precipitadas y que se observen supuestos patrones de comportamiento antes de lo que el método permite, sacando conclusiones de forma rápida y con baja evidencia científica. En resumen, combatimos la incertidumbre penando nuestro rigor. Si bien es obvio que se está obligado a actuar, no se debe olvidar que el primero de los objetivos debe ser siempre el no dañar a nuestros pacientes. El médico es ante todo persona, expuesta a sesgos múltiples, y debe ser consciente de su condición y aceptarla para poder combatirlos.
Vivimos además en una crisis biopsicosocial sin precedentes. A la falta de datos científicos consistentes por la novedad de la infección se suma el estado de alarma social, política, económica y sanitaria que de forma brusca nos ha sacudido. Esto, sobra decirlo, condiciona aún más la percepción de la realidad de muy diversas formas y perjudica la toma de decisiones adecuada. Se mezcla la salud pública con la individual, con la macroeconomía y con la presión social por la magnitud de la tragedia. Creo que a nadie le prepararon en la facultad para esto. En cambio, se nos exige un posicionamiento. De hecho, nos toca guiar con el ejemplo y ser la voz de la razón.
El cáncer de cabeza y cuello es una enfermedad agresiva y su pronóstico directamente dependiente del tiempo de respuesta que se tenga ante ella. Sin tratamiento activo alguno, la mitad de los pacientes están abocados a un final fatal en 4 meses2. Su impacto, por todos conocido, es elevadísimo en términos de supervivencia pero también en la merma de la calidad de vida de estas personas y sus acompañantes. Si bien tenemos presente que no podemos negarles la asistencia sanitaria que se merecen, no debemos olvidar que tampoco debemos ofrecerles una atención subóptima, salvo causa de fuerza mayor, y durante el período más breve posible.
Durante estas semanas han sido múltiples las publicaciones en las revistas de más alto prestigio internacional (The Lancet, New England Journal of Medicine [NEJM], Oral Oncology, Head and Neck, etc.)3–5 de las diferentes sociedades científicas y grupos de trabajo en forma de recomendaciones, protocolos o guías clínicas para el manejo de los pacientes con cáncer de cabeza y cuello en tiempos de la pandemia de la COVID-19. Se trata de documentos indispensables, ya que ante la falta de ensayos clínicos que proporcionen datos fiables, son la mayor ayuda a la que la comunidad clínica puede aferrarse para manejar a sus pacientes. En cambio, hay que saber interpretarlas y ser conscientes de sus tremendas limitaciones, fruto del contexto en el que han sido redactadas. Resulta importante resaltar que la mayoría de ellas o bien se centran en la toma de decisiones en el contexto de escasez extrema de recursos sanitarios, o bien se limitan a prevenir y combatir la expansión del virus.
En cambio, poco se sabe aún del impacto que estas medidas están teniendo y van a tener en el pronóstico vital de la población con tumores de cabeza y cuello. Existen ya algunas publicaciones que hablan de un previsible aumento en la mortalidad de estos pacientes de entre un 10 y 35% a causa de las medidas adoptadas para combatir la COVID-19. Dado que la duración de la «nueva normalidad» no está definida, y ante posibles futuras nuevas oleadas de la infección, es crucial plantearse hasta dónde debemos alterar la forma en la que atendemos a los pacientes. La suspensión de la actividad quirúrgica, la suspensión y/o modificación de los tratamientos no quirúrgicos, el retraso en el diagnóstico, las carencias en el acceso al sistema sanitario, el miedo a acudir al hospital, la reducción del número de revisiones oncológicas, la implantación de la asistencia no presencial, la ausencia o limitación de reuniones profesionales multidisciplinares, la prohibición de asistencia a reuniones científicas, la imposibilidad de acceso a la formación para estudiantes y residentes, etc., son todas realidades que no sólo hemos vivido todos sino que de hecho hemos recomendado, en aras de prevenir un mal mayor. Ante esta situación, la pregunta es obligada y sencilla: ¿cuándo estas medidas dejan de prevenir un mal mayor y de hecho lo causan? La respuesta, obviamente, es incierta y muy compleja.
Estamos por tanto en un momento lleno de oportunidades de aprender, de mejorar y de corregir errores muy instaurados en nuestro día a día. Para ello, debemos dejar las emociones a un lado y más que nunca ser rigurosos, racionales, prudentes y comprometidos con nuestra profesión. La buena voluntad y el esfuerzo no son suficientes. Debemos ser profesionales en el sentido más amplio de la palabra. El trabajo colaborativo, el libre acceso a la evidencia científica y el abrazar la incertidumbre para generar hipótesis que nos lleven a investigar y tener respuestas es hoy más necesario que nunca. El cáncer no espera.