Actualmente existe un cuerpo creciente de investigaciones que vinculan la dimensión de la personalidad “búsqueda de sensaciones” con el sistema de recompensa cerebral: el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico. El objetivo de esta revisión es analizar las relaciones entre búsqueda de sensaciones, riesgo y recompensa y sus vinculaciones con las conductas externalizadoras (antisocial, de riesgo y de consumo de drogas). Esta revisión sugiere que la maduración en los adolescentes del sistema dopaminérgico de recompensa podría vincularse con rasgos como la impulsividad y la búsqueda de sensaciones.
Nowadays, there is an increasing body of research linking the novelty seeking dimension with the brain reward system: the mesocortical dopaminergic system. The objective of this review is to analyze the relationships between novelty seeking, risk, and reward, and their links with externalization behaviours (antisocial, risk, and drug abuse behaviours). The integration of these theories, along with the results of the research reviewed, suggests that the maturing of the rewarding dopaminergic system in the adolescence may underline temperamental traits such as impulsivity and novelty seeking.
El trabajo original de W. B. Cannon (1915) es responsable del concepto y del desarrollo de las investigaciones posteriores sobre el principio de la homeostasis. La idea principal en esta línea de investigación es que las funciones corporales mantienen un estado óptimo de actividad fisiológica (Alcázar, 2008). Con respecto a la motivación y la emoción, las investigaciones de Cannon también avanzan la idea de que los estímulos aversivos físicos y emocionales que alteran la homeostasis provocan una actividad generalizada del sistema nervioso simpático, que se manifiesta como respuestas de lucha o de huida (Stelmack, 2004).
En trabajos posteriores Duffy considera que “la descripción de la conducta en un momento dado requiere la consideración de dos aspectos: (a) dirección, acercamiento o retirada con respecto a personas, cosas, ideas o algún aspecto del entorno y (b) activación, arousal o intensidad” (Duffy, 1972, p. 577). De esta manera, la activación venía a ser un sinónimo de arousal, intensidad o energía de movilización. Desde este punto de vista, el arousal se concibe como una dimensión que es descrita como un continuo de estados neurofisiológicos. Se propuso que la relación entre el estado de arousal y el rendimiento era la conocida curva de U invertida (Hebb, 1949). Esta concepción del arousal daba una pauta de entendimiento de las complejas relaciones entre los sistemas fisiológicos, los estados neuropsicológicos y la conducta expresada (Stelmack, 2004).
La publicación de Las bases biológicas de la personalidad (Eysenck, 1967) fue el avance más relevante hasta ese momento para explicar las diferencias en extraversión y neuroticismo, integrando investigaciones sobre determinantes psicológicos de aprendizaje, atención y motivación. Se proponía que los introvertidos estaban caracterizados por altos niveles de actividad o bajos niveles de excitación en la conexión cortico-reticular. De este modo, el nivel de arousal es un concepto explicativo básico en la concepción de Eysenck de la extraversión (Eysenck, 1967) y también en la teoría de búsqueda de sensaciones (BS) de Zuckerman (1969a).
Para Eysenck, el arousal se incorpora dentro de la teoría del condicionamiento que está en la base de la extraversión, dentro de su teoría de la personalidad. Sería la base psicofisiológica que daría cuenta de las diferencias en atención y aprendizaje que, según la teoría, distinguen a los individuos introvertidos de los extravertidos.
Para Zuckerman, el constructo del arousal dentro de su teoría de búsqueda de sensaciones emerge desde sus primeros trabajos sobre los efectos de la deprivación sensorial en los procesos psicológicos y fisiológicos (Zuckerman, 1969b).
Durante la década de 1960 hubo mucho interés en la investigación sobre la deprivación sensorial, como consecuencia, entre otras cosas, de la guerra de Corea y la guerra fría (Stelmack, 2004). Existía evidencia de que en el curso de la deprivación sensorial se incrementaba la necesidad de recibir estimulación. De esta manera, a medida que se incrementaba el tiempo de aislamiento también se incrementaba el número de respuestas iniciadas para recibir estimulación visual o auditiva (Zuckerman, 1979). Según Zuckerman, esta investigación “muestra una conexión entre el nivel de arousal en deprivación sensorial y la necesidad estimular, sugiriendo la posibilidad de que ‘el hambre estimular’ de los sujetos sometidos a condiciones de deprivación sensorial puede ser el reflejo de otro tipo de características conductuales más allá de las específicas condiciones experimentales. Estos resultados motivan el desarrollo de ‘una escala de búsqueda de sensaciones’, que podría ser predictiva del arousal, de respuestas operantes para la estimulación y para otras reacciones a la deprivación sensorial” (Zuckerman, 1979, p. 85).
La primera escala de búsqueda de sensaciones (Zuckerman, Kolin, Price y Zoob, 1964) fue un intento de “tener una medida operativa del óptimo nivel de estimulación y del óptimo nivel de arousal” y primeramente se usó en la investigación de deprivación sensorial (Zuckerman, 1979, p. 91). La base teórica para este trabajo fue que “todos los individuos tienen niveles característicos de estimulación y arousal para su actividad cognitiva, motora y su tono de afecto positivo” (Zuckerman, 1969a, p. 429). En este contexto de investigación, “un alto buscador de sensaciones sería un individuo feliz y que funcionaría mejor con un nivel tónico alto de arousal y que buscaría mantener ese nivel” (Zuckerman, 1979, p. 315).
Por otra parte, las investigaciones que han estudiado las relaciones entre las medidas de búsqueda de sensaciones y las dimensiones de la personalidad del modelo de Eysenck han encontrado que existen relaciones significativas entre las escalas de búsqueda de sensaciones de Zuckerman y las escalas del cuestionario EPQ de extraversión y psicoticismo. También se suelen encontrar relaciones significativas entre las escalas de búsqueda de sensaciones con la escala de sinceridad del EPQ (Alcázar, 2008; Eysenck y Zuckerman, 1978; Ripa, Hansen, Mortensen, Sanders y Reinish, 2001).
Desde el punto de vista adaptativo, la supervivencia de las especies está determinada por la adquisición de conductas que tienden a mantener funciones vitales básicas como beber o comer, reaccionar ante las agresiones o reproducirse. En nuestro cerebro existen circuitos cuya misión es recompensar las conductas que mantienen las funciones vitales básicas con sensaciones agradables o de placer. Del mismo modo que refuerzan las conductas útiles, extinguen las inútiles o perjudiciales. Las zonas anatómicas implicadas en este sistema de recompensa se organizan en el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico. Este sistema tiene una función importante en la autoestimulación cerebral. Se trata de un sistema de neuronas dopaminérgicas que se proyecta desde el mesencéfalo hasta diversas regiones del telencéfalo. Las neuronas que forman el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico tienen sus cuerpos celulares en un núcleo del mesencéfalo, el área tegmental ventral. Sus axones se proyectan a una serie de puntos del telencéfalo, entre ellas regiones específicas de la neocorteza prefrontal, la corteza límbica, el bulbo olfativo, la amígdala, el septum, el cuerpo estriado dorsal y, en particular, el núcleo accumbens (un núcleo del cuerpo estriado ventral) (Smilie y Wacker, 2014). La mayor parte de los axones de las neuronas dopaminérgicas que tienen sus cuerpos celulares en el área tegmental ventral proyectan a diversas regiones corticales (vía mesocortical) y límbicas (vía mesolímbica). Este componente del sistema dopaminérgico considerando ambas vías se denomina vía mesocorticolímbica. Aunque las neuronas de estas dos vías dopaminérgicas se entremezclan en cierta medida, son en concreto las neuronas que proyectan desde el área tegmental ventral al núcleo accumbens las que se han visto más frecuentemente implicadas en los efectos reforzantes de la estimulación cerebral, recompensas naturales y drogas adictivas (Wise, 2004; Zahm, 2000).
La personalidad, o más específicamente el temperamento, realiza la mayor contribución a la conducta humana. Pues bien, existe un cuerpo creciente de investigaciones que vinculan las dimensiones de búsqueda de sensaciones y la extraversión con el sistema de recompensa cerebral, por lo tanto con el sistema dopaminérgico mesocorticolímbico (Alcaro, Huber y Panksepp, 2007; Álvaro-González, 2014; Cohen, Schoene-Bake, Elger y Weber, 2009; Smilie y Wacker, 2014; Wittmann, Daw, Seymour y Dolan, 2008). En este marco de investigación, Smilie y Wacker (2014), que muy recientemente han editado un monográfico sobre las bases dopaminérgicas de la personalidad y las diferencias individuales, afirman que la función dopaminérgica juega un papel destacado en la personalidad y otras diferencias individuales. Ahora bien, la correspondencia no es simple entre el neurotransmisor dopamina y alguna dimensión de personalidad aislada. Si se reconoce esta complejidad, un reto de investigación para el futuro sería el desarrollo de perspectivas integradoras que vinculen las múltiples bases neurobiológicas de las dimensiones dopaminérgicas con las diversas maneras que la dopamina puede influir en los patrones de conducta (Smilie y Wacker, 2014).
Personalidad, delincuencia y búsqueda de sensacionesDe un tiempo a esta parte existe un renovado interés por incorporar las variables de personalidad en las teorías criminológicas (Álvaro-González, 2014; Blair, Mitchell y Blair, 2005; Fishbein, 2000, 2001; Flannery, Vazsonyi y Waldman, 2007; Raine, 1993) para construir modelos que integren variables de personalidad y factores biológicos con factores psicosociales y socioculturales. En este campo se plantea que las relaciones entre dimensiones de la personalidad y la delincuencia podrían representar un continuo en las conductas antisociales (Alcázar-Córcoles y Bouso, 2008; Romero, Luengo y Sobral, 2001).
En particular se ha prestado una especial atención a las variables que se relacionan con el “temperamento”, un grupo de características que se asume que dependen del substrato biológico individual y que muestran un relativo grado de estabilidad a lo largo de la vida. En psicología criminal, las tres dimensiones fundamentales del modelo de Eysenck (extraversión, neuroticismo y psicoticismo), junto con impulsividad y búsqueda de sensaciones, han merecido una especial atención (Alcázar, 2008; Alcázar-Córcoles y Bouso, 2008; Fishbein, 2001; Sobral, Gómez-Fraguela, Romero y Luengo, 2000).
Para entender el complejo fenómeno de la conducta antisocial se deben generar modelos que tengan en cuenta variables biológicas y sociales (Susman, 2006). Con respecto a las variables biológicas se ha considerado tradicionalmente que un decremento en la actividad del eje hipotalámico-hipofisiario-adrenal (HPA) se vincula con la conducta antisocial (Popma et al., 2007). Desde una perspectiva biológica se considera que la conducta antisocial puede responder a un bajo nivel de arousal que vendría a ser compensando (normalizado) por la búsqueda de sensaciones a través de la conducta antisocial (Raine, 1993; Zuckerman y Neeb, 1979). El eje HPA es uno de los sistemas psicofisiológicos más importantes involucrados en la adaptación al ambiente y un indicador del nivel de estrés que está soportando el individuo (McEwen, 2004). En este campo de trabajo el bajo nivel de arousal puede operativizarse como un bajo nivel de la actividad del eje HPA. A su vez, el nivel de cortisol tras el despertar matutino se toma como una medida de la actividad del eje HPA (Platje et al., 2013). En un reciente estudio longitudinal en el que participaron 425 adolescentes (de 15, 16 y 17 años) se encontró que el mejor predictor de la agresión entre iguales fue la disminución del nivel de cortisol en saliva al levantarse por la mañana. En consecuencia, los autores concluyen que una disminución de la actividad del eje HPA puede implicar susceptibilidad a la agresión entre iguales (Platje et al., 2013).
Anteriormente hemos referido la expresión “hambre estimular”, que se sustentaría en la hipoactivación autonómica y cortical, por lo que una persona así caracterizada tiende a un déficit crónico de estimulación endógena, lo cual implicaría la necesidad de compensación a través de la captura de elementos exógenos potencialmente activadores y estimulantes (Alcázar, 2008). En esta línea, diversos estudios concluyen que los sujetos buscadores de sensaciones y los delincuentes adolescentes mantienen bajos niveles de conductancia de la piel (Gatzke-Koop, Raine y Loeber, 2002), algo que también ocurre a los sujetos antisociales o personas agresivas (Raine, 1993). Pero es que, además, si esta necesidad se combina con la ausencia de mecanismos adecuados de autorrestricción (impulsividad) y con una relativa incapacidad para proyectar las recompensas futuras con el fin de modular la conducta actual, nos encontramos ante un panorama plenamente coherente y de gran potencia hermenéutica para la comprensión de muchas conductas antisociales y/o delictivas. Estos resultados reforzarían la creencia en la fuerte asociación entre la búsqueda de sensaciones y la asunción de riesgos (Alcázar, 2008; Hansen y Breivik, 2001; Sobral et al., 2000).
Se supone que las personas impulsivas tienen cierta dificultad para conectar áreas cognitivas y emocionales y, por tanto, una alteración de la emisión de juicios morales. La corteza prefrontal ventromedial se asocia con las capacidades volitivas, motivacionales y de regulación emocional. En una investigación llevada a cabo por el equipo de Damasio (Koenigs et al., 2007) se aprecia una disminución de respuestas emocionales y una inadecuada regulación de la ira y la frustración en pacientes con lesiones focales bilaterales en la corteza prefrontal ventromedial cuando se desarrollan tareas que implican juicio moral y social, lo que abunda en la idea de que la emoción juega un rol crítico en estos aspectos. Curiosamente, los sujetos de este mismo estudio muestran un rendimiento adecuado en tareas de razonamiento lógico, capacidad de inteligencia general y quedando preservado también el tratamiento declarativo de las normas sociales (distinguir el bien del mal). Por otra parte, ninguna región cerebral funciona independientemente. Así, el grupo de Hare (Liddle, Smith, Kiehl, Mendrek y Hare, 1999) investigó la inhibición de la respuesta en una muestra de sujetos psicópatas, encontrando que este proceso implica la integración y cooperación activa de muchas regiones, incluyendo la corteza prefrontal ventromedial y dorsolateral. La primera región es fundamental en el comportamiento adaptativo desde el punto de vista de la selección natural, en el cual se incluyen decisiones de tipo emocional, mientras que la segunda es la encargada de la reflexión en la toma de decisiones y las acciones que se derivan de ellas. La comunicación ineficaz entre estas áreas frontales representaría una ausencia de inhibición o “freno” emocional, lo cual podría facilitar la aparición de conductas antisociales (Álvaro-González, 2014; Alcázar-Córcoles y Bouso, 2008; Liddle et al., 1999; Zuckerman, 1969a).
La impulsividad y la búsqueda de sensaciones han sido relacionadas con trastornos psicopatológicos y con problemas sociales, pero cada una de ellas puede jugar un papel diferenciado en cada uno de los problemas personales o sociales. De esta manera, cuando la impulsividad se combina con la búsqueda de sensaciones, muy probablemente el resultado será un patrón de conducta con un elevado riesgo de producir daño, más que cuando la búsqueda de sensaciones no se combina con impulsividad. La asunción de riesgos se incrementa desde la niñez a la adolescencia para disminuir en la edad adulta. De manera que durante la adolescencia y hasta la década de los 20 años, se va desarrollando la capacidad de autorregulación del propio comportamiento. Esta capacidad se vincula a la maduración de las conexiones neurales entre la corteza prefrontal y el sistema límbico, que permite la mejor coordinación de la emoción y la cognición (Alcázar-Córcoles, Verdejo-García y Bouso-Sáiz, 2008; Alcázar-Córcoles, Verdejo-García, Bouso-Sáiz y Bezos-Saldaña, 2010; Geier, 2013; Steinberg, 2008; Zuckerman y Kuhlman, 2000). Además esta maduración en las conexiones neurales irían en paralelo con la maduración del sistema dopaminérgico de recompensa (Galvan, 2010; Gjedde, Kumakura, Cumming, Linnet y Moller, 2010; Steinberg, 2008).
Sin embargo, la búsqueda de sensaciones también se relaciona con la conducta pro-social o la conducta social neutra. En este sentido, Gomá i Freixanet (1995) encontró que el asumir riesgos en conductas pro-sociales también se relacionaba con altas puntuaciones en búsqueda de sensaciones. También los buscadores de sensaciones se involucraban en la práctica deportiva, tanto en deportes de riesgo como de no riesgo (Hansen y Breivik, 2001). Todo ello ilustra que la búsqueda de sensaciones puede influir en un amplio rango de actividades, incluso en aquellas que no implican asumir riesgos ni representan una conducta antisocial o contra la norma sino que, al contrario, son prosociales y altruistas (para una revisión ver Jiang, Chew y Ebstein, 2013; Strelau y Kaczmarek, 2004).
Búsqueda de sensaciones, consumo de drogas y conducta antisocialSe están acumulando investigaciones en las que se da cuenta de la relación entre la BS y las conductas adictivas. En síntesis, los datos indicarían que el núcleo duro de los consumidores de drogas, es decir, las personas que eventualmente perdieron el control sobre la auto-administración de drogas para devenir en adictos, podrían tener un perfil de personalidad que corresponde en lo principal con todo lo expuesto, esto es, la antinormatividad y la BS impulsiva y no socializada, reflejada en puntuaciones más elevadas en psicopatía (psicoticismo en el modelo de Eysenck) y en BS que los controles no usuarios de drogas (Geier, 2013; Pardo, Aguilar, Molinuevo y Torrubia, 2002). Así, en una investigación con parejas de 30 hermanos (con edades desde los 18 a los 55 años con inicio en el consumo a los 16 años), unos cumpliendo criterios de adictos a estimulantes (cocaína y anfetamina) y otros no consumidores, se encontró que la impulsividad y la búsqueda de sensaciones se vinculaban al consumo, de manera que la impulsividad podría formar parte de un endofenotipo o vulnerabilidad para el consumo de drogas mientras que la búsqueda de sensaciones parecía no formar parte de este endofenotipo, aunque los autores relacionan el inicio del consumo con la dimensión búsqueda de sensaciones y la impulsividad con el mantenimiento del consumo (Ersche, Turton, Pradhan, Bullmore y Robbins, 2010). Este mismo grupo empleando 50 parejas de hermanos (adultos de edad media de 32.8 años, uno cumpliendo criterios según DSM-IV de adicción a estimulantes y otro sin ninguna adicción) encuentran un desequilibrio entre la vía mesolímbica de la recompensa y las áreas de control prefrontal, que es el que se ha sugerido que predispone a los adolescentes a conducta impulsiva y buscadora de sensaciones, lo que les situaría en mayor riesgo para el desarrollo de conductas adictivas (Ersche et al., 2012).
La relación entre la búsqueda de sensaciones y el consumo de alcohol está bien documentada en la literatura, especialmente con adolescentes y adultos jóvenes. Zuckerman y Kuhlman (2000) han mostrado cómo la búsqueda de sensaciones se relacionaba con el hábito de consumo de alcohol en unas edades determinadas (adolescencia y adultos jóvenes) y que podía ser mediatizada por cambios en las circunstancias socio-culturales (Inglés et al., 2007). En un reciente trabajo de meta-análisis en el que se analizaron 87 artículos derivados de investigaciones con participantes de edades entre los 11 y los 19.9 años se concluye que la búsqueda de sensaciones es una de las dimensiones de personalidad que más aparece vinculada al consumo de alcohol en adolescentes. Además, cuando lo que se considera en los estudios es el consumo de alcohol en atracón también es la búsqueda de sensaciones la dimensión que presenta una mayor asociación con este tipo de consumo de alcohol en adolescentes (Stautz y Cooper, 2013). En esta misma línea, en una reciente investigación de tipo longitudinal con 1.068 escolares alemanes (de 12-13 años en el momento inicial con seguimientos hasta de 32 meses) se encuentra que la impulsividad y la búsqueda de sensaciones son los dos rasgos que más se vinculan con el consumo de alcohol y tabaco en la adolescencia temprana. Los autores plantean que sus resultados sugieren que la búsqueda de sensaciones tendría gran importancia en el inicio del consumo de estas drogas y la impulsividad en el mantenimiento en su consumo (Malmberg et al., 2013).
En una reciente investigación empleando una muestra de 200 internos en una prisión (edad media de 36 años) se encontró que la búsqueda de sensaciones y la impulsividad eran los dos rasgos que se asociaban a la dependencia de drogas, siendo la impulsividad la que más se vinculaba con el alcoholismo (Ireland y Higgins, 2013).
Las funciones ejecutivas (FE) son un conjunto integrado de habilidades implicadas en la generación, la supervisión, la regulación, la ejecución y el reajuste de conductas adecuadas para alcanzar objetivos complejos, especialmente aquellos que requieren un abordaje novedoso y creativo (Verdejo-García y Bechara, 2010) y están también implicadas en la regulación de estados emocionales que se consideran adaptativos para la consecución de esos objetivos (Bechara, Damasio y Damasio, 2000; Davidson, 2002). Desde una perspectiva evolutiva, Barkley (2001) las define como modelos de acción auto-dirigidos que permiten al individuo maximizar globalmente los resultados sociales de su conducta una vez que ha considerado simultáneamente las consecuencias inmediatas y demoradas de las distintas alternativas de respuesta. Por tanto, las FE integran procesos de producción de conducta, memoria operativa, planificación, inhibición y toma de decisiones. Ya que en la vida diaria la mayoría de las situaciones que afrontamos son diferentes entre sí y, además, tienden a evolucionar y complejizarse conforme nos desarrollamos como adultos con nuevos intereses y responsabilidades, los mecanismos ejecutivos se ponen en marcha en una amplísima variedad de situaciones y estadios vitales y su competencia es crucial para un funcionamiento óptimo y socialmente adaptado (Verdejo-García y Bechara, 2010). La adolescencia representa un periodo crucial en el desarrollo cerebral; hasta que este desarrollo se va completando satisfactoriamente los adolescentes presentan un mayor riesgo de conductas impulsivas y buscadoras de sensaciones que les llevan a tomar decisiones arriesgadas sobre todo en contextos sociales cargados emocionalmente, lo que incrementa su riesgo de conductas antisociales, indicando falta de control cognitivo sobre conductas emotivas (Matthys, Vanderschuren y Schutter, 2013). En un reciente estudio longitudinal de tres años con 387 participantes con edades entre los diez y los doce años se encontró que un grupo de adolescentes que puntuaban alto en impulsividad tenían conductas de riesgo y presentaban carencias en la función ejecutiva mientras que otro grupo que puntuaba alto en búsqueda de sensaciones tenían las mismas conductas de riesgo pero mostraban un alto rendimiento en memoria de trabajo, que indica una adecuado control de la función ejecutiva (Romer et al., 2011).
En una reciente investigación empleando una muestra de 434 estudiantes de secundaria (de 16 a 18 años, media de 17.07) se encontró que la ausencia de inhibición conductual predecía las puntuaciones en la función ejecutiva (Fino et al., 2014), lo que sería coherente con los hallazgos previos que dan cuenta de que la alta sensibilidad a la recompensa y baja inhibición conductual son los mejores predictores de las conductas de riesgo durante la adolescencia (Gullo y Dawe, 2008). A este fenómeno los autores lo vinculan con las proyecciones dopaminérgicas desde el área tegmental ventral al núcleo accumbens, que se relacionan con la falta de inhibición conductual en respuesta a estímulos salientes asociados a recompensas, como en el caso del uso de drogas (Gullo y Dawe, 2008).
Como cualquier rasgo de carácter, la búsqueda de sensaciones se debe a una interacción compleja entre los genes y el entorno. Un importante factor genético está en el cromosoma 11, y probablemente corresponde al gen DRD4 que codifica el receptor dopaminérgico D4, implicado en los flujos cerebrales de dopamina, uno de los neurotransmisores que estimulan los circuitos cerebrales del placer y de la recompensa (Allman, 2003; Álvaro-González, 2014; Rubia, 2011) y que también se vincula con la conducta altruista y prosocial, lo que podría apuntar hacia una base biológica para la moralidad humana. Así, los individuos portadores de los alelos 4R y 7R del gen DRD4 tenderían al altruismo y a conductas prosociales, siendo los portadores del alelo 4R los más proclives al altruismo, a pesar de las condiciones ambientales, y los portadores del 7R los que más tenderían a la conducta prosocial en ambientes ricos en estímulos y reforzadores (Jiang et al., 2013). El equipo de Robert Moyzis (Wang et al., 2004) ha comparado el gen DRD4 en poblaciones de todo el planeta y han concluido que las variantes del referido gen asociadas a la búsqueda de sensaciones (o novedades) surgieron hace 50.000 años, justo antes de que la actual especie humana, el Homo sapiens, saliera de África para colonizar el resto del mundo. Al principio eran muy raras, pero se propagaron rápidamente por toda la especie, lo que quiere decir que aportan alguna ventaja a su portador. Según los autores, las épocas tranquilas y estables seleccionan las variantes normales, pero los tiempos duros, caracterizados por la escasez de recursos y por cambios muy rápidos en el estilo de vida, favorecen las versiones asociadas a la búsqueda de novedades (Zuckerman y Kuhlman, 2000).
Los modelos animales están ayudando a comprender cómo es el proceso de desarrollo cerebral en adolescentes, que podría vincularse con las conductas imprudentes y de riesgo que caracterizan a la adolescencia y que se pueden considerar un problema de salud pública (conductas antisociales tales como la delincuencia, la drogadicción y las prácticas sexuales sin tomar precauciones) (Bernheim, Halfon y Boutrel, 2013; Lahat et al., 2012). Estudios con ratas han mostrado que durante la adolescencia presentan un incremento de receptores dopaminérgicos D1 y D2 en el núcleo accumbens, el estriado y la corteza frontal (Andersen, Thomson, Rutsein, Hostetter y Teicher, 2000; Benes, Taylor y Cunningham, 2000).
En trabajos recientes de neuroimagen empleando muestras de sujetos de 19 años de edad, se ha encontrado que las puntuaciones en búsqueda de sensaciones muestran una relación de U invertida con la concentración de receptores dopaminérgicos en el estriado que se vincula con el sistema de recompensa cerebral (Gjedde et al., 2010). En una investigación con una muestra de 34 adultos sanos (media de edad 23.4) se ha encontrado mediante tomografía por emisión de positrones (PET) que los sujetos con puntuaciones elevadas en la dimensión de búsqueda de novedades tendrían menos autorreceptores dopaminérgicos D2 en el estriado ventral, lo que iría en la línea de vincular dicha dimensión de la personalidad con la autorregulación de la actividad dopaminérgica en el mesencéfalo (Zald et al., 2008).
Desde el punto de vista neuropsicológico el grupo de Damasio ha presentado una teoría que integra la neuroanatomía con el funcionamiento psicofisiológico (Damasio et al., 2000). Se postula que la corteza prefrontal regula el comportamiento, en parte, a través de la generación de marcadores somáticos (por ejemplo, la conductancia de la piel, y otras respuestas a estímulos aversivos). De esta forma, los marcadores somáticos alertarían a los individuos de los contextos de riesgo o de las situaciones amenazantes, permitiendo que se mantenga la homeostasis y que se puedan tomar decisiones conductuales ventajosas (Damasio et al., 2000). El modelo original, basado en pacientes con lesiones selectivas, resaltó la importancia de la corteza prefrontal ventromedial en la autoconciencia de los marcadores somáticos (Bechara, Tranel y Damasio, 2000; Bechara, Tranel, Damasio y Damasio, 1996). En esta línea de investigación, empleando una muestra de pacientes con daño en la corteza prefrontal ventromedial, se obtuvo que mostraban disfunciones tanto a nivel emocional (ansiedad, tolerancia a la frustración y labilidad) como de sus competencias conductuales para el desenvolvimiento en el mundo real (social, financiero, y laboral) (Anderson, Barrash, Bechara y Tranel, 2006). Por otra parte, el grupo de Damasio ha relacionado a la amígdala, que a su vez está interconectada con la corteza orbitofrontal y ventromedial (Bechara, Damasio, Damasio y Lee, 1999), con otras estructuras subcorticales que estarían involucradas en la emoción y en la regulación de la homeostasis (el cíngulo, el hipotálamo, el cerebelo y núcleos del tronco del encéfalo) (Damasio et al., 2000; Davidson, Putnam y Larson, 2000).
Actualmente se sabe que el daño en los lóbulos frontales provoca un deterioro de la intuición, del control del impulso y de la previsión, lo que conduce a un comportamiento socialmente inaceptable y poco adaptativo. Esto es particularmente cierto cuando el daño afecta a la superficie orbital de los lóbulos frontales. Los pacientes que sufren de este síndrome “pseudopsicopático” se caracterizan por su demanda de gratificación instantánea y no se ven limitados por costumbres sociales o por el miedo al castigo (Alcázar-Córcoles et al., 2008; Koenigs y Tranel, 2006).
En el plano neuropsicológico, el área anterior de los lóbulos frontales se ha asociado a las FE, responsables de procesos como la planificación, flexibilidad, memoria de trabajo, monitorización e inhibición para la obtención de metas; también están implicadas en la regulación de estados emocionales que se consideran adaptativos para la consecución de tales objetivos. Alteraciones en la regulación de la emoción, conducta y cognición, fundamentalmente los procesos involucrados en la función ejecutiva, han sido vinculados con la conducta antisocial y con la vulnerabilidad y el mantenimiento en el abuso de drogas (Fishbein, 2000; Matthys et al., 2013; Verdejo-García y Bechara, 2010; Verdejo-García, Bechara, Recknor y Pérez-García, 2007).
ConclusiónLa mayoría de los estudios revisados son de tipo correlacional, con muestras relativamente pequeñas y de carácter transversal, por lo que cualquier conclusión habrá de tomarse con cautela. No obstante lo anterior, la integración de las teorías aquí presentadas, junto con los resultados de los trabajos revisados, sugieren que el proceso de maduración en los adolescentes del sistema dopaminérgico de recompensa podría estar en la base de rasgos temperamentales como la impulsividad y la búsqueda de sensaciones, que se vinculan con el espectro de conductas externalizadoras (conducta antisocial, conductas de riesgo y consumo de drogas), que son estadísticamente frecuentes en los adolescentes y que el aumento progresivo del autocontrol a lo largo del desarrollo hace que vayan declinando con los años. En particular, la conducta delincuente, que florece con la adolescencia y que estadísticamente declina a partir de los veinte años de edad, podría vincularse con la sobreactivación del citado sistema de recompensa que impulsaría a los adolescentes en la búsqueda de sensaciones y novedades, lo que les llevaría a tomar decisiones de riesgo en busca de recompensas a corto plazo compensando un bajo nivel de arousal (Alcaro et al., 2007; Galvan, 2010; Geier, 2013; Gjedde et al., 2010; Lahat et al., 2012; Raine, 1993; Steinberg, 2008; Zuckerman y Neeb, 1979).
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.