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Vol. 49. Núm. 2.
Páginas 13-72 (julio 2015)
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La noción de persona en mesoamérica: Un diálogo de perspectivas
The notion of person in Mesoamerica: A dialogue of perspectives
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Roberto Martínez González
Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Históricas Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F
Carlos Barona
Universidad Nacional Autónoma de México/Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras Unidad de Posgrado, Edificio “H” números 105, 113 y 114, Circuito de Posgrados, Ciudad Universitaria, C.P. 04510, Deleg. Coyoacán, México, D.F
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Resumen

En este trabajo describiremos el modo en que los conceptos de cuerpo y persona fueron introducidos en la antropología mexicana y la manera en que el estudio de esta temática particular ha contribuido al entendimiento de los pueblos nativos de Mesoamérica. A partir de una revisión histórica, explicaremos cómo diferentes perspectivas de investigación han generado distintas clases de datos en función de intereses políticos. Sin embargo, la intención de este artículo también es criticar a todos aquellos antropólogos que han tendido a adoptar conceptos y teorías exógenos sin un análisis previo.

Palabras clave:
cuerpo
persona
alma
antropología mexicanista
Abstract

In this work, we will describe how the concepts of body and person have been introduced in Mexican anthropology and how the study of this particular subject has contributed to understanding the Mesoamerican native peoples. Through a historical overview, we’ll explain how different research perspectives have produced different kinds of data according to political interests. Nevertheless, the intention of this article is also to criticize all those anthropologists who have tended to adopt exogenous concepts and theories without a previous analysis.

Keywords:
body
personhood
soul
Mexican anthropology
Texto completo

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, para las sociedades tradicionales, el ser humano no es una entidad perfectamente delimitada, sino que se trata de un producto progresivamente elaborado por la intervención de fuerzas y entidades naturales, sociales y sobrenaturales. Desde un punto de vista sociológico, la condición humana, más allá de una caracterización biológica, está dada por la interacción entre el mundo social (que modela el comportamiento del individuo en la producción de la identidad personal y su adscripción al grupo) y las cualidades psicofisiológicas que le dotan de una cierta singularidad y permiten su reconocimiento como sujeto en la comunidad. En otras palabras, la propia concepción de lo humano implica un diálogo con la sociedad y el ambiente natural en que se desenvuelve. A través de metáforas, las cualidades humanas son usadas para la interacción y apropiación de los objetos circundantes, mientras que, simultáneamente, nos valemos del medio para figurar nuestro propio funcionamiento. Es por ello que, para comprender lo que una determinada sociedad define como una persona, no basta con explicar el simbolismo de los distintos elementos corporales sino que, por el contrario, el problema debe ser situado en la interfase entre el ser humano y su entorno circundante; lo cual comprende las relaciones simbólicas que puedan presentarse entre el hombre y la naturaleza, la sociedad y sus miembros, y el mundo sobrenatural (o naturaleza humanizada).

Los pensadores de las más diversas épocas y regiones del mundo han generado gran cantidad de hipótesis y cuestionamientos en torno a la naturaleza del hombre; de suerte que, prácticamente, todas las sociedades presentes y pasadas poseen y han poseído una teoría sobre el funcionamiento del ser humano. No obstante, no fue sino hasta fechas relativamente recientes que los científicos sociales comenzaron a ocuparse del modo en que el otro concibe la vida, el cuerpo y el ser.

Aun cuando dichas hipótesis no hayan sido explicadas, una breve revisión de los trabajos que hasta ahora se han generado en la antropología mexicanista revela que las nociones de cuerpo y persona atraviesan las más diversas temáticas y fronteras espacio-temporales. Siendo que la bibliografía consagrada es por demás extensa, conviene hacer una revisión de los principales enfoques que han dado pie a los numerosos estudios sobre el tema para tratar de comprender cuáles han sido los aportes y deficiencias de una u otra perspectiva.

Dada la magnitud de la empresa, de momento no será posible abordar todos los autores ni todas las regiones culturales y deberemos conformarnos con discutir aquellas propuestas que, en nuestra opinión, han tenido mayor impacto en el desarrollo de la disciplina. Siendo así, lo que a continuación se presenta no debe ser entendido como un continuo sino como una serie de saltos en el espacio y el tiempo que se articulan para ilustrar tanto las rupturas y cambios permanencias.1

La noción de persona y las ideologías del descubrimiento

El hombre, en la teología española del Renacimiento, era un ser que desde su misma creación se había distinguido de los otros por su libre albedrío. Tal posibilidad le había ennoblecido y permitido reconocer su deuda con Dios. Paradójicamente, fue también su capacidad de elección la que le condenó a esa vida de pecado de la que sólo podría liberase al abrazar la verdadera religión. La vida era, así, una larga progresión de la materia a la sensitividad, la imaginación, la creatividad, la razón y el amor. El abandono a las pasiones carnales, por el contrario, conducía a la degradación y la pérdida de las cualidades humanas (Green, 1960: 44-47).2

Contrariamente a lo sucedido con los esclavos procedentes del África subsa-hariana —a quienes en el siglo XVII se llegó a considerar como bienes muebles—, parece claro que, desde la misma llegada de Colón, los amerindios siempre fueron vistos como personas.3 Dicho reconocimiento se hizo oficial con la famosa bula papal Sublimis Deus de Paulo III (1991 [1537]), llegada a Nueva España en 1538. Incluso la esclavización de los indígenas, a la que recurrieron tanto Cortés como Ñuño de Guzmán, no implica por sí misma que se negara la humanidad de los mesoamericanos,4 pues, siendo que desde la Antigüedad y durante la Edad Media la posesión de esclavos había sido una consecuencia común de la Conquista, parecía lógico a los primeros españoles sujetar a los indios derrotados tal como se hizo en otro tiempo con griegos, turcos y árabes.5

Dado que La Biblia establece un origen único, el reconocimiento de la humanidad en el indio condujo a varios eruditos a tratar de establecer el modo en que estos descendientes de Adán habrían terminado por arribar a tierras tan recónditas y adoptar modos de vida tan distintos. Varios cronistas, como Duran (1995 [1587], vol. I: 53) y García (1981 [1607]: 7-19), optaron por suponer que dichos pueblos provenían de tribus perdidas de Israel o cartagineses que, en algún momento, habían cruzado el mar y modificado su cultura. Sus escritos, por consiguiente, se esfuerzan en reconocer semejanzas con el judaismo que demuestren el vínculo supuesto. Lo más notable es que tales tesis parecen haber sido tan populares en la época que incluso llegaron a ser adoptadas por antiguos señores indígenas al momento de reclamar sus derechos sobre las tierras; tal es el caso, por ejemplo, de “El Título de Pedro Velásco” (1989 [1592]: 30r).

Aunque en principio se consideraba que todos los hombres eran iguales en esencia, libertad y dignidad, la cosmovisión cristiana de la época también suponía que, “accidentalmente”, por el ejercicio de su libre albedrío o el de otros hombres, algunos seres terminaron por adquirir un valor inferior.6 De suerte que, en el mundo, no sólo se reconocería la existencia de otros hombres sino, asimismo, de diferentes calidades de hombres: los verdaderos cristianos, por un lado, y los herejes y salvajes idólatras por el otro.7

Habiéndose gestado desde la mitología grecolatina y consolidado en el Medioevo, el “salvaje” se construye como una herramienta que ayuda a exaltar y delimitar las virtudes de la “civilización” europea judeo-cristiana. Aunque su iconografía y sus cualidades específicas suelen variar de un periodo a otro, el hombre silvestre se define, según Bartra (1992), como antónimo del hombre urbano ideal: vive en el bosque en lugar de en la ciudad, carece de organización social, no reprime sus impulsos sexuales, anda desnudo, no cuenta con tecnología alguna, no distingue entre el bien y el mal, etcétera. Así, el salvaje no sólo es un antihombre sino también un prehombre; alguien que se encuentra en un estado previo, pero que posee la capacidad de devenir humano a través de la luz del cristianismo y la civilización. La condición de límite de lo humano en el salvaje alcanza su climax en la literatura de los viajeros y exploradores del siglo XIII, quienes, retomando múltiples imágenes míticas, aluden a la existencia de seres monstruosos que viven fuera de toda civilización: se habla de hombres sin cabeza, con testa de perro, con orejas gigantescas, con un solo pie, etcétera. Entre todos ellos, destaca la imagen del antípoda: un antropomorfo con los pies al revés (con los talones hacia el frente y los dedos hacia atrás), que habita exactamente el lado opuesto del mundo conocido por los europeos. Tras el “descubrimiento” de América, todas estas imágenes tendieron a multiplicarse tanto en la iconografía como en los propios relatos de expediciones. Incluso Colón (1971 [1492-1506]) dijo que los indios que le acompañaban tenían pánico de descender en una isla “habitada por hombres que tenían un sólo ojo en medio de la frente y por otros que se llamaban caníbales de los que parecían tener un miedo espantoso”.8Fernández de Oviedo (1944-45 [1851-1855], II: 86), por su parte, menciona a unas indias que vivían “a imitación de las amazonas”. Aun los más pragmáticos y sanguinarios conquistadores parecieran haber perseguido fantasías; entre éstos, destaca el caso de Ñuño de Guzmán, quien, como se ve en la Relación de Michoacán (1980 [1541]: 341-342), llegó al occidente de México buscando a las amazonas: “¿Cómo, no habéis oído dónde se llama Tehuculuacan?, ¿nunca lo habéis oído?, ¿y otro pueblo llamado Ziuatlan donde hay mujeres solas? [...] Pues allá habernos de ir a aquellas tierras”.

Sin embargo, un detalle que pocas veces solemos considerar es que, en los primeros años del periodo colonial, la imaginería del salvaje era algo que pertenecía más a los eruditos de la época que a las clases populares. De suerte que, cuando los conquistadores llegaron a lo que hoy es México, éstos no aplicaron instantáneamente la noción de hombre silvestre a los indígenas mesoamericanos, sino que, por el contrario, siguiendo la lógica guerrera europea, intentaron unirse a su nobleza a través del matrimonio con hijas de gobernantes.

Lo que queremos decir es que, al menos en México, el salvaje es una formulación tardía, que llega desde Europa y que, como en otros lados, guarda muy poca relación con las observaciones de quienes conocieron de primera mano las culturas prehispánicas.9 Es notable, por ejemplo, que la famosa Junta de Teólogos en que se definiría la cualidad de los indios —donde se enfrentaron Ginés de Sepúlveda y Casas— se llevara a cabo justamente en Valladolid y no en México. Más relevante aún es que, si nos fijamos en los argumentos esgrimidos por ambos bandos sobre la legitimidad de la Conquista, podemos ver que lo que se discute no es el carácter salvaje de los indios ni su inferioridad con respecto a los españoles, sino tan sólo si éstos deben o no ser esclavizados.10 Lo que esta controversia muestra no es un conocimiento profundo de las culturas indígenas sino la oposición entre dos distintas visiones del salvaje: por un lado, aquella que postula su carácter de bestia que debe ser domesticada para el servicio de los hombres y, por el otro, la que supone su carácter de hombre débil, ingenuo y libre de pecado que, con la debida instrucción, puede ser transformado en el cristiano ideal (Moyano y Casas 2003: 71).

Aunque el libro de SepúlvedaDemocratessecundussivedejustis bellicausis fue censurado y la humanidad de los nativos parecía implícita desde el momento en que, en 1514, Fernando el Católico había expedido una cédula real propiciando el mestizaje en el Nuevo Mundo y autorizando los matrimonios mixtos, resulta evidente que el punto de vista de quienes pugnaban por el sometimiento de los indígenas se mantuvo incluso entre quienes se suponía que debían conducirlos a la salvación espiritual. Tan sólo un ejemplo de ello es la opinión de Motolinía (1969 [1541]: 72) con respecto a las cualidades de los indios: “saben servir tan bien que parece que para ello nacieron”. En este mismo sentido, la resistencia a la que se enfrentaban los administradores coloniales tendió a reforzar el imaginario del salvaje indómito y a subrayar su carácter débil, indolente e inclinado a vicios de todo tipo (Basave Benítez, 1994: 8). Sólo como un ejemplo, podemos mencionar que, nada más en las Relaciones geográficas de Michoacán (1987 [1577-1600]: 32,60, 80, 105, 115-116, 137, 158-159, 164, 299), se acusa a tarascos, nahuas y cuicatecos de delitos y pecados tan variados como: ser ladrones, ingratos, desagradecidos, lujuriosos, adúlteros, incestuosos, brujos, borrachos, de poco talento, inclinados a mentir, amigos de las novedades, holgazanes, sucios, sin honra, torpes, lerdos, de poco ánimo, belicosos y poco ambiciosos.11

En el lado opuesto, nos encontramos a todos aquellos frailes que creyeron encontrar en los indígenas a una especie de niños descarriados que, lejos de los vicios y la decadencia de Occidente, podían ayudar a la implantación del Reino de Dios en la Tierra.12 Se pensaba que la idolatría de los indígenas —debida a su inocencia más que a su malicia— era menos perniciosa para la Iglesia que la herejía de los españoles.13 Ejemplo de ello es el hecho de que, en 1511, se emitiera una pragmática “para que los hijos y nietos de quemados [por la Inquisición] no puedan ir a las Indias, ni tuviesen oficio alguno público ni concejil, ni sean admitidos en religión” (Miscelánea histórica, 1928: 11). Obviamente, es acorde a esta clase de ideas, aunadas a la influencia de Tomás Moro, que Quiroga se lanzó a la fundación de sus pueblos-hospitales en el centro de Michoacán. El ideal de este célebre obispo era la creación de asentamientos agrícolas, sujetos a ordenanzas y en convivencia con frailes que hicieran hábito de virtud. La humildad y simplicidad de los indígenas —que él veía como análoga a la de los apóstoles— serviría de base para la reimplantación de una forma de vida semejante a la de los cristianos primitivos: un mundo perfecto en el que la sencilla vida de sus habitantes contrastaría con su profunda moral humanista (Warren, 1977). En el centro de México también fue notable el esfuerzo de los franciscanos por crear una nobleza indígena ilustrada que pudiera hacer frente a los españoles y, con ello, evitar la explotación. Sin duda, el proyecto más ambicioso fue el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, el cual tenía la intención de dar educación superior a los jóvenes hijos de los señores (Gonzalbo Aizpuru 1990: 112).14

En los primeros años de la época colonial, cuando existía un gran entusiasmo por la conversión de los indígenas mesoamericanos y se hablaba de millones de conversos,15 el enfoque lascasiano pareció prevalecer, al menos entre los evange-lizadores. Sin embargo, después de evaluarse los primeros fracasos de la empresa colonial, tanto en lo económico como en lo misional, la visión de los clérigos se tornó mucho menos optimista y, como se ve en el texto de Sánchez de Aguilar (1900 [1639]: 27), regresó la idea del indio como tardo y de poco talento. Frente al desencanto por lo indígena y aunado al aumento demográfico de otros grupos sociales, los pueblos nativos comenzaron a ser abandonados por los evangelizadores hacia fines del siglo XVII; una vez que se deja de ver a los indígenas como un peligro o una herramienta de salvación, sólo queda la ignorancia.16

Por otro lado, podemos señalar que, gracias a la apropiación de algunos conceptos mesoamericanos, los evangelizadores pudieron reformular sus definiciones del buen y el mal salvaje adaptándolos a la situación vigente. La imagen del salvaje como un hombre cruel y completamente entregado a sus impulsos desenfrenados tomaría un segundo aire al encontrarse con el personaje del chichimeca. Si en las crónicas indígenas el cazador nómada es el orgulloso ancestro que, venido de un lugar mítico, vence a la pobreza y doblega a los sedentarios para fundar los linajes gobernantes, en las versiones hispánicas, éste aparece como un desarrapado vagabundo que se limita a vestir pieles de bestias, vive “como animal sin razón”, habita los montes y se conforma con lo poco que colecta o caza (Leyenda de los soles 1945 [1736-1740]; la Relación de Michoacán: 1980 [1541], en comparación con Torquemada: 1975 [1615], I: 69-70; Muñoz Camargo, 1984 [1584]: 64).17 La oposición entre el indio congregado —el buen indio— y el insurrecto —el malo-aparece claramente ejemplificada en la descripción del chichimeca que, hacia 1585, hizo Diego Muñoz (1965 [1719-1722]: 27) en lo que ahora es Jalisco. En ella resalta el carácter monstruoso del personaje del salvaje que, como ya hemos dicho, se encontraba presente desde fines del medioevo:

Chichimeca es nombre común entre los indios, del que no es bautizado, y este tiene todos los infieles que poseen la más larga y ancha parte de la tierra que hay en las indias [...] Es gente infiel, de bestial fiereza, y que no teniendo asiento cierto, especial de verano, andan discurriendo de una parte a otra [...] Por ningún suceso adverso que les acaezca, se entristecen [...] Diferencian de los indios de paz en lengua, costumbres y disposición de cuerpo, fuerza y ferocidad, por la mala influencia de alguna estrella; son dispuestos, nervosos, fornidos, desbarbados; pueden ser tenidos por monstruos de la naturaleza, porque en sus costumbres son tan diferentes de hombres, cuando su ingenio es semejante al de los brutos.

En síntesis, podemos ver que, lejos de ser un concepto que se mantiene inmutable, las ideas ligadas al salvaje se nos presentan como elementos que no sólo se encuentran en tensión con la realidad observada, sino que dentro del mismo sistema existe cierta contradicción entre lo bueno y lo malo en el hombre silvestre. Los conceptos sobre la otredad que llegaron del Viejo Mundo, derivados de antiguas interpretaciones míticas del propio ser social, debieron transformarse al contacto con el otro real, produciéndose una suerte de desencanto al no poderse realizar la utopía en pueblos que se resistían a perder sus más profundas creencias. Entretejiéndose con el mundo ideal, encontramos los intereses de la Corona, los conquistadores y los hacendados por hacer de la Conquista una empresa rentable y del indio un peón que ayudara a satisfacer las demandas del mercado internacional que se gestaba en el capitalismo naciente.

Los primeros viajeros y conquistadores parecen haberse preocupado muy poco por comprender la visión que los indios tenían de sí mismos o de la humanidad en general, y fue más el deseo de enriquecimiento personal que la denigración del otro lo que les condujo a la explotación de las poblaciones mesoamericanas. Partiendo de las nociones bíblicas y la lectura de los filósofos de la Antigüedad, los eruditos de la época generaron un amplio corpus conceptual que definía de antemano las cualidades de los indígenas. Los cronistas generaron múltiples escritos en los que, con cierto interés etnográfico, ponían en relieve las cualidades del buen y mal salvaje de acuerdo con las ideologías dominantes de la época —ya fuera como niños descarriados o como seres indómitos que debían ser sujetos al yugo español. Con la finalidad de introducir en los nativos su propia concepción de “hombre”, los evangelizadores se encargaron de traducir a sus respectivas lenguas los preceptos que desde la óptica cristiana eran definitorios de la condición humana. De suerte que lo que solemos encontrar en los vocabularios de la Colonia temprana deriva más de la búsqueda de equivalentes indígenas de nociones como “alma”, “ánima” y “espíritu” que de un verdadero interés por comprender las antropovisiones autóctonas (Martínez: 2008). Caso excepcional es el del franciscano Bernardino de Sahagún (1950-1963 [1540-1585], lib. X) quien, lejos de conformarse con tratar el tema del tonalli, dedica buena parte del libro X a las partes del cuerpo, las cualidades de los diferentes sectores sociales y los pueblos de la región. Los mesoamericanos, por su parte, parecen haber estado más preocupados por demostrar la legítima posesión de sus tierras que por presentar argumentos en favor de su plena humanidad. Ya sea que deliberadamente se buscara ocultar información o que, simplemente, no requirieran explicarse a sí mismos las nociones corporales, resulta notable que en la mayoría de los textos indígenas de la Colonia temprana, las ideas sobre el cuerpo y la persona suelen tener una función contextual más que temática (véanse, por ejemplo, Alvarado Tezozomoc, 1998 [1598]; Chimalpahin 1998 [1615]; Popol Vuh 1971 [1701]).18

Tras el desencanto por la empresa evangelizadora y colonial, la perspectiva sobre el indio se endureció considerablemente; lo anterior derivó en una mayor persecución de las idolatrías y, pese al aparente desinterés por documentar la cultura indígena, terminó por generarse una considerable cantidad de información sobre la terapéutica, la brujería y las nociones corporales amerindias; ejemplo de ello son las obras de Ruiz de Alarcón (1953 [1629]), Serna (1953 [1656]), Núñez de la Vega (1988 [1702]) y una multitud de procesos relativamente abundantes en las regiones oaxaqueña y maya.19

En la medida en que, bajo la influencia de la Ilustración, las prácticas indígenas iban dejando de ser consideradas como peligrosas, éstas decaían al rango de superstición y se fue perdiendo paulatinamente el interés por las sociedades amerindias de la época. Aun si con la ideología independentista asistimos a un renovado gusto por lo indio, no sería sino hasta fines del siglo XIX que se llevarían a cabo nuevas investigaciones sobre la concepción del ser humano en el pensamiento indígena.

Raza, mente y medio ambiente: la noción de persona entre los antropólogos naturalistas

Fueron pocos los viajeros europeos que exploraron Nueva España durante la política de restricción que adoptó la Corona en el sigloXVII; sin embargo, quienes se adentraron en las regiones indígenas y dejaron constancia escrita de ello nos aportan algunos curiosos detalles sobre sus nociones de persona. El irlandés Thomas Gage (1946 [1648]), quien fuera fraile dominico en México y Guatemala, proporciona valiosos datos sobre nahualismo y brujería; el napolitano Francesco Gemelli (1955 [1700], 88-89; véase también Ichikawa, 2010: 67), en su Viaje a la Nueva España, nos presenta una serie de descripciones físicas de los indios, atiende sus vestimentas y elogia sus habilidades artesanales. Más interesante aún resulta que, al hablar de su temperamento, lo define como algo innato: “Son por naturaleza muy tímidos los indios, mas estando apoyados son cruelísimos”.

Pese a las múltiples vejaciones de las que fueron objeto los indígenas a manos de quienes, considerándolos hombres, los trataban como bestias, los juicios más duros en contra de su capacidad intelectual y plena humanidad suelen provenir de intelectuales europeos que, en realidad, tuvieron muy poco contacto con América. Si bien, desde el siglo XVI, Hernández y Sahagún ya postulaban que las cualidades de los indios derivaban de condicionantes ambientales, este tipo de ideas no parece haberse desarrollado con plenitud sino hasta la segunda mitad de 1600.20 Los mejores ejemplos de ello son las tesis de Pauw (1678) y Buffon (Novoa 2002: 21) sobre la inferioridad climática del Nuevo Mundo, frente a la fortaleza de Europa, que, en consecuencia, tendía a producir seres débiles, degenerados y salvajes que, por naturaleza, serían infinitamente más bajos que los hombres civilizados. Aun cuando otros grandes eruditos, como Clavijero (1945 [1780]) y Pernety (1768), se opusieron enérgicamente a la “inferioridad natural” de América, este tipo de argumentos tuvo tanta influencia que incluso los encontramos en gente como Humboldt (1966 [1811]: 57) más de cien años después.21

En el paso del siglo XVIII al XIX, comenzó a restársele peso a los condicionantes ambientales y, en su lugar, se optó por explicaciones fundadas en la herencia y la fisiología.

En 1798, el neuroanatomista alemán Franz Joseph Gall pretendió haber descubierto que, en los humanos, la forma del cráneo modifica el tipo de funciones cerebrales; de suerte que ciertas conformaciones predispondrían a los individuos hacia la inteligencia, otras hacia la emotividad, la criminalidad, etcétera. A partir de tales propuestas se desarrolló, a lo largo del siglo XIX y parte del XX, una pseudociencia denominada frenología (del griego: (φρ¿ν, fren, “mente”, y λ¿γος, logos, “conocimiento”) que pretendía predecir el comportamiento de los sujetos en función de la forma de sus cabezas. Evidentemente, tal enfoque también tuvo un papel importante en el estudio de las “razas” y su correspondiente clasificación como “superiores” o “inferiores”. Spurzheim, por ejemplo, postuló la distinción de las “razas frontales”, que calificaba como más inteligentes, y las “razas occipitales”, cuyo desarrollo predominante se observa en el campo de los sentidos (Olivier y Mondragón 2011: 94).22

Aunque en México la frenología fue prohibida por el Consejo Superior de Salubridad desde 1846, cabe notar que el Estado nunca contó con medios suficientes para hacer efectiva su censura y, ya fuera que se difundiera a partir de boletines nacionales o extranjeros, ésta sí logró tener cierta popularidad entre las clases ilustradas. Dadas estas condiciones, dicha disciplina nunca logró tener una aplicación real en nuestro país; sin embargo, se suponía que a partir de ella se lograría comprender por qué los indígenas eran pobres y atrasados. Pese a las pocas observaciones realizadas en campo, se estableció que los indígenas tenían “una predisposición a la tristeza, a la taciturnidad, a la desconfianza, a la cólera, a la vergüenza y a las pasiones sexuales” (López Ramos, 1999: 240).

Acompañando a las tropas invasoras, la Misión Científica Francesa introdujo una serie de preceptos metodológicos para el estudio de las poblaciones indígenas que, sobre todo, tuvieron impacto en la conformación de la antropología física (Urías Horcasitas, 2007: 42). Entre los estudiosos que trabajaron en México y Centroamérica durante la ocupación sobresale la figura de Brasseur de Boubourg (1859), un sacerdote de Dunkerque que dedicó buena parte de su vida al estudio de los mayas y la compilación de documentos indígenas. Aunque este célebre erudito no parece haber estado particularmente interesado por la noción de persona, en su extensísima obra dedicó un capítulo entero al nahualismo: un sistema simbólico que, en su opinión, no tenía más fundamento que el aborrecimiento que los indios manifestaban hacia el cristianismo y los europeos en general. Sin embargo, la mayor influencia de la escuela francesa a la naciente antropología mexicana se hace mucho más evidente en los estudios sobre las razas que en los de las culturas prehispánicas.

A tono con los revolucionarios descubrimientos de Darwin (2012 [1859]) y Mendel (1901 [1865]) en torno a la genética y la evolución de las especies, hacia 1865, Sir Francis Galton propuso que no sólo tendían a prevalecer las especies más aptas sino que la ciencia podía intervenir en su mejoramiento a través de la selección artificial. A través de la noción de “raza”, que ya había entrado en uso desde el siglo XVI, se planteaba que los diferentes grupos humanos poseían características sociológicas y psicológicas inmutables que se trasmitían por mecanismos genéticos (Sason 1866: 96-97). La mezcla incontrolada de razas podía desencadenar su degeneración y, por consiguiente, una de las tareas fundamentales de la antropología sería repertoriar las cualidades de los grupos raciales y, en función de ello, planear estrategias adecuadas para un mestizaje más provechoso. Bajo la influencia de la biología, los investigadores del siglo XIX emprendieron diversas clases de estudios, ahora francamente ridículos, para tratar de establecer relaciones entre raza, cultura y mezcla. Périer (1868, 511), por ejemplo, se basaba en observaciones zoológicas para mostrar que, en el ser humano, la mezcla de razas produce individuos fértiles. Daly (1871), por su parte, sostenía la existencia de vínculos entre los tipos de raza y el desarrollo de la arquitectura, mientras que Fetis (1867) sostenía que se podían emplear los sistemas musicales para clasificar las razas humanas.23

Dicha corriente también tuvo un importante impacto en la academia mexicana. Claro que como tales postulados contravenían el enorme grado de civilización que, desde la época preindependentista, se había atribuido al indígena prehispánico, en nuestra región no faltaron quienes se apoyaron en argumentos racistas, e incluso frenológicos, para tratar de demostrar que los pueblos autóctonos no eran inferiores. Algunos, como Henning(1911: 80), se conformaron con exaltar la pureza de los grupos locales y la consiguiente belleza de sus cuerpos; otros, como Pontón (1934: 361-422), aceptaron la noción de raza pero negaron la degeneración de los indios; y otros más, como Pimentel (1903 [1864]: 131-132), se basaron en estudios craneométricos para señalar que los indios tenían la misma capacidad intelectual que los europeos pero poseían rasgos psicológicos que habría que modificar; para solucionar esta situación, se sugería fomentar la inmigración (para mayores detalles sobre el eugenesismo mexicano, véase Stern: 2000).24 Así, pese a que en otros países se pugnaba por la pureza racial, en México

Los eugenistas mexicanos ortodoxos se preocuparon por mantener los esquemas europeos y orientar el desarrollo y dominancia de la raza blanca, ya que ésta se consideraba la portadora de las cualidades deseadas; para ellos, se debía instrumentar, por medio del mestizaje, el aclaramiento racial, pero además considerar las razas blancas que habían demostrado fehacientemente su adaptabilidad al medio (Suárez y López-Guazo, 2009: 20).25

Tras la Revolución, surge con más fuerza que nunca la imagen del mestizo como ideal de lo mexicano. A través de la eugenesia, se pretendían mejorar las cualidades genéticas de la población, la higiene mental y las misiones culturales serían las encargadas de suprimir los vicios que habían derivado en la degeneración de las razas indígenas, y la antropología daría cuenta del estado actual de los indios.26 Es así que, bajo el influjo de Gamio —quien, por cierto, era miembro de la Sociedad Mexicana de Eugenesia para el Mejoramiento de la Raza—, comienza a gestarse una ciencia particularmente enfocada en la transformación de las condiciones de vida de los grupos rurales y su consecuente integración a la modernidad (Gamio, 1942: 17-22).

Es difícil determinar el modo en que las políticas integracionistas modificaron las nociones indígenas de la persona; mas, el hecho de que el Código Penal mexicano haya tipificado al curanderismo como una forma de usurpación de la profesión médica definitivamente terminó por repercutir en las políticas públicas que se implementaron en torno a las terapéuticas tradicionales.27 En la década de 1970, la Secretaría de Salud comenzó a dar cursos y expedir títulos a yerberos y parteras; esto provocó que quienes recurrían a procedimientos simbólicos se vieran marginados frente a quienes se limitaban a la práctica empírica; es como si lo que se hubiera buscado fuera la aplicación de procedimientos autóctonos a una lógica alópata al tiempo que se buscaban erradicar las concepciones corporales exóticas.28

Aunque las perspectivas racistas continuaron en boga hasta bien entrada la década de 1940, desde inicios del siglo XX comenzaron a desarrollarse otros enfoques que, sin poner al indígena en pie de igualdad con el blanco, preferían explicar sus formas de ser a partir de cuestiones psicológicas.

A inicios del siglo XX, Cari Lumholtz (1945 [1902-1904], vol. 2:81), patrocinado por el Museo Americano de Historia Natural, emprendió una larga exploración etnográfica por la Sierra Madre Occidental. A él debemos los primeros informes confiables sobre los rarámuri, los huicholes y, en menor medida, los p’urhépecha. Además de haber hecho excavaciones arqueológicas y colectado ejemplares botánicos y zoológicos, durante su estancia en México, el originalmente teólogo noruego procuró estudiar los más variados aspectos de las culturas con que se encontraba; buena parte de sus datos estaba íntimamente ligada a las nociones indígenas de la persona. Adelantándose a su época, el autor muestra una cierta preocupación por la mentalidad de las “razas inferiores” e incluso llega a sostener sobre un cierto ritualista que éste “vivía como en un mundo sobrenatural que él creía real” —algo muy cercano a lo que después se llamaría la “participación mística”.

Lévy-Bruhl (1957 [1922]) sostiene que, para los primitivos, el individuo sólo puede ser pensado como miembro del grupo y aun después de la muerte continúa formando parte de la comunidad. Así, el alma constituye una psicología colectiva que asocia una experiencia religiosa en la que la naturaleza y lo sobrenatural se compenetran. De hecho, en su trabajo sobre “el alma primitiva” se ve a la noción de persona de las sociedades tradicionales como respuesta prelógica a la eterna interrogante de la naturaleza del yo (Lévy-Bruhl, 1974 [1927]). Freud (1972 [1913]), por su parte, creía que la mentalidad del niño, el neurótico y el salvaje eran comparables, declara que “ni el salvaje ni el neurótico conocen aquella precisa y decidida separación que establecemos entre el pensamiento y la acción [...] el primitivo no conoce trabas a la acción. Sus ideas se transforman inmediatamente en actos. Pudiera incluso decirse que la acción reemplaza en él a la idea”.

En México, Peter (1926: 357) se basó en los trabajos del sabio francés para argumentar que la psicología azteca era esencialmente totemista y atribuye a la educación un carácter civilizatorio capaz de redimir al “salvaje”. Sostiene que si nos olvidamos de la ciencia, “serán sucesos reales nuestros sueños, nuestras autosugestiones, ilusiones y alucinaciones. Todos tendrían el mismo valor como lo que llamamos ’real’ nosotros”. Bassauri (1944: 271-272) compara al esquizofrénico con el indio para mostrar que, en ambos casos, “existe una ambivalencia del Yo, una ubicuidad de la persona que se transfiere en parte o en todo a otras gentes, animales, cosas o divinidades [...] Muchas tribus indígenas se hallan en la etapa mágica y se comportan como los enfermos mentales”. En su opinión, ello se explicaría por ciertas circunstancias históricas, sociales o económicas que habrían provocado el detenimiento de la evolución psíquica de ciertos pueblos. Peinado (1944: 20), quien buscaba elaborar un “retrato psíquico” de los tarascos, supone que el pobre rendimiento de los niños indígenas frente a los no indígenas en el desarrollo de una prueba de inteligencia derivaba de deficiencias en la alimentación, educación e higiene.

Aun si Lévy-Bruhl y Freud son referencias poco habituales en la antropología mexicanista, hoy en día son todavía muchos los que, desde una u otra perspectiva, sostienen que el indígena vive en una realidad diferente; más adelante presentaremos algunos ejemplos.

En síntesis, ya sea que se atribuyeran sus características al clima o el medio ambiente, a la raza o a un defectuoso desarrollo psicológico, parece claro que, cuando la Biblia dejó de ser vista como fuente única de todas las explicaciones, se optó por entender la naturaleza del indio más allá de la cultura. Para los evange-lizadores, el discurso indígena tenía un valor de realidad que, aunque apreciada desde una óptica equivocada, repercutía directamente en sus acciones y maneras de ser. Los naturalistas, por el contrario, decidieron reducir lo indígena a un estado casi patológico cuyas causas se encontraban fuera de la cultura misma. Los textos producidos desde este enfoque parecen muy poco preocupados por el propio contenido de las creencias y, por consiguiente, proporcionan muy pocos datos sobre las visiones del cuerpo, la persona o el cosmos en general.

Lo interesante es que, a pesar de los recurrentes discursos racistas, no sólo las políticas eugenésicas nunca entraron en vigor, sino que, en la realidad, la mayor parte de los estudios desarrollados en esta época podrían haber prescindido de esta clase de argumentos, ya que una gran cantidad de ellos no consiste más que en recopilaciones más o menos ordenadas de datos etnográficos variados. Entre los documentos más preciados, encontramos trabajos, como los de Eduard Seler (1990), Daniel Brinton (1894) y Cari Lumholtz (1945 [1902-1904]), que, aunque no se dedicaron específicamente a las concepciones de la persona, nos aportan valiosos datos sobre el pensamiento de los nahuas, los mayas, los huicholes y los rarámuris.

Persona, cultura y estructura

Franz Boas y la escuela relativista rompen con el paradigma evolucionista y renuncian a tratar de ver a las sociedades como producto de leyes universales que, en diferentes épocas y regiones, tienden a producir idénticos resultados. A principios del siglo XX, el sabio germano-americano rechazó categóricamente el valor analítico de la raciología y propuso que, en lugar de estudiar las relaciones entre la cultura y sus posibles determinantes biológicos, “deberíamos tratar a la humanidad como un todo y estudiar los tipos culturales prescindiendo de la raza” (Boas, 1964 [1911]: 31-33).29 La idea central de su tesis es que un grupo humano sólo puede ser comprendido a partir del estudio de sus propios elementos constitutivos y su devenir histórico-social; debido a ello, el énfasis se encuentra en el trabajo de campo y la colección rigurosa de toda clase de datos.

Desde la fundación del Museo Nacional de México y la publicación de sus Anales —1877-1977—, encontramos un constante esfuerzo por compilar datos variados sobre las culturas indígenas de la región. Tras la creación de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas —1910-1923—, la ciencia social mexicana se vio claramente influenciada por las posturas boasianas; por consiguiente, asistimos a un amplio periodo esencialmente centrado en la acumulación de información (Medina, 1955: 23). Lo llamativo es que, aunque el propio Gamio fue alumno de Boas, en México no se comenzó a criticar abiertamente la noción de “raza” sino hasta la década de 1950. En otros términos, pareciera ser que la principal influencia del culturalismo se dio en las metodologías de campo pero sus propuestas parecen haber tenido poco efecto sobre las maneras en que pensamos la antropología.30

A inicios del siglo XX, la aparición de Las formas elementales de la vida religiosa de Durkheim marcó un hito en la historia de la antropología, pues, lejos de postularse la existencia de un pensamiento primitivo irracional, se propone que las diferentes prácticas y creencias tienen una utilidad social. Dicha tesis ve a las instituciones como medios desarrollados colectivamente para la satisfacción de necesidades biológicas o culturales.

Emile Durkheim (1998 [1912]) afirma que “la persona es lo que hay de social en nosotros”; es la sociedad quien determina lo que significa cumplir un rol en ella y el cuerpo quien permite la individuación del sujeto. Robert Hertz (1990 [1907-1917]), en su obra sobre la dualidad izquierda-derecha, se enfoca a la extrapolación de las cualidades corporales a la imagen del cosmos. “Para este autor no es necesario negar la existencia de tendencias orgánicas hacia la asimetría, pero no bastarían para determinar la preponderancia absoluta de la mano derecha, es necesario considerar aspectos sociales que la refuerzan” (Guillen y Martínez 2005: 37). Mientras que, al tratar el tema de la muerte, se da cuenta de que ésta “tiene para la conciencia social una significación determinada, y constituye un objeto de representación colectiva [...] La muerte no se limita a poner fin a la existencia corporal visible de un vivo, sino que del mismo golpe destruye al ser social inserto en la individualidad física a quien la conciencia colectiva atribuía una importancia” (Hertz, 1990 [1907-1917]: 16). En “Les techniques du corps”, Marcel Mauss (1936: 3-4) pone el acento en las actitudes y manifestaciones corporales como elementos aprendidos y significativos de la pertenencia cultural, mientras que en “Une catégorie de l’esprit humain: la notion de personne et celle de ’moi”, el autor se refiere a la persona como conjunción de la capacidad de conciencia individual y el reconocimiento como tal por parte de un determinado grupo social; así, se le aborda esencialmente desde la perspectiva de una entidad jurídica y moral. Entre otras cosas, aquí el sabio francés postula que, aunque las sociedades tradicionales no posean un concepto análogo al de “persona” que maneja la academia en Occidente, siempre existirán nociones indígenas que definan lo que es el humano más allá de su ser biológico (Mauss, 1938).

En México, dicha perspectiva fue importada por investigadores estructural-funcionalistas, como Redfield, Beals y Tax. Al igual que los culturalistas, los investigadores procedentes de la Escuela de Chicago compartían un profundo interés por el trabajo de campo. No obstante, si para los primeros la cultura era un vehículo para la construcción de la realidad, para los segundos ésta no constituía más que un conjunto de respuestas institucionalizadas y socialmente heredadas. Así, el interés central versaba sobre las maneras en que los diferentes elementos de la cultura se articulaban entre sí para dar coherencia a las interrelaciones que establecían los grupos con su entorno social y natural (Altbach 2010: 43). Aunque hoy el enfoque estructural-funcionalista parece casi olvidado, cabe recordar que muchas de las monografías clásicas sobre nuestra región de estudio fueron generadas bajo tal perspectiva.

A partir de la década de 1930, con el auspicio de la Carnegie Institution de Washington, y bajo la dirección de Redfield, comenzó a desarrollarse una serie de investigaciones, sobre todo en el sureste del país. Desde el decenio siguiente, se estableció una estrecha colaboración entre la Universidad de Chicago, el Viking Fund y el INAH. Fue entre 1942 y 1944 cuando el Proyecto Chiapas, dirigido por Tax y Villa Rojas, comenzó a participar directamente en la esfera formativa al incorporar a varios estudiantes de la ENAH en la investigación de campo. De ahí derivaron trabajos tan importantes como los de Pozas (1959) en Zinacantán y los de Guiteras Holmes (1961) en San Pedro Chenalhó (Albores 1974).

Contrariamente a lo que pudiera esperarse, el estructural-funcionalismo en México no rompió con el indigenismo, sino que, a dichas políticas públicas, sólo se sumaron nuevas perspectivas y temas de investigación.

Si bien es cierto que, desde el siglo XVI, en nuestra región de estudio siempre se ha prestado una atención particular a las terapéuticas indígenas, resulta innegable que la influencia de la Escuela de Chicago produjo un importante cambio de orientación en esta clase de estudios; si en un principio se privilegiaron los procedimientos empíricos, ahora el énfasis recaía en aquellos medios simbólicos que involucraban diversos aspectos de la vida social. Resaltan las investigaciones emprendidas por Mak (1959) entre los mixtéeos, Garate García (1960) en Tehuantepec y Robinson (1961) entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla. Podemos ver así que la antropología estructural-funcionalista muestra una mayor preocupación por la persona enferma que por la persona sana, por el desorden social que por la estabilidad, por los momentos de ruptura que por la continuidad. Es como si, bajo sus propuestas, subyaciera la idea de que a través del estudio de las anomalías fuera posible entender mejor lo cotidiano.

Pese a lo anterior, también encontramos variados trabajos que tocan las nociones indígenas de la persona desde perspectivas más relaciónales. Redfield (1956) estudió las relaciones entre los ladinos e indígenas de Agua Escondida, Guatemala, para mostrar que, más allá de la “raza”, lo que tiende a prevalecer es la noción misma de “diferencia”. Aunque muchas de las prácticas culturales son compartidas, se observa la existencia de comportamientos corporales específicos para cada grupo que denotan una vivencia orgánica distinta. Este trabajo también subraya las variadas actitudes que indios y mestizos adoptan los unos frente a los otros. En un bellísimo artículo, ahora casi perdido, Modiano (1961) se enfoca en la infancia tzeltal para mostrar el modo en que cada etapa del desarrollo construye diferentes tipos de personas en función del entorno social en que su vida se enmarca. Obviamente, también merece especial atención la investigación desarrollada por Guiteras Holmes (1961) entre los tzotziles, pues, además de haber compilado un gran número de detalles sobre la vida religiosa de tal pueblo —cuya especificidad, según la hija del héroe cubano, se vinculaba íntimamente a la vida agrícola—, Lospehgros delalma tiene la virtud de haber dado plena voz a uno de los informantes en la descripción de sus creencias y prácticas rituales; aunque la obra de Guiteras Holmes se convirtió en una referencia obligada para los estudiosos de los Altos de Chiapas, resulta llamativo que muy pocos etnólogos hayan retomado su metodología, pues muchas veces encontramos que quienes pretenden “tomar en serio al otro” no se toman la molestia de transcribir sus propias palabras o, siquiera, traducir correctamente los discursos en lengua indígena.

Entre las tesis funcionalistas que han tenido mayor impacto en la antropología mexicanista, encontramos la de “el principio del bien limitado”, de Foster, y la de “la brujería como medio de control social”, de Villa Rojas. A partir de las investigaciones que desarrolló en Tzintzuntzan, Michoacán, Foster (1972 [1967]) propuso que la mayoría de las prácticas y creencias de tal pueblo se fundaban en la simple idea de que todo lo necesario para la vida humana, incluyendo la buena suerte, existe en cantidades limitadas y no es posible producir un aumento. Así, la acumulación de riqueza por parte de individuos o grupos particulares implicaría un perjuicio para el resto de la comunidad; y es a partir de ello que se generarían mecanismos redistributivos, como las fiestas patronales, que obligan a los más acaudalados a transformar la plusvalía en prestigio social. La falta de participación en dichos procedimientos se traduce en envidia —un sentimiento negativo centrado en quienes poseen más recursos— lo que el autor identifica como el principal motor de la brujería. Incluso en la actualidad, investigadores como Gallardo Ruiz (2005) sostienen que la principal función de los terapeutas es la resolución de aquellos conflictos que desencadenan en el cuerpo la pérdida de la salud.

A través de una amplia casuística chiapaneca, Villa Rojas (1963) muestra que, en múltiples ocasiones, la salud y la enfermedad dependen de la armonía en las relaciones sociales. Siendo el conflicto una de las principales causas de malestar, la brujería sería una acción punitiva que busca encauzar los comportamientos antisociales, en tanto que la terapéutica como medio correctivo tendría la función de restablecer el equilibrio al interior de la sociedad. Aunque las figuras del brujo y el curandero se encuentran plenamente definidas, en la realidad, ambas suelen coexistir en las mismas personas. El reconocimiento del individuo como uno u otro no dependería más que del prestigio alcanzado: cuanto más peligroso fuera un ritualista, mayor sería su capacidad para sanar. El punto en que un sujeto goza de más estima coincidiría así con el momento en que existen mayores sospechas acerca de su actividad nociva. En situaciones de crisis, la sociedad transforma al especialista en una suerte de “chivo expiatorio“ cuya ejecución permitiría la recuperación de la estabilidad perdida.

Sin embargo, un aporte que definitivamente superó los límites del estructural-funcionalismo es la creación del concepto de “cosmovisión” por parte de Redfield (1952); una categoría antropológica que, como veremos adelante, le vendría “como anillo al dedo” a las posturas mesoamericanistas que, en aquel entonces, apenas comenzaban a construirse.

Pese al rigor con el que se recogían los datos de campo, este grupo de estudiosos cometió el error de construir una antropología demasiado mecanicista. Las culturas quedaron reducidas a la articulación de múltiples estructuras o funciones y los individuos, relegados a simples personajes que ejemplificaban lo social. Se prestó poca atención a la variabilidad y la transformación cultural; se privilegió aquello que, supuestamente, daba estabilidad al sistema social. No obstante, cabe señalar que, si perdemos de vista la utilidad de las instituciones sociales, corremos el riesgo de convertir a la antropología en un simple instrumento de traducción que, más allá de describir las lógicas culturales particulares, sería incapaz de alcanzar la más mínima explicación; esto se aprecia, por ejemplo, en aquellos enfoques simbólicos que, demasiado preocupados por el problema del significado, se olvidaron de abordar el modo en que lo ideal y lo discursivo se articulan con la práctica social.

Cuerpo, alma y persona en Mesoamérica

A partir de la década de 1960, bajo la creciente influencia de la Revolución cubana y la Unión Soviética, en Latinoamérica comenzó a gestarse un tipo de ciencia social que veía en el estudio de los pueblos indígenas una clave para la promoción del desarrollo nacional. Desde un paradigma materialista que veía a la religión y la ideología como subproductos de devenires histórico-sociales particulares, comenzó a ponerse mayor énfasis en los aspectos estructurales de los grupos estudiados que en las propias concepciones del mundo.31 Ante el rechazo al funcionalismo, visto como dependiente de las actitudes colonialistas anglosajonas, y el estructuralismo, demasiado alejado de las condiciones materiales de la existencia humana, se produjeron nuevas e interesantes discusiones en torno a los sistemas económicos, los modos de producción, la esclavitud, el género y la reproducción sexual.

Aun cuando en la teoría marxista el tema de lo humano tuviera una posición central —visto como un ser que se construye a sí mismo a través del trabajo—, resulta notable que, a diferencia de lo que sucedía en otras latitudes, en la antropología mexicana de corte materialista histórico los tópicos del cuerpo y la persona hayan sido casi ignorados en la época.32 En nuestra región, tales temáticas sólo pudieron desarrollarse hasta que se produjo una suerte de matrimonio entre materialismo histórico y la corriente mesoamericanista que derivó del estudio difusionista de las áreas culturales.33

Si bien la identificación de áreas culturales tenía un papel central en el proyecto antropológico déla primera mitad del siglo XX, es preciso notar que el impacto del concepto de Mesoamérica rebasó por mucho la propuesta inicial de la época. Lo anterior se debe en gran medida a que, en la definición original de Kirchhoff (1960 [1943]), tal región no sólo se delimitaba por la acumulación de una serie de rasgos compartidos sino, sobre todo, por la coexistencia de un conjunto de grupos humanos interrelacionados por una historia común.34 A través de la recuperación del concepto estructural-funcionalista de “cosmovisión”, donde se resaltaba la unidad de los principios lógicos que estructuraban tanto los procesos productivos como la reproducción ideológica, la mesoamericanística fue capaz de establecer un nuevo marco teórico para el abordaje de la unidad cultural indígena. Asimismo, gracias a la “larga duración” de Braudel (2002 [1997]: 147-177), se consolidó una metodología capaz de explicar la transmisión, la transformación y la desaparición de los elementos culturales. Más allá de la simple enunciación de elementos críticos, López Austin (1994,2001) ha procurado redefinir esta área cultural a partir de la existencia de cierta unidad en los sistemas de pensamiento; más que una uniformidad total, se plantea la existencia de una matriz de ideas compartidas, o núcleo duro, y una serie de elementos que tienden a modificarse con mayor facilidad a través del tiempo, el espacio, los grupos y los individuos. Lejos de existir un consenso absoluto sobre las representaciones del mundo, la “cosmovisión mesoamericana” actuaría como una suerte de lenguaje interregional que, admitiendo la existencia de múltiples variantes, permite cierto grado de inteligibilidad. Dicha concepción conlleva en sí misma un enfoque metodológico particular, pues, suponiendo la existencia de elementos de durabilidad variable, es posible recurrir a la comparación entre datos de diferentes culturas antiguas y modernas ya sea para estudiar la variación y el cambio cultural o para reconstruir, de modo hipotético, aquellos sistemas simbólicos que, en su momento, fueron mal documentados, no documentados o nunca percibidos.

Sin lugar a dudas, una de las obras que más ha influenciado el estudio de la noción de persona en nuestra zona es justamente Cuerpo humano e ideología. No sólo se trata de la más completa investigación sobre las nociones corporales de los antiguos nahuas, sino que además destaca por el uso de un enfoque novedoso y el estudio de muy variadas fuentes de información: datos históricos, lingüísticos, etnográficos y, en menor medida, iconográficos. En dicha obra, López Austin (1989 [1980]) parte del análisis filológico de los nombres nahuas de las partes del cuerpo para identificar una serie de partículas que tienden a indicar relaciones entre los distintos órganos y muy diversas funciones, actitudes y emociones. Una vez reconocidos estos elementos semánticos, se les contrastó con una amplia diversidad de descripciones de partes del organismo, enfermedades y procesos rituales ligados al nacimiento, la enfermedad y la muerte. A partir de ello, el autor generó un complejo modelo en el que el funcionamiento de la persona estaría, a muy grandes rasgos, condicionado por las interacciones que establece una serie de elementos internos difícilmente perceptibles (llamados “centros anímicos”, “fuerzas vitales” y “entidades anímicas”) y un ambiente exterior sumamente cargado de volición e intencionalidad.

Después de López Austin, prácticamente todos los investigadores han reconocido la preeminencia de las entidades anímicas en el tratamiento de los procesos de salud-enfermedad. En múltiples obras, el asunto de la brujería y la terapéutica se vio transformado en una suerte de combate por la gestión o apropiación de las almas. De este modo, recuperando el vocabulario y la metodología del sabio mexicano, poco a poco se ha ido construyendo un amplio corpus bibliográfico en el que, más que centrarse en la especificidad histórico-cultural, se busca descubrir el modo en que tal o cual grupo adopta o complementa los principios básicos de la cosmovisión mesoamericana.

Aunque la multicitada publicación tiene la gran virtud de haber abierto una línea de investigación que, hasta entonces, había sido poco explorada, también tiene el inconveniente de haberse convertido en una suerte de paradigma para el tema del cuerpo, la persona y sus tratamientos; de suerte que, hoy en día, son raros los trabajos que no pretenden explicar las concepciones corporales indígenas a partir del constructo de “entidad anímica”35 —aun cuando el propio López Austin ya haya abandonado esta terminología (2009, comunicación personal)—, como si se debiera dar por hecho que todo grupo humano considera que elementos de esta índole regulan su funcionamiento y como si el cuerpo, por sí mismo, fuera incapaz de portar sentido. No obstante, si en el estudio de la persona privilegiamos las cualidades simbólicas y nos olvidamos de su soporte material, corremos el riesgo de perder de vista justo aquello que debería constituir el centro de nuestra investigación: lo humano. En otros términos, ¿es posible acceder al modo en que el “otro” concibe a la persona sin antes interrogarse sobre el modo en que piensa y representa su propio cuerpo?

Es cierto que “López Austin concibe la continuidad no como una forma mecánica en la cual la religión y las instituciones mesoamericanas se proyectan en el presente, sino a partir de una cultura que recupera y reproduce algunos elementos fundamentales de la cultura prehispánica, al tiempo que transforma y extingue otros” (Altbach 2010: 71). Sin embargo, tampoco podemos negar que muchos de sus seguidores han tendido a adjudicar mecánicamente los principios de las cosmovisiones prehispánicas a los pueblos contemporáneos; de hecho, no han sido infrecuentes los investigadores que pretenden definir los equivalentes nahuas, otomíes o p’urhépechas de las entidades anímicas que, supuestamente, existían en la antigüedad —tal es, por ejemplo, el caso de las investigaciones de Signorini y Lupo (1989), Fagetti (1996) y Dow (1986).

Un ámbito en el que la obra de López Austin parece haber tenido un impacto particular es, sin duda, el de la historia de la medicina que, si bien había comenzado a desarrollarse desde hacía ya mucho tiempo, encontró en las propuestas de Cuerpo humano e ideología un nuevo sustento teórico para sus propuestas.

Pese a las múltiples críticas que los religiosos novohispanos esgrimieron en contra de las ideologías indígenas, resulta claro que, para la Corona, el conocimiento de su medicina sí tenía un lugar relevante. Y es que no sólo se incluyó una pregunta explícita sobre los remedios empleados para combatir las enfermedades en el cuestionario que Felipe II envió a sus administradores coloniales —la número 17 de las Relaciones geográficas—, sino que además el propio rey encomendó a su protomédico, Francisco Hernández (1959 [1577]), la realización de una amplia obra sobre terapéutica indiana. A ello se suma la contribución de los indígenas Cruz y Badiano (1964 [1552]) quienes, en su Libellus de medicinalibus indorum herbis, compilaron un extenso herbario local para hacerlo llegar al rey Carlos I. La falta de médicos de tradición europea, aunada a la existencia de enfermedades desconocidas en el Viejo Mundo, llevó a las autoridades virreinales a asumir cierta tolerancia frente a las prácticas de los curanderos locales (Archila, 1973-1974). El propio Cortés dirigió una carta al emperador solicitándole que no dejara pasar a Nueva España a doctor alguno, pues consideraba que con los de los indígenas era suficiente (Guitiérrez Colomar 1948: 331). Incluso varios de los viajeros que recorrieron la región durante el periodo colonial parecen haber mostrado cierto interés por la medicina indiana; tal es, por ejemplo, el caso del napolitano Francesco Gemelli (1955 [1700]: 212), quien, en su Viaje a la Nueva España, dedica un espacio a la descripción de las cualidades medicinales de algunas plantas desde la perspectiva de la teoría de los humores.

En los textos relativos al tema, se suelen tratar con detalle los remedios empíricos pero se guarda silencio en lo tocante a los elementos rituales. Lo relevante es que, así como en Europa se buscaba distinguir entre magia y ciencia, estos dos abordajes parecieran postular que la práctica empírica y simbólica podían coexistir de manera aislada sin que lo uno contaminara lo otro. El desprecio de la ritualidad y la aceptación de la medicina empírica figuran igualmente en los cinco capítulos relativos al tema que consagró Clavijero (1945 [1780]) en su Historia antigua de México. Lo interesante aquí es que la práctica terapéutica se convirtió en uno de los argumentos del jesuita para refutar las opiniones que, hacia fines del siglo XVIII, profería Paw sobre la supuesta inferioridad de América. Todavía en las últimas décadas del siglo XIX, Paso y Troncoso (1886: 137-235) abordaba el tratamiento indígena de la enfermedad sin aludir a ninguno de sus aspectos simbólicos.

Ya en pleno siglo XX, Aguirre Beltrán (1963), preocupado por definir el modo en que se conformaron los curanderismos actuales, analizó una gran cantidad de materiales coloniales —en su mayoría, procedentes del Ramo Inquisición del AGN— para tratar de tipificar las prácticas europeas, africanas e indígenas que tenían lugar en Nueva España. Años más tarde, Quezada (1989) retomaría la propuesta lópezaustiniana para llegar a conclusiones semejantes. En ambos casos, subyace la idea de que en el periodo colonial cada una de las terapéuticas empleadas respondía a principios lógicos diferentes derivados de cada una de las tres cosmovisiones consideradas. El problema aquí es que no contamos con la misma cantidad de datos para cada uno de tales sectores sociales y, como lo muestran numerosos procesos novohispanos, parecen olvidarse de que, en muchos casos, una persona puede recurrir a ritualistas de diferentes tradiciones buscando solucionar aquello a lo que su propia visión del mundo no ofrece remedio. Eso muestra que, al menos ocasionalmente, práctica y cosmovisión pueden dislocarse.

Los trabajos que les siguieron se caracterizan por un apego excesivo a ese modelo de las “entidades anímicas” que emplean como punto de partida para elaborar una historia de la medicina tradicional desde lo prehispánico hasta las comunidades indígenas modernas. Ortiz de Montellano (2003 [1990]) estudia la dieta mexica a partir del contraste con la terapéutica, la nutrición y la salud de los pueblos nahuas modernos. Viesca Treviño (1997, 1998 [1992]), aborda el sistema médico indígena procurando clasificar las enfermedades en función de sus causas —cosa a la que, en nuestra opinión, sigue faltando bastante claridad.36

Mckeever Furst (1995) parte de la vivencia del organismo para tratar de explicar el origen del sistema anímico de los antiguos nahuas; así, por ejemplo, el tonalli se vincularía con la temperatura corporal del parto, las marcas de sangre en la espalda de un cadáver con el “ave del corazón” y la pestilencia de un cuerpo en descomposición con el ihiyotl. Más allá de lo acertadas que pudieran ser tales asociaciones, vale la pena preguntarse si conocer los fenómenos biológicos que se vinculan con las distintas creencias realmente nos permite un mejor conocimiento de una cultura, pues, como ya lo había señalado Lévi-Strauss (1965 [1962]) con respecto al totemismo, la elección de un fenómeno biológico para la construcción de una representación es arbitraria y la reducción de un sistema a sus correlatos físicos no da cuenta de su coherencia interna.

Si bien es cierto que tradicionalmente la arqueología se ha mantenido refractaria a las temáticas más antropológicas, también es importante señalar que, en últimos tiempos, la iconografía mexicanista se ha interesado cada vez más por las complejas nociones que pudieran evidenciarse a partir de la silueta antropomorfa. Partiendo de la metodología lópezaustiniana, Houston, Stuart y Taube (2006) presentan un cuidadoso análisis de partes corporales, posiciones anatómicas, ornamentos y composiciones anímicas para aproximarse a lo que podría haber sido la noción maya de corporalidad. Siguiendo el esquema tripartita de las almas de los antiguos nahuas, Velásquez (2011) establece cierta correspondencia con las entidades anímicas del Clásico maya. No obstante, se nota cierta falta de claridad en su propuesta, pues, además de presentar una mayor cantidad de componentes, no se alcanzan a apreciar diferencias sustanciales entre sus funciones específicas; en ocasiones, da la impresión de que habla de las mismas cualidades bajo un término distinto. En un estudio inédito sobre la representación humana del antiguo Michoacán, Sanjuan (2011) parte del contraste entre la evidencia material, la información histórica y la documentación etnográfica para proponer la lectura del cuerpo p’urhépecha como un lenguaje en el que tanto las posiciones como las composiciones dan cuenta de los significados que se atribuyen a sus diferentes partes.

Aun cuando las semejanzas, continuidades, variaciones y procesos de cambio nunca han pasado desapercibidos a los ojos de los investigadores, fue gracias al enfoque mesoamericanista que estos tópicos pudieron convertirse en un tema central de la antropología mexicana. Dicha perspectiva permitió trasladar los problemas de investigación del ámbito de la etnia al del área cultural; los datos de cierta época o región se convierten así en meras variantes de modelos más amplios cuya pertinencia rebasa fronteras lingüísticas y temporales. En la historia y la arqueología, la analogía sirvió principalmente para llenar de manera hipotética los huecos de información; mientras que, en la etnología, ésta permitió valorar el grado de adhesión de los grupos contemporáneos a esa matriz cultural general.

Sin embargo, si el propio Kirchhoff (1960) se quejaba de la facilidad con la que la antropología mexicanista había aceptado su propuesta sobre el concepto de Mesoamérica, la academia tampoco parece haber sido mucho más crítica en lo que respecta a la propuesta lópezaustiniana sobre el cuerpo y la persona. El hecho de que, hasta ahora, la historia indígena haya privilegiado los temas religiosos por encima de los sociológicos o económicos se debe en gran medida al propio contenido de sus fuentes de información; el problema es que, bajo la influencia de los modelos prehispánicos, la antropología también ha tendido a tratar de manera inconexa el ámbito de lo simbólico y a descuidar temas tan importantes como el parentesco, el intercambio y los modos de producción.37 La novedosa metodología interdisciplinaria que en su momento empleó el sabio mexicano ha sido recurrentemente retomada por los historiadores en sus trabajos de reconstrucción de culturas extintas —la que Neurath (2007) ha llamado despectivamente “el método del rompecabezas”—. Los etnólogos, por el contrario, se han conformado muchas veces con señalar las semejanzas entre lo que López Austin define como “prehispánico” y lo actual sin que en ello medie el menor atisbo de crítica historiográfica; este vicio ha sido tan recurrente que incluso se presenta en algunos de sus detractores (véase, por ejemplo, Millán, 2009).38 Si el modelo anímico de Cuerpo humano e ideología derivaba de un riguroso estudio de los órganos, sus simbolismos y sus funciones, las investigaciones que en él se apoyaron tendieron a olvidarse del cuerpo y centraron toda su atención en las cualidades de las almas. La preponderancia de lo prehispánico sobre lo actual hizo que, en lugar de buscar comprender a las poblaciones en sus propios contextos, muchos investigadores se conformaran con señalar la manera en que uno u otro modelo antiguo se ajustaba a la realidad del momento. Así, tal como la cita ha tendido a remplazar a la reflexión, encontramos numerosos trabajos en los que la comparación sustituye a la interpretación.

El cuerpo en las alternativas simbólicas

Si bien, en su momento de auge, el estructuralismo fue débilmente acogido por la academia norteamericana, a partir de la década de 1970, asistimos a un breve periodo dominado por la antropología simbólica —claramente influenciada por Lévi-Strauss— y una serie de propuestas esencialmente relativistas.

Mary Douglas (1973) parte de la premisa de que el cuerpo es un objeto sobre el que la cultura inscribe sus propias normas sociales. Es así que en Naturalsymbols se considera al organismo como un símbolo de la sociedad, en el que se reproducen, a manera de tabúes, los peligros atribuidos a la estructura social. Más que tratarse de un cuerpo biológico idealizado, se trata de una percepción social que se introyecta en cada sujeto. En otro trabajo, Douglas, Scheper-Hughes y Lock (1987, en Csordas, 2000: 177) proponen la existencia de tres cuerpos: un “cuerpo individual”, que nos remite a la experiencia del organismo como sí mismo, un “cuerpo social”, que comprende los usos del ser biológico como representación de la naturaleza, la sociedad, etcétera, y un “cuerpo político”, que significa los mecanismos de regulación y control de los cuerpos. La “antropología del cuerpo” fue definida por John Blacking (1977: v-vi) como la que se ocupa de la relación entre cuerpo y sociedad; los medios por los que el organismo físico es constreñido e inspira patrones de interacción social. Este autor (ibidem: 8-18) da cuatro premisas básicas: 1) la sociedad humana es un fenómeno biológico y producto de un proceso evolutivo, 2) todos los miembros de la especie poseen un repertorio común de estados somáticos, 3) una condición básica de esta especie es que la percepción y las sensaciones se expresan en formas no verbales de comunicación, 4) la mente no puede separarse del cuerpo. Así, se estudian la percepción, la práctica, las partes, los procesos y productos de los hechos corporales. El cuerpo es visto como una herramienta, un instrumento para comunicarse, reproducirse y conocer el mundo.

Nancy Scheper-Hughes (1997 [1993]) utiliza el constructo de embodiment —“encarnación” o “en-corporación”—como “las formas que la gente tiene de ’habitar’ el cuerpo [...] formas de praxis corporal, expresivas de relaciones dinámicas sociales, culturales y políticas”. Dicho concepto se refiere a cómo habitamos nuestro cuerpo, cómo lo entendemos, cómo percibimos a través de él y cómo nos valemos del cuerpo para expresarnos. En otros términos, es la plasmación individual de las múltiples y ubicuas relaciones estructurales de poder que configuran la vida social.

Clifford Geertz (1997 [1973]) describe el modo como el lenguaje y las instituciones definen al sujeto frente al resto de la sociedad. Francoise Héritier (1985, 1996) ve al cuerpo como un “referente simbólico” al que se acude para dar explicación a numerosos fenómenos sociales. De suerte que la distinción entre los sexos se encontraría en la base todos los pares de oposiciones existentes: la sangre y el esperma, la noche y el día, lo húmedo y lo seco, etcétera. Se establece cómo “puede construirse un conjunto conceptual acabado, globalizador, donde encuentra su lugar en un mismo punto de mira la definición de persona, la del vínculo social y el mundo natural donde se inscribe el hombre en sociedad” (ibidem: 1990: 164). Siguiendo una tónica semejante, Le Goff y Truong (2005 [2003]) estudian el modo en que diferentes partes del cuerpo, y en particular la dualidad cabeza-corazón, sirven de metáforas para referirse a la sociedad y el poder político.

Para David le Bretón (1990), el organismo aparece como un vehículo de comunicación entre el individuo y el grupo; de tal modo que, a su parecer, la persona no se distingue de la trama social y cósmica sino que se trata simplemente de una de sus modalidades, pero es sólo dentro de una determinada red que el hombre toma conciencia de su subjetividad. “No existe una naturaleza del cuerpo sino una condición del hombre que implica una condición corporal cambiante de un lugar y de un tiempo a otro” (ibidem: 91). “El cuerpo es importante en la noción de persona pues la concepción del primero dependerá de la concepción de la última. El cuerpo está cargado de valores atribuidos a la persona” (Le Bretón 1997, en Guillen y Martínez 2005: 62). En “Embodiment as a paradigm of anthropology”, Csordas (2003), quien además hace un análisis crítico de los trabajos anteriores sobre la antropología del cuerpo, propone que el organismo no es un objeto que pueda ser estudiado con relación a la cultura, sino un sujeto de la cultura.39

Tras la caída de la Unión Soviética y el aparente fracaso del socialismo, el paradigma marxista comenzó a ser desplazado por posturas cada vez más relativistas. Entre otras cosas, se acusaba —tal vez, injustamente— al materialismo histórico de imponer generalidades a realidades particulares (Altbach 2012, comunicación personal). Curiosamente, es también en esta época que notamos un primer alejamiento de las posturas mesoamericanistas. Frente a los autores más dogmáticos, para quienes las pervivencias prehispánicas constituían claras evidencias de una cosmovisión casi inalterable, a partir de la década de 1990, comenzó a generarse una serie de trabajos específicamente dedicados a la noción de persona que se caracterizaban por señalar un cierto distanciamiento con respecto a la propuesta lópezaustiniana.

Partiendo del complejo simbólico, la iconografía y la lingüística, Galinier (1990,1999) realiza un análisis exhaustivo de los rituales para evidenciar particularidades binarias significativas en torno a la corporalidad otomí. El autor explica que, a diferencia de las complejas concepciones teológicas que se expresan en los mitos, aquí se trata de concepciones con un “carácter eminentemente práctico, inscrito en los rituales mismos” (ibidem: 675). De Pury Toumi (1992) y más tarde Chamoux (2011) dejan un tanto de lado el asunto de las entidades anímicas para procurar definir las nociones nahuas de humanidad que se construyen en la alimentación y depredación; se produce así un desplazamiento en el foco de interés de las investigadoras francesas, pasando de una interpretación esencial a una de orden relacional.40

Si bien García Ruiz (1987) ya había planteado el estudio de la noción de persona entre los mochos, tradicionalmente se reconoce a Bartolomé (1996) el mérito de haber explicitado dicho problema de investigación por primera vez en México. En su artículo “La construcción de la persona en las etnias mesoamericanas”, el antropólogo argentino sigue los postulados de Durkheim, Mauss y Geertz para proponer la distinción entre “persona física” —a partir de lo cual se establecen sistemas clasifícatenos—, “persona anímica” —entidades anímicas que otorgan significados colectivos a los sujetos y les dotan de vitalidad— y “persona social” —subjetividad colectiva que determina qué tipo de persona es uno. La persona, para él, es algo que se construye en la interacción social. “Se trata entonces de entender la forma en que las sociedades conciben, definen y finalmente construyen una particular versión de lo que debe ser un ser humano” (bidem: 53). En esta construcción, “parentesco y política fundan entonces a la persona como ser social al proporcionarle una inserción clasificatoria definida dentro de las categorías elaboradas por la colectividad de la que forman parte” (ibidem, 60).41 Fue a partir de ese momento que llegaron a nuestra zona de estudio autores como Le Bretón, Csordas y Héritier —véanse Guillen y Martínez (2005), Romero (2006). Y fue entonces cuando comenzó a hablarse con mucha mayor frecuencia de la “noción de persona” de tal o cual pueblo como si fuera algo que, por default, debiera existir en todas las culturas y épocas. En 2000, la revista Trace dedicó un número especial al estudio de “El cuerpo, sus males y sus ritos” (Gervais [coord.] 2000), mientras que en su número 2007’-2008, Pueblos y Fronteras dedicó un volumen entero a “La noción de persona en México y Centroamérica” (Page Pliego [coord.] 2007-2008).

Fue en buena medida bajo este impulso que se produjeron muchos de los más renombrados trabajos contemporáneos sobre el cuerpo y la persona. Las investigaciones de Pedro Pitarch (1996) y Elios Figuerola (2005) constituyen, hasta el momento, la más importante contribución al estudio de la imagen corporal de los tzeltales, ya que, además de explicar con detalle el modo en que tales creencias se articulan con el resto de la cosmovisión, evidencian algunas de las formas en que las ideas indígenas se han modificado y transformado a partir del periodo colonial. En el estudio de la noción de persona de los tzotziles, sobresale la obra de Jaime Page Pliego (2001, 2002) quien, a partir de su mirada de médico, presenta una imagen comparativa y global de lo que, en dos distintos pueblos de los Altos de Chiapas, constituye el complejo terapéutico tradicional. La obra de Barbara Tedlock (1981) resulta particularmente valiosa por su contribución al estudio de las explicaciones quichés del sueño. Entre los múltiples trabajos sobre la noción náhuatl de “persona”, resaltan los escritos de ítalo Signorini y Alessandro Lupo (1989), donde, partiendo de los conceptos expuestos por López Austin, presentan una visión de conjunto de la concepción del ser humano y su tratamiento en una comunidad indígena contemporánea. James Dow (1986) y Jacques Galinier (1990, 1999) son quienes mayores informaciones han recogido sobre la noción de persona de los otomíes; el primero se centra en la terapéutica tradicional desde el punto de vista del especialista ritual, mientras que el segundo nos aporta una visión de conjunto del papel que el hombre, y en particular el hombre otomí, juega en la imagen indígena del cosmos. También contamos con obras que, tocandoeste tópico de manera tangencial, nos aportan valiosos datos sobre las nociones indígenas de persona; mas, dada la falta de espacio, de momento, evitaremos referirnos a ellas.

Entre los temas tratados destacan la imagen indígena de la feminidad, el tiempo y el espacio en la noción de persona, la relación entre humanidad y animalidad, la concepción del organismo y el control social, el cuerpo en el cosmos, las explicaciones del sueño, lo corporal como modelo y, sobre todo, el cuerpo en la dinámica salud-enfermedad.

Cuerpo y persona en perspectiva

En respuesta a los abusos comparativos y a la predominancia de la historia frente a la etnografía, durante el primer decenio del siglo XXI, un grupo de investigadores comenzó a lanzar una serie de críticas al paradigma mesoamericano argumentando muy acertadamente que las metodologías empleadas para el estudio del pasado, necesariamente incompleto, no tendrían por qué emplearse para el tratamiento de sociedades contemporáneas cuyo conocimiento, en principio, debería poder ser más amplio. Ciertamente, la etnología no tendría por qué ser subsidiaria de la historia (Millán, 2007; Neurath, 2007). El problema es que, como consecuencia del llamado “antimesoamericanismo metodológico”, ha comenzado a gestarse una antropología que no sólo ignora a sus antecedentes prehispánicos sino que se muestra más propensa al contraste con regiones remotas (como Siberia y el Amazonas) que a la búsqueda de afinidades con pueblos vecinos. El tema está abierto a debate, mas difícilmente un enfoque ahistórico puede ser una alternativa viable para enfrentar el anacronismo con el que se venía trabajando. Dicho sea de paso, ignorar la riqueza de las fuentes tempranas de nuestra zona de estudio es simplemente un desperdicio.

Desde Durkheim (1898), la cultura había sido vista como un conjunto estructurado de representaciones colectivas; es decir, como una serie de formas simbólicas que reemplazan o sustituyen a una única realidad medianamente conocible. De esta forma, uno de los principales objetivos de la antropología sería justamente determinar cuáles son esas realidades a las que la cultura refiere. Dado que la cultura es, al mismo tiempo, el objeto de análisis y el medio para su interpretación, se requeriría de una mirada externa —distinta a la de la cultura estudiada— para establecer correctamente la relación entre significado/significante y cultura/ realidad. El resultado de ello es una especie de metadiscurso que, siendo ajeno a la sociedad tratada, pretende explicar su funcionamiento y contenidos. Desde una perspectiva positivista, ello implicaría que el investigador tiene pleno acceso a la realidad y que los sujetos de estudio no. Mientras que, desde una postura relativista, se tendería a suponer que la realidad es incognoscible y que la labor del antropólogo se limita a un mero ejercicio de interpretación en el que el discurso resultante no haría más que traducir la cultura del otro a los términos de la visión del mundo del propio estudioso.

La solución que ofrece el llamado giro ontológico es dar por sentado que lo que el otro dice es una “realidad”, abandonar la interpretación y, a partir de ello, establecer cuáles son las lógicas que operan en ese mundo radicalmente ajeno al del investigador.42 El resultado es una antropología más preocupada por las relaciones que se establecen entre los diferentes aspectos de las sociedades que por el contenido de sus símbolos, y una metodología más cercana a la pragmática que a la semiótica o la hermenéutica.

A tono con la crítica al enfoque mesoamericanista que se produjo entre 2006 y 2008, una buena parte de los estudiosos del curanderismo y la brujería comenzaron a buscar nuevos modelos explicativos en la antropología de otras regiones del mundo. Gracias al impulso del proyecto Etnografía de las Regiones Indígenas, del INAH, los trabajos de autores como Descola y Viveiros de Castro comenzaron a tener mayor difusión en nuestra región. Aunque ambos investigadores ya eran clásicos para los estudiosos de la Amazonia, al parecer no fue sino hasta mediados de dicha década que hicieron aparición en la antropología mexicana, pues, a partir de 2006, figuran en alrededor de 10% de las tesis de posgrado en Antropología y Estudios Mesoamericanos de la UNAM. Entre los temas vinculados aparecen la territorialidad, la meteorología indígena, la resistencia cultural, la muerte y el sacrificio, la noción de persona, las redes sociales, el chamanismo y el nahualismo.

En Par-delá nature et culture,Descola (2005) se propone superar la dicotomía entre naturaleza y cultura —anteriormente postulada por Lévi-Strauss— y “cuestionar la universalidad de aquella polaridad, mediante un repaso de las figuras de lo continuo que trazan otras cosmologías, diferentes de la occidental moderna” (Pazos, 2006: 186). Así, a partir de las múltiples relaciones entre fisicalidad —el cuerpo y las maneras de actuar— e interioridad —la conciencia, lo emotivo— ordena las diferentes fórmulas en cuatro grandes ontologías o sistemas de propiedades de los existentes.43 Cada modo ontológico implica una noción específica de sujeto “y cada tipo de sujeto se enfrenta a problemas epistemológicos y metafísicos igualmente específicos, que trata de resolver instituyendo zonas de objetividad (de ’no sujeto’) respecto de las que elabora tratamientos adecuados” (ibidem: 188). Si bien reconoce que en la realidad se presentan proporciones y distribuciones diversas de componentes de uno u otro modelo, el autor defiende la funcionalidad de éstos como tipos ideales. Los cuatro modos de identificación que plantea en función de la unidad y diversidad de los componentes de los existentes son naturalismo (misma fisicalidad, diferente interioridad), animismo (misma interioridad, diferente fisicalidad), totemismo (misma fisicalidad, misma interioridad) y anal ogismo (diferente fisicalidad, diferente interioridad).44 “Cada uno de estos modos permite un determinado tipo de colectivo” (Otaegui, 2008: 147).

Para ilustrar cada uno de estos “modos de identificación” Descola recurre a casos etnográficos específicos. Así, debido a que, a su parecer, Mesoamérica es representativa del analogismo, usa al nahualismo como un ejemplo más del modo en que la personalidad se encuentra disgregada en múltiples componentes (tonal, tonalli, nahual-ihiyott) que sólo pueden ser metafóricamente reintegrados a partir de la comparación. El problema es que, además de basar su explicación en una única fuente —López Austin—, Descola manifiesta una profunda ignorancia con respecto a nuestra región de estudio y, por consiguiente, todavía son pocos los que se adhieren a la explicación analogista.45

Sin embargo, sabemos de varios investigadores que, sintiéndose atraídos por la propuesta animista, han buscado reconocer algunas de sus cualidades en los sistemas simbólicos mesoamericanos.

De acuerdo con la reciente propuesta de Descola, la característica esencial del animismo es “la imputación por parte de los humanos a los no humanos de una interioridad idéntica a la suya”. De modo que, sin importar su apariencia física, todos los seres del mundo tendrían formas culturales más o menos semejantes a las de los hombres —lenguaje, parentesco, sistemas de intercambio, etcétera. Esto permite a las plantas, los animales y los espíritus comportarse bajo los preceptos y normas morales de los humanos y, al mismo tiempo, comunicarse con ellos (Descola, 2005: 183-199).

En el llamado perspectivismo amazónico, considerado como una suerte de corolario al animismo, se supone que el mundo “está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no-humanas, que lo aprenden según puntos de vista distintos” (Viveiros 2002: 347-399). De suerte que, en principio, todos los seres se verían a sí mismos como humanos y verían a las otras especies como animales o espíritus; en este sentido, los humanos serían los “tapires” que cazan los jaguares y “jaguares” antropófagos para los tapires (ibidem: 350). Debajo de todo cuerpo habría, así, “una forma interna humana, normalmente sólo visible a los ojos de la propia especie” (ídem). En numerosos relatos, los animales se despojan de sus pieles para vivir como hombres en una morada similar a una aldea; existiendo así una cierta unidad de espíritu y diversidad de cuerpos. De tal modo que el hecho de que muchos etnónimos signifiquen “los verdaderos humanos” no implica, en realidad, un etnocentrismo sino más bien una suerte de uso pronominal; es decir, llamarse a sí mismos “humanos” significa que ellos se están colocando en tal posición frente a la alteridad; algo que, en principio podría hacer cualquiera (ídem). No obstante, cabe aclarar que el perspectivismo no supone una suerte de visión engañosa de la realidad, sino que, por el contrario, todos los seres ven el mundo de la misma manera, lo que cambia es el mundo que ellos ven (ibidem: 378-379). El punto de vista depende del cuerpo, no del espíritu; por “cuerpo” no se refiere a lo fisiológico sino a los hábitos: comportarse como animal equivale a animalizarse y, en este sentido, el cuerpo es la manera en que aprehendemos al otro (ibidem: 380).

“Identidad y diferencia se comunican por la depredación, que es el esquema trascendental de relación, el operador prototípico del juicio sintético a priori en este universo simbólico” (Viveiros de Castro, 1992: XIV). Comer es colocarse en posición de sujeto y situar al otro-comido en la de un objeto que se incorpora en el proceso de construcción del propio ser. No obstante, esto no significa que lo depredado pierda por ello su cualidad humana, sino que, por el contrario, lo que se come siempre es “persona” —sea humano, animal o vegetal—, la comida es “inevitable e inmediatamente una relación social [...] Las relaciones de depredación se constituyen como esencialmente reversibles y recíprocas: aquello que se come comerá, y aquello que me come será comido” (ídem). Se instaura así un juego de perspectivas, donde las posiciones de sujeto-depredador y objeto-presa circulan entre humanos y animales, “nosotros” y los “enemigos”. Esta lógica no se restringe a la interacción con aquello de lo que es posible alimentarse —presas animales o cautivos enemigos—, sino que, además, es constitutiva del parentesco. De modo que la alianza no sería otra cosa que un medio más para incorporar la alteridad y, con ello, transformar a los afines en “consanguíneos”. En otros términos, el intercambio con el otro es esencialmente rapaz y recíproco; “de tal manera que todo intercambio, comenzando por el matrimonial, es una forma de depredación” (Martínez, 2007: 235).

Gracias a la existencia de seres transespecíficos, capaces de adoptar la perspectiva de otras clases de entidades, existe la posibilidad de que los hombres, los animales, las plantas y los espíritus se transporten de uno a otro ámbito para actuar sobre las alteridades —esta es, por ejemplo, la función principal de los “chamanes”. De hecho, “el chamanismo amazónico puede ser definido como la habilidad manifestada por ciertos individuos de cruzar deliberadamente las barreras corporales y adoptar la perspectiva de subjetividades aloespecíficas, a fin de administrar las relaciones entre éstas y los humanos” (Viveiros 2002: 358). El cuerpo es una especie de ropa que puede ser mudada; sin embargo, eso no significa que se trate de un disfraz para ocultar la identidad de su portador, sino de algo más parecido a una escafandra que permite a su usuario adaptarse a un medio diferente y funcionar como un ser de la especie que se busca emular (ibidem: 394).

La influencia de estas nuevas perspectivas y su contraste con datos meso-americanos ha dado lugar a la construcción de nuevos tópicos de investigación. Si bien la agricultura constituye hasta la actualidad el principal paradigma para la lectura de la mitología mesoamericana, hoy en día, trabajos como los de Dehouve (2008) y Olivier (2008) han comenzado a mostrar que, en algunos casos, la caza puede tener mayor valor simbólico que el cultivo del maíz. Para el tema específico de la terapéutica, sobresale la propuesta de Millán (2009) en torno a que tanto el “robo del alma” como la curación siguen un modelo cinegético. Pitarch (2011), por su parte, muestra que, en el caso maya, el clásico binomio cuerpo-alma más bien debería ser entendido como un modelo “cuaternario” en el que existe un cuerpo-objeto, con características animales, un cuerpo-sujeto, humano, un alma antropomorfa y otra espiritual de apariencia variable. En la terapéutica, cada una de estas partes requiere de un tratamiento diferente, acorde con la perspectiva que se adopte y con el tipo de entidad sanada. Tomando como punto de partida las cuatro ontologías propuestas por Descola, Neurath (2011) muestra que la ritualidad huichola es demasiado compleja como para ser encasillada en cualquiera de estos modelos y que, en la realidad, sus concepciones terapéuticas cuentan tanto con elementos analogistas como con nociones animistas. Chamoux (2011) señala con razón que el estudio de las entidades anímicas es insuficiente para el entendimiento de las nociones contemporáneas de la vida y, en su lugar, propone relacionar dicho tópico con el de las relaciones sociales. La autora comparte con Descola la idea de que los nahuas creen que un ser humano tiene la misma interioridad que las muchas entidades no humanas del mundo, pero indica que aquí no se trataría de un “animismo” homogéneo y universal.

Sin embargo, también existen otros casos en los que, en lugar de partir de la premisa epistemológica de la existencia de realidades diferentes, los investigadores simplemente han traslapado los modelos amazónicos a las situaciones de nuestra región. A diferencia de los que sucede en Amazonia, donde, antes de Viveiros ya se había notado que, de algún modo, el punto de vista modifica la “realidad” (véanse, por ejemplo, Goldman, 1975; Chaumeil, 1983), en nuestros casos, no es nada claro que la idea de un “perspectivismo” realmente esté presente en el discurso nahua. Ello sin mencionar la arbitraria extensión de conceptos como “persona;; y “no humano” que no toman en cuenta la forma en que dicho grupo construye y usa tales categorías (Millán: 2009).

En otros términos, es claro que la mirada refrescante del llamado “giro on-tológico” nos ha traído nuevas problemáticas de investigación y nuevas soluciones a viejos temas regionales, mas el simple hecho de partir de sus supuestos no implica, por sí mismo, una ventaja cuando se descuidan los aspectos metodológicos más esenciales. No se trata de calcar, como muchas veces se ha hecho, los modelos procedentes de otros contextos culturales sino de partir de las propias categorías indígenas para traducirlas a un lenguaje antropológico más universal.46

Balance final

Cuando estudiamos las nociones de persona, establecemos un diálogo entre las formas en que vemos al otro y las maneras en que nosotros creemos que el otro se ve a sí mismo; independientemente de cuan cercanos o alejados estemos de la “verdad”, nuestras actitudes reflejan buena parte del desarrollo de la propia cultura y las disciplinas antropológicas en particular.

La visión del indio como salvaje o niño descarriado llevó a sostener a los primeros cronistas que sus percepciones sobre el cuerpo y la persona derivaban de una suerte de engaño maquinado por Satán. La raciología y la psicología primitiva dieron por hecho que el discurso del otro correspondía a la vivencia de una realidad diferente y buscaron definir el problema en función de condicionantes externos. A partir del culturalismo, pasando por el estructural-funcionalismo y los enfoques mesoamericanistas, la cultura comenzó a ser vista como telón de fondo para el estudio de estructuras más complejas cuyo contenido debía ser develado por el investigador; ya sea que se buscaran definir significados o funciones, se suponía que lo verdaderamente importante no estaba en el discurso mismo sino en aquello que se mantenía oculto a los ojos del propio sujeto de estudio. No fue sino hasta el muy reciente ontologismo —influenciado por las antropologías indígenas— que se devolvió a las nociones del otro el estatus de realidad.

Los temas estudiados tienden a seguir los intereses de los enfoques en boga. Si los evangelizadores del siglo XVI se preocupaban por la unidad del ser humano y la diversidad de la idolatría, los datos que éstos compilaron versaban en gran medida sobre el origen del indio y sus concepciones sobre la vida y la muerte. Apegado a los determinantes biológico-ambientales que postulaban los naturalistas, se muestra gran interés por la apariencia física, el temperamento y el comportamiento. En el mismo sentido, el triunfo del culturalismo y el rechazo a la noción de raza parece también haber acarreado la derrota del estudio sociológico del cuerpo, pues, mientras en otras latitudes se realizaban interesantes investigaciones sobre cinética balinesa (Bateson y Mead 1942), en México asistimos a un creciente y casi obsesivo interés por las almas.

Si bien la terapéutica siempre ha sido un tema particularmente privilegiado por la academia, fue la Escuela de Chicago la que trasladó el problema del cuerpo a la interacción social, convirtiéndose así los sucesos orgánicos en meras representaciones de interacciones en el interior de la comunidad. El gusto por lo anómalo que en un momento manifestaron Foster y Redfield fue remplazado en el me-soamericanismo por una permanente búsqueda de continuidades en las formas de pensamiento; en tanto que, con la llegada del ontologismo, particularmente enfocado en las relaciones sistémicas, ha comenzado a aflorar una gran cantidad de datos sobre las maneras en que lo social y lo no humano se construyen bajo los mismos modelos.

Sin embargo, también hemos podido observar que la aparición de nuevas perspectivas no siempre implica que las anteriores desaparezcan. Aunque la idea de la existencia de diferentes calidades de hombres pervivió desde el sigloXVI hasta bien entrado el XX, notamos que los argumentos al respecto se fueron desplazando paulatinamente de la idolatría a la biología, la psicología y la marginación social. La llegada del culturalismo —opuesto a la raciología— y el estructural-funcionalismo no implicó por sí misma el automático abandono de las políticas indigenistas, sino que, por el contrario, personajes como Gamio y Villa Rojas adoptaron posturas académicas que aparentemente contravenían las políticas públicas que encabezaron a través de diversos organismos gubernamentales. Vemos incluso que el rechazo abierto a las posturas mesoamericanistas no siempre ha derivado en el abandono por parte de sus críticos del tan despreciado “método del rompecabezas”. Más aún, sea cual fuere la postura adoptada por los investigadores, la gran mayoría de lo estudios que hasta ahora se han realizado suelen enfocarse en la colección y descripción de datos.

Es ahí donde se demuestra la centralidad de la noción de persona en la antropología mexicanista, pues, hoy en día, contamos con una gran cantidad de información al respecto que en buena medida fue generada por estudiosos que ni siquiera se plantearon el tema de manera explícita.

El problema es que, en la actualidad, muchos de nuestros colegas parecen más preocupados por alcanzar interpretaciones novedosas que por analizar exhaustivamente los datos disponibles. Los trabajos más destacados son referencia obligada para la antropología de sus respectivas regiones pero casi nunca encontramos alusiones a los ricos datos que se recogieron en las primeras décadas del siglo XX. Los estudios regionales son prácticamente nulos y siguen faltando los trabajos que busquen comprender las nociones de cuerpo y persona desde una perspectiva diacrónica, pues aun quienes pretenden dar cuenta de la variación y transformación cultural pocas veces se aventuran a explorar la enorme cantidad de información disponible para los siglos XVII y XVIII; peor aun, el hecho de que cada una de las nuevas propuestas se presente como “la noción de persona” de tal o cual pueblo nos ha impedido ver las frecuentes contradicciones que pueden presentarse internamente en los propios discursos indígenas (véanse, por ejemplo, los trabajos de Pitarch, 1996 y Figuerola 2005; Tranfo, 1979 y Cheney, 1979). En ese sentido, valdría la pena preguntarse si realmente existe una noción de persona o si, más bien, nos encontramos ante una concepción múltiple cuyas variaciones responden a la variedad de contextos en que se produce su enunciación.

Un cambio de perspectiva no debiera implicar el rechazo a las propuestas anteriores; lo local no se opone a lo regional, lo diacrónico no se opone a lo sincrónico, lo esencial no se opone a lo relacional, los “cómo” no se oponen a los “por qué”; son simplemente miradas complementarias que, al converger sobre un mismo objeto, pueden dilucidar realidades diferentes de un mismo hecho social. Lo relevante, en todo caso, no debiera ser el nivel en que consideramos las expresiones sino el rigor con el que tratamos las categorías evocadas.

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Somos igualmente conscientes de que pocas veces los “ismos” reflejan la verdadera complejidad del pensamiento antropológico; pero, bajo un esfuerzo de síntesis, hemos debido clasificar a nuestros autores de acuerdo con aquellos principios generales con los que mostramos mayor afinidad.

Véanse Aguado (2004) y Barona (2012) para una revisión de la historia de las nociones corporales en Europa.

El almirante los llama en repetidas ocasiones “gente” u “hombres” y más de una vez se detiene en sus descripciones para explicar cuan amorosos eran los caribes y cuan fácilmente se les podría reducir a la fe católica (Colón, 1999 [1493]: 5-8). Para una discusión sobre el tema de la supuesta animalidad de los indios, véase Gómez Cañedo (1966:1-28). Para mayor detalle sobre las actitudes que los europeos adoptaron frente a los africanos negros véanse Louis XIV, Roi de France (2010 [1680]), Carlos III, rey de España (1996 [1789]), y las obras de Lucerna Salmoral (1996) y Winthrop (1968).

Véase Zavala (1952) para mayores detalles sobre la trata de esclavos indígenas en la Nueva España.

“Está admitido por el Derecho de gentes y natural dar muerte a los enemigos vencidos en justa guerra, someterlos a esclavitud, confiscarles los bienes, pero sólo en tanto cuanto le exige el interés de la paz y bienestar públicos, pues este es el fin de la guerra justa” (Ginés de Sepúlveda: 1951 [1892]: 95).

Lo que constituye una reelaboración cristiana de la aristotélica inferioridad natural y la esclavitud natural.

Dicho sea de paso, la idea de la inferioridad natural no se aplicaba exclusivamente a los infieles pues, como señala Vitoria (1963 [1586], relaciones 20-23): “tampoco entre nosotros escasean rústicos poco semejantes de los animales".

Para mayor información sobre el tema de los monstruos, véanse también las obas de Oates (1985) y Muchembled (2002 [2000]: 99).

De acuerdo con Bartra (1992:13,189-193), “Tal vez lo más notable es la lección que nos da esta suerte de prehistoria del individualismo occidental: la otredad es independiente del conocimiento de los otros. [... A través del tiempo, se] van delimitando los límites externos de una civilización gracias a la creación de territorios míticos poblados de marginados, bárbaros, enemigos y monstruos: salvajes de toda índole que constituyen simulacros, símbolos de peligros reales que amenazan al sistema occidental".

Ginés de Sepúlveda (1951 [1892]: 17-18, 19, 22, véanse también 33, 35) argumentaba que la guerra a los indios era justa porque ésta tenía la finalidad de castigar las faltas que se habían cometido con la idolatría. Declara, además, que “aquellos cuya condición natural es tal que deben obedecer a otros, si rehusan su imperio y no queda otro recurso, sean dominados por las armas [...] Los pueblos bárbaros e inhumanos apartados de la vida civil, conducta morigerada y práctica de la virtud. A estos les es beneficioso y más conforme al Derecho natural el que estén sometidos al imperio de naciones o príncipes más humanos y virtuosos, para que con el ejemplo de su virtud y prudencia y cumplimiento de sus leyes abandonen la barbarie". Bartolomé de las Casas (1999 [1552]: 75-76) se refiere a los indios como “las [gentes] más simples, sin maldades ni dobleces, obe-dientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo. Son así mesmo las personas más delicadas, flacas y tiernas de complisión [...] Son también gentes paupérrimas y menos poseen ni quieren poseer bienes temporales, y por eso no soberbias, no ambiciosas, no cudiciosas".

Aún más imaginativo nos resulta Díaz del Castillo (1972 [1632]: 160), quien acusa a los indios de “tener excesos carnales hijos con madres y hermanos con hermanas y tíos con sobrinos". Recuérdese que, como bien lo ha señalado Graulich (1996), la Historia verdadera... es una obra secundaria escrita por un hombre cuya participación real en la Conquista es más que dudosa.

“Niños con barbas” les llama en una ocasión Ximénes (Termer: 1957 [1930]: 148), “párvulos" los nombra Mendieta (1971 [1870]: 529), “niñitos", Sánchez de Aguilar (1900 [1639]: 27), etcétera.

Todavía a fines del siglo XVIII, el cura de Magdalena, Chiapas, indicó sobre el nahualismo: “tales delitos más que por malicia proceden en los indios de ignorancia” (AHDCH: 1798: fol. 3-4).

Zavala (1971: 45-54) ya había notado la presencia en los españoles de estas dos visiones del indio y desarrolla ampliamente las opiniones en debate.

Motolinía (1969 [1541]: 60) habla de cuatro millones, López de Gomara (1988 [1552]: 325), de seis, ocho o diez millones de bautizados.

Véase, por ejemplo, Ajofrín (1986 [1763-1789]: 83, 120) sobre la poca administración de sacramentos a los indios de Tlanepantla y Yuriria, Michoacán.

Es interesante notar las continuas referencias a encuentros pasados con grupos no cristianos en las descripciones de los pueblos insurrectos. Pomar (1964 [1582]: 155) dice que los chichimecas eran “de una generación de indios bárbaros, como los alárabes de África".

Un caso excepcional es el de Cruz y Badiano (1964 [1552]), donde se busca hacer converger la medicina hipocrática con la de tradición mesoamericana.

Para mayores detalles sobre las opiniones que los párrocos de fines del periodo colonial esgrimían en contra de los indios, véase Taylor (1989).

“Ni las plantas echan profundas raíces, ni cualquiera es de ánimo constante y fuerte, y los hombres que nacen en estos días y que a su vez empiezan a ocupar estas regiones, ya sea que deriven su nacimiento únicamente de españoles o sea que nazcan de progenitores de varias naciones, ojalá que obedientes al cielo, no degeneren hasta adoptar las costumbres de los indios” (Hernández en Bustamante García 2005:324). Sahagún menciona: “y no me maravillo tanto de las tachas y dislates de los naturales de esta tierra, porque los españoles que en ella habitan, y mucho más los que en ella nacen, cobran estas malas inclinaciones; los que en ella nacen, muy al propio de los indios, en el aspecto parecen españoles y en las condiciones no lo son; los que son naturales españoles, si no tienen mucho aviso, a pocos años andados a su llegada a esta tierra se hacen otros; y esto pienso que lo hace el clima, o constelaciones de esta tierra” (1992, X: 579-580,).

“A pesar de la variedad de los climas y las alturas en que habitan las diferentes castas de hombres, la naturaleza no se separa nunca del tipo a que se sujetó de miles y miles de años a esta parte” (Humboldt: 1966 [1811]: 57).

“La tesis de Gall partía de que la función mental se componía de 27 facultades distintas, cada una de ellas situada en un área cerebral específica. Sostenía que la capacidad de funcionamiento de cada una se correlacionaba con su tamaño y expansión periférica [...] Gall pensaba que el contorno craneal era paralelo a la superficie del cerebro de modo que se podían leer características mentales a partir de la forma del cráneo” (Castañeda 2009: 242).

La biotipología era la herramienta clave para el estudio de las razas. “Integral a las visiones del cuerpo político en Italia, Francia y los Estados Unidos durante el periodo entre las guerras, la biotipología jugó un papel de crítica importancia asimismo en la reimaginación de la nación mexicana en las décadas de 1940 y 1950 y sus fantasmas taxonómicos aún acechan a las disciplinas de antropología, criminología y sociología” (Stern, 2000: 59).

En su atípico trabajo, Macías (1912: 181) sostiene que “se nota cierta armonía entre los resultados que se obtienen por el estudio de las lenguas para la determinación de un grupo étnico y los que se obtienen por el estudio de los caracteres físicos".

Véase Martínez y Koricancic (Rydving 2012: introducción) para un ej emplo sobre las políticas adoptadas por los gobiernos escandinavos en torno a sus pueblos indígenas.

Pueden encontrarse varios argumentos eugenésicos en la obra de Vasconcelos (1948: 47-51).

Véase Código Penal citado en Page Pliego (2002:26-30). Sintetizando a Villoro, Dorotisky (2003: 71-72) describe la existencia de tres grandes periodos en el indigenismo: “El primero corresponde a la cosmovisión religiosa que España aporta al Nuevo Mundo [...] En esta etapa, la pregunta es si los indios son o no humanos, si tienen alma, si puede salvárseles [...] El segundo momento corresponde a la del moderno racionalismo que culmina en la Ilustración del siglo XVIII y el cientificismo del XIX. Aquí se gesta un indigenismo que se preocupa, a través de la razón, por diferenciar a América de Europa, y descubrir en la primera lo que le da especificidad para defenderla de la segunda [...] Finalmente, el tercer momento, el indigenismo del siglo XX donde aborda los trabajos de Manuel Gamio, Miguel Othón de Mendizabal y Carlos Echánove Trujillo entre otros, y resalta el papel de la educación como herramienta para resolver los problemas indígenas".

Para algunos ejemplos, véanse Ruiz Méndez (2000: 81) y Gallardo Ruiz (2005: 123, 158-170). A pesar de la amplia difusión que tuvo en nuestro país el indigenismo, cabe recordar que este tipo de políticas sociales siempre tuvo ciertos detractores. De la Fuente (1941: 46), por ejemplo, sostenía que “se ha creído demasiado en lo ventajoso de insistir ante el indígena en lo anticientífico del curandero, en lo inútil o pernicioso de sus prácticas, en lo ineficaz de sus medicamentos, en lo irracional de la creencia y se ha hecho todo esto cuando no se ha estado en aptitud de substituir sólida y permanentemente lo que se quita".

“Resulta así que ni las relaciones culturales ni la apariencia exterior ofrecen base sólida para juzgar la aptitud mental de las razas” (Boas, 1964 [1911]: 32).

Tal perspectiva ha sido sumamente criticada por los estudiosos contemporáneos; sin embargo, cabe destacar que el celo y rigor con el que, en aquel tiempo, se recogieron los datos de campo, hoy en día suele perderse en pro de interpretaciones sofisticadas. Ya son pocos los etnólogos que realizan estancias largas de investigación; y, frente al creciente bilingüismo de los indígenas, cada vez son menos los que se preocupan por aprender las lenguas locales.

Es notable, por ejemplo, que, desde la década de 1970 hasta 1990, no se publicó en Nueva Antropología un sólo artículo sobre temas cosmovisionales.

En Francia, por ejemplo, las corrientes marxistas terminaron conduciendo a los especialistas al estudio del cuerpo y la persona (Godelier 1982, Godelier, 2000; Bourdieu, 1991 [1979]). La carencia de este tópico en México se debe en parte a la realidad política y social del país expresada con el indigenismo (desde Gamio, pasando por Lázaro Cárdenas, hasta Aguirre Beltrán) y sus respectivos matices. Las políticas indigenistas orientaron, en la mayoría de las veces, la investigación antropológica en México, más preocupada por el problema de qué hacer con el indio a nivel estatal que por saber acerca de sus intereses y de su forma de ver el mundo. El marxismo mexicano se pronunció como opuesto a esta situación, aunque eso no niega que en otros temas se hayan elaborado trabajos importantes durante el periodo indigenista (Medina, 1986, 1988; Warman, 1984;Krotz, 1987; Vázquez León, 1987; Méndez La vielle 1987; Coronado Suzán, 1987;García Mora 1986, 1988; Bartolomé y Robinson 1986).

En el materialismo histórico, el cuerpo aparece como un “producto social, fruto de sus condiciones materiales de existencia y de las relaciones sociales de producción [...] Para Marx, lo que el hombre es, no puede establecerse desde el espíritu ni de la Idea sino a partir del hombre mismo, de lo que éste es concretamente, el hombre real, corpóreo, en pie sobre la tierra firme y respirando y exhalando todas las fuerzas naturales. El hombre no es un ser abstracto, exterior al mundo sino que el hombrees en el mundo, esto es el Estado y la sociedad” (Barrera 2011: 121-124; Engels, 1981 [1876], t. 3: 66-79).

Para mayores detalles sobre la historia del concepto de Mesoamérica, véase Altbach (2010).

Incluso Baschet (2000), especialista francés del medievo, hace referencia a dicho concepto.

Entre otras cosas, no se precisa una diferencia convincente entre enfermedad causada por una fuerza divina, por un ser proveniente de alguna parte del cosmos o por las deidades.

La mayoría de las crónicas realizadas por religiosos muestran una mayor preocupación por los aspectos “peligrosos” de las culturas indígenas que por la cotidianidad.

Después de haber criticado el modo en que, para construir sus modelos, los mesoamericañistas mezclan datos procedentes de diferentes épocas y regiones, el autor recurrió a ejemplos mexicas, nahuas, otomíes, mayas y tlapanecos para respaldar su propuesta acerca del nahualismo y la depredación. La cuestión es que, a diferencia de lo que hace el historiador, cuando Millán (2009) compara lo antiguo con lo moderno, atribuye el mismo valor a fuentes de muy diversas calidades.

Csordas (2000,2003) estudia el proceso que permitió pasar del cuerpo como materia implícita a un tópico explícito. Según su análisis, ocurrió en cuatro fases: en la primera se define al cuerpo como posible objeto de indagación teórica (Paul Radin, Maurice Leenhardt, Robert Hertz, Marcel Mauss); en la segunda, tienen lugar las primeras formulaciones explícitas de una antropología del cuerpo (Mary Douglas y John Blacking); en la tercera fase, el cuerpo adquiere el estatus de problema teórico (Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Maurice Merleau-Ponty): ya no es sólo una entidad fija sujeta a las reglas empíricas de la ciencia biológica, no es un hecho bruto de la naturaleza. En la última etapa pasa a ser considerado como un sujeto y agente.

A través de la lengua náhuatl, Pury (1992) relaciona la esfera semántica y conceptual de los vocablos con los mitos de creación y da cuenta de que aquello que es bueno para comer se vincula con “lo humano", mientras que lo “no-humano” estaría relacionado con aquello que no es bueno para comer. De esta forma, la metáfora hombre/maíz se enriquece tanto en plano simbólico como en el social, pues la autora atestigua relaciones de identidad y alteridad mediante categorías espacio-temporales derivadas de la cosmovisión que se traducen en la relación de los nahuas con su otredad.

“Persona física” y “persona social” son conceptos que pertenecen a una terminología descriptiva de la ciencia social, “persona anímica” no. Las “almas” o “entidades anímicas” son un constructo cultural que no puede observarse empíricamente y que pertenece a un discurso de un orden muy diferente; lo primero se refiere a lo que el antropólogo dice del “otro", lo segundo a lo que el “otro” considera sobre sí mismo pero traducido a sus propias categorías por el investigador.

En dicha perspectiva se nota una fuerte influencia de Wagner (1981 [1975]: 22, 35, 47, 54-56), quien sugiere que la antropología debiera “tomar en serio al ’otro’", esto es, no comprender sus testimonios como meras creencias, sino admitirlas como un saber, asemejándolas a la “verdad". “En lugar de preocuparnos sobre cómo usar mejor los conceptos que tenemos a nuestra disposición para explicar o interpretar algo, deberíamos estar preocupándonos sobre el hecho de que nuestros conceptos disponibles puedan ser inadecuados incluso para describir adecuadamente nuestros datos, dejemos de lado el ’explicarlos’ o ’interpretarlos’. Nuestra tarea debe ser entonces localizar esas inadecuaciones en nuestros conceptos para poder reemplazarlos por otros mejores” (Holbraad 2008: 33). Véase Stépanoff (2009) para una crítica a los argumentos ontologistas en relación con los ejemplos siberianos; para este investigador, el error radica en tomar términos relaciónales como atributos ontológicos, el término “ontología” revela una tendencia hacia “qué son las cosas por sí mismas", ignorando el “cómo éstas se relacionan".

La interioridad es “la gama de propiedades ordinariamente asociadas al espíritu (o mente), al alma o a la conciencia —intencionalidad subjetividad, reflexividad, afectos, actitud para significar o soñar— pero también los principios inmateriales que suponen causar la animación, tales como el aliento o la energía vital, al mismo tiempo que nociones más abstractas como la idea de compartir con otro una misma esencia, un mismo principio de acción o un mismo origen. Por contraste, la fisicalidad concierne a la forma externa, la sustancia, los procesos fisiológicos, perceptivos y sesnso-motores, se incluye el temperamento o la manera de actuar en el mundo en tanto que manifiestan la influencia ejercida sobre las conductas o los habitus de los humores corporales de los regímenes alimentarios de los rasgos anatómicos o un modo de reproducción particular” (Descola, 2001:2,627).

Obviamente, la obra del autor es mucho más compleja pero es justo sobre este punto que converge con nuestro tema de interés.

Dicho desconocimiento conduce a Descola a exagerar el carácter analógico de la cosmología mesoamericana; dice, por ejemplo, que “el rasgo dominante de la ontología nahua, como de todo sistema analógico es en efecto reunir en cada existente una pluralidad de instancias” y habla incluso de una diferenciación obsesiva. Su estudio de Mesoamérica parte de la premisa de que existen pocas diferencias entre los pueblos que la constituyen; la cuestión es que esa impresión de homogeneidad cultural —que no es lo mismo que unidad— no deriva de un análisis minucioso de los datos sino de lo reducidas que son sus fuentes de información (Descola, 2005: 289-291,290,292,295,571 nota 15).

El mismo Viveiros de Castro no estaría de acuerdo con este traslado superficial y acrítico de una propuesta teórico-metodológica a otro campo de estudio (Bonfiglioli 2012, comunicación personal).

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