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Inicio Acta Poética Las emociones en el discurso político. “Pathograma” del kirchnerismo
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Vol. 35. Núm. 1.
Páginas 11-43 (enero - junio 2014)
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Las emociones en el discurso político. “Pathograma” del kirchnerismo
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Nicolás Bermúdez
Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras
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Este artículo se desprende de una investigación mayor acerca de la economía funcional del discurso kirchnerista. El discurso político argentino contemporáneo se encuentra saturado de términos que designan emociones o recursos que pretenden emocionar, indicadores no tanto de la ineludible capa pasional de ese discurso como de su actual intensidad y violencia. Interesa pues observar cuáles son las emociones que efectivamente moviliza el discurso presidencial kirchnerista. En concreto, el objetivo central de este trabajo es exponer un análisis en producción de la operatoria y los procedimientos de este discurso en lo que hace a su dimensión emocional. Si bien el argumento principal de la investigación es que existen ciclos emocionales determinables en la historia del discurso presidencial kirchnerista, para este artículo el análisis se restringe a un corpus de mensajes de conmemoración pronunciados entre 2003 y 2007. Esta elección atestigua el peso específico que conviene adjudicarle a la genericidad entre las restricciones de los procesos de producción de sentido. Este análisis se llevó a cabo siguiendo los postulados teóricos y metodológicos de la teoría de los discursos sociales. No obstante, la fase descriptiva no ignora los aportes de la retórica y la flosofía, disciplinas que desde muy temprano han instalado a las emociones como objeto de reflexión.

Palabras Clave:
emociones
teoría de los discursos sociales
discurso político
kirchnerismo

This article relies on a broader research on the kirchnerista discourse operations. Nowadays, Argentinean political language is full of terms that designate emotions and full of thrill seeking resources. This indicates the intensity of the emotional dimension of political discourse. Therefore, it seems important to analyze what are the emotions that kirchnerista discourse really develops. Concretely, the objective of this paper is to present an analysis about discursive procedures developed by the presidential speaker in order to produce certain emotion in the audience. Although the main thesis of the research is that there are determinable emotional cycles in the history of kirchnerista presidential discourse, in this article the analysis is limited to a corpus of commemoration messages pronounced between 2003 and 2007. This election demonstrates the importance to be given to genre between restrictions affecting the formation of the sense. This analysis was made according to the theoretical and methodological foundations of the social discourses theory. However, the descriptive phase calls for the contributions of rhetoric and philosophy, disciplines that long ago think about the emotions.

Keywords:
emotions
social discourses theory
political discourse
kirchnerismo
Texto completo
Introducción

Términos como odio, amor, crispación, indignación, resentimiento o eslóganes como “Energía política positiva”, “Elegir el amor al odio”, etc., acaparan desde hace un tiempo el lenguaje político argentino, lo cual atestigua no tanto la ineludible capa pasional del discurso político sino su actual intensidad, sobre todo a la hora de persuadir, vale decir, de intentar crear colectivos de identificación. En este plano, el peso relativo de la dimensión emocional ha aumentado con el consiguiente desplazamiento de aquellas interpelaciones que, como estrategia de contacto, focalizan un ideario. De esta constatación se deriva el trabajo que sigue. Sus objetivos específicos consisten en revisar un conjunto de aspectos teóricos y metodológicos concernientes al análisis discursivo de las emociones en la palabra política, para exponer, finalmente, el análisis de un conjunto de textos pronunciados por Néstor Kirchner durante su período como presidente de la Argentina.

Fundamentación teórica y discusión bibliográfica acerca de la emoción en la palabra política

La historia de la teorización del vínculo existente entre las emociones y el habla pública ya tiene existencia plena con las primeras reflexiones sobre el fenómeno de la discursividad —es decir, con El arte de la retórica de Aristóteles— y se ha mantenido hasta hoy de manera sostenida. En pocas palabras, cualquier estudio sensato acerca de la producción metadiscursiva sobre el funcionamiento de las emociones en la palabra política no admite otra envergadura que la de una tesis. Sin embargo, no parece ocioso esquematizar parte de esa producción, a fin de volver legible el lugar que le correspondería allí a los estudios del discurso. Relevo, pues, algunos aspectos que aún son objeto de debate.

Una cartografía disciplinar

Muchas disciplinas han ensayado una topografía analítica y una toponimia conceptual del fenómeno que nos ocupa. La teoría de las emociones registra una existencia de larga data en el interior de la filosofía, al punto que los desarrollos que el tópico encontró en diferentes disciplinas resultan impensables sin la remisión a los estudios de Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hume, Spinoza y otros. Un principio de organización para la lectura filosófica de las emociones, la taxonomización de las pasiones, su relación con la dimensión cognoscitiva y su vínculo con las creencias son de las más abordadas y las consideraré más abajo. Me limito a adelantar que la opinión mayoritaria prefiere instalar las pasiones en un campo cognoscitivo, fuera del cual sólo estarían las sensaciones (e.g., dolor, excitación) o las pulsiones. Al estar orientadas hacia un objeto (exógeno o imaginario) (cfr. Elster, “Rationalité, émotions et normes sociales”), es decir, al ser intencionales, participan de las propiedades de la racionalidad: tienen un deseo desencadenante, un objetivo y suscitan una serie de elecciones apoyadas en un conjunto de creencias.

Estas problemáticas no son ajenas a la sociología, aunque tal vez la respuesta que primordialmente han buscado los sociólogos corresponda al carácter colectivo de las representaciones emocionales. Una situación determinada activa una representación emocional cuando el imaginario sociodiscursivo en el que se inscribe la simboliza como conmovedora, según un juicio de valor compartido colectivamente e instituido como norma social (cfr. Charaudeau, “Las emociones como efectos del discurso”). Una búsqueda similar tiene lugar en el ámbito de la antropología. No hay, para esta disciplina, espontaneidad en las emociones, premisa de la que se vale para estudiar su construcción cultural, los rituales que las organizan, el vocabulario que las nombra y los movimientos corporales que las expresan (cfr. Le Breton, Las pasiones ordinarias, 117).

El psicoanálisis da acceso a otra lectura. No posee, como bien dice N. Rosa (Relatos críticos, 184), una propia teoría de las emociones, pero sí se ocupó de la irrupción y transformación de los afectos, principalmente de la angustia, explicándolos desde una química de las pulsiones.1 Los afectos no transitan, por otro lado, únicamente el cauce individual. Si bien la vida afectiva de un sujeto es singular, como su inconsciente y su cuerpo, existen síntomas compartidos y afectos estandarizados, en tanto que el discurso participa en la estructuración de la realidad social y del inconsciente (cfr. Soler, Los afectos lacanianos, 161).

El panorama en la semiótica añade otros vértices, comenzando por la nomenclatura que prefiere para la problemática, las pasiones, y siguiendo por la refracción hacia las dimensiones narrativa y corporal de los signos. Quizás los autores de referencia en lo que hace a la consideración de estos asuntos sean A. Greimas, P. Fabbri y H. Parret. La preocupación de los dos primeros son las estructuras semionarrativas que permiten la modalización pasional del discurso y, en el otro extremo, su modulación expresiva, sin importar cual sea el sistema semiótico (lingüístico, icónico, musical, etc.). Para Fabbri (Tácticas de los signos, 231; El giro semiótico, 68), la expresión de la afectividad se realiza a través de signos no discontinuos y no arbitrarios (lo que queda claro si se consideran elementos como la entonación) o, como en igual dirección proponen Greimas y Fontanille, a través de dispositivos patémicos, que son ordenaciones estructurales que “rebasan las simples combinaciones de los contenidos modales que estos dispositivos conjugan” (Semiótica de las pasiones, 21). En otras palabras, el efecto de sentido pasional no es propiedad de ningún elemento en particular: es el resultado de su disposición en conjunto.

La propuesta medular de Fabbri es la de un paradigma semiótico que vincule de manera consustancial narración y pasión. La significación no remitiría a estados, sino a una concatenación y transformación de acciones, donde las pasiones tienen una participación necesaria (El giro semiótico, 57). Para ser más preciso, la narratividad sería la responsable de la configuración del sentido, de la articulación semántica global, y su zócalo es la disposición entre la acción, la transformación y los efectos que esa acción produce sobre otros, es decir, las pasiones (Tácticas de los signos, 225; El giro semiótico, 62). Por este mismo giro que le imprime Fabbri se pone en discusión la valoración de los signos por parte de la semiología de cepa saussureana, verificada en términos exclusivamente cognoscitivos y conceptuales, apartada también del cuerpo.

Finalmente, la retórica. Cualquier cosa que dijera en este conciso apartado sobre el tratamiento de las emociones por la antigua retórica no a gregaría nada a una cuestión abundantemente examinada y comentada. Me limitaré entonces a recordar algunos datos de El arte de la Retórica de Aristóteles. Éste agrupa las pruebas obtenidas por medio del discurso en tres tipos, cada uno correspondiente a distintos polos (locutor/ethos, alocutario/pathos, discurso/logos) de la actividad pragmática: “[…] las primeras están en el carácter moral del orador; las segundas en disponer de alguna manera al oyente, y las últimas se refieren al discurso mismo, a saber, que demuestre, o parezca que demuestra” (L1, 1356 a). Es decir, el orador debe reflexionar sobre las emociones capaces de afectar al auditorio que tiene enfrente. Aristóteles consagra el libro segundo al estudio pormenorizado de ese universo emocional y a su taxonomización. Lo hace a partir de tres ejes: el estado de espíritu bajo el cual se experimentan las pasiones, los tipos de personas susceptibles de ser afectadas y los motivos que las desencadenan. Ahora bien, Aristóteles de alguna manera inaugura la postura que R. Amossy llama “integrativa”, en la que se rechaza la disociación tajante entre logos y pathos en la empresa persuasiva, aquella que se niega a tachar a la emoción de patología discursiva, aquella que, en suma, le reconoce a la capacidad de conmover una contribución eficaz para suscitar una convicción. Esta posición, sin embargo, es parte de un litigio crónico en la historia de la retórica y, como era de esperar, se trasladó a las modernas teorías de la argumentación. Transcribo el resumen que al respecto hace Amossy:

Tenemos pues actitudes muy diversas en todo lo que concierne a la función de las emociones en la oratoria. Para unos, son el resorte de la verdadera elocuencia. Para otros, aparecen como un medio necesario, aunque criticable, para obtener los resultados buscados: el hombre se conduce por sus pasiones y sus intereses más que por su razón. Para otros, finalmente, constituyen un medio seguro para manipular al auditorio, sobre el cual es esencial asegurarse el control (L’argumentation dans le discours, 166).2

A título ilustrativo, observemos, entre las teorías de la argumentación contemporáneas, tres posiciones que remozan esta polémica. En primer término, la teoría pragma-dialéctica que, considerando la emoción como un factor de infiltración de lo irracional, ve en ella una fuente de error y es, por eso, tratada en el campo de las falacias que violan las reglas de la discusión crítica (e.g., los argumentum ad misericordiam). “Cualquier progreso en el dominio de las técnicas argumentativas —señala F. van Eemeren— debe cimentarse, necesariamente, en una concepción flosó-ficamente relevante de la racionalidad, susceptible de ser incorporada a un modelo teórico de la argumentación racional” (van Eemeren & Houtlosser, “Breve esquema del enfoque pragma-dialéctico”, 61). Estamos, como se ve, próximos a las perspectivas de la lógica informal. Perelman y Olbrecths Tyteca, en segundo término, reclaman para la razón la facultad de conmover a los espíritus y para lo razonable la tarea de su moderación, dificultando así el ingreso a la práctica argumentativa al juego de las emociones. No dejan de reconocer, sin embargo, cierta solidaridad que en ese ámbito existe entre razón y emoción, al impugnar la antítesis absoluta entre la influencia sobre el entendimiento, presentada como impersonal e intemporal, y la influencia sobre la voluntad, presentada como irracional.

En cuanto a nosotros, creemos que dicha distinción, que presenta a la primera como si fuera enteramente impersonal e intemporal y a la segunda como irracional por completo, está fundada en un error y conduce a una situación de estancamiento. El error está en concebir al hombre como si fuera un ser compuesto por facultades completamente separadas. El estancamiento consiste en quitar toda acción racional basada en elección y convertir, por consiguiente, en absurdo el ejercicio de la libertad humana (Perelman & Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación, 94).

Más allá de este reconocimiento, la teoría de la argumentación planteada por Perelman no recurre a las pasiones para explicar el comportamiento de adhesión o no del auditorio. El auditorio y el pathos ya no tienen nada que hacer juntos. No está de más reiterar aquí que el fantasma de la discursividad política y la memoria de las experiencias fascista y nazi son factores que suelen asediar estas posturas, interesadas hoy en impugnar lo que entienden como procedimientos que van por fuera de la vía racional, de los que se sirven los regímenes populistas para manipular a la población. Detengámonos, finalmente, en lo que propone el análisis de la argumentación en el discurso. Según Amossy (L´argumentation dans le discours, 169), es necesario rechazar una concepción patogénica de la emoción y aceptar como principio que existe una conexión estrecha, comprobada en otras ciencias humanas, en particular en la filosofía y la sociología, que liga la emoción con la racionalidad. Así pues, desplazar las emociones al territorio de los desordenes impide observar que en realidad pueden ser consideradas como una interpretación que se apoya en un juicio evaluativo, cuyo funcionamiento implica que se encuentran íntimamente ligadas a una doxa o a un saber de creencia socialmente constituido. Agreguemos, finalmente, que ese desplazamiento tampoco deja ver que la actividad argumentativa de las pasiones responde a una lógica retórica. Según M. Meyer (Principia Rhetorica, 206), las pasiones proceden como las figuras: operan por contigüidad, semejanza y asociación. Si bien la argumentación las disfraza en un razonamiento, a fin de generar la ilusión de que crean diferencias entre las premisas y la conclusión, en realidad la fuerza persuasiva de lo pasional no escapa a la circularidad. Ejemplo, sólo con que se le sugiera que existen similitudes entre las políticas cambiarias e inflacionarias entre los dos países, un antikirchnerista puede aceptar fácilmente que la Argentina kirchnerista es igual a la —abominada— Venezuela chavista; cree en esa identidad porque es apasionadamente antikirchnerista, aunque seguramente él afirmará que esa condición es consecuencia de los datos que se le presentaron. Vale decir, no hay en la conclusión más que lo que la pasión ya colocó en las premisas, tal como sucede en los procedimientos de identificación e indiferenciación absolutas a partir de la verificación de la existencia de un rasgo común.

Una terminología múltiple

Ch. Plantin (Les bonnes raisons des émotions, 7-12) comienza su trabajo más exhaustivo sobre las emociones mapeando el campo de la vida afectiva y la sensibilidad a partir de la nomenclatura —francesa— que lo fracciona en disciplinas, épocas e historias. Lo refiero:

  • Pathos: obviamente, este sustantivo reenvía a la retórica. Los avatares de la traducción o interpretación desde el griego clásico hasta hoy pueden dar lugar a otro artículo. Parret informa sobre su fecundidad semántica (cfr. Las pasiones, 10). En la contemporaneidad designa cierto desborde emocional.

  • Humor: la teoría de los humores —los líquidos que irrigan el cuerpo humano y determinan un tipo de temperamento, un carácter general— fue ideada por el pensamiento médico y fsiológico antiguo. En la actualidad, designa una disposición del psiquismo. Vale decir, da cuenta de un fenómeno más estable que el de las emociones, aunque algunos autores no dejan de subrayar su carácter transitorio (cfr. Le Breton, Las pasiones ordinarias, 105; Greimas & Fontanille, Semiótica de las pasiones, 80). En el habla cotidiana también suele referir a lo provisorio o episódico (“¡qué humor que tenés hoy!”). Es, por ende, más vinculable al ethos que al pathos, lo mismo que temperamento, inclinación, carácter, etc.

  • Pasión: Su significado ha sido trabajado por el catolicismo, la filosofía, el alienismo y —se dijo— por la semiótica. Hoy suele designar la afección viva que se tiene por algún elemento que opera como desencadenante. La distinción entre pasión y emoción conforma un tópico clásico de la reflexión sobre la vida afectiva. Al respecto, Parret se inclina por una diferenciación epistemológica: “la pasión es una categoría explicativa [dice], se reconstruye y presupone necesariamente a partir de sus manifestaciones, mientras que la emoción es una categoría descriptiva, empíricamente actualizada” (Las pasiones, 137). En consecuencia, cada una va a ser objeto de diferentes dispositivos conceptuales: las emociones (estructuralmente simples y homogéneas) de la psicología; las pasiones (sistemáticas, complejas, subordinadas a una finalidad única y menos durable) de la semiótica. Fabbri (El giro semiótico, 61) reivindica el uso de este término por sobre emoción porque lo liga a la acción: la pasión, tal como sucedía con el pathos para la retórica, es el punto de vista de quien padece los efectos de una acción. O. Hansberg añade a esta distinción el carácter violento de las pasiones (La diversidad de las emociones, 12).

  • Sentimientos, Sensibilidad, Emoción: Una primera acepción asocia sentimiento a intuición, a una capacidad perceptiva, que puede fundamentar un juicio válido, es decir, tiene un valor cognoscitivo específico. De este significado, la filosofía derivó el concepto de sensibilidad. Otra acepción liga sentimiento a opinión: se trata de una manera subjetiva de ver las cosas (e.g., “tener sentimientos encontrados con respecto a alguien”). Para Greimas y Fontanille y para Le Breton se trata, a diferencia de la emoción que es básicamente una reacción afectiva intensa y episódica que se traduce en perturbaciones fisiológicas y físicas (e.g., “emoción violenta”), de un estado afectivo complejo, estable y durable, vinculado a representaciones.

  • Afecto: Vocablo instalado por el psicoanálisis, en donde se opone a emoción. Consiste en la expresión psíquica de la pulsión. En el habla cotidiana, el término suele estar referido a las emociones de baja intensidad (e.g., “tener cierto afecto por alguien”).

La propensión a la taxonomía

La labor de formular una teoría general de las emociones siempre se encontró con el escollo de la heterogeneidad del fenómeno: es evidente que las emociones no forman una clase unitaria, sino que la componen ejemplares muy diversos. ¿Qué diferencias hay entre el amor, el odio, el resentimiento, el miedo, la crispación, la furia, la indignación, la compasión, la culpa, la admiración, el orgullo, etc.? El primer inconveniente es que los parámetros para determinar esas diferencias también son múltiples: la magnitud de los cambios fisiológicos, la relación con los estados cognoscitivos, la tipicidad de las expresiones conductuales que detonan, su nivel de inmixión con actitudes racionales, su subordinación o no a la voluntad, su grado de conexión con nuestras acciones intencionales, etc., pueden postularse como factores de segregación (cfr. Hansberg, La diversidad de las emociones, 11). La filosofía, que pone este inventario entre sus inquietudes primeras, tampoco proporciona antecedentes nítidos. Un somero estado del arte (que puede ir, por ejemplo, desde Platón a Condillac, pasando por Aristóteles, Hobbes, Descartes, Locke, Spinoza, Malebranche y Hume) arrojaría una multiplicidad de listas de emociones divergentes en su número (e.g., Spinoza postula cuarenta y ocho, Hume veinte) y composición. La subtipificación y jerarquización tampoco muestra un panorama más uniforme. Algunos (e.g., Descartes) optan por distinguir entre emociones básicas (ocasionan expresiones conductuales universales) y derivadas (sus expresiones son culturalmente variables). Otros, según la evaluación que se haga del objeto, diferencian entre emociones positivas y negativas. Hay quienes separan las emociones orientadas hacia el futuro (e.g., la esperanza) de las orientadas hacia el pasado (e.g., el resentimiento). Parret (Las pasiones, 73) se inclina por organizarlas según su modalización, segmentando entre pasiones quiásmicas, orgásmicas y entusiásmicas. La división de Hansberg (La diversidad de las emociones, 15) es entre fácticas (e.g., la indignación) y epistémicas (e.g., la esperanza), según el grado de certidumbre con respecto al objeto que la activa. Finalmente, la nomenclatura de los ejemplares que integrarían el conjunto de las emociones también es despareja. Amor y odio se encuentran en casi todos los catálogos, pero ¿aceptaríamos hoy, como propone Spinoza, que la irrisión es una emoción?

La razón de las emociones

Vimos antes que, en el interior de la retórica, Aristóteles no disociaba el pathos del logos. Un objeto —sostiene— ocasiona una emoción porque el sujeto interpreta (i.e., interviene un estado cognoscitivo) aquello que experimenta como benéfico o dañino para él. La flosofía contemporánea se ha encargado asimismo de aniquilar la tesis del grado cero de la conciencia indiferente, que se enturbiaría por la acción enceguecedora de las emociones.3 Como explica Bodei (Geometría de las pasiones, 10), se suele confundir un esfuerzo cultural tendiente a la tranquilidad del espíritu con una premisa natural, obturando la posibilidad de comprender las emociones como constitutivas de la tonalidad de cualquier modo de ser físico y de toda orientación cognoscitiva. La imagen que prime no puede ser entonces la de una lucha excluyente entre estos dos procesos. Así pues, lejos de ser una energía salvaje, la pasión es solidaria con la razón: la primera se manifestaría como una construcción de sentido y una actitud que conllevan, por obra de la tradición, una cultura e inteligencia inherentes; recíprocamente, la segunda demostraría estar inficionada por las pasiones que dice combatir. Esta idea debería, asimismo, morigerar tanto la demonización de las pasiones como la exaltación de la razón.

Ahora bien, este tipo de tesis no sólo combate la idea cartesiana de que las emociones son disturbios del espíritu, sino también aquella que las asocia a alteraciones fisiológicas. Vale decir: no hay, como pensaban clásicos de la estatura de Descartes y Hume, identidad absoluta entre las emociones y las sensaciones, aunque para hablar de las emociones usemos a menudo el verbo “sentir” (e.g., “siento celos”). Hansberg (La diversidad de las emociones, 17) se encarga de recopilar los argumentos en esta dirección. En definitiva, gran cantidad autores (e.g., Le Breton, Bodei y Hansberg) se mantienen dentro del binomio conceptual, aunque reconocen la solidaridad antagónica entre estas dos dimensiones.

Abandonar ese binomio ha sido, justamente, la aspiración de buena parte de la semiótica y la lingüística. Baste recordar que, para Ch. Peirce, “Los sentimientos […] forman la fibra y la trama de la cognición y aún en el sentido objetable de placer y dolor, son constitutivos de la cognición” (“A guess at the Riddle”, 264).4 Ésta es la dirección conceptual que también han tomado la mayoría de los analistas del discurso. Angenot, por caso, acusa a la disyunción pathos/logos de banal, escolar y poco operatoria (“Le ressentiment: raisonnement, pathos, idéologie”, 84). Quizá sea Charaudeau (“Las emociones como efectos del discurso”) quien más atención le prestó a la cuestión. A partir del examen de aportes filosóficos, defiende la tesis que sostiene que las emociones poseen un marco de racionalidad. Con mayor precisión, se tratarían de estados mentales de orden intencional, debido a que, como se dijo más arriba, están orientadas hacia un objeto (i.e., se manifiestan en el sujeto en función de un objeto externo o una representación imaginaria). Pertenecen —como las sensaciones, las pulsiones o los instintos corporales (e.g., el hambre, la sed)— al mundo del afecto, pero están integradas a un orden cognoscitivo. No existe, en suma, la pura emoción no razonada, sino una lógica emocional con una estructura significante que puede describirse.

Las representaciones emocionales

Es posible arrimar aún más el lente e interesarse por las explicaciones para el modo en que el sentido social interviene en el funcionamiento y la regulación de las emociones individuales, vale decir, explorar el punto donde el procesamiento grupal de las emociones se interseca con el comportamiento individual.

Por una parte, experimentar o no una emoción depende de ciertas informaciones socialmente determinadas. Charaudeau (Diccionario de análisis del discurso, 103) y Hansberg (La diversidad de las emociones, 49) coinciden al señalar que la posibilidad de ser afectado por una emoción (e.g., miedo) está sujeta a un saber respecto al objeto (e.g., reconocer que lo que se tiene enfrente es un león) y a una capacidad de interpretar y evaluar ese saber (e.g., tal como se presenta la situación ese león es un peligro). Estas evaluaciones se apoyarían en universos de creencias que comparte el grupo social y su observancia o incumplimiento (i.e., si se ajusta o no al lazo convencional que une una situación típica y las emociones que ella garantiza) coloca al sujeto que experimenta la emoción ante una sanción social, sea de índole psicológica o moral.

Ahora bien ¿cómo se conforman y circulan esos saberes de creencia o ese saber afectivo? Según Charaudeau, las emociones juegan un papel en la construcción de la conciencia psíquica del sujeto, la cual tiene lugar “mediante la presencia en ella de alguna cosa que le es exterior y a la cual se le ha dado una forma-sentido, a partir de la experiencia intelectual y afectiva que el sujeto adquiere del mundo por medio de los intercambios sociales en los cuales se encuentra implicado” (Diccionario de análisis del discurso, 105). Es decir, el planteo de Charaudeau se aferra a la existencia de representaciones mentales de los objetos en virtud de una entidad del orden de la imagen.5 Las emociones serían representaciones psicosociales cuya especificidad se encuentra en las descripciones específicas que brindan, descripciones que son resultado de un saber y un juicio de valor colectivizados que funcionan como norma social —un consenso en torno a lo que Peirce denominaba interpretante afectivo. Ese saber colectivo se manifiesta en textos o relatos que describen seres y escenas de vida; forman un tejido interdiscursivo que encuentra denominación en la categoría teórica imaginarios sociodiscursivos (107). Por eso, estas representaciones emocionales son sociodiscursivas.

Las emociones y el cuerpo

Un abordaje discursivo global de la emoción no puede prescindir de una reflexión sobre el cuerpo, no porque, como quiere el fisiologismo, el cuerpo sea la superficie sensible donde se imprime la expresión social de las emociones6 —o superficie de la cual se ocultan, en el caso de su simulación o en el de su represión— sino por algo más elemental: el cuerpo, como advierte Verón (Cuerpo significante, 42), es condición de producción de todo sentido.

El cuerpo del actor político no es sólo objeto de un aumento de intensidad en las conductas autolimitativas, sino que estas prácticas sus-tractivas producen un verdadero cambio de nivel. Se transforma en un cuerpo de segundo grado, un metacuerpo, pues a la portación de ciertos atributos de carácter (la templanza, la integridad, la inteligencia, etc.) y emociones (coraje, alegría, humildad, etc.) debe sumarle, como sugiere Verón (Efectos de agenda, 87), cierta mostración de su puesta en escena. Sólo así se neutraliza el riesgo de que ese cuerpo sea reconocido como parte de una gran propaganda y se conjura el fantasma de la manipulación. Por supuesto que, mal calibrada, esa distancia puede ser reprobada (e.g., “la presidente finge estar emocionada ante el saludo del Papa Francisco”), pero la labor del analista del discurso no consiste en computar el hiato entre lo “verdaderamente” sentido y lo públicamente actuado (o dicho), sino en analizar, en un discurso político determinado, el funcionamiento de los dispositivos comunicativos y de las escenas enunciativas que caracterizan la semiotización de las emociones. Cabe sugerir, a lo sumo, que lejos de ser vergonzante, la escenificación de esa distancia es hoy cada vez más obscena y que, paradójicamente, eso no afecta para nada los objetivos persuasivos de los enunciados.

El lugar de las emociones en los sistemas políticos

Muchos autores se han preocupado por la arquitectura emocional de los diferentes sistemas políticos. Considerando sólo la edad contemporánea se puede bocetar un arco que va desde la alianza estratégica y declarada entre la razón y las pasiones en el interior de los sistemas democráticos, hasta el declive y reducción de estas últimas a favor de su funcionamiento homeostático; una trayectoria que se inaugura con la transfiguración de las constelaciones conceptuales tradicionales operadas por el proceso revolucionario jacobino, donde el miedo y la esperanza dejan de considerase nocivas para la moral pública y se reconvierten en instrumentos para la emancipación de los ciudadanos virtuosos (cfr. Bodei, Geometría de las pasiones, 361-362),7 que llega hasta el supuesto declive de las pasiones políticas en nuestra sociedad, donde se nos llamaría a invertir nuestras energías en lo social, entendido como un dispositivo para mantener la cohesión de los vínculos comunitarios y gestionar las diferencias y la vida cotidiana, lo que ocasionaría un desapego con respecto a los grandes ideales del siglo xix (cfr. Donzelot, La invención de lo social, 10). Otras perspectivas se interrogan especialmente sobre el papel de la conducta individual en el engranaje de las economías afectivas y políticas. Una referencia clásica es el trabajo de N. Elias (El proceso de la civilización), quien reflexiona en torno a la dimensión política de las normas de conducta social; más precisamente sobre las conexiones entre las estructuras emocionales, en especial las comprometidas con la moderación y la compostura, y sus efectos políticos. Sobra aclarar que las investigaciones sobre los lazos que entretejen el gobierno de sí y el gobierno de los otros en los regímenes políticos occidentales no quedan reducidas a la obra de N. Elias. La cuestión también ha sido, desde otros enfoques, objeto de autores con los que este último dialoga, como M. Weber (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), interesado por estudiar el autocontrol en la ética protestante, o autores a los que preanuncia, como Foucault (El gobierno de sí y de los otros), quien demuestra que la racionalidad del gobierno debe ser considerada en un sentido abarcador, comprendiendo, junto con los problemas ligados a la soberanía política, la regulación de la vida privada e íntima.8

Las referencias anteriores piensan el universo emocional como un factor disruptivo o aglutinante de la organización política, como una energía que puede ser laboriosamente tratada por el orden simbólico, pero que es irreductible a él. Pero, ¿es viable cambiar de nivel y asignarle a las emociones un estatuto decididamente constitutivo de una práctica política? Una respuesta a la cuestión hay que buscarla en la obra de E. La-clau, quien conecta de manera intrínseca los afectos con los procesos de significación y, por esta vía, con la lógica discursiva del surgimiento del populismo; en realidad, la aparición de cualquier totalidad social involucra la íntima relación entre significación y afecto. Sin reponer en detalle su modelo, podemos contentarnos con indicar que, para E. Laclau (La razón populista, 142-158), la lógica formal del afecto es inseparable de la del lenguaje, pues se constituye a través de la catexia diferencial de una cadena de significación. Consecuencia: sin el componente afectivo serían incomprensibles las formaciones discursivas que articulan equivalencias y diferencias, como ser aquellas que permiten el pasaje constitutivo —de las demandas parciales a una demanda general— del populismo.9

Un análisis de la dimensión emocional del discurso político argentino contemporáneo

Un análisis discursivo en producción de las emociones sólo es viable si se lo aísla tanto de las emociones efectivamente experimentadas por el locutor como de los efectos de sentidos logrados. No se trata de buscar en los textos analizados el reflejo de la subjetividad hablante, ni de inferir las emociones que estos desencadenan. Sigo en este punto a Charaudeau. Para un enfoque discursivo, las emociones, señala (Diccionario de análisis del discurso, 111), pertenecen al universo de los efectos pretendidos que un acto de lenguaje puede producir en el marco de una determinada situación de enunciación.

Parámetros metodológicos para un análisis

Existe —sobra aclararlo— una multiplicidad de procedimientos semióticos disponibles para producir un discurso emocionante (algunos de los cuales no requieren la movilización de recursos estrictamente lingüísticos). Es sabido, incluso, que el empleo de un vocablo que designa estados emocionales no provoca la emoción designada, ni siquiera ocasiona necesariamente una emoción;10 o sea, que un taxista de Buenos Aires proclame que una decisión del gobierno “es para indignarse” no asegura la inoculación de ese estado en el pasajero que se ve obligado a escucharlo y bien puede dar lugar a un efecto adverso. Otras palabras (e.g., “masacre”), exclamaciones (e.g., “¡oh!”) o imágenes (e.g., de un niño famélico) no expresan directamente emociones, pero sí convocan universos emotivos. A la inversa, hay enunciados que no vehiculan palabras afectivas, pero que no obstante son susceptibles de generar una reacción de este tipo (e.g., “nunca más” pronunciado al final del alegato de la fiscalía en el juicio a las juntas militares). Obviamente, todo se complica aún más si extendemos el vector temporal de los procesos interdiscursivos: un enunciado hoy afectivamente aséptico puede cambiar de signo más adelante.

Todo lo anterior nos deposita en la cuestión de la existencia o no de marcas semióticas características de la expresión de las emociones que le permitirían al destinatario identificarlas. Charaudeau se inclina por pensar que toda la situación de enunciación11 (i.e., entorno de las palabras, el contexto, lugar que ocupa quién las emplea y quién las recibe) es lo que determina la orientación emocional de un enunciado. Su postura documenta el volumen y diversidad de recursos semióticos que son susceptibles de ser movilizados y las variables y restricciones que pueden intervenir para conmover a los destinatarios —nada excepcional por otra parte: es la condición de toda producción social de sentido. Ahora bien, la teoría debe proporcionar un modelo que haga legible este fenómeno, que intuitivamente se percibe como inestable y escurridizo, indisociable de ciertas cualidades subjetivas. La situación dista de ser sencilla.

El desafío es, pues, hallar el mejor camino para abordar el estudio, desde un enfoque discursivo, de los mecanismos verbales orientados a producir efectos emocionantes en un conjunto de destinatarios. La descripción del fenómeno que antecede parece reclamar un dispositivo emocional o emocionante12 de varios niveles y componentes. La empresa de su catalogación total es imposible y —claro está— sólo parcialmente útil para las pretensiones de la teoría de inmovilizar y estudiar un fragmento de sentido. Sólo censo entonces aquellos indicadores metadiscursivos que parecen dar mejor acceso a factores desencadenantes de las emociones en el discurso político o, para ser aún más cauteloso ante su potencial generalización, los indicadores que surgen del encuentro entre la bibliografía de consulta y la lectura de los materiales utilizados. La eficacia de los componentes de esta situación de enunciación varía, sobra decirlo, según el sistema de valores e intereses de la persona en la que se pretende construir la emoción (e.g., una madre que perdió su hijo conmueve universalmente; la indignación que puede suscitar la figura de alguien como Jorge Rafael Videla tiene límites culturales e ideológicos). En definitiva, se debería considerar al menos:

Factores temáticos: En la retórica de Aristóteles ya existía una especie de tópica de los “guiones”, susceptibles de desencadenar, siguiendo unas inferencias, ciertas emociones. Existen temas que, como señala Charaudeau, organizan de tal modo el imaginario sociodiscursivo que son proclives a producir efectos emocionales, que predisponen a esos efectos (para el caso concreto de la política, por ejemplo, el imaginario del “desorden social” y su “reparación”, el “conficto” y su “pacificación”). Para afnar aún más este componente, se pueden tomar prestados algunos de los parámetros que, según Plantin (Les bonnes raisons des émotions, 173 y ss.), intervienen en la construcción del discurso emocionante.

  • El tipo de acontecimiento mencionado: la designación de un acontecimiento reenvía a preconstruidos culturales eufóricos (e.g., casamiento) o disfóricos (e.g., entierro).

  • El tipo de ser viviente involucrado: la emoción varía según la identidad del ser viviente afectado (e.g., a igual grado de proximidad, la muerte de un niño conmueve más que la de un anciano).

  • Las coordenadas espacio-temporales: en lo que atañe a su incidencia emocional, operan por lo general a partir del eje proximidad/distancia con respecto a la persona afectada.

  • Las consecuencias: de un acontecimiento o comportamiento (e.g., para orientar la actitud emocional de una persona hacia el miedo, se le puede mostrar, a través de un esquema análogo al de la argumentación por las consecuencias, que las secuelas de un acontecimiento, como no reelegir al presidente xx, serán espantosas).

Para el caso que me ocupa, el discurso político presidencial pronunciado en actos de conmemoración, si bien hay lugar para el interrogante si ciertos universos temáticos son más impuestos que libremente elegidos (¿un presidente puede decir “lo que quiera” en estas situaciones?). Esto nos introduce en la dimensión que sigue.

Dimensiones que funcionan sobre todo como fuerza restrictiva:

  • A.

    Identidad y lugares que le son atribuidos a los locutores. Este descriptor recoge una problemática de larga data que la tradición francesa de análisis del discurso describió como proyecciones imaginarias (cfr. Pêcheux, Hacia el análisis automático del discurso). (e.g., que hable la madre de una víctima de la inseguridad o una madre de Plaza de Mayo).

  • B.

    Tipo y genericidad. Dado que se aplican a la organización teórica de los discursos sociales, este tipo de unidades exige que nos interroguemos sobre la fuerza emocionante de los distintos tipos y géneros. Es evidente por ejemplo que, potencialmente, esa fuerza es más verosímil en el discurso artístico que en el científico (cfr. Parret, 169; Plantin, 185).13

  • C.

    Una dimensión material. El sentido de un texto no es ajeno al vínculo indisoluble entre su contenido y su modo de existencia material.

Dimensiones que funcionan sobre todo como recursos constructivos estratégicos

Las estrategias semióticas que sirven para darle expresión a la emoción son otro componente, reconocible para el destinatario a través de inferencias abductivas (Eggs, “Le pathos dans le discours”, 291). Los registros en los que operan estas estrategias son, se sabe, múltiples y en general simultáneos.

  • A.

    Nivel enunciativo: Aquí debemos incluir, como indica O. Steimberg, los procesos de semiotización “por los que en un texto se construye una situación comunicacional, a través de dispositivos que podrán ser o no de carácter lingüístico. La defnición de esa situación puede incluir la de la relación entre un ‘emisor’ y un ‘receptor’ implícitos, no necesariamente personalizables” (Semiótica de los medios masivos, 44). Esta definición de la dimensión enunciativa recoge elementos similares a los de escena de enunciación, propuesta por otra corriente de los estudios del discurso, la de tradición francesa. Para D. Maingueneau (“¿’Situación de enunciación’ o ‘situación de comunicación’?”), la escenografía es el momento de esa escena que no es impuesto por el tipo o género de discurso, sino que lo instituye el discurso mismo de manera procesual: un texto impone de entrada su escenografía, pero, al desplegarse, la enunciación debe justificar su propio dispositivo de habla. Los ejemplos que mejor ilustran esta dimensión son aquellos que producen un desajuste con respecto a las expectativas y restricciones genéricas. Por ejemplo, un candidato que hace campaña contando chistes (como Luis Juez en Argentina) u otro que presenta su plataforma electoral en forma de una carta distribuida a los hogares (François Mitterrand en Francia).

  • B.

    Nivel retórico: Una referencia resumida del contexto retórico mostraría que las figuras excitan las pasiones (cfr. Meyer, Principia Rhetorica, 196), que el efecto estético conmueve, aunque no lo hace, tal como pensaba Lamy (apud Amossy, L’argumentation dans le discours), intrínsecamente (i.e., como si existiera un lazo motivado entre una pasión subyacente y una figura) o siguiendo un modelo estímulo-respuesta, sino en función de la situación y del género. De todos modos, pueden establecerse ciertas tendencias. Por ejemplo: el obsesivo machaque de la repetición puede impresionar; la hipotiposis proporciona una descripción viva de un escenario abstracto; la ruptura ofrece la posibilidad de mostrarse afectado (cfr. Amossy, L’argumentation dans le discours, 184; Parret, Las pasiones, 172; Plantin, Les bonnes raisons des émotions, 167); por su parte, las figuras basadas en la analogía (como el símil) permiten transferir la emoción de un acontecimiento cuya tonalidad emocional está estabilizada a otros acontecimientos en curso de evaluación emocional (e.g., durante el Bicentenario, Cristina Fernández de Kirchner no dejó de comparar la situación del país con la época de la Revolución de Mayo de 1810 y el Centenario); expondré más abajo un caso de interacción metafórica (como, por ejemplo, la que vincula los goles con los desaparecidos en frases como “nos secuestraron los goles”).

  • C.

    Nivel lingüístico: Aquí es menester implicar, en principio, aspectos léxicos, tales como el vocabulario, las exclamaciones e interjecciones (e.g., ¡ah!), los diminutivos (e.g., “Evita”) las expresiones cristalizadas (e.g., “patria o muerte”), intensificadores (e.g., prefijo “re”, adverbios); además cuentan los aspectos sintácticos: se suele atribuir a la emoción las operaciones de reorganización (e.g., las inversiones) de la forma considerada básica del enunciado —como la interjección, se consideran expresiones espontáneas, y por ende sinceras, de la emoción (cfr. C. Kerbrat-Orecchioni, “Quelle place pour les émotions dans la linguistique du xxe siècle?”).

  • D.

    Dimensión afectiva (stricto sensu): En el ejercicio de la palabra política es posible detectar huellas que atestiguan la incidencia de operadores afectivos(sin entrar en un debate terminológico, también pueden ser llamados de apreciación), esto es, marcas que indican una propiedad del objeto o del estado de cosas considerado y una reacción emocional del enunciador, las cuales son también responsables de la inducción de la emoción (cfr. Charaudeau & Maingueneau, Diccionario de análisis del discurso, 39). El inventario total de estas marcas es sólo pensable si se considera los recursos lingüísticos susceptibles de producirlas; actualizadas en el funcionamiento discursivo, ese inventario es imposible, por tratarse de fenómenos graduales e inestables, sensibles al entorno de la secuencia de enunciados en las que aparecen y a la situación de enunciación. Menciono algunas de las que, con otra denominación, sugiere Plantin (Les bonnes raisons des émotions, 172):

    • Evaluación sobre el eje placer/displacer: evaluación del acontecimiento, básica (e.g., reacción corporal de rechazo) o más elaborada.

    • Intensidad y cantidad: la modulación de la intensidad puede afectar a cualquier categoría: distancia o tiempo (e.g., muy lejos de nosotros), persona o volumen de personas afectadas (e.g., un niño muy pequeño, cincuenta y un muertos en un accidente ferroviario, o sólo una víctima en un acontecimiento donde podrían haber muerto cincuenta y uno, dado que la emoción puede nacer de la oposición entre lo único y lo numeroso).

    • Casualidad/agentividad: la determinación de una causa o de un agente influye en las actitudes emocionales frente a un acontecimiento, particularmente en lo que hace a la imputación de una responsabilidad. Un accidente debido a una fatalidad (e.g., un tsunami) ocasiona dolor; por un acto deliberado (e.g., conservar las puertas de evacuación cerradas durante el incendio de una discoteca o provocar accidentes ferroviarios por la falta de mantenimiento de los trenes), indignación y cólera.

    • Control: la emoción asociada a un acontecimiento varía, para un individuo, según su capacidad de controlarlo; así, algo que provoca miedo y escapa al control se transforma en causante de pánico.

  • E.

    Nivel gestual : En esta oportunidad el cuerpo no será parte del análisis, por lo que sólo me limito a señalar su importancia.

Análisis y discusión

El análisis que sigue debería permitirnos comenzar a identificar el modelo de producción del discurso emocionante kirchnerista (su gramática emocional), el cual se desprende de la interacción entre las dimensiones catalogadas: restricciones, recursos y temas. La misma dinámica de lo discursivo impide, sin embargo, dar cuenta de todos los recursos comprometidos en la fuerza emotiva, e incluso es probable que el análisis desde uno de ellos, con la pertinente construcción de una unidad de análisis y la aplicación de unas categorías, opaque la lectura de los otros.

Presentación del corpus y aspectos genéricos

Aquí se expone una parte de los resultados del análisis de textos de conmemoración, análisis restringido a los discursos pronunciados por Néstor Kirchner durante los actos del 25 de mayo, 20 de junio y 9 de julio, entre los años 2003 y 2007. La agrupación genérica se justifica, en parte, por lo sugerido más arriba: unas condiciones similares para la producción de enunciados emocionantes. Entiendo que la incidencia de este componente es variable, aunque posibilita una cierta sistematización.

Por un lado, existen genericidades moduladoras que predisponen con mayor fuerza al reconocimiento emotivo de los enunciados que las integran. Los discursos de conmemoración pertenecerían a esta categoría. Por otro lado, existirían genericidades más “frías”, como los discursos de inauguración de sesiones ordinarias. Ahora bien, incluso estas genericidades no impiden la presencia, en los especímenes textuales que las actualizan, de fragmentos con fuerza emocionante, algunos de ellos ya reconocibles por su estabilidad, como los que suelen ubicarse al final de la alocución, seguramente vestigio de la peroratio retórica. Hay, asimismo, producciones discursivas donde la fuerza restrictiva del componente genérico se encuentra deprimida y también allí —sobra recordarlo— hay que discernir entre funcionamientos globales (e.g., un modelo enunciativo de un posicionamiento político que tiñe con la misma configuración emocional todos sus discursos) y localizados (e.g., a un texto o fragmento). Puede decirse que esta situación es muy rara en el interior del habla política institucional, pero es seguro que puede darse en otros lugares y momentos de producción del discurso político. En otras palabras, si bien es cierto que la neutralidad afectiva o el grado cero emocional no está en el horizonte de la discursividad política (en realidad no hay palabra alexitímica), es posible describir algunas genericidades de la palabra política institucional como menos propensas que otras a la producción de efectos emocionantes.

¿Por qué un discurso de conmemoración debería ser emocionante? Para responder es necesario recordar algunas características de esta genericidad. Según Wodak y De Cillia (“Commemorating the past”) cabría encuadrar al discurso conmemorativo en el espacio del discurso epidíctico lato sensu —sin dejar de tener en cuenta que no hay ejemplares puros, sino textos que muestran la prevalencia, no la exclusividad, de rasgos que definen alguna de esas genericidades. ¿Por qué pertenecerían a la familia de los epidícticos los enunciados conmemorativos? Porque elogian y/o condenan momentos del pasado y del presente de una nación. Refieren mayormente a gestas (individuales o colectivas, bélicas o revolucionarias) o a decesos de figuras que la historiografía transformó en próceres. Vale decir, no es el tópico el que eventualmente produce la tensión fórica, sino la significación que se le asigna dentro de la historia de un país. Pronunciado en días de evocación derivados de la “magia” de las coincidencias numéricas, el discurso conmemorativo tiene varias funciones: una memorística, sin duda, dado que recupera zonas del pasado, por lo general ligadas al origen de una comunidad, para legitimar o deslegitimar una zona del presente; otra didáctica, ya que vehicula valores y creencias que otorgan una identidad aglutinante al grupo, en pos de determinadas acciones futuras. En definitiva: es un discurso que se desenvuelve en el interior de un entorno óptimo para elaborar una situación emocionante, con independencia de las analogías entre el pasado y el presente que el locutor sea capaz de trazar.

El coraje para salir del infierno

Entre los operadores de fuerza emotiva que integran la gramática emocional instalada en el primer kirchnerismo, las huellas más reconocibles, por su repetición de un texto a otro, son unas expresiones que se pueden computar como un rasgo invariante de ese discurso orientado a producir un relato cuya fuerza emocionante es significativa.

La forma habitual que encuentra la primera de ellas en los textos de Kirchner es “Luchando por salir del infierno”, que plantea la interacción entre el dominio teológico y la situación social, política y económica del país. Transcribo algunos ejemplos:

  • (i)

    Nos va a llevar mucho tiempo levantarnos y salir del infierno al que nos han llevado. Lo importante es que cada día veamos que vamos dando un pasito tras otro para adelante, porque sólo se sale con esfuerzo, con trabajo, con solidaridad. 09.07.2004.

  • (ii)

    […] en este Día de la Patria, donde hoy podemos sentirnos aún en el infierno pero con mucha más esperanza. 09.07.2006.

  • (iii)

    Pero claro que estamos en el infierno, hemos subido escalones, pero como decía el gobernador, tenemos muchas asignaturas pendientes y vamos a ir rindiendo todos los exámenes y el 10 de diciembre del año 2007, cuando termine mi mandato, espero poder decirle al pueblo que estamos en las puertas del purgatorio, que hemos derrotado al infierno y que la sonrisa vuelve a todos los argentinos, porque la esperanza se consolida en el nuevo tiempo. 09.07.2006.

  • (iv)

    Podemos decir que todavía estamos luchando por salir del infierno, pero esta Patria creció casi el 50 por ciento en los últimos años. 25.05.2007.

  • (v)

    Espero poder decirles a los argentinos el 10 de diciembre de 2007 que la República Argentina está saliendo del infierno y vendrá la discusión estratégica para construir un país con un perfl estratégico, después de la tremenda crisis que nos tocó vivir. 25.05.2007.

Se trata de una operación que corresponde principalmente a los niveles temático, pues se interpela al imaginario de un caos social que se intenta reparar, y retórico, dado que se organiza sobre la base de cierta interacción metafórica. Se proporciona por este medio un modelo estereotipado y sencillo de la historia reciente, pero que, por su misma simplicidad, inhibe la posibilidad de leer ciertos aspectos de los acontecimientos, como, por caso, los agentes responsables la crisis: en tanto estado o lugar de castigos merecidos, “Infierno” promueve la sociabilización de las culpas. Su retoma en distintos discursos tendería, por otro lado, a facilitar su internalización. Así, figurando lo dramático de la situación a través de un vector orientado hacia el pasado, el discurso kirchnerista justifica discursivamente prácticas políticas propias de un estado de excepción; es decir, es el miedo al pasado significado como lastre y no, como sucede con otros discursos, a la inminencia del apocalipsis lo que lo moviliza emocionalmente. Las periódicas crisis socioeconómicas argentinas habilitan el trabajo sobre el imaginario de la ruptura, de la discontinuidad de los tiempos.

La segunda expresión no se centra en la situación, sino en la figura del líder que debe afrontarla: Néstor Kirchner, por lo cual los descriptores que debemos focalizar para el análisis es la identidad del locutor y la dimensión enunciativa. Citaré un corpus mínimo de esta manifestación, relativamente estable, aunque deja de reformularse en las distintas ocurrencias:

  • (vi)

    No voy a dejar las convicciones que me acompañaron toda la vida en la puerta de la Casa de Gobierno. 20.06.2003.

  • (vii)

    Todavía recuerdo las palabras que dije en el Congreso y que les juro con emoción que traté y trato de cumplir hora tras hora, que no me iba a sentar en el sillón para claudicar los principios por los que había luchado toda mi vida y por los que el pueblo argentino me había votado; que no me interesaba estar en un sillón para bajar la bandera de la esperanza y de la construcción de una nueva Patria. 25.05.2007.

Si se quiere clasificar los datos representados en las citas bajo una emoción —y no en el interior de una situación emocionante— diríamos que estamos ante la construcción discursiva del coraje14 o la valentía, que, como efecto, quiere desencadenar cierta admiración. La expresión más habitual que encuentra esta pasión en la palabra de Kirchner, casi un pathema constitutivo de su economía funcional, es a través de la formulación “dejar las convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno”. Se la puede rotular como metonímica, pues las convicciones son concretizadas como cosas que se pueden abandonar (o no), ante elementos (e.g., puerta de casa de gobierno, sillón presidencial) incluidos en un todo, elementos que funcionan como signos materiales de algo tan abstracto como el poder. Esta fórmula es instalada en el primer discurso presidencial y reaparece, a veces como autocita15 (e.g., (viii)), en varios de los textos que le siguen. Esta figura se construye en el interior del relato de la llegada de Kirchner a ese poder (e.g., “Yo no vine a bajar banderas, no vine a claudicar, no vine a negociar los intereses del pueblo argentino” 09.07.2006). El modelo enunciativo de la llegada kirchnerista —que puede leerse como una reformulación del que Sigal y Verón (Perón o muerte, 29-47) proponían para el caso de Perón— se caracteriza por la conservación de sus principios, lo cual atestigua su coraje y funge como un rechazo tácito a experiencias, como la del menemismo, en las que la acción de gobierno desmintió las promesas de campaña. ¿Podemos pensar que de este modo Kirchner se figura a sí mismo como un hombre providencial? La interpretación es válida y se va a confirmar retrospectivamente a lo largo del proceso kirchnerista, a partir de la construcción discursiva de un rasgo típico del hombre providencial: la ruptura de los tiempos que significó su llegada (cfr. Girardet, Mitos y mitologías políticas, 74). Gracias a Kirchner, el después no será como el antes.

Las situaciones emocionantes no tienen necesariamente una coherencia global. Si la construcción del coraje contribuye a legitimar el liderato, otros recursos apuntan a diseñar una imagen más cercana a la humildad.16 Más allá de su impacto específico en el plano enunciativo, estas expresiones organizan otra escena emocionante propia del discurso kirchnerista, en gran medida orientada a la producción —por una vía más emotiva que racional— de colectivos de identificación. Obsérvese los siguientes ejemplos:

  • (viii)

    […] que me tomen de la mano y me ayuden, les pido que me acompañen, como Presidente los necesito, porque si ustedes me dan la mano y me acompañan, este pueblo va a avanzar y va a seguir consolidando el nuevo tiempo. 09.07.2006.

  • (ix)

    Yo les pido que me ayuden y que me acompañen. En cada acto, cada mano que toco me da una fuerza espiritual suprema. 25.05.2007.

La solicitud de ayuda es contigua aquí con la fgura “tomar de las manos” como expresión metafórica de la coalescencia entre líder y pueblo, que es, por cierto, otro tópico del populismo (cfr. Charaudeau, 2009). Por separado, estas formulaciones se repiten con cierto grado de estabilidad:

  • (x)

    […] quiero ser presidente de la Nación junto con ustedes, tomados de la mano. 20.06.2003.

  • (xi)

    […] que no me interesaba buscar un acuerdo cupular, pero que sí me interesaba tomarme de las manos del pueblo argentino, sin banderías de ninguna naturaleza. 25.05.2007.

Las expresiones anteriores son parte de una hipérbole y de una figuración discursiva de lo háptico que apuntan a gestionar, desde la intensidad emotiva, la proximidad entre el enunciador político y sus destinatarios. Sigamos.

  • (xii)

    Rosarinos, rosarinas; argentinas, argentinos: ante nuestra bandera, ante este día histórico, les digo con todas mis fuerzas que nos ayudemos, que me ayuden. No vengo a pedir a nadie que me siga, sino que nos ayuden a hacer una Argentina diferente. 20.06.2003.

Kirchner no viene a pedir que lo sigan —y, aunque ya vimos que su discurso no se desentiende del imaginario religioso, rechaza ahora de manera explícita el dispositivo mesiánico del discurso menemista17— sino a pedir ayuda, interpelando la compasión del auditorio. Los enunciados citados le dan expresión, pues, una circunstancia de gran fuerza emocional: el pedido de ayuda, presentándose como un hombre común, por parte de quien desempeña el más alto cargo de responsabilidad política. La modalidad enunciativa elegida para configurar un colectivo identitario merece una observación. El proceso de subjetivación del político performa al colectivo —su Otro— cuando reconoce su interpelación; vale decir, cuando “sirve al pueblo” o, como en este caso, le solicita ayuda, constituye a ese colectivo con referencia al cual legitima su actividad.

Conclusión

Se han querido presentar aquí las instancias discursivas que dan acceso al análisis de los recursos de la palabra política, que permiten describir distintas variantes de la gramática de producción de la dimensión emocional, como, en este caso, la del discurso kirchnerista. Para no exceder los límites de un artículo, reservo este apartado para sugerir cuáles serían las condiciones de producción sociopolíticas de esta gramática emocional —que no se pretende (no puede hacerlo) exhaustiva, ni es el única determinación del sentido de los textos analizados. Entiendo que las huellas descritas están en gran medida regidas por dos operandos. Por un lado, legitimar la solicitud permanente de ampliación de las leyes de excepción y de emergencia a favor del titular del ejecutivo, justificando su inevitabilidad a partir de la dramatización de la crisis. Por el otro, incrementar la base de adhesiones a la figura Néstor Kirchner —convocando, si consideramos la omisión de referencias a esta tradición, a sectores externos al peronismo— figura que, recordemos, arrastraba un déficit de base, pues por la renuncia del candidato Carlos Menem a enfrentarlo en el balotaje había llegado al poder con tan sólo el 22% de los votos válidos emitidos y un importante nivel de desconocimiento por parte del electorado.

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En el psicoanálisis lacaniano, bajo la palabra pasión se colocan, en el marco de una referencia al pensamiento budista, el amor, el odio y la ignorancia.

Mi traducción.

Concepción que está aún inserta en habla popular. Para Bodei (39), se debe esto a que por milenios la ira ha sido considerada una pasión paradigmática.

Más acá en el tiempo, A. Culioli, un lingüista cuyo pensamiento está inobjetablemente conectado con el de Peirce, recibe casi un siglo después los ecos de esa concepción. La teoría de las operaciones enunciativas que ha impulsado reconoce, en su dispositivo epistemológico, el nivel de las representaciones mentales organizadoras de las experiencias, representaciones configuradas a partir tanto de nuestras relaciones con el mundo como de la pertenencia a una esfera semiótica y que dejan su huella en las formas del lenguaje. Estas representaciones pertenecen al orden de lo cognoscitivo y cuando hablo de cognición, tomo el término en el sentido amplio. El afecto forma parte de la cognición.

La descripción de Charaudeau sobre la mecánica sociodiscursiva parece ser correcta. Sin embargo, preferiría ponderar otra hipótesis sobre el funcionamiento semiótico de la conciencia. En vez de una conciencia habitada por una representación que remite a una situación emotiva, sería más ajustado hablar de un espacio mental que presenta no una imagen, sino una combinación específica de los tres órdenes de la semiosis. En otras palabras, no tenemos por qué creer que la vida mental sólo funciona en torno a imágenes (cfr. Verón, Espacios mentales, 12).

Esta bidimensionalidad es el resultado, como sugiere Fabbri (El giro semiótico, 63), de la clasificación de las pasiones en la que se ha empeñado la cultura occidental, principalmente la filosofía. En lugar de pensar una configuración global de la dimensión pasional y accional, ha privilegiado la taxonomía de sus signos. Para el esquema fisiologista que subyace allí por una parte está el afecto, interior y silencioso, y por otra sus signos, exteriores y enfáticos.

Se abre, por un lado, el interrogante de índole genético. Se ha dicho mucho acerca de la utilización política de las pasiones, pero ¿qué lugar les cabe a las emociones en el surgimiento de la vida social? El miedo, por caso, siempre fue contado como aglutinante de la arquitectura emocional de los sistemas despóticos; para algunos autores, es, no obstante, puntal de todo régimen. El ejemplo por antonomasia lo da la obra de Hobbes. Su fear of agonizing death es responsable de una misión civilizadora esencial y se ubica en el origen de la razón y del Estado. El miedo común a todo el reino animal se sublima en el hombre como miedo racional que regula la comprensión de la reversibilidad de las amenazas de violencia y gobierna los cálculos de su potencial reciprocidad. Pero el miedo no sólo es decisivo en la autoconservación, sino es la fuente de preservación del lazo social, contra toda posible recaída en la violencia extrema y el estado de naturaleza (cfr. Bodei, 83).

Una historia y un pronóstico de las relaciones entre política y sensibilidad puede encontrarse en C. Haroche (El porvenir de la sensibilidad).

Por esta vía quedan también desactivadas las críticas a la exacerbación pasional como factor que definiría al populismo (v. por ejemplo Charaudeau, “Reflexiones para el análisis del discurso populista”), ya que la dimensión emocional no puede ser desarraigada de su lógica genética y funcional.

“Desde la perspectiva del análisis del discurso [afirma Amossy] podemos suponer dos casos de figuras principales: aquel donde la emoción es mencionada explícitamente y aquel donde es provocada sin ser designada por términos de sentimiento” (L´argumentation dans le discours, 171, la traducción me pertenece).

Quizás el sintagma “situación de comunicación” se ajuste mejor a la descripción de los componentes que propone Charaudeau (v. Maingueneau, “¿’Situación de enunciación’ o ‘situación de comunicación’?”).

El sentido de ambos adjetivos remite a causar emoción. Sin embargo, “emocionante” tiene sentido activo, aunque episódico. Me inclinaré por su uso cuando pretenda enfatizar ese atributo en un discurso.

La importancia de considerar la tipología cobra mayor evidencia en los casos en que, como señalan Greimas y Fontanille (83), un discurso social recategoriza un elemento del repertorio emocional de la cultura a la cual pertenece (e.g., aunque no lo admita explícitamente, el discurso académico se apoya sobre una pasión socialmente valorada como negativa: la humillación, producida por la negación del saber de origen).

Según Descartes, se trata de la agitación que dispone el alma a prepararse poderosamente a la ejecución de las cosas que quiere hacer (Las pasiones del alma, § clxxi).

La autocita produce efecto de continuidad y coherencia discursiva. Al analista le puede servir como argumento para mostrar la presencia de una estrategia discursiva y como marca del interdiscurso en el discurso (cfr. García Negroni & Zoppi Fontana, Análisis lingüístico y discurso político, 76).

Según Descartes, desprecio de lo que es valioso en sí mismo (Las pasiones del alma, § clv).

En referencia a Carlos Menem, presidente argentino durante la década del 90. Si bien era peronista, se encargó de implementar en el país reformas políticas y económicas de corte neoliberal. En sus expresiones, solía hibridar el discurso político con el religioso. Su lema de campaña más famoso era “Síganme, no los voy a defraudar”.

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