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Vol. 49. Núm. 2.
Páginas 101-148 (julio 2015)
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Medicina indígena y males infantiles entre los nahuas de texcoco: Pérdida de la guía, caída de mollera, tiricia y mal de ojo
Indigenous medicine and childhood illnesses among texcoco Nahuas: loss of guidance, pate falling, tiricia, and evil eye
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David Lorente Fernández
Instituto Nacional de Antropología e Historia/Dirección de Etnología y Antropología Social Av. San Jerónimo 880, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, Deleg. Magdalena Contreras, México, D. F
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Resumen

El artículo describe y analiza sucintamente cuatro de las enfermedades infantiles más frecuentes entre los indígenas nahuas de la sierra de Texcoco (México), enmarcándolas en el cuadro general de las patologías —“físicas” o “materiales” y “espirituales”— características de la zona. Se trata de enfermedades genuinamente “culturales” que sólo pueden ser tratadas por parientes experimentados o especialistas rituales que conozcan la concepción nahua de la persona. El artículo desglosa sus características básicas, etiología, síntomas y terapéuticas mostrando cómo son percibidas por los nahuas a partir de la información recabada durante una investigación etnográfica realizada en la región. A su vez, el artículo reflexiona sobre las complej as relaciones entre el sistema médico occidental y el sistema médico nahua que conviven en la sierra y destaca la existencia de un ámbito terapéutico intermedio, distintivo y camuflado: la medicina familiar o doméstica que brinda respuesta a los males infantiles.

Palabras clave:
medicina indígena
terapéutica familiar
padecimientos infantiles
cosmología
nahuas
Mesoamérica
Summary

The paper describes and analyzes concisely four of the most frequent infant illnesses among the Nahuas in the Sierra de Texcoco (México), placing them in the general frame of the characteristic pathologies —“physical or material”, and “spiritual”— characteristic of the región. These are genuine “cultural” diseases that can only be treated by experienced relatives or ritual specialists. In the article the basic characteristics are analyzed in detail by etiology, course and respective therapeutic methods, showing how the illnesses are perceived by the Nahuas through the information collected during the ethnographic research carried out in the región. At the same time, the article reflects about the complex relationship between the Western and the Nahua medical systems that coexist in the Sierra and points out the existence of an intermedíate field of therapy, distinctive and camouflaged, that offers answers to the childhood diseases: the family medicine or domestic medicine.

Keywords:
indigenous medicine
familiar healing
childhood illnesses
cosmology
Nahuas
Mesoamerica
Texto completo
Introducción

La medicina doméstica, cuyo campo de acción suele ser en muchos casos las afecciones infantiles, pasa a menudo inadvertida pese a su omnipresencia en la vida cotidiana y tiende a ser ignorada por los estudios relativos a la antropología médica, que suelen concentrar su atención principalmente en las representaciones y prácticas de los especialistas rituales indígenas (los representantes de la “medicina tradicional”), en la dinámica del personal y las instituciones hospitalarias de la tradición occidental (la llamada medicina oficial, alópata o biomedicina) o en la complejidad de las complementaciones, conflictos e itinerarios terapéuticos que se establecen entre ambos sistemas médicos. Sin embargo, la medicina doméstica —denominada “atención doméstica” (Kleinman, 1980: 50-59), “modelo de autoa-tención” (Menéndez, 1990), etcétera— suele ser al mismo tiempo destacada como un tercer e importante modelo de respuesta ante la enfermedad que implica a la vez formas específicas de clasificación de las dolencias, diagnóstico y tratamiento. En palabras de Lluís Mallart:

la enfermedad es un hecho cotidiano [...]. Aunque la frecuencia no sea necesariamente un criterio de pertinencia etnológica, es importante que esta medicina doméstica no sea olvidada en beneficio de las otras que quizás apriorísticamente son consideradas como más pertinentes desde un punto de vista simbólico o sociológico [...]. No podemos olvidar que un sistema médico empieza a tomar forma en un rincón de la cocina cuando la madre intenta calmar con un brebaje los primeros síntomas de su hijo enfermo. De este gesto a los grandes ritos terapéuticos celebrados por especialistas hay, ciertamente, una gran distancia, pero el sistema médico de una sociedad ha de considerarse como un todo sin omitir ninguno de sus elementos etnológicamente pertinentes (Mallart, 2006: 69-70).

Una rápida ojeada a la literatura mesoamericanista revela que, con puntuales excepciones —algunos estudios etnográficos que se detienen en las prácticas médicas de las madres y padres de familia u otros parientes en comunidades rurales o urbanizadas1—, lo cierto es que la medicina familiar raramente es objeto de trabajos monográficos que la presenten en su contexto sociocultural. El panorama plantea una térra incógnita y, al mismo tiempo, un terreno fértil por explorar. Como han señalado Zoila et al:.

Las razones por las que aún no conocemos bien las modalidades de la medicina doméstica dentro de los grupos indígenas o campesinos obedecen tanto a las características mismas del fenómeno como a los enfoques empleados en el estudio de la práctica médica en las áreas rurales. En efecto, a diferencia de la práctica de los terapeutas tradicionales, la del mundo doméstico no posee una función pública, no se ofrece como un servicio a potenciales usuarios más allá del grupo familiar o comunal inmediato [...] y no proporciona tratamientos a cambio de remuneración. Por otra parte, el material etnográfico recogido en estas regiones no suele establecer distinciones entre las prácticas caseras y las de los curanderos, quedando ambas bajo la denominación común de “medicina tradicional” o “medicina indígena” y, en los últimos tiempos, de “etnomedicina” (1992: 77-78).

Desde la fecha en que se escribieron estas líneas, la situación no ha cambiado mucho y la mayoría de los trabajos continúan sin distinguir claramente entre prácticas de ritualistas y de parientes, entre la figura del curandero experto y de la madre de familia no iniciada; se privilegia la descripción de la concepción indígena de la enfermedad y se asume que los tratamientos son coincidentes con excepción del grado de elaboración o sofisticación (teniendo siempre por menores en complejidad y más deficitarios a los domésticos, pues es cuando éstos fallan que se acude a buscar al curandero, considerado más “eficaz”).

Sin embargo, el ámbito familiar constituye no sólo el espacio donde se brinda el primer diagnóstico y se emprenden tratamientos, sino en el que toman forma ciertas afecciones y padecimientos: allí surgen, se definen y se curan, pasando inadvertidos muchas veces en la vida comunitaria. El espacio doméstico es el reducto privilegiado y exclusivo para la emergencia de ciertas dolencias infantiles que se ocultan, que no existen ante los ojos extraños, adquiriendo allí visibilidad y existencia plenas. La pediatría indígena, ligada inextricablemente a la medicina doméstica, resulta, en consecuencia, tan desconocida como ésta.

El presente artículo rompe con la tradición marcada por los estudios citados al comienzo y se enfoca en la medicina practicada en la familia por los padres y otros parientes que no son especialistas, pero que aplican sus saberes culturales para diagnosticar y curar a los infantes de cuatro afecciones muy comunes y reconocidas en la sierra de Texcoco. Plantea que lo que podría denominarse la “cultura” de la medicina doméstica cuenta con importantes aspectos sociales que involucran a padres, parientes, vecinos, compadres e incluso terapeutas nahuas en acciones y secuencias acumulativas en torno al niño, que permanece en el interior del espacio privado y de difícil acceso del grupo doméstico.

De las cuatro afecciones que trata la medicina doméstica serrana, dos resultan considerablemente poco conocidas: la tiricia y la pérdida de la guía. La primera ha recibido una cobertura etnográfica escasa y la segunda ninguna en las investigaciones de campo sobre medicina indígena. Al respecto, cabe inquirir si han escapado a la atención de los etnógrafos que trabajan en otras regiones (o si existen allí con otros nombres, dado que la denominación de los padecimientos difiere entre áreas) y si la pérdida de la guía, cuyos síntomas se asocian a lo que en otros lugares se conoce como susto o espanto, es en realidad endémico de la sierra de Texcoco.

La etnografía en que se basa este artículo procede de diversas estancias de investigación en la región realizadas entre 2003 y 2013 y privilegia el punto de vista nativo tanto sobre la definición de las enfermedades como acerca de las formas de tratamiento y el sistema cosmológico nahua que las sustenta. Los informantes entrevistados, principalmente durante conversaciones informales, comprenden amas de casa, madres curadoras, padres de familia, personas que sufrieron los padecimientos descritos, diversas categorías de terapeutas tradicionales y enfermeras y médicos alópatas.

El contexto etnográfico

Situada apenas a 40 km al oriente de la ciudad de México (una de las urbes más populosas del mundo), la sierra de Texcoco es una región indígena nahua que desde 1960 ha vivido un proceso de modernización y urbanización al ritmo de la expansión creciente de la capital. En su paisaje destacan aún las viviendas dispersas entre tierras de cultivo y el trazo de un sistema de riego precolombino, pero la sierra se encuentra cada vez más poblada. A pocos kilómetros corre la carretera México-Veracruz y la mancha urbana de la capital que, incorporando a la ciudad de Texcoco, continúa extendiéndose.

Numerosos serranos trabajan diariamente en las ciudades de México y Texcoco como albañiles, policías, músicos y limpiadoras domésticas en estrecho contacto con las dinámicas de la vida urbana. La pérdida de la vestimenta indígena, debida al contacto, dio paso a un atuendo similar al citadino. A su vez, el proceso de escolarización y la implantación de los programas de educación oficial en 1940-50 promovieron la desaparición de la lengua náhuatl. Hoy los serranos mayores de 40 años de Amanalco, Tecuanculco y Santa Catarina hablan o entienden el náhuatl, pero los niños son monolingües de español, al igual que la totalidad de los habitantes de Totolapan e Ixayoc. Según el censo de INEGI correspondiente al año 2000, de los 15 976 pobladores serranos sólo 1 905, cerca del 10%, hablaban náhuatl. Sin duda, la lengua está en recesión2. El proceso de modernización que implicó la llegada de valores, conceptos y prácticas procedentes del exterior se intensificó con la apertura de carreteras que conectaban las poblaciones con las ciudades de México y Texcoco, le siguió el aumento del transporte; en 1960 aparecieron los aparatos de radio, de 1960 a 1970 fue instalado el tendido eléctrico y llegaron enseres domésticos, como planchas y licuadoras, acto seguido los serranos adquirieron televisores y hoy existen cibercafés adonde acuden los jóvenes a frecuentar redes sociales, jugar videojuegos, hacer las tareas y enviar correos electrónicos.3

La llegada de la atención sanitaria y su relación con la medicina indígena

Cabría decir que la biomedicina llegó a la sierra de la mano de la urbanización acelerada. En las localidades se erigieron viviendas de cemento y ladrillo que sustituyeron a las de adobe con techos de madera o de teja. Hacia 1950, un reducido número de vecinos se desplazaba a Texcoco, la capital municipal, para llevar a sus hijos al doctor o para comprar medicinas. En la sierra no hubo atención sanitaria sino hasta 1970, cuando se instalaron pequeños dispensarios que resultaron efímeros por el rechazo y desconfianza de los vecinos.4 En 1990 se establecieron los centros de salud, cuya ubicación en el centro de las poblaciones junto al edificio de la delegación, formando una especie de plaza, los hizo parte constitutiva de los nuevos patrones de urbanización. Se trata de edificios de una o dos plantas provistos de almacenes, salas de espera y consultorios para atender a la población; albergan camillas, instrumental sanitario, medicinas y aparatos de rayos X.

Por lo común, estos centros los dirigen médicos jóvenes que prestan su servicio social reglamentario mientras concluyen su carrera en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y se preparan para trabajar en otro lugar. Apoyan al médico varias enfermeras oriundas del pueblo que cuentan con la aceptación y confianza de los vecinos, lo que suele ser debidamente instrumentalizado para poner en práctica campañas sanitarias de varios tipos que no le estarían permitidas a un foráneo y socializar entre los vecinos (como si de una misión de proselitismo encubierto se tratase) las concepciones, nociones y prácticas de la biomedicina. En gran medida, las enfermeras participan de la ideología médica alópata y actúan como “cómplices” del médico en la difusión del conocimiento sanitario.5 También existen enfermeras de campo o TAPS (técnicas en atención primaria de salud) que colaboran diagnosticando y brindando asistencia a domicilio durante la “Semana de Salud” y las campañas de vacunación o rehidratación infantil. Debido a esta práctica continuada, los serranos se han ido familiarizando con términos como inyecciones, hipertensión, diabetes, cáncer, etcétera, que incorporan, no siempre en sentido coincidente, a su repertorio de conceptos cotidianos.

Los centros de salud diagnostican y afrontan ciertas dolencias recurrentes en la sierra. Son, por orden de frecuencia, como revelan las entrevistas realizadas a médicos y enfermeras: afecciones respiratorias —por el frío invernal—, diarrea parasitaria infantil, conjuntivitis alérgica debida al polvo y al polen, rinitis alérgica y asma. También abundan los casos de obesidad por trastornos en la dieta que, de estar basada prioritariamente en el maíz, incluye hoy alimentos prefabricados y envasados junto a refrescos y dulces industriales. El alcoholismo se considera un problema común, sobre todo entre los músicos. Los ancianos suelen fallecer de enfermedades crónicas, como la diabetes.

Los serranos han aceptado estas dolencias como enfermedades susceptibles de ser tratadas en los centros de salud por el equipo sanitario, y una parte considerable de la población acude allí para darles solución atendiendo a las terapias del médico. Sin embargo, desde la perspectiva del personal sanitario éstas no sólo son las enfermedades que tratan los centros de salud, sino las únicas que el propio personal reconoce estrictamente como tales; su etiología responde a la clasificación de las variantes nosológicas de la medicina alópata. Las otras categorías de enfermedades que padecen los serranos, calificadas por la antropología médica como “síndromes de filiación cultural”6 (afecciones estrechamente relacionadas con las distintas dimensiones simbólicas de la cultura y las relaciones sociales de un grupo y cuyo padecimiento y técnicas de curación encuentran su sentido y condiciones de posibilidad en el seno de la misma cultura y no en parámetros o criterios externos), son ignoradas o abiertamente negadas por el personal sanitario. Padecimientos como el susto o espanto, el mal aire, la pérdida del espíritu, el ataque de un nahual o una bruja chupasangre (tlahuepochi), junto a los males infantiles que se verán posteriormente, son desacreditados y tildados de supersticiones por los doctores, quienes censuran a los pacientes por su error e indirectamente los persuaden de que se trata de males de una naturaleza clandestina que implica que deban ser negados públicamente y permanecer en secreto.7

Obviamente, los especialistas nativos que las atienden son igualmente ignorados por los médicos. En las visitas que realicé a los centros de Tecuanulco, en junio de 2003, y de Amanalco, en abril de 2011, me topé con respuestas idénticas y significativas. El médico de Tecuanulco me dijo textualmente: “en el pueblo la medicina tradicional está representada exclusivamente por los sobanderos y las parteras, quienes manejan un buen porcentaje de los nacimientos, pero no existe nada parecido a los brujos o hechiceros”.8 En Amanalco fue la enfermera en jefe quien me explicó que los únicos médicos tradicionales del pueblo eran los “curanderos naturistas” o “herbolarios”, quienes utilizan plantas silvestres y farmacopea natural. En ambos casos se reconocía únicamente a los terapeutas nahuas cuyas formas de concebir la enfermedad y los tratamientos coincidían —o podían ser asimilados— con los de la medicina académica. Acomodar huesos y destensar músculos (el huesero y el sobandero), atender un nacimiento (la partera) o aplicar remedios herbolarios contra una afección no eran sustancialmente distintos de las estrategias curativas efectuadas en los centros de salud, pero ritualistas como los graniceros controladores de meteoros, los tepatiki o curanderos de aires y sustos, los espiritistas trinitarios marianos que, como médiums, se dejaban poseer por el espíritu de algún difunto o los brujos tetlachihui que dañan con la mirada —de los que yo había conocido su existencia por testimonios de los vecinos y de sí mismos— eran ignorados completamente por el equipo sanitario. No obstante, los vecinos acudían a ellos asiduamente; eso sí, temerosos debido a su carácter ambiguo y agresivo.

Enfermedades “materiales” y “espirituales” en la nosología nahua serrana

Los nahuas clasifican las enfermedades en dos grandes categorías: las dolencias “materiales” o “físicas” y los males “espirituales”. Esta clasificación, esbozada de forma sencilla y en español, responde tanto al agente patógeno como a la dimensión del ser humano a la que afecta primordialmente; a su vez, se corresponde con las diferentes clases de terapeutas existentes en la sierra y con las distintas formas de tratamiento o terapéuticas utilizadas por los serranos.

La categoría de “físicas” o “materiales” abarca: contusiones, infecciones respiratorias, dolencias de huesos, afecciones cutáneas, embarazos y partos, accidentes, diarrea, empacho, movimiento de órganos, desarreglos alimenticios, desajuste del equilibrio térmico corporal —enfriamientos, calenturas— y, en suma, trastornos cuya etiología se considera habitualmente “accidental”, fruto de una intervención imprevista del entorno y sin aparente intencionalidad (cambios de temperatura, alimentos inadecuados, golpes) o resultante de un funcionamiento deficitario e imperfecto del organismo.

Las afecciones “espirituales”, en cambio, incluyen los males que afectan a los principios anímicos del ser humano y son causadas por agentes conscientes: dueños de los lugares, aires patógenos, en ocasiones Dios o los santos y con frecuencia individuos con capacidades nocivas o brujos con intenciones malignas. Se trata del espanto (momauhti), el robo del espíritu, el mal aire (yeyecatl), el mal de ojo y su variante elxoxal, así como la amplia serie de dolencias psíquicas y somáticas derivadas del “daño” producido por brujería.9 No obstante, otros padecimientos de este tipo, como la tiricia, son provocados de forma accidental o involuntaria.

Las afecciones “materiales” se tratan con terapias mecánicas (tés, masajes, succiones, friegas, supositorios, cataplasmas) y algunas son atendidas en los centros de salud (las denominadas “enfermedades de médico”), otros por curanderos o por familiares diestros en el manejo de la medicina doméstica. Por su parte, las enfermedades “espirituales” requieren de los terapeutas nahuas locales y están sometidas a una notable especialización. Las estrategias curativas, altamente ritualizadas, incluyen pulsación, invocaciones, oraciones, limpias con agua bendita, plantas o gallinas, recipientes especiales para retornar el espíritu perdido al cuerpo del enfermo, ofrendas para las entidades patógenas e incluso procedimientos de devolución del daño si éste fue causado por brujería. Se considera que ningún médico puede tratar estos males: “si los agarra el doctor, empeora o muere la persona”.

Pero esta clasificación de las enfermedades debe tomarse con cuidado y no considerar que la nosología nahua se corresponde con una simple diferenciación entre los dominios del “cuerpo” y del “alma” tal y como son definidos en la concepción médico-filosófica occidental. No se trata de una taxonomía que divida las enfermedades en orgánicas y no orgánicas, en corporales y anímicas; quizás se podría creer a primera vista, pero está lejos de ser así. Las enfermedades que se presumen “físicas” pueden haber sido desencadenadas por un agente espiritual patógeno y responder a una etiología “espiritual” —la erupción de forúnculos en la cabeza del niño afectado por mal de ojo o xoxal, como se verá—, o el sentido de lo que es “material” o “físico” tener poco en común con las explicaciones de la biomedicina —los mecanismos de la caída de mollera, por ejemplo—, o presentarse un desarreglo “material” que no constituya una enfermedad, sino el síntoma de una dolencia “espiritual” más compleja y emboscada, es decir, que un síntoma “físico” tenga una causa “espiritual” —la palidez y abulia de los niños afectados por la tiricia—.10 Así, surgen cuadros patológicos en los que, en función del contexto, algunos elementos son síntomas y otros propiamente las dolencias.

Los terapeutas responden igualmente a esta taxonomía. Quienes curan “materialmente” son los hueseros, sobanderos, parteras y curanderos herbolarios principalmente, dotados de instrucción formal pero carentes en general (salvo las parteras) de un don obtenido mediante revelaciones de carácter divino.11 Los que curan “espiritualmente” sí poseen tal don: son los curanderos de susto o de aire, los graniceros, los espiritualistas trinitarios marianos y los brujos.12 Aunque las especialidades suelen corresponderse con terapeutas diferentes, con frecuencia sucede que ciertos individuos poderosos concentran en sí mismos varias funciones: un granicero que domina las tormentas puede curar de espanto, de huesos, prescribir farmacopea herbolaria y combatir o producir la brujería, por ejemplo, combinándose así terapéuticas “materiales” y “espirituales” en una misma persona.13

En este amplio panorama configurado como un triángulo por la medicina institucional, la nosología nahua y la terapéutica indígena destaca un ámbito intermedio escasamente estudiado: el de los males y terapias infantiles. Su taxonomía, causas y tratamientos obedecen a lo visto anteriormente, pero presentan características propias. En adelante se abordará exclusivamente este aspecto de la medicina doméstica situado a medio camino entre los centros de salud y los ritualistas. La pediatría es un campo de acción restringido en el vasto sistema médico nahua. Para internarse en él, primero es necesario abordar y desglosar a detalle las nociones serranas de lo que constituyen las interioridades del cuerpo: los principios anímicos, la fisiología y morfología humana, las emociones, y, en suma, la teoría nahua de la persona.

Condiciones para la salud: acercamiento a las concepciones nahuas del cuerpo y de la persona

Según los nahuas, en el proceso de gestación el feto recibe, a la vez, un alma y un corazón. El alma se la entrega Dios-Sol14 y por ello se la considera “caliente”; instalada en el corazón, dota al infante de vida y de la capacidad de movimiento y crecimiento. Con un alma en ebullición, “por naturaleza los niños chiquitos tienen más calor que los adultos, ellos cuando comen están sudando, nosotros no sudamos, también cuando están abrigados sudan; los viejitos, en cambio, son más fríos”.

El alma define el carácter y la fortaleza psicológica del niño: si será calmado o agresivo, enfermizo o lo suficientemente resistente como para convertirse en curandero:

Desde niños se ve: hay niños que no se compadecen ante un lloriqueo, le quitan, le arrebatan [su juguete a otro], “eso es mío”, dicen que no, se montan en lo suyo, y no. Y aunque el otro niño se revuelque, llore, diga, patee, no, porque ésos son niños de carácter. De niños es donde se empiezan a ver las criaturas cuáles son los fuertes y cuáles son los débiles, eso es de nacimiento.15

Existen niños de “corazón débil” (ahmo quixicoa ianimancon) y “fuerte” (re-sistiroa ianimancon), estos últimos principalmente si nacen los martes o los viernes, “los días de los brujos”, o en periodos de luna llena. Las emociones se gestan en el corazón y los de corazón fuerte poseen latido fuerte y mirada intensa, son “muy berrinchudos, muy corajientos, muy alterados”. Los de corazón débil tienden a la preocupación y a sufrir del mal del espanto.16

El alma se extiende en irradiaciones en el resto del cuerpo formando los espíritus, pequeñas entidades anímicas de las coyunturas o zonas anatómicas donde late el pulso. Según una curandera: “es la misma cadenita que tenemos del corazón y el pulso, porque si ya no trabaja el corazón, ya no trabajan los pulsos17; si el alma vive, todo nuestro cuerpo está funcionando, y si enferma, nuestras extremidades o espíritus vienen para abajo, ya no tienen reacción”18. Destaca la concepción sistémica: un alma central que pone en funcionamiento un circuito ramificado que recorre, con flujos e irradiaciones —los espíritus—, la totalidad del cuerpo.19 La sangre fluye del alma a los espíritus, transporta la sustancia anímica y la fuerza vital que late en el corazón y “brinca” en los pulsos; como surge del corazón, la temperatura de la sangre y de los espíritus es “caliente” y ayuda a mantener el organismo en este estado.

En la concepción nahua, el corazón se sitúa en el centro del pecho y los espíritus se distribuyen en varios lugares de la cabeza —sienes, frente, coronilla, nuca—, el cuello, los hombros, el pecho, las coyunturas —codos, muñecas—, el vientre, la cadera, los genitales, las rodillas y los tobillos. El conjunto de espíritus enfatiza la verticalidad del organismo y actúa como un sólido armazón interno que contribuye a mantener a la persona erguida. El circuito anímico madura y se fortalece con la edad, y por ello suele considerarse que un niño es más débil y susceptible que un adulto a asustarse por cualquier cosa y perder sus espíritus.

El conjunto de espíritus puede aglutinarse unificadamente para formar una entidad autónoma a la que los nahuas llaman espíritu, en singular; dentro del organismo rige numerosas funciones, la mayoría de ellas psicológicas: el pensamiento, el lenguaje, la atención hacia el entorno, la conciencia reflexiva, la memoria, la intencionalidad y la capacidad de plegarse a los preceptos social-mente establecidos. Las lesiones del espíritu o del sistema anímico alma-espíritus desencadenan fuertes repercusiones sobre el comportamiento del individuo y su “temperatura”, como se verá al tratar los males infantiles.

Tanto los espíritus (en plural) —los pulsos o pequeñas entidades de las coyunturas—como el espíritu unificado (en singular) pueden abandonar el cuerpo debido a tres causas: accidente o enfermedad (pérdida o captura), sueños (cuando aflora involuntaria o voluntariamente) y por decisión deliberada de un ritualista con intenciones terapéuticas o dañinas; su pérdida o captura por seres hostiles constituye un peligro recurrente entre los niños por los motivos señalados.

El complejo alma-espíritus, o su configuración como espíritu, es definido por los nahuas “como un doble cuerpo pero que está adentro”. Este cuerpo interno de naturaleza espiritual se considera el reflejo de un cuerpo orgánico que está, por contraste, afuera, envolviéndolo como una cápsula: se trata del cuerpo físico —tonacayo, “nuestra carne”—, la masa corporal de músculos, órganos y huesos que los humanos poseemos.

Este cuerpo externo, el organismo, es un entramado de sustancias con su morfología y fisiología internas. Según los nahuas, está provisto de piel, músculos, tendones, huesos, venas y una serie diversa de órganos: cerebro, corazón, pulmones, estómago, hígado, páncreas, ríñones e intestinos; su ubicación no siempre se corresponde con la de la anatomía académica.20 El organismo funciona porque “el latir proviene del corazón, y del corazón vienen a dar al cuerpo humano: los brazos, las manos en especial, a los pies”. Existe una configuración radial y las venas transmiten la sangre a todos los órganos de acuerdo con una jerarquía que va de arriba abajo: el cerebro, los órganos localizados en el pecho y las manos la reciben antes que los órganos inferiores y los pies. Además, según su fisiología —tanto por la sangre que les llega como por su actividad—, existen órganos y zonas del cuerpo de calidad “caliente” o “fría”: la cabeza (tzonteco), el paladar, bajo la lengua, las axilas, el corazón (yolotl), el estómago (ijte), el ombligo (xictli), las ingles (los genitales), los intestinos (cuitlaxcoli) y la “guía” —un pequeño órgano ligado al recto y sin clara correspondencia con la anatomía occidental— son “calientes”, mientras que el cabello (estoncalli), los pulmones, el páncreas, los ríñones, la vesícula biliar (chichica) y el hígado (tetepitz) son “fríos”. Su calidad térmica implica que unos sean más proclives a enfermar y determina en parte el origen y naturaleza de los males que los aquejan.

Esta configuración del organismo basada en el binomio “frío”/“calor” —en náhuatl ixtic/totonqui—21 implica dos consecuencias importantes: la existencia de unos parámetros comunes a la totalidad de los seres humanos vinculados con el concepto nahua de persona (el cuerpo como un termostato cuya salud depende del óptimo equilibrio térmico) y el reconocimiento de una variabilidad individual, es decir, la asunción de que las personas son distintas y presentan diferencias entre sí.

En cuanto al primer aspecto, el cuerpo de una misma persona alberga diferentes planos en los que se combinan las nociones de “frío” y “calor” para formar una configuración compleja que debe, no obstante, permanecer en equilibrio. Mientras ciertos componentes presentan una temperatura estable —la piel (yehuayo) se considera “tibia”, por ejemplo, y los huesos (omití) son “fríos”—, principalmente los órganos están sometidos a clasificaciones térmicas según sus funciones y revelan un muestrario de matices; lo anterior se aprecia claramente en los dibujos anatómicos. Cuando los nahuas representan el interior del cuerpo, colorean sus componentes con diferentes gamas y tonalidades, que comprenden del rojo intenso al verde y al azul, indicando con ello si se trata de órganos o zonas de mayor o menor temperatura (figura 1). Los colores denotan calidades y estados intermedios: el rojo es “muy caliente” (

); el naranja (
), el amarillo (
) y el café (
) son “calientes” y el verde (
) y el azul (
) son “fríos”, en diferentes grados. La gradación térmica intracorpórea comprende un abanico de órganos y regiones que son, de esta forma: muy calientes, calientes, tibias, frescas y frías.

Figura 1.

Esquemas anatómicos donde se aprecian, por símbolos, las regiones frías y calientes (fuente: colección personal de Yazmín Arias Espinosa; San Jerónimo Amanalco, 2013) Nota del editor: se conservó la letra manuscrita que en el original venía en color, y se añadieron símbolos gráficos para permitir su identificación en la impresión en blanco y negro.

(0.3MB).

A esta concepción genérica del cuerpo humano promedio se le añaden diferencias individuales: la existencia de personas “calientes” y personas “frías”, dependiendo del principio que predomine. Las personas de alma-corazón “fuerte” tienden a ser calientes y las de alma-corazón “débil”, frías. Un corazón fuerte genera mayor cantidad de calor y, en sentido inverso, un corazón débil, una menor cantidad. De la calidad térmica de hombres y mujeres depende su temperamento. Las personas “calientes” son más fuertes anímica y físicamente, tienen carácter impulsivo, pasional y son más explosivas; tienden, también, a sudar más. Las frías son tímidas, pasivas y físicamente frágiles. Pero además, la diferencia marca a menudo, como se verá, la distinción entre ser agente o víctima de las agresiones espirituales (como aquellas que afectan a los niños). Es decir, define la tendencia particular a enfermarse o a enfermar a otros, a padecer los efectos del mal de ojo y la brujería o a producirlos.

Independientemente de su naturaleza “caliente” o “fría”, las personas están sujetas a cambiar de temperatura a lo largo de la vida. Al nacer son “muy calientes” y se van enfriando progresivamente a medida que crecen. Asimismo, el “calor” o el “frío” personal está sujeto a situaciones coyunturales, a incrementos y descensos circunstanciales. Estados como el embarazo, la menstruación, el enojo, la envidia, el cansancio, la excitación y otros similares, en los que la sangre se acumula en algún punto del cuerpo o incluso se “cuece”, son “calientes”.22 La tristeza, el abatimiento, la pereza, el miedo o el puerperio, cuando la mujer dio a luz y el niño es el depositario de todo su “calor”, son “fríos”.23 Así, las personas “frías” o “calientes” albergan en su interior temperaturas distintas y cambian a su vez de temperatura a lo largo de la vida. En suma, el ser humano es un mosaico térmico y dinámico.24

Además, los nahuas relacionan las interioridades anímicas con los órganos del cuerpo para explicar la producción de sentimientos, emociones y estados cogni-tivos, todos ellos ligados con la salud. Se dice que el pensamiento tiene un origen combinado en la cabeza y el corazón; las emociones y sentimientos se generan en dos órganos fundamentales: el corazón y el estómago, y algunos sentimientos malignos emergen desde el hígado.

Según explican los curanderos: “la razón se encuentra en el corazón y en la cabeza; uno que no es de corazón fuerte, pierde la mente”. La “razón”, la “mente”, son términos que designan un complejo perceptivo-cognitivo integrado por las facultades sensoriales, el raciocinio, el pensamiento, la conciencia de sí y la capacidad de entendimiento, así como el lenguaje y la memoria. El hecho de que la razón-mente esté distribuida en —y sea compartida por— la cabeza y el corazón resulta problemático cuando se trata de dilucidar cómo piensan los nahuas. La razón es una función de la cabeza (tzonteco), donde se alberga parte del espíritu humano en forma de espíritus. Se puede “perder la mente” por dos motivos: el primero es por un golpe en el cráneo, una contusión; esto afecta al órgano. El segundo es por un susto; como explicó una curandera: “alguien pierde la mente por lo mismo que no tiene pulso; está asustado”. La primera causa nos habla de la autonomía relativa del cerebro; la segunda nos permite establecer el tránsito de la cabeza al corazón. Alguien que es de “corazón débil” se asusta, pierde muchos espíritus y con ello la mente. De ahí se deduce que la razón está estrechamente relacionada con el sistema anímico: está en el corazón porque está en el alma25 y en realidad en sus irradiaciones —los espíritus o espíritu— que es lo que, en caso de perderse por un susto, determina que se “pierda la mente” y con ella la conciencia, el raciocinio y la memoria. Cuando una persona se espanta gravemente “no puede retener nada, se le va la mente”.

En cuanto a las emociones y sentimientos (tlahco mac, nin ma chilla), se producen generalmente en el corazón, en su doble acepción de alma y órgano. Según sea éste fuerte o débil, así será la intensidad de las emociones y sentimientos, motivando o inhibiendo la acción en la persona. Las emociones estimulantes desencadenan calor y elevan la vitalidad del organismo; las opuestas ralentizan su funcionamiento. Pero la producción de estados afectivos y emotivos involucra también otro órgano. Como dijo una curandera: “los sentimientos y las emociones se generan en el corazón y en la boca del estómago”. De este lugar, “la boca del estómago”, surgen algunas emociones fuertes, exaltadas, que pasan después, por comunicación orgánica, al corazón, que constituye siempre el foco anímico; es decir, o se generan en el corazón o surgen cerca de él, en el estómago (lite), y luego se le incorporan. Desde allí el afecto o el cariño, el amor o el sufrimiento, embargan al resto del cuerpo. Por último, hay emociones destructivas, ciertos corajes, ciertos estados de ira o de cólera, que se localizan en el hígado (tetepitz), desde el que se dispersan por el organismo.26 Cabe recordar que, curiosamente, el hígado es de naturaleza fría, mientras que la cabeza, el corazón y el estómago son calientes.

Los nahuas experimentan las emociones intensas como un calentamiento del cuerpo: corajes, enojos y odios pasionales elevan la temperatura de la sangre. El corazón, caliente, parece arder. Por el contrario, el miedo, la tristeza o la angustia enfrían, apagan el flujo sanguíneo y ralentizan el corazón, paralizando y debilitando el sistema anímico. Las experiencias emotivas y afectivas pueden enfermar literalmente al individuo. Sentir “bonito” o “feo”, emocionarse o entristecerse repercute en el incremento o descenso del calor corporal, el tono vital y el modo de percibir y hasta de pensar, pues, al involucrar a los órganos, los sentimientos afectan también al sistema anímico y con él a la cognición. La onda expansiva surgida en un órgano termina comprometiendo a las regiones anatómicas adyacentes y finalmente al resto del cuerpo. Sucede también a la inversa: las lesiones de los órganos, los desequilibrios térmicos y los padecimientos anímicos perturban las emociones y los sentimientos explicitando la concepción holística del organismo.

Medicina infantil, curanderos y terapias domésticas

Ser niño en la sierra abarca el periodo comprendido entre el nacimiento y el matrimonio. Existen varios términos en náhuatl para designar al niño según su edad: piltziquitl (recién nacido menor de ocho días sin bautizar), conetl (infante de ocho días),piltonconetl o ixpopocanton (niño o niña de entre cinco y ocho o diez años) y telpocatl o ixpocatl (el o la joven de más de diez años). A partir de ahí el muchacho es tlacamelahuac (“ya no es niño, es casado”).27 A los niños se los considera seres frágiles, delicados, vulnerables, y se les compara explícitamente con vegetales tiernos, como el Talca en su fase de jilote o elote verde; pese a considerarlos de naturaleza caliente, al estarse desarrollando y hallarse inconclusos se dice que sus componentes internos están precariamente fijados e integrados;28 por ello se exponen a sufrir movimientos de órganos y desajustes térmicos; son proclives a la pérdida del espíritu y a los daños anímicos. Ante las agresiones externas, deliberadas o no, son objeto de cuidados y prevenciones: se les protege del frío con mantas, del mal de ojo con amuletos, del ataque nocturno de brujas tlahuepochi con espejos y tijeras, y se evita que visiten lugares donde ocurren encuentros con entes patógenos, como aires de diversos tipos o ahuaques, los agresivos “espíritus del agua” que habitan los manantiales.29

Si padecen males ligeros, lo común es que los atiendan la madre de familia y otros parientes cercanos. La pediatría nahua es un ámbito casi exclusivamente doméstico, concerniente a la medicina familiar. Las visitas al médico se restringen en buena medida a las dolencias respiratorias o gastrointestinales de etiología marcadamente “material”, como la gripe o la diarrea causada por parásitos, introducida en la nosología serrana por las enfermeras de los centros de salud. Si padecen males severos, son atendidos por terapeutas nahuas. De los niños se ocupan, en suma, los siguientes curadores:

  • Las parteras (tisitl), mujeres mayores que reciben el don innato o por revelación de algún personaje sagrado (como Jesucristo) y que lo desarrollan asistiendo a una colega experimentada. Aplican dietas y masajes durante el embarazo, tratan el parto y manipulan ritualmente el cordón umbilical y la placenta, cuidan a la madre y al niño en el puerperio, supervisan la lactancia y aplican baños de temazcal. Su práctica incluye saberes tradicionales y recursos biomédicos por el adiestramiento que muchas de ellas han recibido como “parteras empíricas diplomadas” en los servicios públicos de salud. Tratan males infantiles materiales y espirituales en visitas a domicilio, sobre todo el susto, la caída de mollera y el mal de ojo.30 Su destreza estriba en el conocimiento cercano de las condiciones de nacimiento y de las particularidades anímicas y orgánicas de cada infante.

  • Los curanderos yerberos otepatiki son reclutados e iniciados de manera semejante a la de las parteras, en ocasiones al curarse ellos mismos de alguna dolencia. Emplean herbolaria, tisanas, tés, ungüentos, aceites, cataplasmas, masajes y succiones. Como pediatras, curan males infantiles causados por la intrusión de aires, sustos y pérdida del espíritu, caída de mollera, mal de ojo y desequilibrios térmicos; diagnostican auscultando los pulsos o frotando el cuerpo del niño con un huevo que después rompen en un vaso de agua para leer la enfermedad.

  • Los graniceroso tesifteros, los curanderos más fuertes, reciben el don para curar de los espíritus del agua mediante el golpe de rayo o una grave enfermedad.31 Tratan casos severos de brujería, mal de ojo, xoxal, susto, mal aire, captura del espíritu por los ahuaques o hechicerías derivadas de pactos con el diablo. Diagnostican con huevo, sueños o pulsando al niño y su terapéutica incluye oraciones, herbolaria, productos animales, limpias, masajes, ofrendas y, al igual que los brujos tetlachihui, succiones con un huevo o la boca para extraer la enfermedad del cuerpo “sacando materias feas y escupiéndolas”.

  • Pero son sin duda las madres y otros parientes de la familia, o con frecuencia las vecinas, los principales terapeutas infantiles. Son auténticas curanderas indígenas no iniciadas, carentes del don y reclutamiento místico, pero provistas del saber empírico y simbólico sofisticado de la medicina doméstica, que brindan atención primaria a los niños: previenen las enfermedades, aplican los tratamientos y, a manera de enclaves estratégicos entre los centros de salud y los ritualistas nahuas, eligen los itinerarios terapéuticos adecuados y deciden cuándo y a quién acudir en caso de requerirse asistencia especializada.

La pediatría nahua participa de la crianza, de los cuidados que los padres brindan a los hijos y que, como un ciclo de prestaciones recíprocas, constituye y define los lazos paterno-filiales.32 Criar, cuidar, alimentar y curar males infantiles integra el mismo proceso de producción de la persona; pero, fuera de su familia, ciertas madres adquieren tal destreza que se convierten en reputadas curanderas amateurs demandadas por los vecinos (“porque es más barato que llevarlos a un curandero”). Esta medicina incluye recursos empíricos -masajes y herbolaria- y ritos a pequeña escala. Casi todos los tratamientos se acompañan de infusiones o remedios de plantas cultivadas en los jardines o huertos domésticos, donde crecen en aparente desorden ixtafiate, ruda, romero, ortiga, mirto, albahaca, santa maría, tecedrón, margaritón, menta, hierbabuena, manzanilla, epazote, etcétera. A este arsenal de recursos herbáceos se le suma una suerte de “botica de la abuela” de conocimientos místicos o rituales, en ocasiones bastante refinados, dirigidos a tratar males materiales o anímicos. Gracias a ellos las madres curan de empacho, susto, pérdida de la guía, diarrea, aire, caída de mollera, chincual, tiricia y mal de ojo en casos leves. Las mujeres recuerdan los tratamientos de sus madres y “escuchan a Dios”, es decir, se ponen a pensar y espontáneamente surgen en sus mentes los remedios; reproducen las prácticas observadas y extraen otras de su razonamiento: “si la diarrea es caliente, yo tengo que buscar cosas que sean frías”, etcétera. Curan el susto con “agua de espíritus” que compran en las farmacias; el empacho, untando el vientre y las nalgas del niño con manteca y jalando hacia arriba la piel de la espalda para tronarla y despegar lo que hubiese quedado pegado a las tripas; el aire infiltrado en el cuerpo del niño lo extraen con un huevo, especialmente de gallina negra, pese a que no lo leen como los curanderos y a que el cura que atiende las iglesias serranas advierte a los fieles en misa que no deben hacer limpias porque son prácticas que tienen que ver con el Mal y con el diablo; las madres, empero, no dudan en recurrir a lo que haga falta “si lo que está en juego es la salud de los hijos”.

Otros de los males que tratan, y cuya presencia es común en la vida cotidiana e implica en ocasiones la asistencia de un ritualista, serán descritos a continuación con más detalle.33

Pérdida de la guía

La “pérdida de la guía” —designada con este término en español— es una afección material típicamente infantil consistente en el desplazamiento y ocultación del extremo diminuto de un órgano situado en la región del bajo vientre y los intestinos. Con el término “guía”, aplicado a menudo a las plantas para denotar los zarcillos o raíces, se designa una “tripita” o fino apéndice vermiforme que se cree localizado en la parte interior del tramo final del intestino grueso (cuitlaxcoli tomac) o, más precisamente, del ano. En ocasiones, sin motivo aparente, la guía se esconde o cambia de lugar. El niño, por lo común un conetl y más raramente un piltonconetl o una ixpopocanton, sufre calentura, llora sin cesar y padece trastornos estomacales o diarrea. Para averiguar si la guía “se ha subido” o retraído, acción que parece ser la habitual —como explicó una mujer versada en diagnosticar y tratar a sus hijos y los de sus vecinos—, las madres realizan una breve exploración táctil para sentirla. Cuando la guía no se halla en su lugar, la terapia prescribe deslizar por el recto, como supositorios, pequeñas bolitas modeladas con jabón de lavar la ropa, de la marca Tepeyac, mientras se invoca el nombre del niño para que la guía descienda y se establezca en su sitio. También se recurre a la cera de vela para modelar las bolitas que, según la creencia, a veces expulsa el niño y otras se disuelven en su interior. Antiguamente las bolitas se elaboraban con sustancias herbáceas y el recurso actual de emplear el jabón y la cera —seguramente por la disponibilidad de estas sustancias, eficaces engrasantes o lubricantes— y su significativa similitud con el material, blanco y de textura semejante, del que se hacen los supositorios de patente contra el estreñimiento, sugiriere que al tratar esta dolencia de carácter material se da una especie de adecuación entre la farmacopea tradicional y las sustancias “modernas” características de la biomedicina.

La pérdida de la guía constituye una afección clasificada como material, pues afecta a un órgano ubicable anatómicamente y su tratamiento implica un procedimiento esencialmente mecánico y empírico de recolocación. Desde esta perspectiva, la pérdida de la guía es susceptible de identificarse con el padecimiento que la biomedicina denomina prolapso y que consiste en el desplazamiento de un órgano, muy frecuentemente del recto o de los genitales. Pero este padecimiento incluye también (para los nahuas) una dimensión espiritual, ya que, en la curación, se invoca el nombre del niño, un procedimiento ritual involucrado generalmente en las curaciones de susto. Merece la pena ahondar en este punto.

El susto lo provoca una fuerte impresión externa que conmociona al organismo y lo lleva a perder algún integrante anímico.34 Existen causas naturales —accidentes, caídas, ataques, visiones— y espirituales —agresiones de aires, brujos, el diablo, etcétera—, léase: fortuitas o deliberadas. A causa del susto uno o varios espíritus, asimilados con los pulsos, o todos ellos configurados como espíritu (en singular) caen o son expelidos al exterior del cuerpo. La dimensión anímica del individuo empieza a padecer disfunciones. “Cuando llevamos un susto, el espíritu se esconde, se va; nuestro otro yo busca fuera del cuerpo humano. Al espantarse el corazón, se queda sin pulso de las manos, y a veces incluso de los pies; algunos ya no tienen ganas de vivir, se salió una parte”.

La debilidad o ausencia de pulsos ralentiza o paraliza el flujo anímico y atenúa su irradiación dentro del cuerpo. El resultado es que el alma se ve afectada, el bombeo del corazón se desacelera, la sangre se enfría,35 ciertas regiones quedan sin riego anímico —manos, piernas—, el cuerpo en su conjunto se debilita progresivamente y llega, por último, a alcanzar un estado latente (mantenido vivo por los restos del alma que aún subsisten en el corazón, aunque sus ramificaciones-espíritus falten).

El curandero palpa en el cuello, la nuca, las sienes, los codos, las muñecas, las manos, el corazón, la cintura, las rodillas y los pies. Si los pulsos se traban o desaparecen, anuncia el diagnóstico: “momauhti, se espantó”. Entonces le da de beber al paciente agua de espíritus y tés de flores de color rojo fuerte, es decir, “calientes”, como malvón, clavel, gladiola y yoloxóchitl o “flor de corazón”.36 Su calor se transmite a los lugares del organismo donde se alojan los espíritus-pulsos, combatiendo el frío derivado de su palpitación retardada o su ausencia. El curandero coloca pétalos rojos en cada región anatómica y llama a los espíritus por el nombre del paciente:

Al enfermo se le pregunta su nombre y se le habla por su nombre; se le grita: “¡Hh! Anita, ¡Hh!, ¡Anita, ven!” Así. Se le ponen las flores rojas y se le grita por toda la cabecita, luego por el cuello... “¡Hh!, ¡Anita!” Luego en el pecho; luego en las coyonturas, como lo llamamos nosotros [señala el interior del codo]. “ ¡ Hh!, ¡ Anita, Anita!” Igual aquí, en la muñeca, y luego en las rodillas: “¡Hh!, ¡Anita!” Aquí a los pies lo mismo se les hace, se dejan las flores rojas, se procura meterlas dentro del zapato si trae calceta para que así al espíritu se le ayude a regresar, supuestamente de donde se haya escondido se regresa a la persona enferma...

Por ese medio lo estamos ayudando a que se enderezca [sic] y se ponga de pie todo su cuerpo, sus... espíritus. Porque si está ya así [doblada la persona], por lógica las otras extremidades están dobladas, se están marchitando, y si lo enderezamos le estamos dando vida al cuerpo, al espíritu en especial, pero al cuerpo que es donde debe de estar su espíritu ¿sí? Entonces es como lo enderezamos, lo ayudamos a que se ponga de pie.37

Con esta práctica el cuerpo recobra su postura erguida y los órganos su posición original, entre ellos la guía. Muy probablemente, al invocar el nombre del niño en las curaciones de pérdida de la guía se persigue que, si su desplazamiento lo causó un susto, al volver el espíritu perdido la guía vuelva a situarse en su lugar. Como explicaba la curandera, con el retorno de los espíritus “lo estamos ayudando a que se enderezca y se ponga de pie todo su cuerpo”.

Hallamos un eco de esta dolencia en la Sierra Norte de Puebla, donde se habla del desplazamiento del intestino como una consecuencia del susto o nemouhtil. Es tratado en la fase farmacológica, que sucede a la mística, del “levantamiento de la sombra”. Para Signorini y Lupo, la caída del intestino —el prolapso rectal— es a la vez un síntoma y uno de los efectos secundarios del susto, pues la pérdida de las entidades anímicas, concebida como una caída, se asocia estrechamente con el aflojamiento del cuerpo. Según indican: “la caída en que se configura esta pérdida [de la ”sombra“] tiene entre sus efectos secundarios la bajada analógica [...] del recto {nicuetaxcol mouhtihtoc /sus tripas están espantadas/). Un aspecto de la cura [...] consiste en enderezar y levantar estas partes” (1989:119). Añaden: “el recto [...] se trata con ’pelotillas’ (supositorios) compuestos de numerosos ingredientes, entre los que se encuentran los fundamentales e ineludibles polvo de hueso de ahua-cat y de cuouhtzapot tostado y triturado, y las hojas de maltantzin y de eztafiat” (ibidem: 130). Los autores recogen recetas de supositorios de catorce y de once ingredientes.38 Esto induce a pensar que, aunque en Texcoco la pérdida de la guía es una enfermedad infantil que no se vincula explícitamente con el susto (como sucede en Puebla), los ingredientes herbolarios utilizados allí parecen constituir el referente de las bolitas de jabón Tepeyac o de cera que los nahuas de Texcoco emplean actualmente con los mismos fines.39

La pérdida de la guía no es una dolencia grave, aunque sí produce trastornos intestinales y a veces retención de alimentos, aspectos que son a la vez síntomas y efectos de la dolencia; suele tratarse en casa y, cuando la madre ignora el procedimiento adecuado, es común que visite a la abuela del niño o a una vecina para que actúe como terapeuta. Si se complicara con otra afección, la madre acudiría a la partera o al curandero herbolario.

Caída de mollera

Es un padecimiento característico de los infantes, a los que afecta casi exclusivamente, y en especial a los bebés (piltziquitl o conetl), que presentan la fontanela o “mollera” sin endurecer, en un estado tierno y vulnerable. La caída de mollera consiste en que la fontanela, el área sin osificar situada en la región delantera-central del cráneo (apan en náhuatl), se “sume”, se hunde con respecto a la superficie circundante, y simultáneamente desciende el velo del paladar (quiquetol). La causa principal es haber sometido al niño a movimientos bruscos y rápidos o a caídas. Los signos incluyen el leve hundimiento en el cráneo, al que se suman otros síntomas de índole psicológica y orgánica: llanto continuado, abulia, diarrea, en ocasiones vómitos, palidez, desgana e inapetencia por los alimentos e incluso catarro, debido a la obstrucción de la nariz y al descenso de fluidos acuosos alojados en el cráneo.

Los bebés chiquitos no deben de levantarlos, deben estar acostados, porque su mollenta dicen que se cierra hasta los ocho meses, entonces hasta ese tiempo no los deben de bailar, pero ahora desde que nacen les hacen tantas cosas, le hacen pa’llá, pa’cá... haga de cuenta que, si se le baja la mollenta, se ve que le da catarro, porque tiene las narices tapadas, luego dice: “¡ay, tiene el catarro!...” eso le afecta a la garganta... que muchas enfermedades se producen por no cuidarlos de pequeñitos.40

Debido a su etiología naturalista y a sus efectos orgánicos, constituye una enfermedad característicamente material; además de involucrar el descenso de la fontanela y del paladar, afecta al equilibrio térmico del niño: la mollera sumida se enfría y en consecuencia también la cabeza —zona caliente por antonomasia, junto con el corazón (figura l)—, por lo que se asiste a un desequilibrio de la temperatura intracorpórea a medida que el frío desciende causando el mal funcionamiento de los órganos —estómago, intestinos— y la desestabilización de las funciones corporales: digestión, excreción, etcétera. La calentura, la palidez, los vómitos y la diarrea pueden considerarse síntomas y resultado del desajuste de la temperatura ordinaria del cuerpo del niño, dotado de más calor que el de los adultos.

Debido a las relaciones causales existentes entre el cuerpo orgánico y el sistema anímico, y como revelan ciertos malestares asociados a esta dolencia, se infiere que la caída de mollera involucra también, tangencialmente, aspectos ligados con el sistema anímico. La explicación es sencilla: ciertas regiones de la cabeza constituyen el lugar de residencia de varios de los espíritus que alberga el organismo. De esta forma, la caída de mollera está asociada con una serie de trastornos en el correcto funcionamiento del componente anímico situado en la cabeza del niño, y de ahí probablemente la desgana, la abulia y la tristeza que manifiestan los infantes enfermos: varios espíritus afectados generan desórdenes en el circuito anímico responsable del correcto desempeño afectivo-emocional de la persona.

En cuanto a su tratamiento, suele ser una partera la encargada de diagnosticar y de sanar esta dolencia; en su defecto, la trata una curandera herbolaria especializada en pediatría y en ciertos casos es la propia madre u otro familiar experimentado quien se ocupa del niño. La terapia es de tipo mecánico: se limpia la región de la mollera con agua y, tras rociarla con azúcar, se succiona con la boca o utilizando un huevo para subir la mollera. También se suele utilizar el dedo para levantar la mollera presionando hacia arriba la superficie del paladar desde el interior de la boca o se pone al niño boca abajo y se le sacude suavemente, agarrándolo de los pies. Por lo común, los tres recursos se complementan.41

Yo igual, cuando a mis hijos se les sumía su mollenta, despacio les chupaba con agua, pero fuerte no, hay que saber, despacito; con cuidado se le echa azuquitar en la cabeza y se le hace “uuuhhh” [succionando] y entonces ya se le empina. Y también hacerle despacio hacia arriba acá [en el paladar], sobarle el paladar porque se le baja, haga de cuenta sí se le baja la mo-llerita... Y se le sacude al niño bocabajo con cuidado para que vuelva a quedar en el mismo lugar. Bocabajo así, como que se le sacude tantito bocabajo y luego ya tiene que estar así dos semanas acostado sin levantarlo, y se compone el bebé, ya no se le baja.42

A los procedimientos de manipulación anatómica se les añaden otras estrategias de carácter térmico para transferir calor a la cabeza y restaurar así la temperatura perdida tanto en este lugar como en el resto del cuerpo. Se arropa al niño con un rebozo para que se caliente y sude copiosamente; también se prescribe la ingestión de líquidos: infusiones de plantas “calientes” cultivadas en el huerto doméstico, como manzanilla, tecedrón, ixtafiate, santa maría, etcétera, en una cocción administrada durante un par de días. Ésta constituye la terapéutica básica.

Si se la examina atendiendo tanto a su etiología como a los aspectos del organismo a los que afecta y a su tratamiento, se advierte fácilmente que la caída de mollera parece tener mucho en común con la pérdida de la guía, que los nahuas definen como un mal de carácter material —desplazamiento de un órgano—, ubi-cable anatómicamente y tratable con recursos empíricos. Pero, en contraste con la pérdida de la guía, la caída de mollera parece afectar más claramente al sistema anímico y desencadenar consecuencias sobre el complejo de espíritus cercanas a las del susto, o bien el mismo susto constituye su etiología en ciertos casos. Es relevante destacar que la caída de mollera no suele ser un padecimiento aislado o autónomo, pues a menudo se inscribe en un cuadro nosológico intrincado y complejo donde intervienen diversas afecciones. Puede derivarse de otras dolencias o estar en ocasiones involucrada en procesos patológicos en los que el susto es la primera causa. Un caso registrado en la población de Santa María Tecuanulco y consignado en el diario de campo lo ilustra bien:

Un niño se espantó al caer de la andadera y a los pocos días empezó a adelgazar y a ponerse amarillo, los ojos se le ribetearon con ojeras negras y no quería comer. Se lo llevaron a una curandera del pueblo que vive cerca de la iglesia y cura de espanto a los niños. La mujer encadenó sucesivamente varias operaciones terapéuticas en el mismo tratamiento: primero le succionó al niño la muñeca y el interior del codo mientras llamaba a los espíritus por su nombre. Después le introdujo por el recto ocho bolitas de jabón Tepeyac que previamente había redondeado entre las palmas de las manos. Finalmente le mojó la mollera con agua y procedió a levantarla succionándole con la boca la parte central del cráneo, la fontanela. En poco tiempo el niño arrojó las bolitas y con ellas cierto tipo de “mal” (se supone que alguna entidad patógena se le había también introducido). Unos días después, el niño estaba recuperado por completo y había comenzado a comer.43

El episodio ilustra que la curación de la caída de mollera puede estar inscrita en un amplio tratamiento en el que el recurso destinado a tratar el susto —llamar a los espíritus por el nombre del paciente— es combinado con las bolitas de jabón Tepeyac —quizá para enderezar la guía caída o perdida— y concluido con el levantamiento de la mollera. Así, la aplicación de un tratamiento integral diversificado persigue la prevención o curación de otras posibles patologías asociadas en el mismo cuadro sintomatológico y clínico. Dado que los niños presentan con frecuencia diferentes afecciones combinadas y estrechamente articuladas, un tratamiento terapéutico multidimensional y de amplio espectro se plantea a menudo como el más adecuado.

En ciertos casos de gravedad, cuando el niño es trasladado al centro de salud, la caída de mollera suele ser descrita y clasificada por los médicos como uno de sus síntomas: deshidratación; el tratamiento incluye entonces la aplicación oral o en inyecciones de diferentes tipos de sueros glucosalinos y glucobicarbonatados; no obstante, las enfermeras locales acostumbran reconocer, en los propios términos culturales de sus vecinos, la naturaleza específica de la dolencia y aconsejarles a los serranos terapéuticas coincidentes.

Tiricia

La “tirisia” o “tiricia” —en náhuatl tulixihuit— es una enfermedad principalmente infantil que afecta al alma, a los sentimientos y a los afectos, así como al tono emocional del infante. Sin motivo aparente, pero debido muchas veces a tensiones o desplazamientos del afecto en el ámbito familiar o a haberlo dejado solo en casa cierto tiempo, un niño comienza a “tristear”, a mostrar un debilitamiento de la voluntad y un estado general de desánimo: se encuentra desganado, apático, y en ocasiones su piel presenta una tonalidad pálida o lívida. Se considera que su interioridad anímica está debilitada, exangüe. Puede deberse a que un pariente lo haya dejado de cuidar y transferido su afecto a otro, o a la pérdida de un familiar o de un ser querido.44

Mi mamá decía que luego se ponían tristes, se chiqueaban, porque se dejaban solitos. Porque mi hijo cuando estaba chiquito se me enfermaba bien harto. Y su mamá de mi suegra, cada vez que lo agarraba, decía: “¡ay, lástima de niño, ni color tiene, todo pálido!”, y se enfermaba. No quiere comer, se chiquea, llora. Llevas al doctor, de todo se enoja. Llevas al doctor y dice: “no tiene nada el bebé, está mal alimentado”. ¡Pues si no quiere comer! Nada más no quiere comer, se chiquea o empieza a llorar. Les da tiricia cuando están chiquitos, que será, de un año les da. Y si no se atienden, dice mi mamá que por eso se quedan unas señoras bien enojonas, o sea de mal carácter. Se quedan así. Y si se les atienden y se les llama la atención, se componen.45

La tristeza y el retraimiento producen un déficit energético en el sistema del alma-corazón y los espíritus del niño, y con él un descenso en la frecuencia de sus palpitaciones, una ralentización del torrente sanguíneo y de las conexiones anímicas. El alma como activadora de las irradiaciones menores de los pulsos se debilita, pierde fuerza. Dado que las emociones y los sentimientos se generan en el corazón, la desvitalización inducida por la tristeza deja al infante abatido y en peor situación que al depositario de un corazón débil, es decir, sin voluntad, vulnerable, impotente y mohíno. La conexión que la fisiología nahua establece entre el corazón y la cabeza conlleva que esta afección emocional termine perjudicando a las funciones cerebrales, la razón, la mente —el complejo perceptivo-cognitivo formado por las facultades sensoriales, el raciocinio, el pensamiento, la conciencia de sí, la capacidad de entendimiento y el lenguaje—desencadenando una verdadera depresión o decaimiento psicológico en términos nahuas. Además, la pérdida de fuerza anímica está asociada con un grave “enfriamiento” del cuerpo, ya que la tristeza se considera un estado que “enfría” (ixtilia) el corazón y la sangre dispersando energías anticalóricas y apagadoras de vida por el organismo. Al niño lo domina una pérdida continuada de vitalidad y calor. Los síntomas de la tiricia incluyen, pues, causalmente imbricados, el decaimiento emocional y el enfriamiento del cuerpo; se trata de una dolencia que articula lo espiritual con lo físico.

El tratamiento se efectúa en el ámbito doméstico y no se requiere de un especialista ritual. Los padres persiguen revertir los efectos de la dolencia elevando el tono emocional y aumentando la temperatura corporal. En primer lugar, y como recurso doméstico, llevan al niño al centro del solar de la vivienda y lo bañan con ceniza del fogón, considerada caliente:

Y mi mamá dice que en medio del terreno, para que se le quitara, los llenaban de ceniza, le echan en la cabeza, tratan de proteger sus ojos y su carita, y le echan en el cuerpecito. Y ya después pone el agua y ya lo baña y se quita esa ceniza. Y de veras que cuando se bañan los niños que tienen tiricia, hasta su cabello le huele mal, le sale baboso el agua, y ése es la tiricia, porque digo, así se sabe que tiene tiricia.

Después, si el tratamiento no surte efecto, los padres buscan a una “madrina de tiricia”, que acompaña al niño a comprar ropa y zapatos:

Y la madrina se los lleva a comprarle su ropa, y lo primero que escogen ellos, “¡escógele!”: ése, el bien coloradote. Pues simple y sencillamente, el niño lo escoge. Póngale todos los colores y el niño lo escoge. El rojo. Escogen el rojo. Su conducta es así.

La madrina viste al niño enteramente con ropas y zapatos de color rojo encendido (chichiltic) y lo lleva a oír misa a la iglesia, donde el cura lo bendice, le echa agua bendita y le pone una cinta, roja también, en la muñeca. El infante, generalmente unpiltonconetl o una ixpopocanton, de cinco a diez años, o incluso un niño más pequeño, queda completamente cubierto de rojo.

Interviene aquí una dimensión terapéutica del rojo que ya había aparecido en la descripción de la curación del espanto, cuando se le prescribían al enfermo infusiones de flores “de las más rojas”, como malvón, clavel, gladiola y en especial (debido a su simbolismo) elyoloxochitl o “flor de corazón”. Se le ponían los pétalos en los pulsos para calentar la sangre y agilizar su flujo mientras se llamaba a los espíritus perdidos. El rojo de las flores era caliente y alentaba el latido del corazón, logrando que los espíritus situados en las coyunturas volviesen a palpitar con fuerza. El rojo calentaba el cuerpo y ayudaba a recuperarse del frío producido por la ausencia de la entidad anímica, un estado similar al de la tristeza fría originada por la tiricia.

El recurso curativo del color roj o está presente también en otros grupos nahuas, como los del estado de Morelos46 y los de la Sierra Norte de Puebla, donde las virtudes de ciertas sustancias rojas se emplean para tratar varios tipos de afecciones:

El remedio principal contra la anemia [...] son las hoj as de mazanenepil, cuya tisana, de un roj o escarlata, se piensa que puede remediar la extenuación y la palidez causadas por la pérdida de color y sustancia de la sangre. En el topitz (incordio), una dolorosa hinchazón de origen infeccioso de las glándulas linfáticas inguinales e interpretado como enfermedad “fría”, la cura [...] consiste, en efecto, en calentar siete (número cósmicamente perfecto) olotes [corazones de mazorca] de la variedad roja (rojo = calor) y hacer que el paciente refriegue sobre ellos el pie para que a través de las venas el calor elimine la tumefacción (Signorini y Lupo 1989: 35-36).

Para curar la tiricia también se calienta el organismo, más intensamente aún que al tratar el susto, vistiendo al niño enteramente de color rojo e incurriendo así en un simbolismo extremadamente fuerte para los cánones cromáticos de los nahuas. El recurso actúa por contigüidad y transferencia. En diversos contextos rituales, los nahuas emplean la ropa con fines curativos recurriendo a una estrecha identificación entre ésta y la piel; la tela con que se hacen los vestidos (tzotzomatli) —y en realidad, toda la ropa— se concibe a menudo como si se tratara de la epidermis humana (yehuayo), y viceversa, la piel es pensada como una ropa.47 El caso paradigmático es el muñeco-recipiente que se arma con la ropa de un enfermo grave de susto y se lleva al lugar donde su espíritu fue apresado para conducirlo de regreso al cuerpo del paciente. En el traslado del lugar hasta la vivienda del enfermo, el muñeco hace las veces de “cuerpo” o receptáculo de piel que alberga a la entidad anímica recobrada.48 Esta equiparación simbólica entre ropa y piel se pone en juego al tratar la tiricia. Vistiendo al niño de rojo, se lo provee de una suerte de cápsula térmica o de segunda piel estuosa, sumamente radiante, que enfunda como un guante al organismo con su “calor” (es decir, se emplea un recurso mecánico acorde con la concepción térmica del color). La tela actúa sobre los espíritus que ribetean la figura humana aumentando sus pulsaciones e impulsando el flujo sanguíneo y un latido poderoso en el alma-corazón. El calor del atuendo disipa la frialdad y con ella la tristeza (tlacoli) del sistema emocional-afectivo. Además, el simbolismo del color rojo es reduplicado por la cinta atada en la muñeca del niño y la temperatura resultante incrementada por su presencia en la iglesia y en misa (tenidas por “muy calientes”);49 el resultado eleva drásticamente la temperatura orgánica y el tono emocional del infante.

Pero la ceremonia incluye también el establecimiento de un parentesco ritual particular, de un “madrinazgo de tiricia”‘. Los nahuas dicen con eufemismos que se debe buscar a una mujer “peculiar”, y con ello aluden veladamente a que la madrina debe ser una prostituta del pueblo.

Se busca a una persona que anda con varios hombres, la que anda con varios hombres haciendo algo malo, porque así yo me acuerdo que me dio tiricia y mi madrina fue una amante de un señor, y dicen que se me quitó la tiricia. También estaba aquí una señora, todavía la conociste, que se llamaba doña Martha, que andaba de canija. Y luego le decían: “pues dígale a la doña Martha, ella que le lleve por la tiricia”. ¡Y tuvo muchos ahijados!

Tras requerirla con una canasta de alimentos como sucede en un padrinazgo tradicional, la mujer adquiere el atuendo rojo del niño, lo viste y lo acompaña a la iglesia. La lógica terapéutica sigue siendo la misma. Lo eficaz es la condición de la madrina:50 por su ocupación, este tipo de mujeres viven en un estado permanente de calor, más aún que las embarazadas y otras personas sometidas a procesos transitorios de acumulación térmica, como los borrachos, los adúlteros o los trabajadores habituados al ejercicio físico.51 La prostituta desarrolla, por su constante actividad, un sistema anímico extraordinariamente caliente, un alma-corazón y una configuración de espíritus fuerte. En circunstancias normales, se debe alejar al niño de estas personas, pues se les considera en extremo patógenas (agentes potenciales de mal de ojo). En la curación de la tiricia la exposición a la mujer es deliberadamente buscada y su fuerza, gracias a la relación de madrinazgo, “domesticada”, puede transmitírsela espiritualmente al niño y hacerlo partícipe de este exceso térmico que “recarga”, por transfusión, su circuito anímico interno.52 El resultado es que la “fuerza caliente” inherente a esta mujer se suma a las generadas por el color rojo de la ropa y de la cinta de la muñeca del niño, así como por la misa oficiada por el cura en el interior de la iglesia.

La curación concluye cuando madrina y ahijado regresan a casa de éste tras la misa. El niño es sentado sobre un petate, en medio de una habitación, junto a una canasta llena de dulces, y la madre se encarga de reclutar al mayor número posible de hijos de los vecinos. Explica al respecto una mujer de Amanalco:

Yahí me puse a conseguir todos los niños de los vecinos, y vinieron y se sentaron alrededor del petate y mi hijo en medio. Y dice su madrina: “y ahora vas a repartir”. Y mire que mi hijo, bien egoísta, que nada quería dar: “no, no”. Y su madrina insistió. Y mi hijo va así con la canastita y a cada niño les va dando sus dulces. Dice: “ahora ésos son de ellos y todo esto es tuyo”. Y dice su madrina: “ahora sí, ya”. Y ya les había aconsejado a los niños que a la de tres le van a empezar a agarrar dulces de su canasta y le van a empezar a echar en su cabeza. ya lo empezaron a echar y echar y echar, así le avientan, haga de cuenta como el arroz cuando se casan. Y yo me acuerdo que terminó bien enojado mi hijo. No, bien enojado. Así como diciendo: “¿por qué me están pegando?” Pues sí dolía, pues le aventaban los dulces. Los recogieron y ya otra vez los vuelven a echar a la canasta, y ya. ¡Qué cree, que ya les da a los niños y les reparte dulces con más gusto! Ya les reparte mi hijo bien contento, ya pues se emociona, yo creo que con eso desquitaba su coraje o no sé. Hasta que ya mi comadre dijo que no. Y después los niños tanto que agarraban ya se lo llevan, y toda la canasta se le queda para mi hijo. Y ya me dice mi comadre: “ahora, en la noche, pones su agua con pétalos de rosa roja para bañarse, de varios pétalos rojos, ya sea claveles rojos o rosas”. Lo bañé. Pero haga de cuenta que le echaba las j ¡caradas y como que vienen los pétalos y como que le van cosquilleando... ve que los pétalos, como que a veces como que se le pegan. Y hasta la fecha se le quedó: “Ay, mamá, ¿cuándo me vas a volver a bañar?”.

El episodio de los dulces pareciera abrir la atención del niño a la presencia de los demás y a la necesidad de interactuar adecuadamente con otros niños, fomentando el acto de compartir, evitando el aislamiento y la introspección. “Y si no se atienden —explicaba una mujer en el primer testimonio—, dice mi mamá que por eso se quedan unas señoras bien enojonas, o sea de mal carácter”. El baño de pétalos comparte a todas luces el mismo simbolismo analizado previamente que prescribe el desalojo del “frío” y la tristeza por el calor. Ambos elementos —fomento de la socialización y terapia calórica— aparecen enlazados en la fase final del tratamiento:

Y cuando tienen tiricia, también, para que se componga, después de la tiricia tiene que llevarlo a una casa distinta a que lo inviten a comer. Ah, porque en su casa no quiere comer, pero si lo lleva allá con otra vecina, bien que come. Y come bien. Y que sude bien y todo, que le den picosito, y ya se alivia.

En cuanto a la relación de madrinazgo, cuentan los serranos que se prolonga a lo largo de toda la vida —quizá para asegurar una transfusión energética permanente—, y son frecuentes las personas que, en la edad adulta, todavía conservan y van a visitar a sus “madrinas de tiricia”.

Mal de ojo

La patología consiste en que la fuerza anímica excesivamente intensa de una persona penetra en el cuerpo de otra a través de la mirada. La padecen mayori-tariamente los niños más pequeños (conetl y piltonconetl o ixpopocanton), debido tanto a que resultan “muy atractivos” como a su vulnerabilidad anímica.

Les pasa cuando están bebecitos, porque a los bebecitos no los tapan, los paran y los sacan a la calle de un mes, dos meses, ¡de un mes, creo, hasta de 20 días! Ya los llevan destapados así. Es malísimo para el niño: los miran, se ven bonitos, y hay personas que tienen su mirada muy fuerte, y entonces el bebé... es un bebecito, tiernito, entonces le afecta. Y como ahorita dicen que hay niños que les gusta hacer mucha travesura, hiperactivos, es por lo mismo que de pequeñitos los dejaron que la gente los vea. Entonces su interior como que no está tranquilo, está inquieto, es una inquietud que no es normal.53

Personas provistas de un alto grado de calor provocan el mal de ojo, sujetos de corazón fuerte que transmiten esa fuerza energética por los ojos; ellos tienen ixtelolo totonqui, “ojo caliente”, “vista fuerte” o “vista pesada”; en ellos es una cualidad innata. Pueden aojar, es decir, penetrar con la mirada al observado, desestabilizándolo y produciéndole dolencias debido a un desequilibrio térmico, a un recalentamiento excesivo. La mirada intensa, descrita como fija, penetrante e hipnótica, caracteriza a los brujos y graniceros (de un famoso granicero se decía: “es un señor que nomás con la pura mirada dicen que lo dejaba a uno quieto ahí, o sea, daba miedo verlo, vaya; no es una persona normal como uno de nosotros”). Lo causan también quienes, sin tener un corazón fuerte ni ser ritualistas, sufren un calentamiento del corazón y la sangre bajo ciertos estados, como el embarazo, el cansancio, el enojo, la envidia, la ira, pero sobre todo el “antojo”, el deseo imperioso de poseer o tocar algo de su agrado.54 Una importante diferencia estriba en que los ritualistas pueden causarlo deliberadamente como un acto premeditado de brujería, mientras que la gente común lo provoca de forma inconsciente o involuntaria.55

A menudo motiva la descarga de aojo sobre el infante el deseo de posesión insatisfecho de una mujer que, al mirar, codicia con tal pasión que daña al pequeño; el móvil principal lo constituye la envidia. La agresión puede prevenirse dejando al sujeto tocar o tomar en brazos al niño, pero no siempre. Las mujeres refieren significativas anécdotas que ilustran cómo opera el aojo. Cuando llevan en brazos a sus pequeños al ir caminando por la calle o al entrar a las tiendas, otras mujeres bajan la vista y se rehusan a mirar al niño (sabiendo, seguramente, lo que su vista podría causarle), revelando así el talante involuntario del mal de ojo. Pero en ocasiones ocurre de otro modo, como ilustra este relato registrado en Santa María Tecuanulco, anotado en el diario de campo:

En cierta ocasión, Amanda reparó en que algo extraño sucedía porque su hija, “una niña muy linda”, se había vuelto hacia atrás y miraba con insistencia a una mujer, que caminaba por la calle siguiéndola de cerca y miraba a su vez a la niña de forma extraña. Amanda notó en seguida que la señora tenía “la vista pesada”, una mirada que describió como penetrante a la vez que “cautivadora”, es decir, que resultaba atrayente e hipnótica para aquel sobre quien se posara. La señora era además una mujer “morena y gorda” (se entiende que de calidad térmica fuerte y con inclinaciones por los niños de piel más clara), signos distintivos del prototipo de una agresora aojeadora. La manera en que Amanda neutralizó la agresión consistió en devolverle la mirada a la señora en el preciso momento en que la recibía su hija, mediante la configuración de una suerte de triangulación de miradas, redirigiendo así el flujo maligno y patógeno desde la víctima a la agresora. Si se hacía con la suficiente rapidez, aclaró, el niño quedaba libre de perjuicio.56

Si llegase a sufrir aojo, el niño estaría inquieto, lloroso, inapetente, sufriría dolor de cabeza., calentura y diarrea; la madre (o idealmente una partera) lo diagnosticaría y libraría del mal mediante “limpias”, frotando su cuerpo con un huevo—por lo común, de gallina negra, más fuerte— que luego rompería en un vaso de agua; el calor del aojo “medio cocina” la clara, azuleándola y tornándola turbia; incluso, en ciertos casos, y para quien sepa leerlo, puede llegar a manifestarse allí un “ojo”. Si se conoce al responsable, se le pide que aplique un poco de saliva en la cabeza del niño; así se curará y la mirada no le causará mal —quizá ésta no pueda dañar lo semejante o lo que tiene sus mismas cualidades: la saliva le comunica a la víctima aspectos de la identidad del agresor.57

Significativamente, el mal de ojo parece mostrar características inversas a las de la tiricia. Allí era un déficit de fuerza anímica y calor lo que mantenía al niño en un estado de apatía y postración; el color rojo los diluía y la energía excesiva de la comadre era, gracias al parentesco ritual, reencauzada y puesta al servicio del infante. En este caso, sin embargo, los sujetos calientes y fuertes constituyen un peligro y la premisa consiste en mantenerlos alejados o, si cabe, en conjurarlos con amuletos también rojos. El modo de prevenir el mal de ojo es atarle en la muñeca al niño un listón o una cinta roja con una semilla de ojo de venado (Mucuna solanei o urens), en ocasiones asociada con una ristra de cuentas rojas (figura 2). Una vez más, el rojo actúa por su temperatura y repele o absorbe el “calor” de la mirada del agresor; la fuerza anímica del ojo se encuentra con un escudo “caliente”, neutralizados58

Figura 2.

Amuletos de cuentas rojas y “ojos de venado” usados como protección infantil contra el mal de ojo. Fotografía: el autor.

(0.24MB).

Pero el mal de ojo puede ser también deliberado. Una variante sumamente grave la constituye elxoxal, así designado por los forúnculos o “bolas” (propiamente úxoxal) que afloran en la cabeza., nuca o extremidades del afectado. Los nahuas traducen xoxa como “embrujar para que salga un tumor”,59 y el término explicita aquí la relación entre aojo y brujería para producir una enfermedad “espiritual” severa. El xoxal lo causan personas de vista “muy fuerte” y más habitualmente los brujos (tetlachihui) o graniceros (tesifteros), ritualistas estrechamente emparentados. La agresión puede deberse a motivos personales o al encargo de otra persona para perjudicar a un tercero.60 Cuando es este el caso, únicamente un ritualista de gran fortaleza anímica podrá curar al enfermo.

Durante el trabajo de campo realizado en la sierra fue posible asistir además de participar en una de estas curaciones y registrarla con minuciosidad; el reproducirla a continuación tiene como propósito mostrar los pormenores de la terapia, que fue llevada a cabo por un granicero en la casa del niño enfermo.61 El carácter delicado de la dolencia llevó al ritualista a proceder de forma clandestina: ya había diagnosticado previamente al enfermo y ahora caminó directo hacia la casa, sin dudar, pero dobló por una vereda y accedió por la parte posterior; una mujer lavaba ropa en el patio, un hombre estaba acodado en la puerta. Todos pasaron al interior: una sola habitación de adobe y madera, con piso de tierra, una cama de matrimonio frente a otra individual, un altar en la pared, dos mesas y una televisión encendida. El granicero traía un ramillete seco de hierbas rojizas, de calidad caliente, que había recogido en el cerro y se las dio a la mujer para que tratase la varicela y la comezón que padecía el niño por el aojo. Pidió una silla, que pusieron en medio del cuarto, e hizo sentarse a uno de los dos hijos de la pareja, de unos tres años, que estaba en la cama matrimonial; le palpó la nuca, bajo la oreja, en el nacimiento del pelo. Anunció la mejoría. La semana anterior, recordó el granicero, “el xoxal era grande como una bola”. Pidió al padre pomada de sebo de abeja, se untó el dedo y comenzó a frotar. Apretaba la base del tumor con el índice y el pulgar y tiraba hacia fuera, como para extraer su contenido; sacudía la mano chasqueando los dedos, desprendiéndose de algo invisible que caía al suelo. “¿Escuchan el sonido de la enfermedad?” Parecía tratarse del contacto áspero de sus dedos. El niño se resentía del dolor con movimientos casi imperceptibles.

Repitió la operación durante un rato; luego pidió un huevo e hizo sentarse al niño de perfil. Quien tenía el don para curar, dijo, podía hacerlo a distancia y sin necesidad de tocar nada. Extendió los brazos con el huevo entre los dedos índice y anular de cada mano, mirando al niño a su través, como apuntándole con un arma. Frente a él, recorrió en el aire el lado izquierdo del cuerpo, de la cabeza hasta ese pie; repitió la operación con el lado derecho. Luego rodeó al niño y trazó una diagonal del hombro izquierdo al extremo derecho de la cadera, y otra del hombro derecho al lado izquierdo, dibujando una cruz en el aire sobre su espalda. El niño miraba hacia el televisor. El granicero explicó que podía sentir cómo vibraba el huevo mientras se le iba incorporando la enfermedad.62

Tocó en cruz con el huevo en el borde de un vaso con agua, lo cascó y echó dentro el contenido; al levantarlo contra la claridad de la puerta, mostró a todos las azuladas hilachas de clara que subían a la superficie; allí habían quedado prendidas pequeñas burbujas de aire. Movió el vaso, rotándolo suavemente a izquierda y derecha, e hizo notar que las telarañas de clara “no se desbarataban”, bailaban con el movimiento: ahí se apreciaba que el mal de ojo había sido “trabajado”.63 Añadió que en la yema se podía ver si la persona había tenido fiebre, lo que indicaba la intensidad del xoxal. Le entregó el vaso a la mujer para que arrojara el contenido al exterior de la casa; la enfermedad recogida en el huevo debía ser expulsada del espacio habitado.

Terminada la operación, ordenó que cerraran la puerta. Agradecida, la pareja insistió en invitarlo a comer; la mujer se mostraba preocupada por el estado de su hijo. El granicero probó su ración y se levantó. Se despidió hasta la visita del próximo martes y salió al exterior, sin recibir dinero hasta concluir el tratamiento. Los padres quedaron encargados de procurarle al niño tés de las hierbas calientes y rojas procedentes del cerro y de revisar la disminución del xoxal.64

Conclusiones

El sistema médico nahua de la sierra de Texcoco parece hallarse en plena vigencia. Su relación con la biomedicina académica es estrecha, aunque tienden a ocupar esferas claramente delimitadas dentro de un vasto contexto terapéutico, intrincado y parcialmente intercultural. Las ofertas médicas serranas comprenden un abanico de posibilidades e instancias —sucesivas o simultáneas— que incluyen centros de salud, terapeutas indígenas y medicina familiar, siendo estas dos últimas los principales recursos curativos involucrados para afrontar las dolencias infantiles. La marcada filiación cultural a que obedecen la mayoría de los padecimientos infantiles y su estrecha vinculación con el concepto nahua de persona tienden a alejarlos del ámbito de la biomedicina y a convertirlos en una de las causas más acuciantes de demanda de la medicina indígena, en sus dos dimensiones principales: la terapéutica familiar y los ritualistas de tradición nahua.

En este contexto, la familia ocupa el primer y más destacado nivel de atención. En un primer momento, se podría pensar que esta medicina compete únicamente al grupo doméstico y que se constituye como sucedáneo rudimentario y primerizo previo a la “verdadera” terapéutica de los ritualistas indígenas, revestida (cabría pensar) de mayor eficacia diagnóstica y curativa. No obstante, los registros etnográficos sugieren que la medicina doméstica conforma una suerte de sistema en sí misma, con particularidades y características propias.

Por un lado, sus propias bases hacen referencia a un nivel específico de la organización social: el espacio inmediato del hogar o la familia extensa que se abre para incluir las relaciones de compadrazgo o el ámbito vecinal. Sumodusoperandi pareciera enfatizar las relaciones sociales, sus interacciones y la participación y dimensión colectiva del proceso de curación. Se trata de un proceso sutilmente ordenado (en ocasiones jerarquizado), con frecuencia centralizado en la figura de la madre, pero a menudo también constituido por una intervención diferencial de personas, especialmente mujeres pertenecientes a diversas generaciones, aunque también hombres y niños, que se desenvuelven en su contexto y en su espacio original: madres de familia, abuelas maternas o paternas, ciertos parientes rituales —madrinas—, vecinas experimentadas que actúan como asistentes o terapeutas, y otras categorías de participantes, como sacerdotes, hijos de vecinos o los propios vecinos anfitriones, en el caso de la tiricia (paradigmático en el sentido de la intervención acumulativa y colectiva). Existe una dimensión fuertemente social, en la que las secuencias y tiempos de la curación suelen encontrarse en relación con personas distintas y con la convergencia de sus acciones combinadas sobre el niño enfermo. En este sentido, en el campo de las afecciones infantiles, el lenguaje sobre la terapéutica muchas veces atañe directamente al campo de las relaciones sociales, en tanto discurso de la etiología nosológica, en el que las causas de los males son vinculados en buena medida con distintos tipos de relación social: la envidia o deseo ajeno (en el mal de ojo), el exceso de juego e interacción con los adultos (en la caída de mollera) o el estado opuesto: la soledad o ausencia de compañía (en la tiricia).

Por otro lado, la etnografía presentada en este artículo evidencia que el tratamiento de los males infantiles acerca estrechamente a madres y curanderos, pues algunos procedimientos terapéuticos, sean mecánicos o inspirados en el simbolismo ritual —como sucede con la caída de mollera y la tiricia—, se filtran y adaptan en el hogar, lo que implica que existe un diálogo activo, aunque tácito, entre el conocimiento lego y el de los ritualistas indígenas. En otros casos, como en el del mal de ojo, parientes y ritualistas atienden simultáneamente al niño en el espacio doméstico, lo que contribuye a diluir fronteras entre las dos categorías de medicina. Se vio también que ciertas madres, pese a carecer de don e iniciación, reúnen tanta experiencia que acaparan las demandas de atención de sus vecinas, dominando recursos y saberes caseros sofisticados y estableciendo un campo de acción paralelo y casi equivalente, en opinión de los nahuas, al de los propios curanderos: aplican masajes, cultivan remedios, calculan dosis, efectúan microrituales y supervisan ininterrumpidamente, desde dentro de las viviendas, la evolución del infante enfermo.

Para captar los matices y sutilezas de esta medicina doméstica es necesario indagar, mediante el ejercicio de la etnografía y estudios de caso concretos, en la dinámica existente entre las distintas opciones terapéuticas de un medio cultural específico y en el sistema cosmológico que sustenta la construcción simbólica de la enfermedad y brinda los recursos para su tratamiento. La etnografía permite llevar a cabo un análisis integrado y relacional que, rastreando las conexiones entre los distintos aspectos culturales del grupo estudiado, articule, entre otras, las concepciones de la ontología local, la infancia, la clasificación de la enfermedad y los recursos terapéuticos. El propósito de este artículo ha sido mostrarlo en el caso de los nahuas de la Sierra de Texcoco, registrando una serie de dolencias infantiles y remedios que, en su conjunto, cobran el aspecto de una medicina doméstica muchas veces clandestina, camuflada e invisible para un observador externo.

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Véanse, entre otros, tres valiosos trabajos etnográficos: el ensayo de Álvarez Heydenreich (1987), el clásico de Módena (1990) y el más reciente de Hersch y González (2011).

Pero el panorama es complejo: existen sutiles e infinitas diferencias entre comprensión, práctica y transmisión del náhuatl, pues ciertas personas lo aprenden de adolescentes o adultos y no necesariamente en la infancia, por lo que resulta difícil cuantificar su empleo (Lastra, 1980; Lorente 2011a: 72-75; 2012c).

Para un desarrollo más extenso de este panorama, véase Lorente (2011a: cap. 2).

Para el caso de Santa María Tecuanulco, véase Palerm (1993:93).

Sobre estas concepciones y prácticas tergiversadas de la medicina intercultural, véanse los comentarios de Fernández acerca del caso de los centros hospitalarios de Bolivia y la utilización de los especialistas rituales locales como auxiliares al servicio de la biomedicina (2006: 327).

De acuerdo con Zoila et al. (1992: 100), "aquellos complejos mórbidos que son percibidos, clasificados y tratados conforme a claves culturales propias del grupo y en los que es evidente la apelación a procedimientos de eficacia simbólica para lograr la recuperación del enfermo". También se los designa " culture-boundsíndromes o síndromes dependientes déla cultura [...]. Se trata de síndromes que se producen exclusivamente en contextos culturales concretos y que, por tanto, no parecen responder a esa lógica biomédica de universalidad de los procesos mórbidos. Esto no significa que no constituyan problemas sanitarios de primer orden en los contextos en donde se producen" (Martínez Hernáez, 2011: 78). Respecto al caso de México, gran parte de estos síndromes tienen una marcada filiación nahua y ascendencia prehispánica. Véanse los estudios ya clásicos de Aguirre Beltrán (1963), López Austin (1970, 1971, 1996), Zoila et al. (1992), Viesca (1986), Lozoya y Zoila (1986), Anzúres y Bolaños (1989), Sandstrom (1978), Signorini y Lupo (1989), Montoya (1981), Olavarrieta (1977), Álvarez (1987), Rubel et al. (1984), Nutini y Roberts (1993), Fagetti (2002, 2004), Romero (2006), Hersch (2011), por ejemplo.

Sobre las complejas formas de relación entre la medicina tradicional y la alópata, las negociaciones, diálogos y conflictos entre ellas, véanse, entre otros, para el caso de México: Aguirre Beltrán (1955), Zollaeí al (1988), Olavarrieta (1977), Módena (1990), Holland (1990), Ruz (1983), Pitarch (1999), Anzures and Bolaños, 1989Anzuresy Bolaños (2000), Fagetti (2004) y Hersch (2011), así como el ensayo de Bonfil Batalla (1989) sobre el "México profundo", ámbito de la cultura mexicana actual donde podría inscribirse la medicina indígena por oposición a la biomedicina. Para el caso andino boliviano, significativo por las similitudes que presenta con respecto al mexicano, véanse los estudios de Fernández (2001, 2008).

Sobre las observaciones del director del centro de salud de Tecuanulco, véase in extenso en Lorente (2013:189-190).

La clasificación nahua de la enfermedad presenta muchos puntos en común con la clásica taxonomía propuesta por Foster y Anderson (1978: 53) para la denominada "medicina tradicional: los malestares interpretados en clave etiológica "naturalista" -en términos impersonales y sistémicos- y los que se definen como derivados de una causa "espiritual", resultado de la intervención activa y decidida de un agente voluntario. Así, según los autores, las enfermedades/oZ^ se dividen etiológicamente en "naturalistas" y "personalistas". Signorini y Lupo (1989: 34), por su parte, registran entre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla una división entre "los males considerados el producto de intervención de fuerzas humanas y/o extrahumanas" y "las enfermedades naturales". Otro tanto refieren Olavarrieta en la región nahua de los Tuxtlas, Veracruz (1977:59-64), Módena en Hidalgotitán, Veracruz (1990: cap. 5), Álvarez en Hueyapan, Morelos (1987: caps. II y IV), quien distingue entre "orgánicas" y "no orgánicas", y Fagetti (2004) entre los curanderos nahuas de los hospitales integrales de Puebla; cada región, obviamente, presenta matices diferentes.

Según Álvarez Heydenreich, la clasificación de las enfermedades en la comunidad de Hueyapan, Morelos, presenta problemas semej antes. Dice la autora: "esta división no es tajante, ya que una enfermedad sobrenatural es provocada hasta cierto punto por una experiencia emocional y no repercute solamente en el alma sino también en el cuerpo. Además, las dolencias frías como la pérdida de la sombra sí resultan por lo menos a nivel sintomático enmarcadas en la medicina científica, pues muchos médicos de poblaciones cercanas a Hueyapan la diagnostican como anemia. Otro ejemplo es la bilis que a pesar de ser un malestar emocional está ligado a las enfermedades por calor" (1987: 141).

Sobre estas categorías de terapeutas véanse: para hueseros, sobanderos y parteras, los testimonios de vida contenidos en el libro de Fagetti (2003) y el estudio de Módena (1990: 171-182); también para las parteras, Cominsky (1992) y Báez (2004); para los curanderos yerberos, los testimonios reunidos en Fagetti (2003) y el trabajo de Olavarrieta (1977: cap. 3), así como el de Campos Navarro (1997) sobre los especialistas del México urbano, entre otros. Para todos ellos, véase Álvarez (1987: 195-207) y la compilación de artículos editada por Huber y Sandstrom (2001).

Los curanderos de susto a veces se asimilan a los yerberos o a los graniceros. Sobre los graniceros de la región de Texcoco, véase Lorente (201 la: cap. 4; 2012c), y para una panorámica sobre estos ritualistas en México, Lorente (2009). Para los espiritualistas trinitarios marianos, Lagarriga (1975) y Ortiz Echániz (1990); para los brujos, Olavarrieta (1977: 150-169), Münch (1983: 162-183), Nutini y Roberts (1993) y Martínez González (2011), entre otros.

Véase, sobre ello, Lorente (2011a: 128-129; 2012c). De acuerdo con López Austin, entre los antiguos nahuas los "magos" combinaban frecuentemente varias especialidades mágicas en el mismo individuo y "era normal que ciertos hombres de personalidad sobrenatural tuvieran varias funciones sociales" (1967: 87).

"¡Qué bonito, qué bonito, cómo trabaja el Diosito!", dicen los nahuas mirando al cielo los días soleados. Sandstrom (1991) señala que los nahuas del norte de Veracruz consideran que los seres humanos adquieren el alma (tonalli) al comer el maíz, al cual se le ha incorporado la fuerza vital del Sol a través de sus rayos.

Santa Catarina del Monte, curandera Fausta Linares, 1/7/2004.

También se cree así en los Tuxtlas, Veracruz: "Si [la persona] posee un ’espíritu fuerte’ se encuentra a salvo de numerosos riesgos de padecer espanto, en tanto que si tiene un ’espíritu débil’ debe guardar grandes precauciones, ya que se encuentra propenso a sufrirlo. Su ’espíritu débil’ no podrá resistir las fuertes impresiones que lo causan" (Olavarrieta, 1977:73). Otro tanto sucede en Hueyapan, Morelos (Álvarez 1987: 121) y en la Sierra Norte de Puebla (Signorini y Lupo 1989:61), todas ellas regiones nahuas.

En la comunidad veracruzana de Mecayapan se dice que en las palmas de las manos y en las coyunturas de los brazos "están los corazones del espíritu o tomayolojmej" (Münch, 1983: 201).

Los nahuas designan con el mismo término —formado a partir del sustantivo castellano ánima— al alma y a los espíritus: anmancon, ianimancn, animancon o animanconco. Esta identidad terminológica responde seguramente al hecho de que alma y espíritus integran un complejo unitario: "es lo mismo el corazón, los pulsos, los espíritus". La presencia de un alma identificada con el corazón parece constituir un principio general entre los nahuas. La entidad asociada al alma-corazón recibe distintos nombres según las áreas: espíritu en Tepoztlán (Lewis, 1960: 278), Milpa Alta (Madsen, 1960: 78-79) y Hueyapan (Álvarez 1987: 99-100); tonal (Knab, 1991: 34; Aramoni 1990: 50-51) e itonal (Montoya 1964:165) en la Sierra Norte de Pueblay en la Sierra Negra (Romero, 2006); espíritus oilamachiliz en Acuexcomac, Puebla (Fagetti, 2002: 98), y tonalli en el norte de Veracruz (Sandstrom, 1991:258) y en la comunidad poblana de Huauchinango (Chamoux, 1989), entre otros. Véase una revisión detallada en McKeever (1995) y Martínez González (2011). Acerca de las entidades anímicas prehispánicas, principalmente el teyolía y el tonalli que parecen corresponderse aproximadamente con las nociones texcocanas actuales de alma y espíritu, véase López Austin (1996,1:223-257).

La concepción anímica de los nahuas de Texcoco es marcadamente intrasomática. No se hace referencia a un alter ego o animal compañero que habite en el exterior del cuerpo; el fenómeno del tonal zoomorfo con el que un suj eto mantiene relaciones de coesencia no fue referido por sujetos legos ni ritualistas. Los seres humanos, desde esta perspectiva, no comparten una identidad anímica con plantas, animales, rocas ni fenómenos atmosféricos. Sin embargo, sí existe el fenómeno del nahualismo, entendido como la capacidad que ostentan ciertos ritualistas, especialmente los brujos tetlachihui, de externar su espíritu fuera del cuerpo para transformarse en animales.

Muchas de las observaciones acerca del tipo y emplazamiento de los órganos se basan en extrapolaciones de la anatomía de los animales que se crían y venden en las comunidades para el consumo doméstico: cerdos, vacas y ovejas principalmente. La exposición del interior de los cadáveres humanos es una posibilidad experiencial bastante menos frecuente.

Acerca de la autoctonía u origen foráneo de las categorías de "frío" y de "calor" en el caso mesoamericano, véase la discusión entablada por Foster y López Austin. Foster sostiene en su clásico artículo "Relaciones entre la medicina popular española y latinoamericana" (1953) que la teoría hipocrática de los humores había llegado a América como parte de la cultura española, pasado de la medicina científica a la indígena popular y retenido las cualidades de frío y calor, mientras que las de húmedo y seco se perdieron; es decir, que las cualidades pertenecían a la tradición europea y no a la amerindia. López Austin, por su parte, rebate a Foster en su libro Cuerpo humano e ideología argumentando que en las poblaciones indígenas la dicotomía abarca "mucho más que la simple clasificación de remedios, enfermedades y alimentos"; que existen "tempranas manifestaciones del sistema que de ninguna manera pueden explicarse por influencia española" y que actualmente se registran "creencias indígenas en las que es básica la dicotomía polar, totalmente ajenas al pensamiento hispano, y pertenecientes a sistemas comunes muy difíciles de explicar por comunicaciones entre los distintos grupos indígenas en la época colonial" (López Austin, 1996,1: 318).

Marcela Olavarrieta registra también en la región de Los Tuxtlas, en Veracruz, que los estados como el embarazo, el parto, la menstruación, las actividades sexuales y el ejercicio, como moler en el metate o fabricar cestos, se consideran "calientes" (1977: 65-66).

Señala Taggart que, en la Sierra Norte de Puebla, "una pauta presente en la plática de muchos narradores es que uno siente las emociones como grados de calor o de frío. Por ejemplo, el miedo (mahuiliz) es una emoción que enfría el corazón; en tanto que uno siente en el corazón la fortaleza, o la firmeza o el esfuerzo y la animosidad como calor. El enojo, por otro lado, curiosamente no se siente en el corazón como frío ni como calor" (2011:119-120).

También los nahuas de Tecoxpa, Milpa Alta, una delegación del Distrito Federal, distinguen entre elementos del organismo "calientes" y "fríos" —los intestinos, los excrementos, la saliva, la sangre menstrual, la grasa, las arterias y las venas son "calientes", mientras que el sudor, el cabello y las verrugas son "fríos"— y consideran que existe una variabilidad térmica en función de los cuerpos, los individuos y la edad (Madsen, 1960: 166-167). Véase también, para los nahuas de Morelos, Álvarez (1989: cap. IV), y para los de Acuexcomac, en Puebla, Fagetti (2002: cap. II). Sobre las repercusiones de la alimentación en el equilibrio térmico corporal, véase Lorente (2012a).

La curandera se refiere a “corazón” en su acepción Acalma (animancon) mas que Aeyolotl (elórgano).

Refiriéndose a los nahuas de la Sierra Norte de Puebla, escribe Taggart: "Tanto los nahuas de la antigüedad como los narradores de Huitzilan dijeron que ellos sentían las emociones en varios centros del cuerpo. Muchas emociones comienzan en el corazón y luego se extienden ’como la masa cuando una mujer hace tortillas’ hasta alcanzar el estómago y las tripas. Por ejemplo, se siente el amor (tazohtaliz) y la envidia (nexicoliz) primero en el corazón (yolloh) y luego en el estómago (ipox). Los celos (chahuataliz) siguen otra ruta porque comienzan en el estómago y van al corazón debido a que son producto del deseo (tanequüiz). [...] Otras emociones como el duelo (tayolcoí) comienzan en la cabeza y se extienden por todo el cuerpo pasando primero al corazón, luego al estómago y finalmente a los intestinos. Así es porque uno percibe en la cabeza una tragedia y luego siente los efectos del duelo en las partes del cuerpo arriba mencionadas más o menos en el orden indicado" (Taggart, 2011: 119).

Véase sobreesteaspecto Lorente (2012b). Montoya (1964:103-104) registraenAtla, una comunidad de tradición nahua de la Sierra Norte de Puebla, seis grupos de edad bien definidos: el cúnetl (desde el nacimiento a los 2 o 3 años); elpiltontli o telpocatl, y \npiltontli o ichpócatl (de los 4-5 a los 12 o 13 años), el telpochtontli y la ichpochtoltli (de los 13-14 a los 16-17 años), el telpochtli y la ichpochtli (de los 17-18 a los 22-23 años), el tlácatl y la sóatl (de los 24-25 a los 50-60), y el tectli y la tosi’tzi (de los 60 años en adelante).

La firmeza en el asentamiento de las entidades anímicas es un proceso asociado con la edad (Chamoux, 2011:168-172).

Sobre la noción de "aire" en la sierra, véase Lorente (2015); acerca de los ahuaques, puede consultarse una monografía etnográfica (Lorente 2011a: cap. 3), un artículo sobre a la geografía ritual y los manantiales (2010b) y otro acerca de un episodio de curación (2012c).

"Las enfermedades de los niños en sus primeros meses de vida, como el mal de ojo, alferecía, mueso, caída de mollera, son tratadas por la curandera-partera", escribe Módena (1990: 182) en su estudio sobre la población de tradición nahua de Hidalgotitán, Veracruz.

Acerca de la figura de estos graniceros, su iniciación y sus funciones, véase Lorente (201 la: cap. 4; 2012c).

Al abordar los sistemas médicos de Hidalgotitlán, se pregunta Módena: "¿Cuáles han sido los aspectos que entran en juego para que la madre de familia, o la figura femenina sustituta, haya tenido y continúa teniendo —ahora de otra manera— el control relativo de la salud familiar y en particular, de los niños? Podemos decir que la asistencia femenina de la enfermedad es una de las tantas esferas del trabajo doméstico, de reproducción de la vida y de cuidado y apropiación de los hijos. Puericultura y pediatría son actividades de la madre de familia; son responsabilidades de la mujer, así como lo es la confección de los alimentos, el hervido del agua o la higiene de la vivienda, el cuerpo y la ropa de los hijos. En la protección y en el cuidado de la prole se erige el poder sobre ellos" (1990: 134). Una dedicación que, señala la autora, "espera reciprocidad", es decir, la retribución, por parte de los niños: ayuda económica de éstos cuando trabajen, apoyo familiar o cuidados en la vejez. El vínculo paterno-filial estriba en un ciclo de intercambios recíprocos y a largo plazo que se ven retribuidos pertinentemente generando interdependencia. El vínculo se inicia con el nacimiento; al recibir el trabajo paterno en la infancia (y aquí entran los cuidados médicos), el niño inicia su vida "endeudado", lo que lo compromete después a beneficiar a sus padres con el suyo. "En la relación de crianza, darle al niño el trabajo de uno constituye la base de la ’paternidad’ o la ’maternidad’ [...]. Los derechos sobre un niño se establecen al trabajar para él o ella; en estos casos el niño usa los términos nahuas correspondientes a ’mi madre’ y ’mi padre’ para las mujeres y los hombres que intervinieron en la crianza" (Good, 2005: 288-289).

La información etnográfica sobre dichas enfermedades pertenece al proyecto de investigación "Medicina tradicional y lectura de la modernidad en la sierra de Texcoco: nociones nahuas de cuerpo, curación y enfermedad ante la globalización" (n°. 3186) inscrito en la DEAS del INAH (Lorente 2011b).

Sobre la noción de "susto" o "espanto" la bibliografía es amplísima: véanse, entre otros, Rubel et al. (1984), Signorini (1982), Signorini y Lupo (1989: 113-136), Fagetti (2004: 115-145), Romero (2006), Anzures y Bolaños (1990), Álvarez (1987: 186-190), Münch (1983: 199-202), etc. Módena indica sobre Hidalgotitlán, Veracruz: "El espanto fue una de las enfermedades, no reconocida como tal por la medicina hegemónica, con mayor incidencia entre los niños encuestados" (1990: 183) y "fue la más frecuente de todas, incidiendo preferencialmente en el grupo infantil y entre los adultos de sexo femenino, sin correlación alguna con los sectores socioeconómicos" (1990: 182), manifestó haberla padecido 87 % de los niños.

Escribe Aramoni sobre la Sierra Norte de Puebla: "independientemente de cualquier tipo de susto que se trate, en Cuetzalan se cree que cuando alguien se espanta, siempre se le enfría la sangre; porque es la sangre misma la que se espanta, la que ’se va con el susto’, dice la gente. Se piensa que se diluye hasta quedar convertida en un líquido sin consistencia ni propiedades, despojada de sus cualidades energéticas" (1990:79).

Esta planta es muy utilizada en el tratamiento del susto en otras regiones, como Puebla, y su uso ritual ha sido registrado desde tiempos prehispánicos (Montoya 1964: 177; véase también Baytelman, 1993). Escriben Signorini y Lupo: "En la cura de trastornos cardiacos, por ejemplo, se emplea en tisana la flor de magnolia mexicana, que tiene forma de corazón y que por ello, y por el uso que de ella se hace en campo terapéutico, es denominada con el sugestivo nombre de yoloxóchitl /flor de corazón/"(1989: 35).

Santa Catarina del Monte, curandera Fausta Linares, 1/7/2004.

También en Cuetzalan registra Fagetti: ’"si usted se espanta, la tripa se aprieta’. Es por ello que la curación del susto requiere también el suministro vía anal de ’pelotillas’, que son una bolitas del tamaño de una canica elaboradas con varias hierbas. [...] Con éstas [doña Herlinda, una curandera] cura lo que ella denomina ’susto de cagalar’, que sobreviene cuando alguien se asusta y se golpea, porque el recto ’se sale, se hincha, se inflama y a veces la tripa se cuelga y sangra. El rabito del hueso del ano se siente como cajón y se siente una bola bien inflamada, como que se voltea la tripa y sale para afuera’. Introduce en el recto tres ’pelotillas’, si el paciente aguanta una hora quiere decir que ’le va a quedar’, en ese caso, introduce otras tres y repite la dosis durante cuatro días, por un total de veinticuatro ’pelotillas’ [...]. Uno de sus pacientes estuvo varios años sin poderse curar porque nadie supo que lo que le provocaba la diarrea había sido un ’susto de cadera’ que le afectó el recto" (2004:127-128).

Curiosamente, al consultarle a una partera tradicional de Cuetzalan, llamada Juanita, sobre la "pérdida de la guía" —afección que ella desconocía—, por sus síntomas y tratamiento la identificó inmediatamente con el "cuajo", entendido éste como un desplazamiento de cierta parte del estómago debido a una caída o golpe. El cambio de lugar del estómago afecta al intestino y produce hinchazón de la barriga y estreñimiento. Dicha partera no estableció ningún parentesco entre la pérdida de la guía y el susto con la caída del recto a él asociada (registro personal del 16 de marzo de 2013).

Conversación con mujeres legas de San Jerónimo Amanalco, 24/8/2013.

En Hidalgotitlán, población de tradición nahua de Veracruz, "la caída de mollera se refiere a la depresión de la fontanela acompañada de la caída del paladar hacia abajo. ’Se les tapa la nariz y no pueden respirar bien ni mamar ni tomar su atole’. / La terapéutica consiste en colocar al niño tomado de los pies con la cabeza suspendida sobre un recipiente con agua y golpearle con las manos las plantas de los pies. También se presiona el paladar hacia arriba con un algodón embebido en aceite. Es una terapéutica mecánica que tiende a eliminar el efecto mas evidente de la enfermedad. La curación la ejercen los curanderos pero, también, algunas madres de familia. Las madres más jóvenes no saben curar y la tendencia es a no considerarla una enfermedad para los curadores tradicionales sino para el médico. /Éstos últimos identifican la caída de mollera con la deshidratación" (Módena, 1990: 191). Olavarrieta refiere que en los Tuxtlas "El procedimiento terapéutico es el siguiente: a las doce del día se coloca una bandeja con agua en medio de un cuarto: se toma al niño por los pies, y se le mantiene suspendido sobre dicho recipiente: con el dedo pulgar de la mano derecha, untado con miel, se hace presión sobre el paladar del niño por tres veces consecutivas, y otras tantas se lo golpea en los talones. Esto tiene por objeto que la mollera vuelva a su lugar (1977: 105). Véase también Fagetti para diferentes regiones de Puebla (2004:45-48).

Conversación con mujeres legas de San Jerónimo Amanalco, 24/8/2013.

Testimonio de Amanda Espinosa, Santa María Tecuanulco, junio de 2003.

Baytelman registra en Cuerna vaca, Morelos, el caso de una mujer que se "tirició" al quedar huérfana y que definió el padecimiento como "mal de corazón, cuando hay tristeza". El tratamiento incluyó tres baños de la cintura para abajo seguidos por secados con cobijas, lavados de cabeza y vasos de leche de burra, además de tirar en el curso de una corriente de agua los pétalos de una flor deshojada (1993:352).

Conversación con Porfiria Espinosa y su nuera, San Jerónimo Amanalco, 24/8/2013.

Escribe Álvarez: "Los colores son también importantes para la curación de las dolencias en Huey a-pan. Para el sarampión, si se desea evitarlo o que la criatura no sufra una enfermedad grave, se coloca en una bolsita roja, barbas de cabra o de chivo y se le cuelga al cuello al mismo tiempo que se le viste de rojo" (1989: 163).

Esta dimensión del cuerpo nahua como "vestido" parece corresponderse con la concepción general de los otomíes, para quienes, según anota Galinier, "lo importante es la esencia y la forma del cuerpo, no su substancia. Es más fácil entenderlo] si guardamos en la mente el hecho de que los otomíes piensan en términos de ’pieles’ o de ’envolturas’, cargadas de energía y no de carne y de órganos vitales. Curiosamente, los otomíes no se interesan mucho en la interioridad del cuerpo, quiero decir en los órganos que lo componen. Focalizan su atención sobre un punto crucial: cómo actuar sobre la piel" (2008: 101). Entre los nahuas de Texcoco las dos dimensiones del cuerpo, piel-ropa e interior orgánico, se complementan.

Para una descripción detallada de este procedimiento terapéutico, véase Lorente (2011a: 168-169; 2012c).

Indican al respecto Signorini y Lupo sobre los nahuas de la Sierra Norte de Puebla: a las oraciones católicas “se les atribuye una ‘fuerza’ específica, variable según el texto mismo de la oración, que se expresa simbólicamente en términos de ‘calor’. Es decir, hay oraciones más o menos ‘calientes’, o lo que es lo mismo, ‘fuertes’, que atendiendo a esta propiedad se dosifican de manera desigual […] hay oraciones mucho más ‘calientes’ que otras. Es el caso del Credo, que al ser la enunciación de los fundamentos de la fe católica, casi la quintaesencia destilada de la misma, se considera que encierra en sí misma más ‘fuerza’ (y, por consiguiente, ‘calor’) que cualquier otra oración: ‘El Credo es caliente porque es grande’, es decir, porque resume en sí mismo las verdades fundamentales del Catolicismo” (1989: 189-190).

El procedimiento demuestra que las relaciones sociales pueden tener una dimensión terapéutica; entre los diferentes tipos de compadrazgo documentados por Nutini y Bell en la vecina Tlaxcala destaca uno que bien se podría poner en relación con el caso de la tiricia: el "compadrazgo de limpia" (1989: 152-159).

Explica López Austin que, en la época prehispánica, ciertas personas que acumulaban un exceso anormal de calor en su propio cuerpo, y por ende un tonalli o entidad anímica fuerte, podían enfermar a otras produciéndoles mal de ojo. En esta categoría entraban precisamente, entre otros muchos personajes, los adúlteros, prostitutas, borrachos, ladrones y jugadores, que podían dañar al cónyuge, a los niños, las embarazadas, animales y cosas (19961: 298).

Existen casos similares en la etnografía nahua. Entre los pobladores de Atla, en la Sierra Norte de Puebla, los padrinos de bautizo del niño realizan una fiesta llamada/w/^ZirfZí, cuya "ceremonia central consiste en el baile que los padrinos hacen alrededor del lugar preciso en donde se enterró la placenta [y el cordón umbilical] del niño, cargándolo, a fin de que ’crezca fuerte y sano’" (Montoy a Briones 1964:99).

Conversación con Porfiria Espinosa, San Jerónimo Amanalco, 24/8/2013.

Escribe Álvarez: "Tener la mirada pesada, significa que la sangre se ha calentado, ya sea por haber hecho un ejercicio vigoroso, ya por haber abusado del alcohol, es entonces cuando estas personas proyectan el daño, porque la sangre caliente del individuo pelea con la fresca de la víctima provocándole el perjuicio. Los niños pequeños son los que contraen con más frecuencia esta afección, pero también son susceptibles las personas con sangre débil" (1989:117). Según Módena: "El mal de ojo se considera causado por la pesadez y el calor que las personas adultas tienen en ciertas circunstancias: cansancio, enojo, borrachera. La vista se pone pesada, y nuevamente, los más proclives a resentir la enfermedad son los débiles: los niños, en especial los más pequeños, los que tienen la sombra débil [...] La pesadez de la mirada se potencia con el deseo y la atracción por el niño. Dos formas adquiere la terapéutica: la reconciliación con el causante, que debe consolar y acariciar al niño y, si esto no es posible, la intervención de un especialista para efectuar una limpia" (1990: 190-191).

En la región de los Tuxtlas, Veracruz, "algunos informantes opinan que debe hacerse una distinción entre mal de ojo, aplicado sólo a casos de brujería, y ojeo, cuando se trata de un mal ocasionado involunta-riamente. El ojeo, lo causa, sin intención, una persona de ’vista fuerte’ cuando fija su mirada sobre algo que le agrada particularmente, sin tocarlo. En cambio, el molde ojo, como se dijo, proviene de una voluntad consciente de hacer año: ’Ocurre cuando te ponen un daño, cuando te ponen un mal aire’" (Olavarrieta, 1977: 81).

Información consignada en el diario de campo del autor el 11/4/2004, Santa María Tecuanulco.

En otras regiones nahuas la terapéutica difiere. En Atla, en la Sierra Norte de Puebla: "Este mal se manifiesta externamente por la incapacidad para abrir los ojos, pues los niños amanecen con los órganos de la vista cerrados e hinchados. En seguida se va en busca de un ombligo [cordón umbilical seco], ixic, del sexo contrario al del enfermo y se le aplica alrededor de las órbitas, con lo cual desparece la inflamación y con ella el mal de ojo" (Montoya 1964: 178). En los Tuxtlas, Veracruz, el mal de ojo también se manifiesta como afección ocular en la persona afectada; al enfermo se le aplican lavados oculares y aspersiones rituales con alcohol sobre la cara, se lo limpia con huevo o con la ropa usada por su padre; pero lo ideal es que lo cure, tocando o acariciándolo, el causante del mal, ya sea uno de los "cuates" (gemelos), el "banco" (que nace después de unos gemelos) o el "culebro" (el más fuerte, que nace después del "banco"), que son los principales responsables de producir esta dolencia (Olavarrieta, 1977: 80-83). También en esta región, el equipo formado por Kelly, García y Gárate recoge una serie de plantas utilizadas en la curación del mal de ojo, junto con las limpias hechas con huevo: rosa, albahaca, palo de cuchara, incienso, cunduacán, cedro y plantas de río (Kelly et al., 2000: 211).

Fagetti señala, con respecto a los curanderos que operan en los hospitales integrales con medicina tradicional del estado de Puebla: "es importante resaltar el papel que juega el color rojo tanto en la prevención como en la cura del ’mal de ojo’. En el primer caso, la pulsera o la semilla roja rechaza la energía negativa del ’ojeador’, mientras que para la curación este color le infunde fuerza al ’ojeado’. De hecho, el rojo es un color que remite a la energía vital de la sangre y al estar en contacto con el enfermo, por ejemplo, cuando se le amarra al niño un listón de ese color, le transmite esa misma fuerza que le ha sido sustraída por la persona de ’vista pesada’ " (2004: 106). Por su parte, Signorini y Lupo indican que para defenderse del aojo en la Sierra Norte de Puebla es común "que se ate a todo aquello que pudiera ser dañado un lazo rojo, que lo proteja absorbiendo el flujo astral, exactamente como se hace para protegerse de la ’vista pesada’ de las personas [...]. Las medidas apotropaicas preventivas, además de la ya citada —las cintas rojas atadas al cuello de niños y animales domésticos o a las ramas de las plantas—, consisten en pulseras de semilla de ojo de venado, a las que también se les atribuye el poder de atraer y descargar la fuerza de una mirada, y en hacer que quien observe o alabe el aspecto del niño lo toque y lo bese (o que acaricie al animal, o que escupa en su dirección), para apagar de esta forma la intensidad de su peligrosa apreciación" (1989:160,162).

Véase Lastra, quien incluye el término so :sa (xoxa) en su glosario (1980:149). Alonso de Molina, por su parte, registra en su clásico diccionario el verbo xoxa como "aojar o hechizar o ojear a otro" (2004: 162).

En este caso, el mal de ojo se encuentra estrechamente ligado a la brujería: "Ciertas personas —escribe Aguirre Beltrán (1963: 26)— poseen en los ojos una clase de poder maléfico, que a menudo se considera derivado de un Pacto con el Príncipe de las Tinieblas. Esa fuerza mística puede producir enfermedad en el tierno organismo del infante, y se le llama mal de ojo [...]. Es también llamado herida de ojo y ojo de envidia, denominaciones que permiten descubrir el mecanismo mental, proyección de los deseos hostiles, que le dio vida".

El episodio fue registrado en San Jerónimo Amanalco, el 10 de abril de 2004. La posibilidad de asistir a la curación se derivó de la relación de confianza establecida entre el granicero y el autor (véase Lorente 2010a: 96-103; 2011a: introducción).

La "limpieza" realizada a distancia responde al alto grado de "calor" que, como una irradiación, expide el niño; mediante el alejamiento de él, el granicero evita la exposición a la fuente patógena y al contagio.

"Trabajado", es decir, tlaxihuia, fruto de un hechizo o brujería, producido deliberadamente.

Sólo la actuación de un especialista de “corazón fuerteᾠpodía erradicar la enfermedad: la extracción y el deshacerla (“tronarlaᾩ con los dedos, las limpias en forma de cruz, la absorción a través del huevo situado entre sus ojos y el niño y la terapia los días martes y viernes, "días de los brujos", más aptos para los tratamientos curativos, junto con los remedios aplicados por la familia, eran las condiciones para ello.

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