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Vol. 17.
Páginas 851-857 (enero 2016)
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Sergio García Ramírez
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Nos beneficiamos con una nueva y excelente obra del profesor Osvaldo Alfredo Gozaíni, que aparece simultáneamente en Colombia y en Argentina y ha sido presentada en México. Para la elaboración de esta nota me valgo de la edición colombiana, que tuve a la vista en la presentación que hicimos en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el 27 de septiembre de 2016.

Es conveniente iniciar el comentario con algunas reflexiones sobre el sistema interamericano, marco del libro del distinguido catedrático argentino. Digamos, pues, que en una América atribulada, que no acaba de definir un “Sistema Interamericano” que congregue a todos los Estado de esta región, figura un “Sistema —o subsistema, si se prefiere— de protección de los derechos humanos”, establecido a despecho de las dictaduras que no pudieron evitar su paulatina aparición ni impedir su notable progreso.

Hoy día, ese Sistema tutelar navega —me he referido, en otras ocasiones, a la “navegación americana” de los derechos humanos— entre vientos encontrados. Aún así, “va” con firmeza. Parece haber superado la etapa de la fundación, echando raíz. Y transita la de desarrollo, no sin ocasionales desgajamientos. El Sistema marcha al paso que le imprimen sus personajes característicos: la Comisión y la Corte Interamericanas.

Ese itinerario se instala en la base ideológica del pleno reconocimiento del valor central de la persona humana, conforme a un modelo pro persona, de perfil antropocéntrico, que diría Häberle. Con ese fundamento, se despliega en un creciente corpus juris iniciado en 1948 merced a la buena visión de 1945 —Congreso de Chapultepec—, que abarca multitud de actos jurídicos: Declaración Americana (la primera del mundo, anterior a la Universal), convenciones, protocolos, sentencias, opiniones, recomendaciones y otros actos normativos, judiciales y administrativos —duros y suaves— que han constituido el corpus juris interamericano de esta materia y son el cimiento para formalizar un anhelo que está en la fragua: el Derecho común interamericano de los derechos humanos. En este campo opera el amplio conjunto de los actores del sistema, que no se agota en la Comisión y la Corte: Estados, OEA, instituciones de la sociedad civil (es decir, el pueblo: we, the People, señaló la Constitución de los Estados Unidos) y diversos personajes emergentes.

La construcción del sistema ha traido consigo novedades numerosas a lo largo y ancho de la normativa, la jurisdicción y la política; asimismo, del quehacer académico. El desenvolvimiento en este ámbito —producto de actores y observadores— contribuye de manera muy importante a la maduración del Sistema y se manifiesta en una bibliografía cada vez más abundante, sugerente y valiosa. Otros hechos del mismo linaje académico son las cátedras especializadas, los centros de estudio, los observatorios (como el que se ha creado, con excelente auspicio, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM), las competencias estudiantiles.

La bibliografía sobre el Sistema no nace con el parto de éste, sino se anticipa a su advenimiento y lo favorece (al respecto, tómense en cuenta las obras de García Bauer y Jiménez de Aréchega), e integra actualmente una suerte de fresco biográfico que permite al espectador (que aquí es el lector) seguir paso a paso los avatares de esta materia y los puntos de inflexión en cada capítulo de su historia. Se ha puesto el acento en las vicisitudes del origen y en las primeras etapas de las instituciones; en el examen de las competencias y los procedimientos (así, el avance del procesalismo internacionalista, que urgió mi maestro Niceto Alcalá Zamora), en la relación entre el Sistema y la democracia (que es idea-fuerza), en la efectiva tutela de los derechos y en el cumplimiento de sus ambiciosos y legítimos objetivos. Además, se ha cotejado el desenvolvimiento del Sistema Interamericano con el desarrollo del mundial y, especialmente, con el europeo, a través de los exámenes en torno al diálogo entre sistemas protectores de los derechos.

La bibliografía formada a estos respectos florece en muchos lugares. Vale decir que ha comenzado con firmeza y enjundia en Estados Unidos, Francia y España, y sobre todo en los países del ámbito americano, entre ellos Argentina. Aquí, como en otros espacios de la reflexión jurídica, Argentina tiene una posición avanzada, que es preciso reconocer y aprovechar. Recordemos que cuenta con ella en su constitucionalismo, en su jurisprudencia de los últimos lustros, emanada de la Corte Suprema y seguramente de otros tribunales, y en su bibliohemerografía, tan abundante y calificada.

Puesto que hablo del Sistema Interamericano, no sobra recordar la viva memoria que tiene Argentina de la tarea cumplida por la Comisión Interamericana, y también el hecho de que en Buenos Aires se llevó a cabo uno de los primeros periodos de sesiones externas de la Corte Interamericana. Agregaré que ese país fue el solicitante, con éxito, de la Opinión Consultiva 20 y uno de los solicitantes de la Opinión Consultiva 21.

Voy ahora al autor de la obra que suscita estos comentarios, el tratadista Osvaldo Alfredo Gozaini. Asalta la tentación de mencionar nombres ilustres de maestros argentinos o avecindados en ese país (como ocurrió a raíz de la corriente migratoria de los republicanos españoles), pero no quiero correr el riesgo de citar a algunos y omitir, involuntariamente, a otros. A todos rindo tributo, particularmente a aquéllos con los que me une una vieja deuda de gratitud. Me concentro, pues, en Gozaini, a quien debo igualmente la generosidad de inscribir mi nombre en la dedicatoria de su obra a otros juristas mexicanos: Héctor Fix-Zamudio y Eduardo Ferrer MacGregor.

Con doble doctorado en la Universidad de Buenos Aires, el profesor Gozaini ha cultivado el Derecho constitucional y el Derecho procesal. Esta feliz combinación, ejercida con excelencia, se muestra en el conocimiento y tratamiento del Sistema Interamericano. Nuestro colega es autor prolífico, como pocos. Tiene en su haber un gran número de libros propios, obras en coautoría, publicaciones coordinadas, verdadera legión de contribuciones a la ciencia jurídica, que crece de manera impresionante si se agregan sus artículos publicados en infinidad de revistas científicas. De sus obras, varias han sido publicadas en México por el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Le han acompañado, a título de prologuistas, maestros eminentes: Augusto Morello, Enrique Vescovi, Adolfo Alvarado Velloso, entre ellos.

En la primera parte de la obra que ahora comento, Gozaini se refiere principalmente a la Comisión Interamericana y a los procedimientos que se siguen ante ésta. En este punto conviene manifestar que el título de la obra no refleja cabalmente su rico contenido: éste va mucho más allá, o mucho más a fondo, en numerosas cuestiones sustantivas del Sistema. Parecería, a partir del título, que nos hallamos ante un tratado —ciertamente magistral— sobre el procedimiento; en rigor, analiza éste —con la incisiva mirada del procesalista—, pero también otros extremos —con la no menos escrutadora mirada del constitucionalisma y el intermnacionalista—.

En las siguientes líneas me referiré solamente a algunas cuestiones abordadas por el autor; sería imposible abarcar todas las que aparecen a lo largo de un millar de páginas. En las iniciales (pp. 52 y ss.), Gozaini analiza un concepto clave del Sistema: la víctima. La estudia como denunciante ante la Comisión, pero también, más ampliamente, como sujeto de protección —que es el fondo de la cuestión— y destaca las diversas versiones sobre la víctima analizadas por la Comisión y la Corte: directa, indirecta, potencial. Creo que coincide en que el concepto no es multívoco, sino unívoco: sólo hay una víctima, en la que se concentran las categorías que alguna vez se dispersaron: directa e indirecta,

Gozaini se ocupa nuevamente de la víctima en la segunda parte de la obra, al referirse al procedimiento ante la Corte Interamericana (pp. 642 y ss.). El procesalista alude en este punto a la víctima como “el sujeto legitimado para obrar, y aquel que consigue situarse en la legitimatio ad causam” (p. 645). En este marco, conviene explorar otro gran tema: el acceso directo de la víctima (o del particular, en general) al Tribunal, a la manera europea. ¿Garantía de mayor tutela? ¿Prueba de fuego —que podría ser incendio— para el sistema interamericano?

El catedrático aborda igualmente la teoría de la cuarta instancia (pp. 169 y ss.), que la Comisión y la Corte han rechazado, creo que con razón. No sólo altera la naturaleza de la vía internacional, sino que su admisión —no tanto en la normativa del Sistema, sino en la cultura de sus actuales o potenciales usuarios— podría generar la desviación y acaso el colapso de las instancias internacionales, abrumadas por una impracticable revisión de infinidad de violaciones.

Gozaini examina las medidas cautelares que dicta la Comisión (pp. 219 y ss.), a reserva de analizar luego las provisionales que expide la Corte, y también, por supuesto, la naturaleza y eficacia de las determinaciones que adopta aquélla (pp. 363 y ss.), un tema sujeto a debate, acerca del cual no hay solución pacífica, que es indispensable alcanzar para evitar resistencias, reticencias y extravíos. Nuestro autor favorece el carácter imperativo de las recomendaciones de la Comisión. Al respecto, escribe: “antes que en los dogmas del señorío de la ley, nos inclinamos por el imperio de la potestas. Con poderes no se fuerza al Estado a cumplir cuanto se compromete a respetar; pero con deberes se construye, moralmente, el deber jurídico de acatar las recomendaciones “ (p. 427).

El autor se pronuncia con claridad en torno a las opiniones consultivas de la Corte, que constituyen —dice con razón, como ha comenzado a decir la propia Corte-- “jurisprudencia obligatoria”, porque “es aquí cuando (el tribunal) interpreta las normas del Sistema” (p. 385).

Todavía en la primera parte de la obra, acerca de los procedimientos ante la Comisión, Gozaíni emprende el examen del control de convencionalidad (pp. 433 y ss.), que confieso me gustaría más ver en la segunda parte, relativa a la Corte Interamericana. No desconozco, por supuesto, las buenas razones que hay para incorporar el tema en el examen de las facultades y actos de la Comisión. Gozaíni dedica a este tema nada menos que cien páginas de su tratado: de la 433 a la 536. Incluye un notable voto de Ferrer MacGregor en el caso Cabrera García y Montiel Flores, y examina la génesis y el desenvolvimiento de esta doctrina. La revisión que hace el tratadista contribuye a una reflexión que se halla abierta. Pienso que tiene razón cuando señala que “una vez instalado el tema del control de convencionalidad, la Corte se encontró con un fenómeno de impacto que quizás no había imaginado” (p. 443).

Debo decir que cuando me referí a esta materia por primera vez, en 2001 —hace casi 16 años— llamándole “control de internacionalidad” y “control de juridicidad”, por las razones que entonces expuse, tampoco suponía el impacto, las interrogantes y las consecuentes respuestas que esta cuestión emergente suscitaría en el curso de poco tiempo. Lo cierto, en todo caso, es que esta doctrina o esta figura —el control de convencionalidad, en sentido extenso— se constituiría en una de las “más relevantes tareas para el futuro inmediato del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos”, como manifesté en mi voto sobre el caso Trabajadores Cesados del Congreso vs. Perú, que ha citado Gozaini.

No pretendo ir más lejos en este momento acerca del control de convencionalidad. Hay que tomar en cuenta a este respecto las reflexiones del jurista argentino, en su tratamiento de los diversos extremos del control; en alguna ocasión eleva su voz de alarma, si lo he leído bien, cuando menciona el control que se quiere atribuir a cuantos ejercen una autoridad pública reglamentaria (p. 475), no sólo a los juzgadores.

En la segunda parte de la obra, Gozaíni se refiere a la Corte Interamericana. En mi concepto, aún se halla pendiente una definición sobre lo que he denominado la “vocación institucional” de la Corte. Sería interesante para fines académicos y útil y orientadora para efectos prácticos. El perfil de esa vocación, que me parece perfectamente identificable a la luz de las características específicas del Sistema Interamericano —o bien, de la “navegación interamericana”— permitiría caracterizar el rumbo de nuestra jurisdicción y acreditar el buen curso de los pasos que ya hemos dado y de los que acaso deberemos dar en esta materia, reconociéndonos en nuestro propio espejo jurisdiccional. Quedaría a la vista lo que la Corte Interamericana puede y debe, atenta a su circunstancia y a su misión posible y deseable como baluarte de los derechos humanos en esta región del mundo, precisamente.

Es relevante y orientador que un procesalista de gran mérito examine el enjuiciamiento ante la Corte. Lo hace Gozaini, comenzando por los “principios” que gobiernan el enjuiciamiento internacional (pp. 693 y ss.). De esta suerte inicia el deslinde, que luego trae implicaciones importantes entre este procedimiento y otros que también nacen en el gran tronco procesal.

Entran en la escena ciertos actos del procedimiento, que deben ser entendidos y denominados como procesalmente corresponde, para conjurar el riesgo de “inventar” o rechazar conceptos, cuando no es indispensable hacerlo porque la disciplina procesal ya cuenta con las definiciones definiciones pertinentes, como ocurre con la noción de “demanda” (p. 769), que hoy se maneja como sometimiento del caso, o “escrito de solicitudes, argumentos y pruebas” —esto último, cuando atañe atañe a las víctimas— (p. 779).

El autor lleva adelante el examen de la bilateralidad (p. 693), una de cuyas implicaciones —que interesa destacar— llega al régimen de la prueba. Celebro que el doctor Gozaini asocie el procedimiento internacional, y por lo tanto el régimen de la prueba, con la exigencia de conocer la verdad (p. 792). En otros órdenes procesales procesales puede existir una orientación diversa acerca del fundamento fáctico de una sentencia o de una resolución alternativa. En el procedimiento de los DDHH prevalece el impulso probatorio del juzgador, determinado por el conocimiento y la difusión de la verdad.

La obra estudia el reconocimiento de responsabilidad (pp. 806 y ss.), que no tiene virtud conclusiva, tomando en cuenta la función del proceso y la misión de la Corte, que posee y ejerce iniciativa probatoria (p. 875), conforme al objetivo final del Sistema (p. 893). En efecto, el allanamiento no es vinculante porque la tutela de los DH es una “cuestión de orden público internacional que trasciende la voluntad de las partes” (p. 915).

En el capítulo XX, Gozaíni examina uno de los temas de mayor jerarquía e innovación en la jurisdicción interamericana, que concurre a establecer las peculiaridades de ésta: las reparaciones, cuyos moldes no son los del Derecho interno (p. 930), aunque ciertamente hay —debe haber— límites para la ponderación de las reparaciones (p. 931).

En este marco destaca el carácter estructural, reformador, de las decisiones de la Corte, cuyo dato más notable no se halla apenas en la declaratoria de violación, sino en la adopción de medidas para que no ocurran nuevas violaciones en el futuro: es decir, la remoción de las causas, que se pretende a través de la garantía de no repetición (p. 959), y mediante lo que el autor denomina “reparaciones sociales” (p. 985), entre otras medidas.

El penúltimo capítulo del libro se dedica a la ejecución de las condenas, tema en el que la Corte ha tenido que construir la teoría de sus propias facultades en esta etapa, y establecer un método para ejercerlas, que ha resultado sui generis, como debía ser, y muy útil en una práctica que se halla en pleno desarrollo.

Finalmente, el último capítulo de la obra que he comentado se refiere a las madidas provisionales que dicta la Corte. La jurisprudencia interamericana ha sido innovadora y acreditado su pretensión garantista a través de estas medidas, especialmente en lo que Gozaini denomina “vertiente colectiva” (p. 1055), cuya génesis se halla en la decisión de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, explicada en el voto particular que entonces emitimos, conjuntamente, el recordado juez venezolano Alirio Abreu Burelli y yo.

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