El presente texto da inicio con una breve mención a la obra de Hartmut Rosa con el fin de situar su tesis sobre la aceleración del tiempo en el conjunto de sus preocupaciones intelectuales y académicas en torno a la modernidad. En segundo lugar, hago una muy escueta referencia, prácticamente una enumeración del índice a Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstrukturen in der Moderne, principal texto antecedente de la obra objeto de comentario en estas líneas. En tercer lugar, le dedico el más extenso espacio a un resumen de su Alienation as Acceleration. Towards a Critical Theory of Late-Modern Temporality. Y, por último, me permito apuntar un par de acotaciones críticas personales sobre esta misma obra.
Alienation as Acceleration. Towards a Critical Theory of Late-Modern Temporality es la última reflexión de Rosa, hasta el momento, sobre la aceleración social del tiempo en la modernidad tardía.Ademásde su trabajo sobre Charles Taylor, Identität und kulturelle Praxis. Politische Philosophie nach Charles Taylor, habría que mencionar, entre otras contribuciones suyas anteriores dedicadas al tópico de la aceleración, Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstruckturen in der Moderne. El lector avisado pronto comprenderá la relación establecida entre el trabajo sobre Taylor y los artículos y los libros dedicados a la aceleración del tiempo en la modernidad. Si se considera la tiránica velocidad a la que estamos sometidos los ciudadanos en el mundo contemporáneo, la ligazón es clara: cómo vivir una “vida buena”, preocupación del autor canadiense entroncado con la corriente comunitarista y, por tanto, centrado en la reflexión sobre lo que es una “vida buena” en una sociedad que exige un ritmo vital acelerado y frenético. Por el título del libro mencionado en primer lugar –que es el objeto del comentario realizado en estas líneas– se deduce que Rosa va tender un puente entre la aceleración y la alienación con lo que implícitamente queda apuntado lo que considera como una “vida mala”, ya que definir qué es una buena resulta más difícil.
Es en este aspecto –el de relacionar la aceleración creciente de la modernidad tardía con el concepto clásico de alienación– donde se encuentra lo novedoso de la reflexión de Rosa sobre dicho fenómeno. En las obras anteriores dedicadas a ese tema, por ejemplo en Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstrukturen in der Moderne, se hacía una consideración inicial sobre una teoría de la aceleración social que daba paso a distintos aspectos relacionados con ese tópico como la modernidad y la aceleración, las distintas dimensiones de la aceleración social, sus efectos y manifestaciones –aceleración técnica, aceleración y cambio social y aceleración del ritmo de la vida–, la aceleración como proceso autorreferente, las fuerzas motrices de la aceleración social, la relación entre la aceleración y el ejército, la identidad y la política situacionales, y la aceleración y petrificación como tentativa para redefinir la modernidad. Estos puntos enumerados sumariamente también son abordados, aunque de forma más breve, en Alienation as Acceleration; ahora bien, es en la última parte donde se plantea la conexión mencionada.A continuación haré un resumen de esta obra al que seguirá un breve comentario personal.
En la primera parte de esta obra, Rosa aborda el asunto de las estructuras temporales de la modernidad regidas por el imperio de la aceleración social creciente. Después de preguntarse qué es la aceleración social y de aludir a los autores clásicos en sus comentarios sobre la velocidad que los tiempos alcanzan en sus respectivas épocas, pasa revista a los tres tipos de aceleración: la tecnológica –en especial las relativas a la información y al transporte–, que conduce a la pérdida de significado del espacio debido a la proliferación de los “no lugares”; la del cambio social –con marcado énfasis en los ámbitos familiar y laboral, cuando en la modernidad tardía tiene como su más clara expresión la rápida velocidad de cambios de vínculos familiares y de puestos de trabajo de carácter intrageneracional, frente al carácter intergeneracional de la modernidad clásica–, un cambio no en la sociedad, como la anterior y la siguiente, sino un cambio de la sociedad misma, con la consiguiente contracción del presente; y la del ritmo de la vida –en sus vertientes subjetiva, la vivencia de la escasez de tiempo, y objetiva, los índices que la permiten medir, como horas dedicadas al sueño, a comer, a platicar con los amigos o la familia, etc.–, que, en principio, no tiene que venir dada por la aceleración en los dos ámbitos anteriores, pero que, a la larga, exigen hacer más cosas en menos tiempo.
Un segundo capítulo está dedicado a las tres “ruedas de la aceleración”, una aceleración más provocada por el “hambre de tiempo” de la sociedad moderna que impulsó el desarrollo tecnológico que por la propia tecnología. Estas ruedas son: la competencia como motor social y cuya influencia se extiende mucho más allá de la esfera económica, pues afecta a la vida laboral, al entorno de las amistades y al interior mismo de la familia, de manera que si la sociedad tradicional asignaba por nacimiento el lugar de un individuo en la sociedad, en la modernidad tardía el ciudadano se juega su puesto en la confrontación competitiva cotidiana; la promesa de eternidad en la que somos mortales pero podemos vivir muchas vidas, si bien la contrapartida es que ante el aumento de posibilidades siempre se quedarán cortas las capacidades experienciales y físicas del ser humano, que sería el motor cultural; y la tercera, el frenético ciclo de aceleración que cobra un impulso autónomo y descontrolado, es decir, el “fenómeno de la pendiente resbaladiza de la sociedad competitiva” en el que no se puede descansar porque los individuos son alcanzados por la trepidante rueda de la aceleración constante.
En el tercer capítulo se enumeran los fenómenos de desaceleración social: los límites naturales a la velocidad –como las propias características del cuerpo humano y sus procesos–; los oasis de desaceleración –islas remotas, los Amish, formas tradicionales de práctica social–; los procesos desencadenados por la propia aceleración –los atascos de tráfico serían una consecuencia de la invasión del automóvil–; las formas intencionales de desaceleración, de un lado –retiros a lugares de meditación o movimientos de la práctica slow, por ejemplo–, y de otro, movimientos ideológicos críticos con la aceleración, religiosos, partidarios de la ecología profunda, ultraconservadores o anarquistas. Por último, Rosa alude a varios autores, Virilio, Baudrillard, Jameson o Fukuyama, que sostienen la apariencia de esa aceleración, pues en realidad lo que de hecho tiene lugar en la modernidad tardía es una aceleración detenida o una inercia polar que en el análisis social deja ver la ausencia de nuevas visiones y la escasez de energías disponibles en esta sociedad, de manera que esa vertiginosa velocidad de sucesos y fenómenos es superficial y, dada la interrelación entre competencia, crecimiento y aceleración, se arriba a la contradictoria situación de que impiden el cambio.
El autor se pregunta en el cuarto capítulo por qué es preferible referirse a aceleración antes que a desaceleración. Al respecto, plantea dos posibilidades: que las dos estén equilibradas o que tenga más peso la aceleración; se inclina por la segunda, pues, haciendo un repaso de los fenómenos de desaceleración enumerados en el párrafo anterior, los cuatro primeros no suponen una puesta en cuestión del proceso de aceleración. El último lo interpreta Rosa como un fenómeno complementario inherente a la aceleración, tal como ocurre con otras fuerzas de la modernidad –así, la individualización acarreó el rechazo a la cultura de masas y la sociedad de masas tendió a erradicar formas de verdadera individualidad o el paso que va de la domesticación de la naturaleza a su destrucción o, en fin, la diferenciación social dio lugar a la desintegración social. De forma que la “inercia polar” de la que habla Virilio, más que una tendencia de oposición a la aceleración, sería una característica inherente de la misma. Lo que sí tendría lugar en la modernidad tardía, frente a la idea de progreso y continuidad que rige a la modernidad clásica, sería que “las cosas cambian, pero no se desarrollan, no van a ninguna parte. […]. El paso del cambio dirigido, el progreso, a la percepción del movimiento episódico y frenético es un criterio central que define la transición de la modernidad clásica a la tardía”.1
El capítulo que cierra esta primera parte defiende la pertinencia de la investigación sobre la aceleración social. En primer lugar, hace énfasis en el papel de primer orden que desempeña la aceleración en el mundo contemporáneo, de lo que se deduce lo necesario que es el estudio de la misma para comprenderlo. Apunta, además, que las reglas que rigen el control del tiempo no son explícitas, que hay un “silencio normativo”, pero que, por lo mismo, ejercen una fuerte presión sobre la ciudadanía; asimismo, la aceleración cambia nuestra relación con el mundo –así, en vez de nadar hacia un punto, como en la modernidad clásica, en la tardía se deja uno llevar por las olas, es decir, de una identidad que orientaba el curso de la vida, se pasa a una identidad situacional, que no sigue un plan de vida–, con los demás –enlazando con lo siguiente, ya no cuenta la proporción entre cercanía espacial y contacto personal, pues mantenemos la amistad a miles de kilómetros y no sabemos quién vive en el tercero, además de que nos encontramos y nos cruzamos diariamente con personas de las que todo lo ignoramos–, con el espacio y el tiempo –en la medida en que se acelera el tiempo se contrae el espacio, de hecho este se esfuma– y con los objetos –su obsolescencia, frente a aquel durar de los objetos, los hace ajenos a nosotros, así “el consumo físico es sustituido por el consumo moral”. Estos cambios, en consecuencia, suponen una intensa y fuerte transformación de nuestra subjetividad, de nuestra relación con los demás y, en definitiva, de nuestro estar en el mundo. En principio no serían ni buenos ni malos; sin embargo, no pueden ser descuidados, y mucho menos la aceleración, puesto que son fuente de patologías sociales y de desarrollos que provocan el sufrimiento y la infelicidad de los seres humanos.
La segunda parte –del capítulo sexto al noveno– es un interludio dedicado a la Teoría crítica en relación con lo que tiene de posibilidades teóricas para enjuiciar analíticamente la aceleración social; dicho de otra forma, ¿qué puede aportar la Teoría crítica a esta dimensión tan particular y relevante de la modernidad tardía? La pregunta es pertinente en la medida en que la Escuela de Frankfurt, como en general toda filosofía, tiene como uno de sus horizontes intelectuales el registro y análisis de las patologías sociales o, dicho más claramente, el registro y análisis del sufrimiento del ser humano; un sufrimiento que puede ser “sordo”, es decir, no consciente para quien lo padece, como la falsa conciencia o la ideología; un sufrimiento y una alienación que no provienen de fuera sino que son “causados socialmente”. El punto de partida es considerar la sociedad como un todo que acoge al individuo, en contra del parecer de liberales y posestructuralistas para quienes lo único que existe son los individuos. De ahí que la Teoría crítica centre su énfasis crítico en las instituciones y las fuerzas que las gobiernan, y que, por eso, su vertiente crítica en relación con la aceleración social intente “explicar la transformación de los regímenes productivos y de consumo de la modernidad –de la temprana a la clásica, de la fordista a la tardía– y de la identidad y la cultura política como consecuencias más o menos inevitables de un proceso actual de aceleración social”.2 En la actualidad, desde la Teoría crítica habría, fundamentalmente, dos respuestas a los desajustes sociales partiendo de aquel presupuesto: la de la sociedad concebida como un todo (la teoría de la acción comunicativa de Habermas) y la del reconocimiento (Honneth). Con ellas, Rosa relacionará su idea de aceleración social, que es una fuerza social, no una base o la síntesis de la sociedad moderna, pero cuya fuerza dinámica es un referente ineludible para comprender las bases de la comunicación y del reconocimiento.
Dicho brevemente, la primera de ellas lleva tiempo. Discutir y tomar decisiones en función de esas discusiones requiere muchas negociaciones en una sociedad tan compleja como la contemporánea; una sociedad, por otra parte, más subyugada por las metáforas brillantes y por las imágenes que por las lentas argumentaciones. El reconocimiento, por su parte, no lleva tanto tiempo como la anterior, pero debido a lo asimilada que está en la sociedad la idea que casi “naturaliza” la velocidad, resulta que es algo inscrito en la propia lógica social lo que permite que “el rápido”, el que llegue primero, el que concluya más velozmente la tarea sea el que consigue el reconocimiento, de suerte que el que pierde resulte culpable. En la premodernidad el reconocimiento venía dado por el nacimiento, en la actualidad, por el contrario, la posición social está en permanente juego, se reelabora constantemente en una competencia creciente ya apuntada en párrafos anteriores. Un profesor no tiene dada de una vez por todas su posición en el rango jerárquico de la academia, tiene que presentar cada día las credenciales que acrediten su rendimiento y su desempeño en el papel de profesor. En la política ocurre algo similar: lo que predomina es el elector errabundo en función del rendimiento de un partido, no de su ideología. En definitiva, en la modernidad tardía el cambio es intrageneracional, por lo que el reconocimiento se agrava dando lugar a la inseguridad de los actores sociales, siendo interpretado como fracaso personal el no reconocimiento.
Estos condicionamientos derivados de la aceleración social conducen hacia un totalitarismo erigido en principio abstracto, un poder totalitario que ejerce presión sobre las voluntades y las acciones de los sujetos, que es inevitable, que abarca todos los aspectos de la vida y que resulta muy difícil de criticar o combatir. Un poder más absoluto y más tenebroso que cualquier dictadura imaginada o real, puesto que interioriza la culpa de perder el ritmo de la vida social a cada ciudadano.
La tercera parte del texto se centra en mostrar cómo la aceleración del tiempo lleva a un estado de completa alienación. En primer lugar, el autor dedica un espacio a tres variantes de una crítica sobre las condiciones temporales: la crítica funcionalista, la normativa y la ética; para concluir, pasa revista a las distintas formas de alienación provocadas por la aceleración social: del espacio, de las cosas, de las acciones, del tiempo, de uno mismo y con respecto a los demás. Puesto que esta es la parte de un mayor contenido interpretativo y crítico en relación con el tópico estudiado, le dedicaré más atención que a las dos anteriores.
El hilo conductor que recorre estas páginas es que una Teoría crítica de la aceleración social podría integrar esas tres críticas mencionadas. La funcionalista, de la mano del marxismo, destacaría que las contradicciones inherentes al sistema lo harían colapsar; la normativa centraría su atención en la crítica a una sociedad si no está fundada sobre la justicia en la distribución de bienes, y la ética encontraría su punto de apoyo sobre cómo debe ser una sociedad en la que los ciudadanos tengan una buena vida o esté orientada por su felicidad.
En relación con la primera crítica (capítulo undécimo), que parte del supuesto de que un sistema social incuba en sí mismo las fuerzas de su aniquilación, se basa en el supuesto de que en el proceso de aceleración surgen efectos de desincronización, no todo se acelera de la misma manera ni una aceleración en una parte trae aceleración en otra, es decir, “la desincronización aparece entre el mundo social y el extrasocial, pero también entre diferentes patrones de velocidad en el interior de ramas sociales”; en el primer caso, la aceleración de la sociedad “sobrecarga” a la naturaleza, los recursos naturales esquilmados o la contaminación son las señas más evidentes; en el segundo, ocurre que esferas sociales determinadas se aceleran en diferentes grados, “los mismos procesos que aceleran cambios sociales, culturales y económicos, ralentizan las decisiones democráticas, lo que lleva a la desincronización entre la política y la vida y la evolución socioeconómica”.3 Aquí se da una paradoja, mientras que la política progresista, frente a las de la modernidad temprana y clásica, “frena” los procesos tecnológicos, económicos y el desarrollo, las políticas liberales tienden a acelerarlos con la consiguiente disminución del control político sobre los mismos. En la economía, por su parte, se da un desfase entre la producción, la distribución y el consumo con respecto al vertiginoso ritmo de los flujos y transacciones de capital; aquí, y en el momento presente, se vive dramáticamente esa desincronización, su asoladora consecuencia está siendo la crisis financiera cuya gestión nos ahoga. En lo que se refiere a la reproducción cultural la desincronización es patente; “si el mundo de la vida está dinamizado hasta un punto donde no hay, o solamente poca, estabilidad intergeneracional, las generaciones viven virtualmente en mundos diferentes, con la amenaza de romper la reproducción simbólica de la sociedad”.4 En resumidas cuentas, una crítica funcionalista de la aceleración social parece encontrar un buen número de síntomas de potenciales patologías de la velocidad a través de un cuidadoso análisis de los problemas y lo procesos de desincronización en todos los niveles de la vida social en la modernidad tardía.5
En el capítulo duodécimo se aborda la segunda crítica, la normativa, que también nos lleva a señalar una paradoja ya apuntada por los clásicos del pensamiento social; Weber o Simmel serían dos de ellos. Por un lado, la sociedad moderna se sostiene por una tan dilatada red que la vuelve muy interdependiente en comparación con sociedades, por decirlo de algún modo, tradicionales, y por otro, el individuo se siente libre y regulado por códigos éticos muy poco restrictivos; sin embargo, la retórica de la obligación, el frecuente empleo formulario de “debo”, “tengo”, son índices de que aquella promesa de libertad individual no se cumple. En el fondo, ese deber viene marcado por la implacable competitividad a la que el individuo está sometido. Así que la interdependencia se sincroniza por normas temporales implícitas, incontestadas, que ya están ahí y que dan lugar a sujetos culpables por no cumplir las expectativas que creían que tenían que cumplir. En el mundo premoderno había absolución, al menos en el credo católico; en la modernidad tardía no hay perdón para el que no es capaz de seguir el paso acelerado del ritmo de la vida.
La aproximación a la crítica ética se despliega en los dos últimos capítulos, uno dedicado a la “promesa rota de la modernidad”, el otro a la “alienación revisada”. Esa promesa rota es la de la autonomía. Basada en la toma de decisiones democráticas, en el marco de un proyecto político que aspira a controlar y dominar las ciegas fuerzas de la naturaleza y a erradicar las servidumbres del ser humano –pobreza, enfermedad e ignorancia–, esta autonomía que alcanza la autodeterminación incluso sobre el propio cuerpo parecería encontrar su máxima expresión en el contexto de una aceleración social creciente; la autodeterminación individual solo tiene sentido en un mundo que se mueve más allá de un supuesto orden social fijado ontológicamente en el que las clases sociales están definidas de una vez por todas y simplemente se reproducen de una generación a la siguiente.6
Bajo ese prisma, el proyecto de modernidad ganaría en atractivo con la aceleración, es decir, el proceso de modernización de aceleración social estaría en relación e interdependencia con el proyecto de autodeterminación. Sin embargo, esa apariencia, esa potencialidad, esa promesa no se cumplió. En la modernidad tardía, la ilusión de largo recorrido –de Smith a Friedman– de que se llegaría a la vida plena y autodeterminada con el desarrollo de las fuerzas productivas, del mercado autorregulado y de la democracia representativa es alcanzada con el concurso de la aceleración y de la competencia. Ese objetivo, digo, se estrelló contra el fracaso de la aceleración como práctica y proceso liberalizador. Muy al contrario, la aceleración es vista y vivida como un proceso de esclavitud que se sitúa en las antípodas de cualquier manifestación de autonomía, a resultas de lo cual la “buena vida”, la “vida plena” no encuentra lugar ni momento en este proceso. Un proceso que está viciado desde un principio por la urgencia impresa en la aceleración misma, la de la competitividad. Al estar pautada la vida bajo su férula, se dice adiós a la autonomía para caer bajo el dictado de la heteronomía, llegada, pues, a la estación contraria de la promesa de la modernidad. En definitiva, la brecha abierta entre la aceleración y la autonomía a lo único que deja lugar es a la alienación, que, indudablemente, no es estar forzado a hacer algo por actores externos, pero que tampoco ofrece la posibilidad de hacer lo que se quiere hacer, como ir temprano a la casa, no tener que despedir a alguien cuyo trabajo depende de nosotros o negarse a ir a una guerra considerada injusta o no justificada.
El último capítulo se pregunta ¿por qué la aceleración social conduce a la alienación? El punto de origen y de destino es: “la aceleración social ha pasado un umbral más allá del cual los seres humanos están alienados no solo de sus acciones, de los objetos con los que trabajan y viven, de la naturaleza, del mundo social y de sí mismos, sino también del espacio y del tiempo mismos”.7 Pasemos a ver cada uno de estos aspectos. La alienación es, en primer lugar, una distorsión estructural y profunda de las relaciones entre el yo y el mundo. El sujeto no está situado en el mundo en la medida en que la mayoría de los lugares por los que transita son nolugares, no tienen memoria, no dicen nada, no se da ninguna relación afectiva o emocional con ellos. Otro tanto ocurre con los objetos, sean los que producimos, sean los que consumimos: nos son completamente ajenos. Cuando un objeto ya no se repara, cuando se acelera su producción hasta el extremo, cuando su mantenimiento y servicio es –si lo hay– mínimo, pierde su condición de cosa del sujeto para pasar a ser un mero instrumento intercambiable con otro cualquiera que responda a su misma utilidad; además, cada vez es más complejo su mecanismo, de tal manera que no solo ignoramos su funcionamiento, sino incluso casi todas sus posibilidades técnicas. Hay otros ámbitos de alienación: ¿realmente sabemos que la religión o la compañía de seguros que hemos elegido responderán a lo que esperamos de ellas? Otro tanto ocurre en el ejercicio de la profesión. Víctimas de pendientes de distinto signo, queda poco tiempo para escuchar al enfermo, atender al alumno o prestar la debida atención al proyecto de investigación en el que estamos involucrados. Porque hay que hacer muchas cosas que no se quieren hacer. Asimismo, nos llenamos de cosas que después apenas podemos disfrutar, porque no las “digerimos”, pues lleva su tiempo, entre otras cosas, leer el instructivo que nos indica sus prestaciones o rendimiento. Esto nos lleva a la constatación de que nos rodean las falsas necesidades y, de paso, de que nos volvemos extraños para nosotros mismos. Y esto, porque también estamos alienados del tiempo. Una prueba: la paradoja subjetiva del tiempo. Viene dada por la ruptura entre el tiempo de experiencia y el tiempo de recuerdo; un ejemplo claro es la experiencia del viaje, mientras viajamos el tiempo pasa rápidamente, sin embargo en el recuerdo es largo, cuando es lo contrario, si nos aburrimos, la experiencia se hace larga y el recuerdo como si nada hubiera ocurrido. El caso es que en la vida común y diaria cada vez tiene lugar con más frecuencia ese fenómeno, muchas experiencias de las que no nos queda ni un rastro. Rosa recupera la distinción hecha por Walter Benjamin entre Erlebnissen y Erfahrungen; las primeras son experiencias episódicas, efímeras, mientras que las segundas nos afectan íntimamente. En la modernidad tardía seríamos muy ricos en Erlebnissen y tanto más pobres en Erfahrungen, de manera que cuanto más rápido vaya el tiempo de experiencia, tanto más rápido se desvanece en nuestra memoria. En definitiva, “fracasamos en hacer del tiempo de nuestras experiencias ‘nuestro’ tiempo”, por lo que si no nos apropiamos de nuestras experiencias nos enajenamos de nosotros mismos, caemos en un estado de autoalienación. En definitiva, la alienación del mundo y la alienación de sí mismo no son dos cosas distintas, sino las dos caras de una misma moneda.
En la conclusión, el autor hace un balance final de su obra. En primer lugar, admite el carácter difuso del concepto de alienación, pero señala que espera haber conseguido los dos objetivos prioritarios de este texto: mostrar la importancia, para su comprensión, de las estructuras temporales de la sociedad de la modernidad tardía y recuperar el concepto de alienación para la Teoría crítica sin caer en concepciones del tipo de naturaleza o esencia humanas. Este diagnóstico no significa que se pueda eliminar desde la cultura o la política la alienación que conduciría a formas totalitarias de filosofía, cultura y política, sino que deben ser los propios sujetos, conscientes de sus contradicciones, los que deben hacer frente a los dictados de la aceleración, de la competición y de los plazos; dictados ajenos a ellos mismos y en un mundo, el de la modernidad tardía, sobre los que hace recaer su infelicidad o su fracaso en la carrera de competición a la que están sometidos, con la consecuencia de que carecen de la posibilidad de conectar sus estructuras temporales individuales con su lugar en eltiempohistórico.Ahí radicael potencial crítico de la aceleración como alienación para la Teoría crítica. Desde esta perspectiva, frente a un mundo silente, indiferente o repulsivo, la tarea de una “vida buena” sería una vida rica en experiencias de resonancias, tal como lo concibe Taylor; unos “ejes de resonancia” que son “lo otro de la alienación” cuando llevan a relacionar el sujeto y el mundo social, laboral, de los objetos y la naturaleza. Un concepto, el de resonancia, que apela más a lo existencial o lo emocional que a lo estrictamente cognitivo. Sería este un camino que abriría nuevas perspectivas a una Teoría crítica de la aceleración y de la alienación.
Desde luego, son muchos los autores, provenientes de la sociología, la antropología o la filosofía, que centran su interés o le conceden una especial consideración e importancia a la aceleración como una dimensión clave para entender la modernidad. A varios de ellos se refiere en su texto Rosa, como quedó reflejado párrafos atrás, a otros los cita en la bibliografía.
Sin embargo, como se decía al principio de estas líneas, la pretendida aportación original del autor está en la relación que establece entre aceleración y alienación, y es aquí donde encuentro la inconsistencia en esta relación, en la medida en que la alienación lo es en sentido universal.
En efecto, a este respecto quisiera desgranar un par de apuntes personales íntimamente relacionados. En primer lugar, precisamente uno sobre el carácter universal de la alienación. Este concepto de origen hegeliano e introducido por Marx le permite explicar el proceso y la realidad de la sociedad capitalista fundada en la propiedad privada; es esta la que da lugar a que el trabajador, el asalariado, venda su fuerza de trabajo y, por tanto, se convierta lo que hace en algo extraño a él y, a su vez, que él mismo se transforme en una cosa que hace cosas, es más un instrumento, una mercancía, que un fin en sí mismo, de ahí que el proletario esté alienado de sí mismo, no se pertenece a él mismo. Puesto que el proletariado tiende a convertirse en clase universal, el proceso de alienación tendría ese carácter universal mencionado. Es aquí donde, a mi juicio, el texto de Rosa por su pretensión universalista muestra la inconsistencia a la que aludía. ¿Se puede afirmar que todo el proceso de aceleración social descrito en la obra recorra y atraviese de la misma forma al conjunto de la sociedad contemporánea? Es evidente que algunos aspectos de la aceleración, los técnicos, por ejemplo, afectan a todo el planeta, pero ¿se puede decir lo mismo de aquellos que constituyen el núcleo básico de lo que se considera una vida alienada?
Porque, tras la lectura de esta obra, flota la sensación de que más que de un fenómeno de alienación universal, o que se pueda extender a la mayor parte de la población mundial, se está hablando de un fenómeno de autoalienación de un sector determinado de la sociedad, y aquí entro en el segundo apunte crítico.
Por los ejemplos que presenta el autor, por las situaciones en las que se detiene, por las relaciones que describe, por la adquisición y el tipo de artefactos a los que alude, por la forma de vida de las personas a las que se refiere, en último término, por el tipo humano protagonista de su relato parece que quienes están alienados son precisamente los que no quieren perder la carrera, los que desean llegar los primeros a la meta, los que se ven, en definitiva, autoalienados de sí mismos porque su objetivo vital no es otro que el de ser ganadores en la despiadada competencia a la que está sujeta la vida de quienes quieren formar parte de los que alzan sus brazos en el podio al final del día. Esa alienación, entonces, más bien se puede interpretar como el peaje que tiene que pagar el que quiere pertenecer al grupo o al sector social de los privilegiados –sea el de la academia, el de la banca, el de los profesionales de distinto signo, el de los expertos en bolsa, entre otros– que una patología social del conjunto de la población de nuestra modernidad, de la que una parte muy considerable tiene prisa, sí, y la aceleración a la que está sujeta y la velocidad que se imprime a su existencia son, en definitiva, no la de llegar diariamente a la meta en cabeza, sino la de conseguir el alimento para sobrevivir cada día, la de contar con la medicina para remediar su enfermedad o la de luchar por el derecho a una vida, ya no buena, sino digna en el más pleno y amplio sentido de la palabra.
Habrá que estar, de todas formas, atentos a la nueva entrega del autor, pues no cabe duda de que tal como dio fin a esta obra, entra en lo posible que continuará abriendo brechas teóricas en el vertiginoso proceso de la aceleración social del tiempo en nuestra modernidad tardía.
Doctor en Filosofía por la Universidad del País Vasco. Profesor investigador titular “B” de tiempo completo en la Facultad de Filosofía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México. Línea de investigación: Historia de la filosofía.
Rosa, Hartmut (2010), Alienation as Acceleration, Towards a Critical Theory of Late-Modern Temporality, NSU Press, p. 41.