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Vol. 61.
Páginas 127-154 (mayo - agosto 2013)
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Al borde del abismo. Horror y modernidad en Santa María de Iquique
At the edge of the abyss. Horror and modernity in Santa Maria of Iquique
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Omar Núñez Rodríguez
* Licenciado en Historia. Profesor Investigador, Universidad Autónoma de la Ciudad México.
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Resumen

Este artículo tiene por propósito analizar algunas problemáticas subjetivas que permitan comprender por qué la matanza de trabajadores en la Escuela Domingo Santa María de Iquique, constituye uno de los hitos que inaugura una nueva época sobre la naturaleza del dolor y el horror en el Chile contemporáneo. Propietarios de una visión iluminista sobre la vida, el presente y futuro, la distancia cognitiva que tejieron los obreros chilenos para con la muerte en los inicios del siglo xx posibilitó que no fueran capaces de anticipar el complejo y contradictorio universo social que los procesos de modernización pueden traer consigo. Caracterizada por la muerte violenta, el dolor intenso y la sinrazón moral, la masacre perpetrada en 1907 transformó a este establecimiento educacional en clivaje histórico hacia el advenimiento de las masacres políticas contemporáneas y símbolo de las contradicciones que puede revestir la modernidad y los procesos de modernización en el siglo xx.

Palabras clave:
Modernidad
destino
orden moral
Santa María de Iquique
mal del sinsentido
masacres políticas
Abstract

The purpose of this article is to analyze some subjective issues for understanding why the killing of workers in the School Domingo Santa María de Iquique, is one of the milestones that inaugurates a new era on the nature of pain and horror in contemporary Chile. Owners of an Enlightenment vision about life, present and future, the cognitive distance that Chilean workers woven in relation to the death in the early twentieth century didn’t allow them to anticipate the complex and contradictory social universe that the modernization involved. Characterized by violent death, severe pain and moral in justice, the slaughter perpetrated in 1907 turned this educational institution in historic cleaving to the advent of contemporary political massacres and in a symbol of the contradictions that constitute modernity and modernization processes in the twentieth century.

Keywords:
Modernity
destiny
moral order
Santa Maria of Iquique
senseless badly
political massacres
Texto completo

“Despierta… Hora de morir” Blade Runner, 1982

La Escuela Domingo Santa María constituye un topos central del Chile contemporáneo.1 Por su impacto en la cultura y en el imaginario social, la muerte de centenares de trabajadores el 21 de diciembre de 1907 en este establecimiento educacional, implicó un giro histórico que modificó profundamente la sociabilidad chilena. A partir de ese episodio, el terror de Estado, la muerte violenta y el dolor incomprendido se instalaron en la memoria popular de este país como expresión de un rasgo definitorio de su periférica modernidad, lo que hará de Santa María un paradigma de las contradicciones que puede revestir la modernidad en un país periférico y clivaje histórico hacia el advenimiento de las masacres políticas que caracterizarán a la acción estatal en el siglo xx.

Lecturas historiográficas: retrospectivas sobre una matanza

Existe un consenso en la historiografía de izquierda chilena en relación con las causales que explicarían el asesinato masivo de diciembre de 1907 y de las consecuencias que la masacre de Iquique tuvo en la dinámica social y política de ese país. Por ejemplo, las contribuciones de Eduardo Devés para esclarecer las razones de la masacre se centran en que ella sería, por un lado, una reacción homicida de Estado ante los desestabilizadores impactos nacionales que significaba una huelga regional y, por el otro, “un proceso de atemorización colectiva” (pánico) en la elite y vecinos del puerto, cuando –al alterarse la vida cotidiana de la ciudad por la presencia de miles de obreros deambulando por sus calles– los trabajadores traspasado los límites de lo tolerable.2 Por su parte, Gabriel Salazar analiza la voluntad política de matar desarrollada por el Estado por razones de gobernabilidad. El fundamento de la matanza estaría dado por el peligro que significaba el carácter autónomo y soberano de la movilización, la cual habría posibilitado la emergencia de una subjetividad antinstitucional y antisistémica capaz de organizar y legitimar el derecho a participar en las decisiones públicas (Estado). En otras palabras, una acción de masas (poder ciudadano) capaz de crear nueva legitimidad social, política e institucional.3

Desde otra perspectiva, Angélica Illanes destaca que el advenimiento del nuevo siglo está marcado por el establecimiento de la confrontación política entre clases. En particular, señala como los intentos ‘ilustrados’ (prensa) del movimiento social en Tarapacá constituyen una ‘ofensiva civilizacional popular’ (lo que ella metafóricamente denomina ‘lápiz’) para invertir los términos de inferioridad y estigmatización con el cual la cultura hegemónica occidental ha identificado a los grupos sociales subalternos. El ‘lapíz’ constituiría el instrumento emancipador por el cual “la autoridad de la razón democrática y popular” intenta otorgar “poder racional, mental, intelectual, moral” a la clase explotada; medio de concientización capaz de contraponerse a los intentos de alienación, cooptación y represión encarnado por el naciente servicio militar obligatorio (‘fusil’), por el cual la elite buscaba renovar su poder, a costa de la división y enfrentamiento entre hermanos de una misma clase.4Esta posición converge con los análisis realizados por Pablo Artaza, para quien el impacto de la matanza constituye un parteaguas histórico hacia un proceso de radicalización del movimiento obrero, dado por una mayor toma de consciencia de clase que la masacre de trabajadores habría posibilitado –a mediano plazo– en el imaginario social, político e ideológico del asalariado chileno.5 A estas explicaciones, se une la preocupación de Sergio Grez por discernir el sentido de la matanza, misma que estaría dada por el carácter preventivo de la acción militar. Es decir, ella constituiría un acto enérgico de autoridad ante la amenaza potencial que personificaba la movilización laboral (“No por lo que ellos habían hecho, sino por lo que podían llegar a hacer”) y cuyo fundamento se encontraría en el peligro que significaba poner en tela de juicio el orden moral (‘respeto y prestigio’) inherente a las relaciones sociales laborales; es decir, el principio portaliano del peso de la noche, como eje natural de obediencia a la autoridad.6

A lo anterior, se agregan las contribuciones de Sergio González en su libro Ofrenda a una masacre, para quien la matanza debe ser leída, en primer lugar, como la “culminación de un ritual, donde los habitantes de la pampa (…) iniciaron con fe un camino por el desierto en la búsqueda de justicia [y donde la muerte llegó] como parte de un sacrificio conocido y familiar…”. A esta perspectiva de la masacre –realizada desde la sociología cultural– se suma que lo sucedido en la Plaza Manuel Montt nacería de la decisión del gobierno nacional de romper el “empate político” alcanzado por los trabajadores del salitre gracias a su organización. Tragedia que habría roto la confianza de los obreros en el Estado y sus instituciones, en la creencia en la razón como arma de negociación y habría posibilitado la sustitución de un movimiento basado en “un interés moral y emancipatorio” por uno marcado por imperativos políticos e ideológicos.7 Al interpretar lo sucedido es 21 de diciembre como resultado de una “crisis de crecimiento”, las apreciaciones de Sergio González convergen con los análisis que hiciera Alain Rouquié a la hora de explicar los factores que detonaron las guerras civiles en Centroamérica, al recordar el cientista y diplomático francés la formulación que hiciera Alexis de Tocqueville en el siglo xix: cuando al economía mejora, las injusticias se hacen más evidentes, las reivindicaciones más conscientes y la situación puede devenir en revolucionaria.8

Ligados con las preocupaciones de Sergio Grez y Sergio González, hay que sumar el notable artículo de Alberto Harambour Ross, “Silva Renard, ‘ejemplo digno de ser imitado’: razón de Estado y memoria a 100 años de 1907". Para este investigador, el potencia genocida de la matanza se anida en la emergencia de la razón de Estado como categoría histórica nueva en el acervo político e institucional chileno. Clivaje histórico por sus implicaciones estratégicas, la irrupción de nuevo tipo de racionalidad estatal –encarnada en la figura del general Roberto Silva Renard– tuvo por objetivo orientarse a preservar a toda costa el orden social e institucional roto con la huelga. Esta nueva racionalidad se observaría en los informes emanados por las diversas autoridades implicadas en dar curso a la masacre, al señalar fríamente por escrito “[que] la matanza había sido ejecutada con estricto apego a la ley”. No obstante, señala este autor, la masacre perpetrada sería resultado de la necesidad de las autoridades de preservar “el consenso social más básico, esto es, que los trabajadores deben trabajar y que los empresarios deben decidir las condiciones bajo las cuales deben desarrollar su trabajo: la soberanía del capital”.9

Los siete argumentos constituyen una sólida base histórica para explicar las motivaciones materiales y políticas que tuvieron las autoridades y empresarios para justificar la matanza. Además, las lecturas se enmarcan en la tradición iluminista de izquierda de ver la emergencia social del nuevo siglo, como resultado de un proceso de mayor racionalidad popular, consciencia de clase, organización política, democratización en las relaciones sociales o de autonomía social. Paisaje historiográfico con fuertes rasgos teleológicos que, por un lado, se caracteriza una perspectiva esencialista y mística del movimiento popular en cuanto encarnación del auténtico espíritu nacional, mismo que se despliega en una línea temporal hacia la consumación de un inmanente proyecto social-popular. O una visión racionalista y progresiva de los mismos actores –perspectiva marcadamente hegeliana– que ve en los golpes sufridos por los actores sociales, los costos o etapas históricas necesarios de enfrentar y superar para alcanzar la finalidad misma de la historia nacional: el triunfo de la razón y de la conciencia popular (bajo este prisma las víctimas son vistas desde la tradición judeocristiana del martirio, donde el sufrimiento se constituye en un acto de sacrificio, fuente de confirmación de certezas y de renovación espiritual, cuya finalidad trascendente sería la liberación nacional). Posiciones historiográficas que se asienta en la propia lectura que los sectores populares han hecho de su experiencia vital:

Guardemos su recuerdo! Consideremos que estos hechos crueles son un eslabón de la cadena de la gloria y de martirio que anuda, unos a otros, los sacrificios del pueblo oprimido, en el camino áspero y rudo que lo conduce a la consecución de las eternas libertades republicanas en las que pensaron y en las que se sacrificaron todos los redentores del mundo esclavizado”.10

Dos posturas sobre el sentido de la matanza surgen de estas interpretaciones. En Eduardo Devés, Sergio Grez, Gabriel Salazar, Sergio González y Alberto Harambour, la violencia de Estado parece nacer de un proceso inevitable de racionalidad instrumental. Bajo este enfoque, la matanza de trabajadores sería el resultado de una alianza estratégica entre el Estado y el capital por restaurar la imperiosa gobernabilidad e institucionalidad. Por otra parte, desde el punto de vista Angélica Illanez y Pablo Artaza –como también en Sergio González– la matanza es vista como un acto de irracionalidad estatal y de clase, algo así como un movimiento de ‘descivilización’ que desemboca en el deseo de mantener un orden preindustrial y antimoderno.11

El límite de estas interpretaciones radica en su incapacidad de transmitir la dimensión interior, existencial, vital de las masacres modernas. Quizá por ello sorprende observar que en los análisis académicos sobre diciembre de 1907, el horror, el dolor y la muerte carezcan de la debida centralidad que merecen. Si la Cantata Santa María de Iquique del compositor Luis Advis tiene la virtud de conmover los espíritus con su música y letra, al punto de poder recrear el dolor, el horror y la muerte en quien escucha su cadenciosa melodía, la historiografía –por el contrario– se caracteriza por enfocar la violencia acaecida en la Plaza Manuel Montt como un fenómeno instrumental, carente de toda emotividad y expresividad.

Los testimonios de la prensa obrera recogidos por Pablo Artaza, si bien tienen el objetivo de rescatar la memoria social y enaltecer la dignidad de los trabajadores, tienen el inconveniente de nublar esa otra experiencia interior de los sobrevivientes marcada por la parálisis o el miedo. A las imágenes fotográficas de miles de personas ocupando las calles y Plaza Manuel Montt de Iquique, les precede un vacío pictórico que vuelve inasible el escenario de silencio y muerte acontecido tras la lluvia de acero del ejército chileno. En este sentido, quisiera evocar dos imágenes familiares –testigos directos e indirectos– de lo sucedido en 1907. La primera, de Juan Antonio Núñez -abuelo paterno–, quien dejó grabado en su retina “un tren lleno de heridos y muertos… donde los vagones escurrían sangre”; la segunda, de Matilde Pérez Soto –bisabuela materna– para quien la plaza se convirtió en “ríos de sangre”.12Puede cuestionarse la verosimilitud de estas afirmaciones, pero no es la exactitud de los datos lo que interesa destacar de estas fuentes, sino el significado interior que tuvo en los testigos el sentido de la masacre. Desde esta perspectiva, la magnitud de la matanza no se mide tan sólo por el número de cadáveres contabilizados, sino porque inauguró un tiempo marcado por el dolor y el horror. Si estas imágenes persistieron en estos espectadores involuntarios, es porque ellas revisten el carácter de un fenómeno profano, porque constituyen una antítesis radical a toda existencia social: un acto de antipolítica que acrecienta el miedo a la vida, otorga fugacidad a la misma, “como si en el dolor presintiéramos el final”.13

En ese sentido, los historiadores citados no toman con debida atención al giro que hubo detrás de este acontecimiento. Visto desde otro ángulo, 1907 expresa el advenimiento del horror, el dolor y la muerte como síntomas y símbolos de la sociabilidad moderna. Esta perspectiva, tan de cara a los enfoques analíticos europeos desde la primera parte del siglo xx, se encuentra mayormente ausente en los análisis históricos sobre la matanza de Iquique, y es en su inteligibilidad –como sabemos– donde se asienta el olvido y la mistificación recurrente de los análisis históricos como en Chile. Mistificación que tiende a desvalorizar el umbral de crueldad emergido en la sociedad con el advenimiento del nuevo siglo, y que constituye un elemento esencial a la hora de explicar por qué el uso extremo de las capacidades coercitivas de Estado, tuvo como corolario la emergencia de una experiencia vital marcada por la obsolescencia del hombre.

Ya en los inicios del siglo xx Rosa Luxemburgo alertaba sobre el peligro de interpretar el pasado a partir de sus consecuencias en el presente, es decir, cuando se desvía la atención del significado histórico del momento analizado. Esta tensión se encuentra latente en los análisis de historiadores como Sergio González y Gabriel Salazar, en el sentido de que comparten la opinión de que la principal consecuencia de la masacre habría sido la pérdida de una cosmovisión cultural y una organización autónoma que predominaba en el movimiento mutualista nortino; es decir, donde “el interés moral y emancipatorio”,14 soberano y propositivo15 que habrían encarnado el movimiento laboral habría sido sustituido por intereses pragmáticos y políticos (es decir, partidista) con lo cual se reorganizará el movimiento laboral en el futuro. El problema con estas interpretaciones radica en no entender que la vanguardia ilustrada y ‘regeneradora’ de época pagó con un alto precio, el no visualizar las señales de alarma que su ideología traía consigo. Es decir, no perciben que el discurso regeneracionista y ácrata en el movimiento mancomunal, no tuvo la capacidad analítica de avizorar que la defensa de un discurso de progreso material y perfeccionamiento moral, también podía ser un camino a la catástrofe de la sociedad popular. En este sentido, la visibilidad que alcanzó a cobrar el discurso y la organización de este movimiento social, fue paralela a su dificultad política de anticipar –en una naciente sociedad de masas– las peligrosas implicancias históricas que significaban una toma de conciencia laboral.

Desde otra perspectiva, la importancia que cobran en los análisis de Pablo Artaza (y con anterioridad en un Hernán Ramírez Necochea)16 las consecuencias políticas de la masacre en el devenir del movimiento obrero y en la izquierda partidista, también implica desplazar el trágico significado que para los trabajadores tuvo los sucesos del puerto de Tarapacá. En ese sentido, la centralidad política que alcanzó con los años el movimiento obrero y una izquierda organizada capaz de disputar espacios institucionales, implicó –a la larga– instaurar en el imaginario de estos sectores la creencia de que por esa vía podía alcanzarse el inexorable cambio social. Este problema fue planteado por Tomás Moulian, para quien el predominio en las ciencias sociales y en la cultura de izquierda en Chile de un enfoque optimista e ineluc-table del devenir histórico de los sectores populares, tuvo como inconveniente nublar el sentido trágico con el cual había sido construida la historia contemporánea de ese país. Desmemoria que allanó el terreno hacia el drama social de 1973, gracias a la mistificación de creer que se vivía en una sociedad democrática.17

Walter Benjamin planteó esta problemática al aseverar, en su VI tesis sobre la historia, que el gran inconveniente de la izquierda era su permanente deseo de promover el cambio y abandonar el pasado. La incapacidad de disputar categorías vitales como la tradición, la religión, el pasado, la muerte, etc., que históricamente han otorgado a la sociedad sentido, dirección y certidumbre, así como poder a los grupos dominantes, constituye un vacío ideológico y político que ha imposibilitado a los defensores del iluminismo captar los esfuerzos, los traumas y los sacrificios que implica lo nuevo.18 En esto radicaría el poder ideológico decisivo del conservadurismo y la debilidad estratégica de las izquierdas. Para este autor, la emancipación de la humanidad no sólo se lograría abanderando la lucha por cambio, el progreso y el futuro, sino también disputando y arrebatando al tradicionalismo y al conservadurismo la interpretación sobre la tradición y el pasado, dado que en ellas también se pueden encontrar las experiencias sociales y las motivaciones con la cual los sujetos puedan esperanzarse, inspirarse y liberarse. La disposición clave para este ejercicio político e historiográfico es ‘la conciencia de peligro’, es decir, una actitud de permanente alerta y vigilia que posibilite no solo el mirar más allá, sino también ver las cosas de otra manera.

Articular históricamente lo pasado –escribió poco antes de su muerte– no significa “conocerlo como verdaderamente ha sido”. Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro”.19

Morir en el desierto”

Las dificultades para comunicarse con otros debates disciplinarios,20 explicarían por qué los análisis sobre el tragic acontecimiento de Iquique han quedado mayormente circunscritos a un estudio sobre las consecuencias políticas para el devenir del movimiento obrero o en las razones institucionales, ideológicas o materiales que motivaron el uso extensivo de la violencia de Estado en el puerto de Tarapacá. Lecturas que tienden a invisibilizar el significado que –para víctimas y testigos (subjetividad colectiva)– tuvo la masacre, en tanto catástrofe histórica incapaz de ser prevista, desgarro social difícil de ser interpretado. Justamente, el que haya sido denominada como una hecatombe lo sucedido ese 21 de diciembre,21 constata la búsqueda de significantes que permitan otorgar sentido exacto a la noción de horror manejada por los trabajadores,22 ligada hasta entonces a las condiciones de vida que la explotación y la alienación capitalista generaban, como con el derroche y el egoísmo que caracterizan el comportamiento de la oligarquía. Esta visión ilustrada de los ‘males’ de la sociedad moderna, la tenemos sintetizada en un artículo publicado un año antes de los hechos de diciembre de 1907:

Estamos en el siglo del V (sic) por y la electricidad, con un progreso asombroso en todos los ramos del saber humano y, sin embargo, todavía se comercia con carne humana. Los antiguos negreros no han desaparecido; existen los comerciantes en évano (sic), lo que si se ha cambiado la madera: ahora son blancos… ¡Qué horror!.23

Bajo esta perspectiva, el horror es visto como resultado del atraso en la evolución moral. Esta visión de la historia se ancló firmemente en la creencia que la sociedad contemporánea vivía en una época marcada por el progreso en el campo de la ética, donde el avance cultural está medido por el predominio del estado de derecho y de su fundamento central, es decir, la razón. La creencia en este mito ilustrado, nubló la capacidad de percibir que la persecución, la tortura o la muerte son el núcleo histórico del derecho, del Estado y sus instituciones, y que todo ‘contrato’ entre los hombres exige de vigilancia y de un orden regulador. Olvidan que “[el] fundamento último del poder no es la creencia en su legitimidad… [su] reconocimiento reposa últimamente en la intimidación”.24

Al enfocar la lucha desde una perspectiva de regeneración moral y teniendo a la razón como base ideológica de las reivindicaciones laborales, esta perspectiva constituyó un lente oscuro que cegó la posibilidad de visualizar el incendio social que la huelga salitrera traería consigo. En ello radica la incapacidad de anticipar la tragedia moderna y, por lo mismo, el horror concomitante que sorpresivamente envuelve. En ese sentido, no resulta extraño encontrar a quienes señalan como principales ‘males’ de época al “maquiavelismo politiquero” de la clase dirigente y a la ausencia de compromiso público de los representantes del pueblo, los cuales “se echan en la butaca de la inercia y del indiferentismo”.25 Por su parte, algunos creen ver en la “sumisión incondicional del hombre” la causa de las desgracias del pueblo chileno,26 mientras que para otros la violación de la correspondencia de los trabajadores constituye “la más inaudita de las barbaridades que cometen” los administradores de las oficinas salitreras.27 En esa misma línea, la ceguera de los representantes populares puede conducir a lecturas peligrosas sobre el uso de los conceptos en la historia. Por ejemplo, en una carta abierta dirigida a Carlos Eastman, intendente regional, y escrita por el director Del Pueblo Obrero –medio promotor de las causas laborales– se clama por una “buena administración” que posibilite atender “las condiciones sombrías de la vida intelectual, moral y materialmente inópica que arrastran los trabajadores de esos grandes feudos modernos, denominados oficinas salitreras”. El objetivo para el remitente, debía ser “[una] depuración social pública” que posibilite combatir “el egoísmo” empresarial, “los vicios” de los trabajadores o la “corrupción” policial.28

La imagen de un país preso por la descomposición social, moral e institucional, le permitió a un colaborador de la prensa obrera sentenciar –a tan solo 11 días de la masacre en la plaza Manuel Montt– que el país se encontraba “[al] borde del abismo…”, siendo el principal mal de época para este autor el que la nación sudamericana “[este] a las puertas de la ruina con la depredación del billete”, consecuencia de las acciones de todos aquellos diputados nacionales “que viven de la especulación, pues sus bolsillos son abismos insondables”. En consecuencia, invita al presidente de la época a reconocer que Chile “está enfermo y [que] necesita depurarlo”.29 Esta visión moral de los males de época, que vuelve legitima la depuración del cuerpo social, constituye un fondo cultural que invisibiliza las prácticas sociales homicidas que se avecinan.30 Pese a las masacres obreras de 1890, 1905, 1906 y la de mediados de 1907, los análisis de época del mundo del trabajo no sitúan a la muerte en el centro de sus análisis.31 El no aparecer como un ‘mal mayor’ que deba ‘ser pensado’ –para usar la formula de Enzo Traverso en su crítica a los intelectuales europeos que no percibieron el significado histórico de Auschwitz-Birkenau– quizá obedece, como sugiere Sergio González, al hecho que los propios trabajadores naturalizan las masacres, la represión y la muerte como algo inevitable de su tortuoso recorrido histórico, “como parte de un sacrifico conocido y familiar”.32 Desde esta perspectiva, la muerte constituye, más bien, una vía de redención de los débiles, un acto de liberación por los sufrimientos terrenales. Esta lectura, desde los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia occidental, es decir, desde el salvacionismo judeocristiano, significa interpretar el más allá como una vía de escape ante una historia sin esperanza.33 Posiblemente sea este fondo cultural el que nos ayude explicar porque para los inicios de 1907 algunos estimen “la condición de los muertos, [como] mucho más feliz que la de los vivos”.34 En ese sentido, el despreocupado anuncio con que fue recibido ese año ejemplifica la dificultad que han tenido los defensores del iluminismo para visualizar el lado trágico que los procesos de modernización pueden traer consigo: “Ha hecho su entrada triunfal el año 1907, el que se ha sido recibido dignamente y despedido el 1906, que quizás este como aquel tal vez no se deslice tan lleno de novedades que haga imperecedera su memoria”.35

Por lo mismo, resulta problemático coincidir con Sergio González el interpretar –desde el mito– la masacre de la Escuela Domingo Santa María “como la culminación de un ritual…”; en el sentido de verla “[como] el lugar de sacrificio, el espacio sacro del martirio, donde el sentimiento fatalista de los vencidos cobijó en sus últimos momentos a aquellos que por un momento también creyeron en la razón…”. Por lo que es posible pensar que:

los obreros pampinos aceptaron derramar su sangre en esa ofrenda colectiva para redimir a la sociedad que les negaba sus justas demandas. En ese sentido fue un holocausto, porque fue un acto de muerte para el beneficio de otros y esos otros eran el futuro. Efectivamente, cien años después les rendimos homenaje a quienes hicieron ese sacrificio que, de un modo u otro, cambió para siempre la ‘cuestión social’ en Chile.36

Un ritual hace referencia a actos sociales recurrentes que actualizan y transmiten valores sociales, es decir, contribuyen a la reproducción o a la cohesión de un grupo. La esencia del ritual es la repetición mecánica de actos formales relativos a un campo de la vida (el matrimonio, la misa, un día conmemorativo, con sus fechas y símbolos), en ese sentido, se entiende que el rito lo que hace es actualizar un relato acerca del origen de las cosas, aunque el significado del mismo cambie con el tiempo.37 Si la bajada de los trabajadores desde el desierto al puerto tiene su origen en los ritos religiosos de la pampa salitrera, habría que explicar el cambio de significado de estos rituales, la transferencia de prácticas religiosas para cumplir otros fines como es la cohesión de un movimiento social con demandas “terrenales” e ilustradas. Ahora bien, si la matanza constituye un rito de muerte, un rito sacrificial –como se desprende la argumentación de Sergio González– ¿cuál es el mito de muerte o de origen de la muerte el que este aparente acto ritual hace referencia?, ¿cuál es el relato fundacional o mítico que los hace participar conjuntamente a víctimas y victimarios en este acto de muerte? Para que esta argumentación cobre sentido ambos tienen que participar del mismo relato, que los haga aceptar su parte en este drama, en esta misa en escena que va a involucrar el fin y la desaparición de uno de los actores. En cristología pura, Jesús –en Getsemaní– llora lágrimas de sangre ante la perspectiva de morir en la cruz, en una agonía atroz, pero acepta al final su papel y su muerte. Si entre victimarios y víctimas no existe este relato unificador y aceptado libremente por ambos, apelar a la hipótesis o la figura literaria del rito y de la participación en el rito constituye, entonces, una metáfora que no hace más que liberar al victimario de toda responsabilidad en los hechos perpetrados, tesis a la que González parecería –sin darse cuenta– adherir.38Por lo tanto, señalar que los obreros aceptaron derramar su sangre “para redimir a la sociedad que les negaba sus justas demandas” no solo sería admitir, como señalaba Albert Camus en relación con el suicidio, “que la vida nos supera o que no la entendemos”, sino también aceptar una consigna propia y megalómana del poder a lo largo de la historia: que los sacrificios de hoy tendrán su recompensa mañana, y ese mañana no solo redime al que se sacrifica sino también al que lo solicita.39

Ofrendarse en sacrifico supone una intencionalidad. Si ello fuera así, el rito de muerte que significaría la matanza en la escuela localizada en la plaza Manuel Montt no debiera constituir un hito que cause sorpresa, dolor y horror en víctimas y testigos. Por lo mismo, en Iquique no hubo ningún rito que condujera a la autoinmolación de los trabajadores, estos no bajaron al puerto para ofrecer su vida sino para exigir el derecho a una mejor vida. Ciertamente la defensa de este deseo, y la creencia de que la razón estaba de su lado, encarnan la emergencia de un imaginario de modernidad que hizo del derecho a la vida la antítesis de todo “sentimiento fatalista” en el asalariado nortino. Es la aparición de este imaginario de cambios lo que imposibilitará, paradójicamente, mensurar y tomar conciencia del cambio histórico en el significado de la muerte, el dolor y horror que emergerán.

En su libro, Morir en Occidente, Philippe Ariès señala que el principal problema de la sociedad contemporánea es su intento de “huir de la muerte”. Síntoma de esta “tentación de occidente” es el hecho que la mujer y el hombre modernos han perdido el carácter “advertido”, familiar y cercano que tenía este acto final en las sociedades tradicionales (es decir, por la existencia de signos anunciadores que le permitían al moribundo “organizar” su propia ceremonia mortuoria). Desde esta perspectiva, la muerte era una forma colectiva de aceptar el destino, por lo mismo despoja de dramatismo y emociones excesivas a este momento solemne. No había juicio ni condena. A esta actitud Ariès la denomina “muerte domesticada”.

La evolución del cristianismo contribuyó notablemente a modificar estas percepciones. La centralidad que cobra el juicio para cada individuo, expresa la necesidad de realizar un balance de la vida. Por lo mismo, nadie conoce su destino. La estrecha relación entre muerte y biografía posibilita que la incertidumbre se apodere del creyente en la medida que la salvación no está garantizada. Esta actitud implica una metamorfosis notable hacia con la defunción, ahora se le teme si se fracasa en la vida. En ese sentido, la muerte deviene en un hecho paradójico: “[es el] sitio donde el hombre adquiere mayor conciencia de sí mismo”.40La “muerte propia”, como este autor denomina a esta segunda actitud, habría conducido a una reacción cultural que la niega, en la medida que los hombres buscan escapar de ella.

La muerte es considerada cada vez más como una trasgresión que arranca al hombre de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo monótono, para someterlo a un paroxismo y arrojarlo así a un mundo irracional, violento y cruel […] la sola idea de la muerte conmueve”. 41

Esta expresión de dolor es resultado de una novedosa intolerancia hacia con la defunción que emerge en el siglo xix; sobre todo si es inesperada, súbita o repentina. El no saber que se va a morir, el no cifrar “las señales” o que se le oculte la muerte al individuo, priva a la mujer o al hombre de procesar su propio final. En ese sentido, la “muerte del otro” se teme por que se ha hecho “espantosa” y “obsesiva”.42

Esta ruptura antropológica se hace más evidente con los cambios sociales provocados por la industrialización, la urbanización y la racionalización, donde la secularización de la sociedad ha devenido que el individuo por si mismo es incapaz de sentir la proximidad de la muerte. Su negación es resultado de un sentimiento característico de la modernidad: “evitar el malestar y la emoción intensa o insostenible provocados por la agonía y la irrupción de la muerte en medio de la felicidad de la vida”. Prohibirla o negarla en pro de preservar la felicidad conduce a otro hecho paradójico: en la medida que la sociedad la niega se eleva el umbral de dolor que puede existir hacia con ella. En consecuencia “[el] hombre moderno al no verla con suficiente frecuencia y cercanía […] la ha olvidado: se ha vuelto salvaje”.43

Escapar a la muerte, negar a la muerte, no anticiparla o no saber procesarla, constituyen algunos parámetros que pueden ayudar a explicar y dimensionar por que la Escuela Domingo Santa María constituye uno de los hitos que inaugura una nueva época sobre la naturaleza del dolor y el horror en el Chile contemporáneo. En este sentido, y de manera inversa a lo planteado por Sergio González –para quien es clave enfocar los análisis en el rito que constituyó la bajada desde la pampa salitrera de los trabajadores para enfrentar la muerte– aquí interesa rescatar ese momento posterior a la matanza, ese regreso silencioso de los trabajadores a sus respectivas salitreras el cual constituye un pausa en su lucha laboral. Elías Lafferte en sus memorias recordaba:

[De regreso] muchos iban aterrorizados por la visión de la tarde anterior: las ametralladoras matando indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños; los montones de cadáveres, la horrible falta de piedad con que se había liquidado a dos mil pampinos por el terrible delito de pedir justicia... Entre las filas de fusiles parecían hombres abatidos por la desgracia, que tardarían mucho tiempo en erguirse de nuevo…44

Si el instante de la muerte deviene en un acto de toma de conciencia final, lo que emerge del testimonio señalado es la capacidad de captar un rasgo propio y trágico de la modernidad: el mal del sinsentido. En este caso, surgido del deseo paradójico de escapar al destino el mal del sin sentido encarna aquella absurda lógica que asesina o deslegitima lo que el sentido común considera una razón justa para luchar y vivir.45 Precisamente, la certeza que tenían los salitreros en la justeza de sus demandas, la confianza que profesaban en la fuerza de la razón y –pese a los sinsabores– el optimismo con el cual comenzaron a encarar la lucha y la vida en el desierto, es en donde se ancla la dimensión trágica, irracional, ilógica, absurda que la matanza tuvo para los huelguistas. La agreste pampa no sólo había entregado alienación, dolor, explotación y muerte, también había posibilitado alegrías, amistades, amores, creatividad, cultura, pertenencia y solidaridad a las obreras y obreros. Esta intensa dimensión subjetiva que caracterizaba (y caracteriza) a la vida en la pampa salitrera, la encontramos retratada en la novela Santa María de la Flores Negras. Para su autor, Hernán Rivera Letelier, el horror y dolor de los trabajadores sólo puede ser comprendido si se asume el carácter vital, intenso y esperanzador que la huelga adquirió para las mujeres y hombres de Tarapacá. Marcada por diversas expresiones de la vida cotidiana (las amistades tejidas, los amores surgidos, los cortejos realizados, los conflictos suscitados), la huelga –con su marcha– se erigió en un teatro de ilusión que avizoró “el advenimiento de días más justos” para los obreros de las oficinas salitreras, tal como pensaba el barretero Domingo Domínguez protagonista de la novela.

Si la fe en la razón había otorgado sentido y proyección histórica al dolor cotidiano (en tanto razón redentoria), la dimensión vital y masiva que caracterizó a la huelga de 1907 abrió el imaginario de que era posible alcanzar condiciones de vida más humanas en el desierto salitrero. Por lo mismo, es posible especular que el sinsentido de la matanza para los obreros radicaría en la distancia que se abrió entre los imaginarios, los deseos y la razón que los movían y la irracionalidad ética que la realidad escondía. Castigados por tener la razón, esta parece ser la contradicción vital que atemoriza, desorienta y paraliza a la victima de la violencia estatal: “[querían] vivir y solo encontraron la muerte ¿Cuál fue su delito? Rebelarse contra el hambre”.46 Inscrita en esta temprana lamentación observamos aquel leitmotiv que el existencialismo detectó como un rasgo propio de la sociedad actual: que la verdad es contraria a la moral.47 Producto del desconcierto ante lo ininteligible (el horror por la matanza), el sufrimiento intenso (el dolor por los muertos) y la sinrazón moral (la irracionalidad ética) el mal del sinsentido aparece ahí donde el dolor, el sufrimiento y la muerte ya no devienen –como en el pasado– en certidumbre, sabiduría o salvación. En tanto mal radical de la sociedad contemporánea, este se consagra bajo la imagen de la parálisis, el miedo o la degradación social.48

Justamente la naturaleza violenta de la resolución de la huelga de 1907, constituyó un doloroso despertar sobre el abismo persistente entre la conciencia adquirida y la precariedad de la vida; de suerte que la ininteligibilidad hacia con la muerte y el dolor aparecidos condujo a los trabajadores –en su marcha de regreso– a experimentar un extremo sentimiento de desamparo, impotencia y miedo. En este sentido, la muerte violenta, incomprensible y repentina (“con tanta desconocida barbarie” como señaló un articulista)49 dejó de manifiesto la real consistencia que tenían como sujetos, es decir “[la] disociación intima entre su existencia y su esencia o concepto”.50

En consecuencia, comprender la tragedia de los trabajadores exige pensar la distancia que tejieron entre la conciencia adquirida y la realidad vivida, entre la moral que profesaban y la verdad que imperaba, entre el futuro deseado y el pasado que buscaba ser olvidado. Es esta distancia cognitiva explica en parte que no fueran capaces de anticipar el complejo y difícil universo social que los procesos de modernización traen consigo. Si se asume que tenían una fe ciega en la fuerza de la razón y de las instituciones, esta matriz constata el predominio ideológico de una convicción iluminista que cree que fortaleciendo las reglas sociales es posible obtener –como pensaba Norbert Elias– un impulso humanizador o racionalizador de la organización social. Zygmunt Bauman, quien ha estudiado pertinentemente esta problemática, ha señalado que la extendida creencia iluminista que a mayor reglas sociales efectivas son mayores las restricciones morales ‘al salvajismo innato del hombre’, constituye una barrera que impide observar la doble cara que caracteriza al proceso civilizatorio: que el mayor triunfo de la sociedad indus-trial (o en un periférico proceso de industrialización o modernización como en el caso de Chile) está dado por su capacidad de consumar la vida misma.51 Esta postura dominante, quizá, explica porque la masacre haya sido vista como resultado “[de ausencia de] destello de civilización y progreso”52 o como la pervivencia en el cuerpo social de “sentimientos y costumbres” antiguos como pensaba Luís Emilio Recabarren;53 es decir, por la ausencia de modernidad o por una falla de la misma, y no como una practica social homicida latente a los nuevos imaginarios políticos y sociales que ella trae consigo.54 El predominio de esta matriz ideológica queda patente en la interpretación que realizara un articulista sobre el sentido histórico de la matanza de 1907, para quien el 21 de diciembre “[constituye] una regresión histórica… [por lo que la república] hoy va precipitadamente a la monarquía, mañana en una gran hacienda”.55

La incomprensión por parte de los testigos y víctimas sobrevivientes de lo sucedido ese 21 de diciembre, expresa la emergencia de un universo donde las palabras no son suficientes para representar el horror o la muerte acaecidos. Por lo mismo, no deja de sorprender que la memoria oral o escrita de aquellos que fueron testigos de la masacre fuera, a la larga, fragmentaria y limitada. La imagen de hombres, mujeres y niños tristes, silenciosos y carentes de rostros que se desprenden de las palabras de Elías Lafferte, constituye ‘un regreso sin gloria’ que sintetiza esa experiencia antropológica trazada por un desgarro interior imposible de comunicar. Acribillados por la tecnología militar, los obreros fueron lanzados a lo más hondo del género humano cuando las balas del ejército chileno los transformaron de fuerza laboral movilizada en simple materia prima susceptible de ser desechada. Experiencia antropotécnica que deja de manifiesto aquella asincronía que Walter Benjamin percibiera con el incontenible progreso material del mundo moderno, caracterizada por un peligroso desajuste entre desarrollo científico y desarrollo moral.56

El horror, el dolor y la muerte constituyen una experiencia antropológica. Marcado por un rompimiento interno que enmudece el habla, que acrecienta la desmemoria y eclipsa todo sentido sobre la vida, la demolición de la subjetividad que la violencia modeladora es capaz de implementar, constituye una expresión de la sociabilidad epocal que cosifica y desvaloriza al hombre, al punto que vuelve difuso el soñar en un futuro deseable. Esta discontinuidad en el horizonte temporal de la víctima superviviente, expresa toda una fractura cultural, en la medida que desorientada y paralizada por los efectos de la coacción, “…abatidos por la desgracia”, la decepción ante la vida mata todo deseo de vivir. No extraña, entonces, que el despojo de la identidad y la anulación de la voluntad a través del dolor y el terror favorezcan la obediencia de los cuerpos, la sumisión del alma o el olvido deseable en la medida que contiene un efecto liberador (Martín Hopenhayn); al tiempo que sujeta a los hombres a la imagen de un destino inevitable transformando a cada trabajador en mera materia de combustión para el progreso (Reyes Mate). Caracterizada por la anulación de la individualidad de algunos, la indiferencia moral en otros o el miedo que paraliza a muchas personas, Santa María de Iquique encarna la emergencia de ese laboratorio estatal de la violencia contemporánea, que convierte a una topografía urbana en símbolo de un horror organizado y espacio social donde la muerte violenta, el dolor intenso y la sinrazón moral también son sinónimo de modernidad.

Periódicos consultados
[Civilización burguesa, 1906]
Civilización burguesa.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 27 (1906),
[Se siente el malestar, 1907]
Se siente el malestar.
El Pueblo Obrero, Iquique, martes, 64 (1907),
[Los señores feudales, 1907]
Los señores feudales.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 149 (1907),
[Carta abierta, 1907]
Carta abierta.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 140 (1907),
[Al borde del abismo, 1907]
Al borde del abismo….
El Pueblo Obrero, Iquique, martes, 166 (1907),
[El mal social y el modo de regenerarse, 1907]
El mal social y el modo de regenerarse.
El Pueblo Obrero, Iquique, martes, 30 (1907),
[Crónica, 1907]
Crónica.
El Pueblo Obrero, Iquique, martes, 30 (1907),
[In memorian, 1908]
In memorian.
El Pueblo Obrero, Iquique, lunes, 317 (1908),
[Oríjen de nuestros males, 1908]
Oríjen de nuestros males.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 179 (1908),
[La Sanción, 1908]
La Sanción.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 174 (1908),
[Discurso, 1908]
Discurso.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 319 (1908),
[Sin justificación, 1908]
Sin justificación.
El Pueblo Obrero, Iquique, sábado, 174 (1908),
[Luctuosa hecatombe, 1909]
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(1908) “La Sanción”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 11 de enero, año II, núm. 174. También citado por Pablo Artaza, (1998), “El impacto de la matanza de Santa María de Iquique. Conciencia de clase, política popular y movimiento social en Tarapacá”. Cuadernos de Historia, Santiago, núm. 18, diciembre.

Sobre la visión del genocidio como movimiento de ‘descivilización’, véase Norbert, Elías (1999), Los alemanes, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luís Mora, México.

La referencia a ríos de sangre es un tópico común en diversos testimonios. El uso de esta metáfora por sí sola es indicativa del impacto visual que dejó en la sociedad iquiqueña la sangre derramada que escurrió por la Escuela y en la plaza Manuel Montt.

Sofsky, Wolfgang (2004), Tiempos de horror. Amok, violencia, guerra, Siglo xxi Editores, Madrid.

Sergio González, op cit, p. 160.

Salazar, Gabriel, (2007) “Las fuerzas armadas han asumido siempre al movimiento popular como un enemigo interno”, Patrimonio Cultural, núm. 45, año xii, dibam, Santiago.

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Moulian, Tomás (1997), Chile actual. Anatomía de un mito. lom, Santiago, p. 151-158. Las dificultades para tender puentes conceptuales y analogías históricas queda de manifiesto a la hora de explicar la traumática experiencia social y política que significó el golpe militar de 1973 y su secuela de horror y martirio para miles de ciudadanos. Los informes sobre la Verdad y la Reconciliación en Chile (Comisión Rettig: 1991 y Comisión Valech: 2004), constituyen un ejercicio importante en orientar el debate académico y político en ese sentido. El Manifiesto de Historiadores de 1999 expresa una mirada sobre las causas que posibilitaron la crueldad y el horror acaecidos con la dictadura militar. Sin embargo, a la hora de examinar los acontecimientos que han marcado profundamente la historia y el imaginario social, ni los Informes sobre la Verdad, ni el Manifiesto de Historiadores, interactúan con el debate filosófico e historiográfico europeo y estadounidenses con el cual se ha analizado el sentido trágico del siglo xx.

Walter Benjamin escribía –en su más celebre tesis sobre la historia– que el elemento distintivo de la cultura moderna era su inevitable crisis. Su interpretación del cuadro de Paul Klee: el Angelus Novus, le permitió sentenciar que la sociedad contemporánea se caracterizaba por un alocado proceso social hacia la búsqueda del progreso. Larga y acumulativa cadena de acontecimientos que conducen inevitablemente hacia una catástrofe única. Esta imagen alegórica de la modernidad –como huracán incontenible que barre perpetuamente con toda creación social– prefiguraba la carrera vertiginosa de la racionalidad instrumental hacia un único destino posible: la caída hacia el abismo por parte de la humanidad. Para una lectura sobre esta temática, léase Reyes Mat (2006), Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamín, sobre el concepto de la historia, Editorial Trotta, Madrid.

Ibid, p. 113.

En opinión de Guillermo Guajardo (2003): “una historiografía poco propensa a las teorías y analogías, a las comparaciones y a los procesos internacionales”, en “Chile: El olvido oficial de un holocausto periférico”, ponencia presentada en el 51° Congreso Internacional de Americanistas, Santiago de Chile. No obstante, entre 1997 (fecha en que se celebró el 1° Encuentro de Historiadores a noventa años de la matanza de Santa María de Iquique) y el 2007 (cuando se llevó a cabo el 2° Encuentro), se percibe un cambio en la historiografía chilena. Varios de los trabajos presentados en este último evento y publicados en el libro A cien años de la masacre de Santa María de Iquique, establecen puentes conceptuales con autores que han estudiado los problemas civilizatorios desde otras experiencias y realidades geográficas.

(1909), “Luctuosa hecatombe”, en El Pueblo Obrero, martes 21 de diciembre, año iv, núm. 467.

“No se encuentran palabras bastante fuertes, para condenar debidamente, tan gran crimen autoritario. El diccionario se agota y nos queda en el fondo del corazón ese rujido (sic) sordo, que produce la más profunda indignación”. (1908), “In memorian”, El Pueblo Obrero, Iquique, lunes 21 de diciembre, año iii, núm. 317.

(1906), “Civilización burguesa”, en El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 22 de diciembre, año I, núm. 27.

Sofsky, Wolfgang (2006), Tratado sobre la violencia, Abada Editores, Madrid, pp. 5-23.

(1907), “Se siente el malestar”, El Pueblo Obrero, Iquique, martes 26 de marzo, año I, núm. 64,

(1908), “Origen de nuestros males”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 8 de febrero, año ii, núm. 179.

(1907), “Los señores feudales”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 19 de octubre, año ii, núm. 149.

(1907), “Carta abierta”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 28 de septiembre, año I, núm. 140.

(1907), Al borde del abismo…”, El Pueblo Obrero, Iquique, martes 10 de diciembre, año ii, núm. 166.

En relación con este tema para América latina, léase Feierstein, Daniel, (2007), El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia Argentina,fce, Buenos Aires.

Esta tensión propia del mundo intelectual ha sido hermosamente trabajada por Traverso, Enzo (2001) La historia desgarrada. Auschwitz y los intelectuales, Herder, Barcelona.

González, Sergio, op. cit, pp. 26 y 27. En su prólogo al libro A cien años de la masacre de Santa María de Iquique, el autor refrenda la naturaleza inmoladora que habría tenido la acción de los trabajadores movilizados. Cito: “El sacrificio puede ser pensado como el acto de morir en la plaza Montt o dentro de la escuela, pero ese acto fue realizado desde el momento que los pampinos dejaron sus hogares e iniciaron la gran marcha en busca del puerto de Iquique, sin conocerlo ni saber que les esperaba. Cruzar el desierto, sobre carros planos o caminando, no es una decisión exenta de esperanza, misión y destino”. Pablo Artaza, Sergio González y Susana Jiles, op. cit, p. 10, 11. Cursivas son mías. El título del libro de Eduardo Devés: Los que van a morir te saludan. Historia de una masacre: La escuela Santa María de Iquique también enuncia el carácter sacrificial de los trabajadores. Extraída de la conocida frase en latín de Suetonio: morituri te salutan, y atribuida comúnmente a los gladiadores romanos, al parecer fue vertida por criminales condenados a muertes durante las naumaquias, combates navales simulados en grandes piscinas y anfiteatros que servían de espectáculo de entretención para los habitantes del imperio.

Sobre esta temática, léase Löwith, Karl (2007), Historia del mundo y salvación, Katz Editores, Buenos Aires. Publicado originalmente con el título de Meaning in history (El sentido de la historia, 1949).

(1907), “El mal social y el modo de regenerarse”, El Pueblo Obrero, Iquique, martes 1 de enero, año I, núm. 30.

(1907), “Crónica, 1907”, El Pueblo Obrero, Iquique, martes 1 de enero, año I, núm. 30.

González, Sergio, op. cit., pp. 22, 26 y 27. Las cursivas son mías.

Cazeneuve, Jean (1971), Sociología del rito, Amorrortu, Argentina.

En la tradición judeocristiana ofrendar sangre en holocausto constituye una plegaria para aplacar la ira de Dios. Tal fue la intensión de Noé después que las aguas bajaron tras el diluvio, cuando el primero entró en cólera por la corrupción en la que había caído la humanidad. El objetivo para el constructor del arca fue alcanzar una nueva alianza –un nuevo pacto– que posibilitara a los hombres ver restituida la gracia de Yahvé perdida con el pecado original. Por consiguiente, un holocausto constituye un acto que tiene por propósito expiar la culpa de la sociedad por los propios pecados cometidos. Culpa que se purga con la muerte de algún animal, para comprar –con el aroma de la sangre– perpetuamente la misericordia de Dios (Yahvé sabe que el corazón del hombre sigue siendo malo, por ello no habría posibilidad de redención). En consecuencia, el único que tiene poder de disponer de la vida y la muerte es el creador de la humanidad, de ahí que la sangre ofrecida en holocausto en ningún caso implica ofrendar la propia y menos la del prójimo. Dios prohibió terminantemente derramar la sangre humana so pena “[de quien] vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida” Génesis 9, 1-17, (1998), Biblia de Jerusalén, Besclée De Brouwer, Bilbao.

Ocaña, Enrique (1997), Sobre el dolor, Pre-textos, Valencia, p.78.

Ariès, Philippe (2007), Morir en Occidente. Desde la edad media hasta nuestros días, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, p. 47.

Idem.

Ibid., pp. 54-56.

Ibid., p. 258.

Lafferte, Elías (1971), Vidas Ilustres. Vida de un comunista (páginas autobiográficas), Empresa Editora Austral, Santiago, p. 62.

Ocaña, Enrique, op. cit., p.78.

(1908), “Discurso”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 26 de diciembre, año ii, núm. 319.

La obra Franz Kafka galvaniza esta problemática moderna. Para un hermoso acercamiento a la misma léase Camus, Albert (1999), “La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka”, en El mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid.

Ocaña, Enrique, op. cit. p. 44.

(1908), “Sin justificación”, El Pueblo Obrero, Iquique, sábado 11 de enero, año II, núm. 174

Ocaña, Enrique, op. cit., pp. 111-112.

Bauman, Zygmunt (2006), Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, pp. 21-33.

Sin justificación”, op. cit.

Luís Emilio Recabarren (1908), “La barbarie burguesa en acción. Militares asesinos que confiesan sus crímenes, Las víctimas. La actitud del pueblo indignado”. La voz del obrero, Talca, 11 y 13 de enero de 1908. En Devés, Eduardo y Ximena Cruzat (1986), Recabarren. Escritos de prensa, Tomo 2: 1906-1913, Editorial Nuestra América y Terranova Editores, Santiago, pp. 44-48.

Paradójico es observar como en los protagonistas de 1907 existe, hasta cierto punto, una convergencia en los fundamentos que motivaron finalmente la masacre: mientras que para unos ella sería resultado del mal funcionamiento del proceso civilizador, para otros la movilización obrera expresaba la pérdida de respeto al orden social dominante. En este sentido, en ambos existe la convicción que la matanza es resultado de un mal funcionamiento en el cuerpo social.

Sin justificación”, op. cit.

Mate, Reyes (2003), Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Editorial Trotta, Madrid.

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