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Páginas 99-120 (enero - abril 2014)
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Epistemología Social y democracia deliberativa
Social Epistemology and deliberative democracy
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Adriana Murguía Lores
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Resumen

Con el objetivo de reflexionar en torno a temáticas centrales para la Epistemología Social derivadas de la tensión que existe en las sociedades contemporáneas entre la desigual distribución del conocimiento y el reclamo democrático de equidad, el texto delinea cómo han descrito los autores que defienden la democracia deliberativa sus características y virtudes epistémicas. Después se exponen las objeciones que han elaborado sus críticos relacionadas con la ignorancia pública, así como los problemas derivados de las inequidades deliberativas y las injusticias epistémicas, para finalmente plantear que si bien reconocer y abordar los obstáculos que suponen estas últimas para la democracia, eliminarlas no implica afirmar que todos los ciudadanos debieran tener igual influencia en la deliberación y la toma de decisiones.

Palabras clave:
Epistemología Social
democracia deliberative
injusticias epistémicas
Abstract

Contemporary societies face tensions related with the unequal distribution of knowledge and simultaneous demands for democratic equality that are central to Social Epistemology´s inquiry. This article describes how the defenders of deliberative democracy explain their characteristics and epistemological virtues; the objections placed by their critics related to public igno- rance, and describes issues related to deliberative inequalities and epistemic injustices. It finally proposes that tackling democracy´s epistemic obstacles does not entail that all citizens should have equal influence in deliberations and decisions.

Key words:
Social Epistemology
deliberative democracy
epistemic injustice
Texto completo
Introducción

Entre las diversas direcciones en las que se ha movido la reflexión en el campo de la Epistemología Social se encuentra la investigación sobre las dimensiones epistémicas de la democracia. Esta indagación se localiza en el contexto de lo que Alvin Goldman denomina la expansión de la epistemología tradicional, porque la preocupación central de ésta, tal como la define Goldman, i.e. la evaluación epistémica de los procesos de decisión doxástica, no desaparece –como sí lo hace en algunos programas de sociología del conocimiento y de la ciencia, e inclusive en algunas propuestas de naturalización de la epistemología–, sino que se amplía al análisis de agentes y procesos colectivos e instituciones.1

En ese sentido, la investigación sobre la democracia y su relación con las preocupaciones de la Epistemología Social parte de la tesis de que los procesos e instituciones en los que se producen intercambios públicos de argumentos tienen un potencial para “rastrear la verdad” que convierte a las versiones deliberativas de la democracia en mejores modelos para la toma de decisiones en sociedades complejas y plurales, porque la deliberación tiene la capacidad –modesta, pero real, a decir de David Estlund– de elevar su calidad.

De las muchas aristas que tiene esta discusión –que en las últimas tres décadas se ha complejizado enormemente, dado el amplio interés que ha suscitado en la filosofía y teoría políticas– este trabajo se centra en una tensión evidente que enfrentan las democracias contemporáneas: Por un lado, la autoridad epistémica que detentan diferentes actores sociales es, evidentemente, muy desigual debido a factores como la experticia y la influencia (entre los más evidentes). Al mismo tiempo, se mantiene la pretensión de otorgarle a todos los miembros de la sociedad igualdad de oportunidades para expresar su voz, articular sus demandas y, por tanto, incidir en los diversos foros en los que actualmente se llevan a cabo procesos deliberativos, y en última instancia, participar en las decisiones que los afectan. De esta tensión surge una pregunta central para la Epistemología Social: ¿Cómo aprovechar la división del trabajo epistémico que caracteriza a las sociedades contemporáneas sin negar el principio fundamental de la equidad democrática? La respuesta que resulta más evidente es: Reconociendo la aportación (epistémica) de todos los ciudadanos. En palabras de Fernando Broncano:

…la democracia, pensada como una distribución de voces y una distribución de capacidades replantea el problema de los expertos… en la democracia todos son expertos. Todos somos expertos. Podría pensarse que esta es una respuesta protagórica, feyerabendiana, relativista radical que resuelve el problema de la autoridad en una suerte de acracia epistémica y o técnica. Pero no es así. El demos se constituye en algo más que una masa cuando se reconoce a sí mismo como una distribución de voces y capacidades. Pero esto es otra forma de decir que se constituye cuando se instaura un principio en el que los ciudadanos se deben unos a otros autoridad, por el hecho de ser ciudadanos y pertenecer al demos.2

Efectivamente, en las sociedades complejas que muestran una intensa división de trabajo epistémico se produce la distribución de voces y capacidades a la que se refiere Broncano. Sin embargo, de ahí a afirmar que todos somos expertos queda un gran trecho. En primer lugar, porque el rol de experto constituye una atribución social en la intervienen factores muy diversos que no necesariamente reflejan el conocimiento que efectivamente poseen los actores (puede no reconocérseles o, como ha analizado la sociología de la ciencia, atribuírseles más del que poseen). En ese sentido es que para la Epistemología Social la experticia se aborda como una relación social, y al hacerlo así, se abre la posibilidad de investigar diversas fuentes de inequidad.

Además, habría que reconocer que no todo conocimiento (independientemente de su nivel de experticia) resulta pertinente para la discusión pública: Qué conocimiento resulta importante para la discusión y resolución de problemas político-sociales específicos y quién cuenta con él constituye por tanto un problema empírico que ha analizado ampliamente los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. Si bien éstos han mostrado que la experticia no se limita a aquellos individuos o grupos que cuentan con conocimiento certificado –y en ese sentido resulta importante reconocer a todos los grupos socialmente relevantes para el caso– el problema de hasta dónde resulta razonable (en el sentido de que resultaría en una ganancia epistémica) extender la participación no se resuelve mediante la participación irrestricta.

Finalmente, si no reconocemos el hecho de que las sociedades contemporáneas, profundamente desiguales y excluyentes, no posibilitan un equitativo desarrollo de las capacidades epistémicas de sus miembros, se omite el hecho de que la distribución de las capacidades requeridas para participar efectivamente en la deliberación también es muy desigual.

Siendo así, y con el objetivo de reflexionar en torno a problemas derivados de la tensión entre la desigual distribución del conocimiento y el reclamo democrático de equidad, el texto tiene la siguiente estructura: Primero, delineo cómo han descrito los autores que defienden la democracia deliberativa sus características y virtudes epistémicas; después, expongo las objeciones que han elaborado sus críticos relacionadas con la ignorancia pública, así como las problemáticas relacionadas con las inequidades deliberativas y las injusticias epistémicas, para finalmente plantear que si bien reconocer y abordar los obstáculos que suponen estas últimas para la democracia, eliminarlas no implica afirmar que todos los ciudadanos debieran tener igual influencia en la deliberación.

Virtudes epistémicas de la democracia deliberativa

A decir de sus defensores, lo que convierte a la democracia deliberativa en un mejor modelo frente a modelos alternativos (como los agregativos, que tan sólo exigen dar la misma consideración a las preferencias expresadas en los procesos decisorios), es su mayor capacidad para llegar a resoluciones no sólo procedimentalmente justas, sino también correctas. Esto implica que el éxito de las instituciones y procesos democráticos se evalúa no sólo en base a criterios internos a los procedimientos, sino también en base a criterios externos de corrección. Tal como lo plantea Elizabeth Anderson:

Si decidimos que un problema como la contaminación del aire requiere de acciones conjuntas bajo la ley... juzgaremos el éxito de las instituciones democráticas de acuerdo con criterios que son (parcialmente) externos al proceso de toma de decisiones: ¿las leyes promulgadas efectivamente reducen la contaminación a niveles aceptables con costos también aceptables? La popularidad ex ante de la ley –su aprobación por la mayoría– puede legitimar dicha promulgación. Pero eso no asegura que la ley sera exitosa. Si la ley es eficaz en la solución del problema para la que fue concebida depende de sus consecuencias externas y no –o no solamente– de la justicia del procedimiento mediante el que fue promulgada.3

De manera que la democracia deliberativa amplía los requerimientos para la legitimidad de las decisiones. A la corrección del procedimiento (en términos de inclusión, libertad, reciprocidad) se suma el requisito de la justificación pública de las resoluciones. Si la legitimidad constituye el núcleo normativo de la democracia, la deliberación libre entre iguales se convierte en su fundamento. La democracia deliberativa entonces, en la caracterización de Joshua Cohen, se distingue por cinco rasgos:

  • D1.

    Es una asociación en marcha e independiente, cuyos miembros confían en que perdure durante un futuro indefinido.

  • D2.

    Los miembros comparten (y es de común conocimiento que comparten) la concepción de que los términos apropiados de la asociación ofrecen un marco para, o son resultado de, su deliberación.

  • D3.

    Una democracia deliberativa es una asociación pluralista. Los miembros difieren respecto de las preferencias, convicciones e ideales vinculados a la conducción de sus vidas. Aunque comparten un compromiso con la resolución deliberativa de los problemas de elección colectiva, tienen fines divergentes.

  • D4.

    Dado que los miembros de una asociación democrática consideran los procedimientos deliberativos como la fuente de la legitimidad, es importante para ellos que los términos de su asociación no sólo sean resultado de sus deliberaciones, sino también que se presenten como tales.

  • D5.

    Los miembros se reconocen mutuamente con capacidades deliberativas, es decir, las capacidades que se requieren para entrar en el intercambio público de razones para actuar según el resultado de dicho razonamiento público.4

Ahora bien, si éstos son los rasgos del modelo de democracia deliberativa, las características que deberían de tener los procesos de toma de decisiones en ésta se distinguen por contener elementos epistémicos:

  • 1.

    Debe existir un criterio de corrección que permita evaluar las decisiones. Este criterio debe de cumplir las condiciones de ser intersubjetivo e independiente de los procedimientos, y estas condiciones definen el proceso de deliberación mismo.

  • 2.

    Se parte de concepción cognitiva de las decisiones, en el sentido de que éstas expresan creencias sobre cuáles son los cursos de acción más adecuados y no sólo preferencias particulares –que implicaría, por el contrario, una concepción doxástica de las mismas–. Las resoluciones constituyen, por tanto, expresión de juicios. Las preferencias (centrales para la teoría de la acción racional) no se consideran razones a considerar en las deliberaciones. En ese sentido, se considera que el comportamiento en el mercado (en el que las preferencias constituyen principios de acción racionales) y en la políticano son equiparables. Esto a contracorriente de influyentes teorías de la decisión.

  • 3.

    Se sostiene una concepción sobre la toma de decisiones como procesos de ajuste de creencias que requieren que los individuos realicen dichos ajustes tanto a lo largo del curso de las deliberaciones mismas (a la luz de las razones y argumentos debatidos), como también en base a la evidencia sobre la corrección de los resultados de las resoluciones. Esta característica permite concebir los procesos deliberativos como procesos diacrónicos de producción de conocimiento colectivo en los que, como pretendía John Dewey en las primeras décadas del siglo XX, se institucionaliza el falibilismo.

La democracia deliberativa pretende, además, eludir tanto el elitismo, porque la deliberación debe ser abierta e inclusiva, como el populismo, porque reconoce que la verdad o corrección de una proposición no dependen del acuerdo de las mayorías. En palabras de Habermas, quien en textos recientes defiende una versión de lo que él mismo y David Estlund caracterizan como procedimentalismo epistémico, en este modelo de democracia deliberativa

…son ante todo las discusiones deliberativas las que justifican la presunción de que a la larga se llegará a resultados más o menos razonables. La formación democrática de la opinión y la voluntad tiene una dimensión epistémica porque en ella también está en juego la crítica de las afirmaciones y evaluaciones falsas. Y en esta tarea está implicada toda esfera pública que muestre vitalidad desde el punto de vista discursivo.5

En relación con la esfera pública, que evidentemente resulta central para la democracia deliberativa, la vitalidad discursiva a la que hace referencia Habermas requiere que en este espacio se dé cabida no sólo a los requerimientos del modelo, sino, de manera igualmente importante, a la realidad de las sociedades contemporáneas. En ese sentido es que James Bohman afirma la necesidad de abandonar las demandas de abstracción e imparcialidad de la formulación kantiana que a su juicio siguen guiando en la actualidad las discusiones sobre el espacio público, porque dichas demandas no consideran la diversidad de roles, identidades culturales y la división del trabajo epistémico que caracterizan a las sociedades hoy. En la versión kantiana de publicidad “la ciudadanía requiere adoptar un particular rol y punto de vista que hace abstracción de todas (sus) características contingentes… como los roles sociales e institucionales, los intereses individuales y las identidades religiosas y étnicas particulares”,6 pero esta concepción restringe tan estrictamente el ámbito de lo público, que no resulta consistente ni con la deliberación misma, ni con la complejidad y pluralidad de las sociedades contemporáneas, que requieren una concepción densa de publicidad, como la denomina Bohman.

En la actualidad existe una muy amplia diversidad de foros, instituciones y organizaciones a través de las cuales los ciudadanos buscan representación en relación con dimensiones de su vida que hasta hace muy recientemente habrían sido considerados del ámbito privado o inclusive íntimo (como cuestiones de género, orientación sexual, confesiones religiosas, entre otras) que hoy se reivindican como de interés público y para las que se exige el amparo de derechos y acciones a través de políticas que reconozcan estas particularidades. Esta cambiante definición de lo público, así como la diversidad de foros en los que se debaten los problemas que caen dentro de este ámbito han trastocado las formas de participación: Se ha transitado (o se aspira a hacerlo) del gobierno a la gobernanza; de la representación vía los partidos políticos a una mucho más diversa y fragmentada construida desde los movimientos sociales y la sociedad civil; de las formas tradicionalmente unilaterales de formulación de políticas a la búsqueda (o la exigencia) de colaboración de la ciudadanía, y por supuesto, los “flujos de comunicación indómitos”7 que tienen lugar en los medios de masas han jugado un papel central en estas transformaciones.

De manera que las múltiples modalidades y temas que son actualmente objeto de deliberación pública no sólo permiten que circulen argumentos e información muy diversos, sino que además posibilitan la articulación y expresión de las razones e intereses de individuos y/o grupos; facilitan la detección de errores fácticos y/o lógicos y la crítica, y por ende, favorecen la formación de juicios razonados, y en general, el ejercicio de las virtudes intelectuales8 de los ciudadanos. O por lo menos eso es lo que afirman sus defensores. ¿Pero resiste el ideal político la comparación con los hechos sociales? ¿Puede afirmarse que a pesar de las evidentes dificultades que presentan las sociedades contemporáneas –excluyentes, desiguales, hipermediadas– para la deliberación pública, ésta se acerca al logro de sus objetivos?

Como afirman tanto sus defensores como sus críticos, este modelo político impone a los ciudadanos exigencias muy altas en términos de interés y de habilidades cognitivas, y estos últimos afirman que la gran mayoría de los ciudadanos carecen de ambas. Richard Posner e Ilya Somin –quizá sus críticos más agudos– sostienen que la ignorancia generalizada del público hace prácticamente inviable alcanzar los ideales deliberativos, y éstos, a decir de Somin, constituyen “una quimera que no merece siquiera la atención de una persona seria”.9 Dichos ideales requieren no sólo que los individuos cuenten con el conocimiento fáctico y filosófico relevante para los problemas en cuya discusión participan, sino también que sean capaces de evaluar dicho conocimiento racionalmente, y a su juicio estas expectativas no cazan, ni con la realidad de las democracias contemporáneas, ni con las capacidades cognitivas de sus miembros.

Somin10 afirma que la gran mayoría de los ciudadanos son, ya sea ignorantes racionales o irracionales racionales. La ignorancia racional se refiere –siguiendo los argumentos que expuso por primera vez Anthony Downs en su Teoría económica de la democracia (1957)– al mínimo incentivo que tienen los individuos para adquirir conocimiento que les permita comprender problemas públicos y participar en su discusión, dado que en la inmensa mayoría de los casos parten del supuesto (racional) de que su participación no producirá una diferencia significativa. La irracionalidad racional se refiere a que, aun en los casos en que cuentan con información suficiente sobre algún problema, los individuos tienden –dadas las limitaciones de nuestras capacidades cognitivas– a evaluarla de manera que el autor denomina irracional, es decir, de formas que se alejan mucho de los requerimientos de la argumentación y que son ubicuas en nuestras formas de pensamiento, que se caracterizan por el tratamiento sesgado e incompleto de la información.

Si a estos hechos se suma la elevada cantidad y enorme complejidad de los asuntos que requieren decisiones políticas, así como la diferencia entre la deliberación que se produce en contextos estructurados (tanto los tradicionales de los gobiernos democráticos como las nuevas formas ideadas para ampliar la participación ciudadana, que son en ambos casos a los que acceden tan sólo una minoría), y la inabordable circulación de información que posibilitan los medios masivos de comunicación (poco propicia para el intercambio sostenido de argumentos), el panorama que resulta es francamente desalentador.

Las críticas son muy fuertes y los defensores de la democracia deliberativa tienen que atenderlas si entre sus objetivos destaca acercar la teoría a las realidades de las sociedades contemporáneas.

Frente a la Objeción de la Ignorancia Pública, como denomina Robert Talisse11 de manera abarcadora a las críticas que se dirigen indistintamente a la falta de conocimiento o a nuestras inherentes limitaciones cognitivas, la primera consideración –que apunta a la crítica de más alto nivel de generalidad– es que el innegable hecho de la ignorancia racional (que inclina a los individuos a no adquirir conocimiento pertinente y a no participar en cuestiones de interés público) convive con la igualmente visible participación de los ciudadanos de las democracias contemporáneas en procesos, instituciones y organizaciones muy diversos: Desde las elecciones hasta los movimientos sociales, desde organizaciones de la sociedad civil hasta movilizaciones de protesta, es un hecho que la ignorancia racional –a la que además subyace un principio utilitarista de la acción que no puede darse por sentado– no derrota por principio a la democracia deliberativa. Ignorar el logro de acciones políticas de muy diferente naturaleza que han puesto en la arena pública temas igualmente diversos sería tan parcial como no reconocer el problema de la ignorancia racional. En todo caso, si no se produce una mayor participación puede argumentarse que lo que falla son las instituciones encargadas de construir ciudadanía, y ésta constituye una falta corregible.

En un segundo momento, Talisse afirma la necesidad de distinguir los diferentes estados epistémicos que caen bajo la caracterización de ignorancia, que se usa de manera amplia y ambigua en la literatura sobre el tema. A este respecto, distingue tres tipos de evaluación epistémica que conducen a afirmar la ignorancia de los agentes:

  • 1.

    Ignorancia relacionada con la evaluación de la verdad de las creencias: Un agente epistémico sostienep, perop es falsa.

  • 2.

    Ignorancia relacionada con la justificación de las creencias: Un agente sostienep;p es verdadera pero no por las razones que llevan al agente a sostenerla.

  • 3.

    Ignorancia relacionada con la competencia del agente: Un agente sostienep, y lo hace después de seguir un procedimiento epistémico inapropiado para la formación de creencias o inclusive, el agente continúa sosteniendop frente a evidencia que contradice su creencia.

1 y 2 constituyen tipos de ignorancia (relacionadas con la verdad y la justificación de las creencias) a las que la deliberación democrática –aun en sus versiones más informales– está muy claramente dirigida a aliviar, y en ese sentido, su persistencia no sólo no derrota los ideales del modelo, sino que recomienda la ampliación de diferentes contextos diseñados para promover la deliberación, como de hecho ha venido sucediendo en las democracias más consolidadas (ya sea mediante el diseño de contextos estructurados inclusivos, ya mediante la vigilancia de la pluralidad e independencia de los medios de comunicación).

El tipo 3, en cambio, relacionado con la competencia de los agentes epistémicos, resulta más difícil de tratar. Siendo así, en lo que sigue me voy a centrar en dos problemas que se relacionan precisamente con las competencias de los agentes: las inequidades deliberativas y las injusticias epistémicas.

Inequidades deliberativas e injusticias epistémicas

Una dificultad central para la democracia deliberativa la constituye la inequidad. Los procesos deliberativos deberían de caracterizarse por la simetría entre los participantes. En palabras de Joshua Cohen, “en la deliberación ideal, los participantes son formal y sustantivamente iguales en el sentido de que las reglas que regulan el procedimiento no distinguen entre individuos. Toda persona con capacidades deliberativas goza de un igual estatus en cada etapa del proceso deliberativo”.12 Sin embargo, como resulta por demás evidente, en las sociedades contemporáneas este ideal está lejos de alcanzarse. Aun si los ciudadanos tuvieran las mismas oportunidades para participar en los debates públicos –la igualdad formal a la que se refiere Cohen–, no cuentan con las mismas capacidades para hacerlo, y por tanto, no se cumplen las condiciones que se establecen para el procedimiento.

En esta consideración se centra la crítica de James Bohman a modelos como el habermasiano y el de Cohen mismo (que denomina enfoques epistémicos fuertes) que parten de una situación ideal de habla como criterio independiente de corrección: A su juicio este punto de partida abre una enorme brecha entre la teoría y la vigencia efectiva de los principios postulados, y por ende, estos enfoques resultan los más vulnerables a las críticas dirigidas a la distancia de la democracia deliberativa de la realidad social. En ese sentido es que Bohman propone un modelo basado en capacidades que, mirando más allá de las condiciones formales, problematiza las condiciones sociales y culturales que dan lugar a inequidades deliberativas. Éstas se refieren a la incapacidad de un grupo para articular sus preocupaciones e influenciar los procesos deliberativos debido a su falta de “capacidades públicas”. A decir de Bohman, las inequidades deliberativas deben entenderse no como violaciones a los procedimientos, sino como falta de equidad política.

Aunque esta última de manera evidente se vincula estrechamente con la inequitativa distribución de oportunidades y recursos, se refiere específicamente a la capacidad de individuos y/o grupos para participar en la vida política13 por falta de capacidades epistémicas para la participación en la esfera pública, lo que produce que se conviertan en sujetos de exclusión pública e inclusión política:

Por un lado, los grupos políticamente empobrecidos no pueden evitar la exclusión pública; sólo podrían hacerlo si pudieran iniciar exitosamente la actividad conjunta de la deliberación. Por otro lado, dichos grupos no pueden evitar la inclusión política, dado que constituyen en gran medida los receptores de acuerdos sobre los que no tienen influencia. Dado que no pueden iniciar la deliberación, su silencio es convertido por los participantes más poderosos en consentimiento.14El consentimiento tácito que resulta de la inclusión política tiende, evidentemente, a favorecer de diversas maneras a quienes cuentan con mayores capacidades deliberativas: Posibilita que sean dichos grupos quienes definan los problemas, conduzcan la agenda y ejerzan una mayor influencia, produciendo inequidades y distorsiones comunicativas.15

El planteamiento de Bohman tiene el mérito de llamar la atención sobre formas de exclusión que, a pesar de que evidentemente se relacionan con inequidades distributivas que han sido ampliamente analizadas –y que pueden inclusive considerarse la causa última de la falta de capacidades públicas– se relacionan directamente con los requerimientos epistémicos que se hacen a los agentes en la democracia deliberativa, que están muy lejos de alcanzarse y que explican por qué asegurar condiciones formales para la deliberación resulta insuficiente para cumplir con el requisito de la equidad.

Además de las inequidades deliberativas analizadas por Bohman, las sociedades contemporáneas enfrentan otra clase de injusticas distintivamente epistémicas. Miranda Fricker las define como “injusticias sufridas por alguien específicamente en su capacidad como sujeto de conocimiento”16 y enfatiza la necesidad de distinguirlas de la injusta distribución de bienes epistémicos (como la educación y la información). Fricker distingue dos tipos de injusticia epistémica: la injusticia testimonial y la hermenéutica. Ambas se relacionan con tipos sociales y prácticas de conocimiento socialmente situadas y a su juicio “…nos permiten rastrear algunas de las interdependencias entre poder, razón y autoridad epistémica para revelar las características éticas de nuestras prácticas epistémicas”.17

La injustica testimonial ocurre cuando un prejuicio conduce a un oyente a otorgar un nivel injusto de credibilidad a la palabra de un hablante. Este desnivel puede ser deflacionario, cuando por ejemplo se niega el conocimiento de un grupo social (“los indígenas son ignorantes”) o inflacionario, cuando por ejemplo la autoridad epistémica de un grupo conduce a que no se cuestione su conocimiento (“los expertos certificados son los únicos que tienen conocimiento sobre x”), y en ambos casos refiere a la autoridad epistémica que se le otorga a un grupo social.

La injusticia hermenéutica deviene de un prejuicio identitario estructural que impide a un grupo darle sentido a su experiencia social de manera que ésta pueda ser comprendida colectivamente, como por ejemplo cuando el prejuicio contra los homosexuales obstaculiza a otros grupos la comprensión de su experiencia.

Resulta claro que las injusticias epistémicas que analiza Fricker no sólo van más allá de las condiciones para la deliberación que enfatizan los modelos procedimentales, sino inclusive de las capacidades en las que se centra Bohman. Se trata de inequidades que se originan en prejuicios estructurales asociados a identidades y prácticas sociales y culturales que rebasan los contextos deliberativos porque son producto de procesos de socialización que inculcan, sostienen y reproducen sesgos sobre los que los agentes no necesariamente tienen conciencia, y que les impiden evaluar correctamente el conocimiento y/o los argumentos de individuos o grupos que se convierten entonces en objeto de injusticias epistémicas. Éstas devienen no de la incapacidad deliberativa de un hablante, sino de la valoración inadecuada por parte de un oyente de los méritos epistémicos de su interlocutor, y suponen una gran dificultad para la democracia, porque su origen y persistencia conducen al espacio en el que se encuentran la cultura y la cognición.

Las injusticias epistémicas se relacionan estrechamente con prejuicios y estereotipos, pero estos términos, a diferencia de lo que indica la connotación que han adquirido en el habla cotidiana, no son producto de procesos de pensamiento evitables, sino de mecanismos cognitivos ubicuos, y en gran medida, no intencionales. Ambos tienen la función de heurísticas que permiten “reducir las complejas tareas de evaluación de probabilidades y de predicción de valores a operaciones más simples… que juegan un rol omnipresente en nuestros juicios morales, políticos y legales”.18

En el contexto de las teorías de la cognición que postulan la existencia de dos sistemas de procesamiento de información, la principal diferencia entre los principios heurísticos (sistema II) y la lógica y el razonamiento (sistema I) es su naturaleza no deliberativa (Ritov), es decir, no intencional, intuitiva y no consciente, y su función reside en que brindan reglas generales (p. ej., “el conocimiento de los médicos es confiable”) que permiten responder a situaciones que requieren juicios rápidos.

Aunque por supuesto estas reglas en muchos casos aciertan, en muchos otros no sólo no lo hacen, sino que reproducen e inclusive contribuyen a institucionalizar creencias falsas sobre grupos e identidades sociales que se convierten por esta vía en blanco de discriminación. Si bien los principios heurísticos son mentales, el contenido de prejuicios y estereotipos es cultural. Sin embargo, hacer esta diferencia no autoriza a concluir que los contenidos son fácilmente modificables. En primer lugar, porque hay procesos cognitivos que lo dificultan, como la tendencia a conservar, de entre información novedosa, aquella que confirma creencias previas, o la creación de subtipos que permiten mantener un prejuicio a pesar de evidencia que lo falsea. Y de manera igualmente importante, porque cuando estas generalizaciones se objetivan en representaciones sociales se incorporan a prácticas e instituciones que las reproducen (ya sea explícita o inadvertidamente) y que se enraízan muy profundamente en la sociedad.

Siendo así y a pesar de las evidentes dificultades que enfrenta la posibilidad de erradicar contenidos discriminatorios de prejuicios y estereotipos que impiden evaluar correctamente el conocimiento de individuos o grupos que son blanco de éstos, dichas dificultades tampoco condenan a la democracia deliberativa al fracaso. Si bien los esquemas cognitivos y los procesos que los producen adquieren la estabilidad que los convierte en herramientas útiles como guías para el pensamiento y el comportamiento, la investigación reciente sobre la cognición situada sugiere que sus contenidos son más sensibles al contexto de como se ha pensado tradicionalmente, y que la comunicación juega un papel central en su adaptación a la situación: “Los sistemas cognitivos humanos producen versiones situadas de los conceptos que tienen funciones específicas al contexto más allá de la activación de las mismas configuraciones independientes del contexto”.19 Si esto es así, si efectivamente prejuicios y estereotipos son sensibles a las motivaciones situacionales de los sujetos y a los contextos comunicativos en los que se desempeñan, entonces la participación en contextos en los que se discuten problemas de interés para los involucrados también abriría la posibilidad de modificar el contenido de prejuicios y estereotipos que conducen a una inadecuada valoración del conocimiento de otros.

Habiendo descrito las inequidades deliberativas y las injusticias epistémicas a las que tiene que hacer frente la democracia deliberativa, queda claro que la equidad formal es insuficiente para combatirlas, y por tanto que las reformas institucionales a las que apela por ejemplo Bohman tampoco lo son, si se consideran las dimensiones culturales y cognitivas del problema. Sin embargo, aún estas dimensiones no son intratables ni convierten a dichos modelos democráticos en ideales irrealizables.

Ahora bien, volviendo a la pregunta que planteé al inicio sobre la tensión entre equidad y la necesidad de aprovechar la división del trabajo epistémico para elevar la calidad de las decisiones, ¿el trato equitativo de los ciudadanos –que supondría enfrentar las inequidades deliberativas y las injusticias epistémicas– conduciría a otorgarles la misma influencia en la toma de decisiones? La respuesta es no, si la influencia desigual deviene de el conocimiento que una persona o grupo pone sobre la mesa en la deliberación y no de ser objeto de las inequidades e injusticas descritas. Como afirma Estlund

…frecuentemente se argumenta que la equidad en la influencia es un requerimiento de la justicia porque es fundamentalmente injusto que algunos ciudadanos sean privados de los recursos y la educación requeridos para entender sus propios y auténticos valores, o para articularlos claramente en público, o para comprender las importantes cuestiones que están en juego en la política. Podemos conceder que esta privación es injusta; sin embargo, ninguna de estas tres consideraciones es una cuestión comparativa, y por tanto no apoya la equidad en la influencia. La comprensión de nadie sufre porque otras personas se comprenden a sí mismas de mejor manera. Nadie se vuelve menos articulado porque hay alguien más articulado que él o ella. Cada una de estas importantes consideraciones apoyan mejorar los recursos cognitivos, económicos y de otros tipos.20

Efectivamente que un individuo o grupo cuente con mayores capacidades deliberativas no impide que otros las adquieran, y por supuesto, una sociedad que aspira a ser una democracia tendría que asegurar la posibilidad de sus miembros de adquirir estas capacidades. Sin embargo, el reconocimiento de quiénes son las voces más autorizadas –que no necesariamente certificadas– sobre un problema específico sí es una cuestión comparativa. En ese sentido, y como afirma Steve Fuller, la idea de una experticia democratizada resulta equívoca, porque la experticia constituye lo que los economistas llaman un bien posicional, es decir, sí implica la comparación entre quienes se supone tienen conocimiento sobre un tema.

De manera que el igual respeto al conocimiento de otros no conduce a afirmar que todo conocimiento es igualmente importante para la reflexión y/o solución de problemas específicos o que todos los participantes debieran tener igual influencia en la toma de decisiones. Ésta, en todo caso, debiera ser una cuestión abierta a la deliberación, entre cuyas posibilidades está la de fomentar las virtudes epistémicas que permiten reconocer el conocimiento pertinente para una situación particular, quiénes son sus portadores, las buenas razones para deferir a la autoridad epistémica de otros, criticar y abrir la posibilidad para modificar las representaciones erróneas sobre la experiencia y el conocimiento de grupos que han sido objeto de injusticias epistémicas, y por estas vías, aprovechar la distribución de voces y capacidades que caracterizan a las sociedades contemporáneas.

Conclusiones

En el ámbito de la investigación de la Epistemología Social sobre las dimensiones epistémicas de la democracia deliberativa se evidencian condiciones que hacen a estos modelos políticos susceptibles de críticas en términos no sólo de su lejanía de las realidades sociales contemporáneas, sino de las capacidades cognitivas que se exigen de los agentes. Esta discusión tiene el evidente mérito de visibilizar los obstáculos que enfrentan dichos modelos más allá de la dimensión institucional que ha sido tradicionalmente privilegiada en la teoría y los análisis políticos. En ese sentido, la discusión ha recorrido el camino del abordaje institucional, al de las capacidades para finalmente adentrarse en el análisis de injusticias involucradas en la relación entre la cultura y la cognición. En este tránsito resulta central la distinción entre sociedad y cultura, una distinción que es no sólo analítica, sino que refiere a distintas esferas de la realidad social.21 Como entramado institucional y normativo, la sociedad puede garantizar formalmente la inclusión de todos los ciudadanos en los procesos deliberativos, e inclusive –como de hecho ocurre–, las sociedades contemporáneas emprenden acciones para aliviar las inequidades que resultan del desigual desarrollo de capacidades para la participación en la vida pública. Sin embargo, estas acciones no son suficientes para asegurar equidad sustantiva, porque a nivel de las estructuras de significado que constituyen la cultura se transmiten y reproducen contenidos que informan esquemas cognitivos y heurísticas ubicuas y que conducen a injusticas epistémicas. Esta dimensión debiera incorporarse de manera amplia a la discusión sobre la relación entre la Epistemología Social y la democracia, si es que el objetivo es hacer frente a las formidables críticas a las que ésta es susceptible.

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Doctora en Filosofía de la Ciencia por la UNAM. Profesora titular de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma universidad.

Goldman distingue tres concepciones de la Epistemología Social: 1) la expansionista, que amplía la investigación de la epistemología individualista en el sentido señalado arriba; 2) la preservacionista, que mantiene la tesis central para la epistemología tradicional de que sólo los individuos son sujetos de conocimiento, y por tanto, estudia sus decisiones epistémicas a la luz de la evidencia social, y 3) la revisionista, que rechaza (o redefine de maneras que se apartan radicalmente de las concepciones tradicionales) tesis y conceptos centrales para la epistemología –como la verdad y la racionalidad– y que, por tanto, Goldman considera que no se trata de investigación epistemológica propiamente dicha, aunque sobre esto último, por supuesto, no existe acuerdo. Goldman, A. (2011), “A Guide to Social Epistemology”, en A. Goldman (ed.), Social Epistemology. Essential Readings, Oxford University Press, Oxford, pp. 357.

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Habermas, J., op. cit., p. 134.

Linda Zagzebski ofrece una lista de virtudes intelectuales que podemos relacionar fácilmente con los requerimientos de la deliberación pública: 1) habilidad para reconocer los hechos sobresalientes; sensibilidad a los detalles; 2) apertura para recoger y evaluar evidencia; 3) justicia al evaluar los argumentos de otros; 4) humildad intelectual; 5) perseverancia intelectual; 6) adaptabilidad del intelecto; 7) buscar explicaciones coherentes para los hechos; 8) ser capaz de reconocer autoridades confiables; 9) entendimiento de personas, problemas, teorías. Zagsebski, cit. por Farrelly (2012), “Virtue Epistemology and the “Epistemic Fitness of Democracy”, en Political Studies Review, vol. 10, núm. 1, p. 10.

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Talisse, R. (2006), “Democracy and Ignorance: Reply to Friedman”, en Critical Review, vol. 18, núm. 4.

Cohen, I. (2007), op. cit., p.129. Cursivas añadidas. Nótese que la equidad de estatus depende de las capacidades deliberativas.

Knight y Johnson reconocen tres capacidades políticamente relevantes: 1) capacidad para formular auténticos intereses; 2) para hacer uso efectivo de recursos culturales; 3) habilidades cognitivas para articular y defender reivindicaciones persuasivas (p. 299).

Bohman, J. (1996), Public Deliberation, The MIT Press, Boston, Massachusetts, p. 126.

Ibid., p. 120.

Fricker, M. (2007), Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing, Oxford University Press, Oxford, p. 1.

Ibid., p. 4.

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