El tratamiento de mujeres delincuentes supone un reto para los profesionales de la justicia, la psicología y la intervención social. El incremento de detenciones y condenas ha supuesto la necesidad de ofrecer servicios para mujeres procesadas por delitos violentos. Sin embargo, el conocimiento disponible, la oferta de programas y las herramientas validadas son limitados en el contexto español. La presente revisión analiza la situación internacional sobre la intervención con mujeres delincuentes violentas, centrando la atención en la violencia de pareja y la violencia sexual. La bibliografía señala que la baja prevalencia limita los estudios sobre efectividad de las intervenciones, la victimización parece una variable relevante para el tratamiento, la evaluación del riesgo es muy complicada debido a las bajas cifras de reincidencia y, al igual que ocurre en varones, son frecuentes los abandonos en los programas. Se discuten las implicaciones para el desarrollo de la materia en el contexto español.
Treating female offenders is a major challenge of criminal justice, psychology, and social intervention practitioners. The rates of arrests and convictions have increased, leading to a need to provide services for women prosecuted for violent crimes. However, the available knowledge, intervention programs, and validated tools are limited in the Spanish context. This review aims to provide an overview of the international context regarding the intervention with violent female offenders, focusing on the case of intimate partner violence and sexual violence. The literature shows that low prevalences limit studies about the effectiveness of interventions, victimization seems a relevant topic in the treatment of female offenders, risk assessment is very complicated due to the low recidivism, and attrition in programs is very common as it is in men. The implications for the development of the topic in the Spanish context are discussed.
El tratamiento de la mujer delincuente es una cuestión muy poco atendida en el ámbito hispanohablante, persistiendo un enorme desconocimiento tanto entre profesionales como en el sector académico (Loinaz, 2014). Aunque las mujeres constituyen una minoría en el contexto delictivo, también es cierto que las cifras de detención, condena y encarcelamiento se han incrementado significativamente en las últimas décadas. En EE.UU. se pasó de un 10% de detenciones en 1965 a un 15.8% en 1980 y a casi un 25% en 2008 (Van Wormer, 2010). En adolescentes, además, se da un incremento gradual de la implicación de las mujeres en delitos cada vez más violentos (Chesney-Lind y Shelden, 2014). Sin embargo, algunos autores señalan que este incremento en los delitos violentos es comparable en ambos sexos y que se debe a cambios socio-políticos y a una mayor atención a problemas hasta ahora desatendidos (Schwartz, Steffensmeier y Feldmeyer, 2009). Sea como sea, estimaciones globales a nivel internacional cifran hasta en un 25% la población delincuente femenina, limitándose al 10% para los delitos violentos y al 5% para los sexuales (Cortoni, Hanson y Coache, 2010). En España (Interior, 2015) en 2014, el 7.6% de los presos eran mujeres (el 75% de ellas por delitos contra la salud pública o socioeconómicos) y el 18% del total de delitos y faltas en menores (14-17 años) fueron cometidos por mujeres. La evolución entre 1990 y 2014 muestra un incremento notable que tiende a duplicar el número de presas de los primeros a los últimos años, aunque la proporción de mujeres se ha mantenido constante (entre un mínimo del 7.5% en 2011 y un máximo del 9.46% en 1994).
A la desproporción en las cifras de detención y condena, así como a la menor atención prestada al problema, pueden haber contribuido los estereotipos y la conocida como hipótesis de la caballerosidad (paternalismo o machismo benevolente) (ver Russell, 2013). Por otro lado, una cuestión en auge en las últimas décadas ha sido la adopción de la denominada perspectiva de género [gender sensitive approach] ante la delincuencia femenina, reclamando una atención diferenciada para estas mujeres. Tal como señala Van Wormer (2010), esta perspectiva no supone un trato maternalista o paternalista, ni un doble rasero considerando a la mujer merecedora de más protección, ni implica tratar solo a las mujeres (sino atender igualmente a las necesidades de los varones), ni ser feminista, ni atribuir los problemas personales a roles de género.
Un aspecto llamativo en el abordaje de la mujer delincuente, en especial en contexto penitenciario, es el posicionamiento partidario de la existencia de discriminación hacia ellas, la victimización como causa del delito o la maternidad como factor de principal relevancia. Aunque en ocasiones coincida con una parte de la realidad, este posicionamiento dista mucho del abordaje del delincuente masculino. ¿Debemos pensar en madres victimizadas y discriminadas cuando hablamos de delincuencia femenina? ¿Resulta útil esta visión de cara al establecimiento de programas de intervención para mujeres delincuentes, especialmente cuando son violentas? El problema que deriva de este posicionamiento es considerar que todas las mujeres que delinquen son impulsadas por los mismos factores externos (sin capacidad de decisión, ni motivaciones u objetivos propios), lo cual no deja de ser una forma más de sexismo (el hombre delinque con plena conciencia, voluntad o maldad y la mujer se ve abocada a ello). Además, al poner el foco de atención en factores externos (discriminación, empleo, familia, etc.) la persona pierde la capacidad de cambio y la responsabilidad de su conducta, fomentándose el uso de atribuciones externas, culpabilización a terceros y victimismo.
Cortoni y Gannon (2011, p. 48) concluyeron que es difícil justificar el tratamiento de algo en mujeres por el simple hecho de que sepamos que existe en varones. El objetivo de este artículo es ofrecer una revisión del panorama sobre el tratamiento de mujeres delincuentes violentas y valorar las posibles implicaciones para el contexto español, dando respuesta a las cuestiones anteriormente planteadas.
Necesidades terapéuticas y evaluación del riesgoEl modelo Riesgo-Necesidad-Responsividad (RNR) (ver Andrews y Bonta, 2010) es sin duda la propuesta más utilizada a la hora de plantear el tratamiento de delincuentes y también lo ha sido en el caso de las mujeres (Blanchette y Brown, 2006). Dicho de forma sencilla, supone considerar el riesgo del sujeto (a mayor riesgo, mayor intervención), las necesidades terapéuticas o criminógenas (el tratamiento debe actuar sobre los factores dinámicos que han llevado a la mujer a delinquir, aquellas variables modificables relacionadas con la conducta delictiva) y la capacidad de respuesta de la mujer al tratamiento. Las necesidades criminógenas, por tanto, también influyen en la predicción de la reincidencia (Knaap, Alberda, Oosterveld y Born, 2012), un aspecto relevante de cara al diseño de políticas criminales.
Una fuente de debate respecto a las mujeres delincuentes es la existencia o no de diferencias con los varones y, de existir estas diferencias, cuáles son las variables de interés. Sorbello, Eccleston, Ward y Jones (2002) propusieron como principales necesidades terapéuticas en mujeres delincuentes la victimización, los problemas psicológicos (en especial personalidad límite, depresión y control de la ira), la presión familiar o la presencia de hijos dependientes, los problemas de empleo o el acceso a recursos y el consumo de drogas o la existencia de delitos relacionados con estas. También es habitual la descripción de una menor presencia de historial delictivo, menos presencia de delitos violentos y más problemas interpersonales (Van Dieten y King, 2014). Los factores señalados como específicos para mujeres harían alusión en especial a la esfera emocional, como la baja autoestima, la victimización infantil o adulta y las autolesiones e intentos de suicidio (Blanchette y Brown, 2006).
VictimizaciónLa presencia de victimización previa (principalmente en la infancia, pero también en la edad adulta) y de traumas relacionados es sin duda la variable diferencial más descrita en mujeres delincuentes. La relación circular entre victimización y violencia se ha descrito en numerosos contextos, señalándose su relación con el agravamiento de posibles trastornos mentales presentes, incrementando la probabilidad de conductas violentas en personas victimizadas y la victimización en personas implicadas en conductas violentas (Loinaz, Echeburúa e Irureta, 2011; Manasse y Ganem, 2009; Silver, Piquero, Jennings, Piquero y Leiber, 2011). El efecto de la victimización en la posterior violencia parece más significativo en las mujeres que en los hombres delincuentes (Topitzes, Mersky y Reynolds, 2012). Además, de los pocos trabajos disponibles en nuestro contexto sobre mujeres en prisión uno analiza precisamente esta cuestión, encontrando una tasa de maltrato cuatro veces superior a la de la población general, tanto por parte de parejas como de progenitores (Fontanil, Alcedo, Fernández y Ezama, 2013), y el programa más detallado para mujeres presas es el dedicado a la prevención de la violencia de género (victimización) en este colectivo, el denominado “ser mujer.es” (II.PP., 2010).
Lynch, Fritch y Heath (2012) encontraron una prevalencia del 90% de violencia de pareja física o sexual durante el año anterior al encarcelamiento, a lo que se le sumaban distintas formas de victimización a lo largo de la vida. En algunas muestras penitenciarias, además, se da una combinación de situaciones de riesgo, como en aquellas mujeres en situación de indigencia que presentan mayores prevalencias de abusos en la infancia, agresiones sexuales en la edad adulta y problemas de adicción (Asberg y Renk, 2015). Esta circularidad entre victimización y exposición a situaciones de riesgo y exclusión social también se ha descrito en la bibliografía (Loinaz et al., 2011). Sin embargo, persiste la duda sobre qué situación precede a la otra: ¿son victimizadas por estar en la calle o están en la calle por haber sido victimizadas? En muchos casos, es difícil establecer la direccionalidad de las variables.
Algunos trabajos han relacionado directamente el tipo de victimización con una forma delictiva más prevalente, como la violencia de pareja y la comisión de delitos contra la propiedad (DeHart, Lynch, Belknap, Dass-Brailsford y Green, 2014). La presencia de victimización previa es recurrente en la descripción de agresoras sexuales, con abusos sexuales y físicos en especial durante la infancia (Cortoni y Gannon, 2011; Ford, 2010) y una prevalencia significativamente superior a la de la población general (Levenson, Willis y Prescott, 2015), que puede alcanzar hasta el 80% en algunas muestras (Turner, Miller y Henderson, 2008). La victimización afecta al estado psicológico y además parece influir en la comisión de abusos sexuales frente a otros delitos (Christopher, Lutz-Zois y Reinhardt, 2007; Strickland, 2008). También es habitual en las agresoras de pareja (Hughes, Stuart, Gordon y Moore, 2007) y, de hecho, el uso de la violencia como defensa propia es una de las principales fuentes de polémica (Loinaz, 2014). Además, es el predictor más fuerte y consistente de la comisión de violencia de pareja en mujeres adolescentes y adultas jóvenes (Edwards, Dardis y Gidycz, 2011; Edwards, Desai, Gidycz y VanWynsberghe, 2009; Eriksson y Mazerolle, 2015; Gómez, 2011). En todos estos casos se podría dar una relación circular entre victimización, sintomatología (trastorno de estrés postraumático, depresión, abuso de sustancias, etc.) y agresión a la pareja (Shorey et al., 2012).
De estos resultados se podría concluir que la hipótesis de la victimización como factor de riesgo clave en la delincuencia femenina parece plausible, pudiéndose explicar la relación desde las teorías del aprendizaje social o de forma más general con el ciclo de la violencia (Loinaz y Sánchez, 2015) o la defensa propia o violencia bidireccional en algunos casos de violencia de pareja. En algunos casos, como el de las agresoras sexuales, el factor es tan prevalente que se recomienda su abordaje en los programas de tratamiento (Turner et al., 2008). Sin embargo, pese a la relevancia de la variable, son pocos los trabajos disponibles que ponen a prueba estas intervenciones (Heckman, Cropsey y Olds-Davis, 2007). En cualquier caso, la victimización influye en el bienestar psicológico de la persona, en especial en las relaciones interpersonales, y causa necesidades terapéuticas concretas independientes de las propias de un delincuente. Sin embargo, al igual que ocurre en el caso de delincuentes masculinos, es necesario tener presente la alta probabilidad de exageración o incluso invención de la victimización como forma de justificar o excusar los delitos cometidos, lo que St-Yves y Pellerin (2002) describen como “síndrome de Pinocho”. También tenemos que recordar que las estadísticas analizan la victimización en delincuentes y no el porcentaje de víctimas que se convierten en agresoras.
Evaluación del riesgoLa evaluación del riesgo de violencia (o de reincidencia) es sin duda un aspecto esencial en el tratamiento de la mujer delincuente. Sin embargo, es un ámbito plagado de limitaciones (Loinaz, 2014) y el principal problema es saber si son aplicables las herramientas diseñadas casi exclusivamente con muestras masculinas (Garcia-Mansilla, Rosenfeld y Nicholls, 2009).
El instrumento relacionado con el tratamiento que más se ha utilizado en mujeres ha sido el LSI-R (Andrews y Bonta, 1995), un inventario diseñado precisamente para ajustar la intervención al nivel de riesgo del delincuente. El meta-análisis de Smith, Cullen y Latessa (2009) señala su total utilidad en mujeres, con una capacidad predictiva de la reincidencia similar entre sexos. Algunos trabajos, sin embargo, confirman la utilidad aunque con diferencias respecto a los factores más predictores (Davidson, 2009; Manchak, Skeem, Douglas y Siranosian, 2009). La revisión de 20 años de aplicación sugiere que hay que tener cautela, pues la herramienta parece funcionar con mujeres con estilos delictivos de “tipo masculino” (en concreto los perfiles de mayor reincidencia) pero no con aquellas que siguen “rutas femeninas”, proponiéndose la incorporación de variables propias de las mujeres (Holtfreter y Cupp, 2007).
Trabajos recientes han profundizado en muestras específicas de agresoras. Simmons, Lehmann y Cobb (2008) compararon mujeres de alto riesgo con la SARA (Kropp, Hart, Webster y Eaves, 1999), una guía de juicio clínico estructurado diseñada para evaluar el riesgo de violencia contra la pareja a través de 20 ítems, encontrando prevalencias similares a las de los hombres en los factores de riesgo, lo que sugiere que pueden ser igualmente útiles en ellas. En referencia a la agresión de mujeres en relaciones homosexuales, Glass et al., (2008) adaptaron la herramienta Danger Assessment (Campbell, Webster y Glass, 2009), diseñada para valorar el riesgo de violencia letal, y la aplicaron a una muestra de mujeres víctimas, manteniendo 8 de los 20 ítems originales e incluyendo 10 nuevos (modificando sustancialmente el contenido final). Los nuevos ítems predecían la violencia en un seguimiento de un mes, identificándolos como factores propios de la violencia femenina. Por otro lado, Storey y Strand (2013) utilizaron la segunda versión de la B-SAFER (Kropp, Hart y Belfrage, 2010), una guía derivada de la SARA compuesta por 10 factores de riesgo del agresor y 5 de la víctima, y encontraron una menor prevalencia de los factores de riesgo en mujeres detenidas. El resultado podría ser indicativo de un menor riesgo en ellas, un sesgo en la evaluación de los profesionales o de la necesidad de factores distintos para evaluar mujeres. De hecho, los niveles de riesgo finales eran similares a los de varones con más factores, sugiriendo la posible consideración por parte de los policías de factores distintos a los presentes en la herramienta. Las mismas autoras ya habían encontrado que el riesgo estimado en mujeres tiende a ser bajo, bien por la percepción policial en casos de víctimas masculinas o porque las herramientas diseñadas para evaluar hombres hacen que se pasen por alto factores de riesgo relevantes en mujeres (Storey y Strand, 2012). Por último, evaluando agresoras de pareja con la ODARA (Hilton et al., 2004), una herramienta actuarial de 12 ítems diseñada para uso policial, Hilton, Popham, Lang y Harris (2014) encontraron que la puntuación correlacionaba positivamente con la reincidencia, aunque no de forma significativa, y que la capacidad predictiva de los ítems originales y de modificaciones para mujeres presentaban una capacidad similar. Aunque la reincidencia del 23% era inferior a la esperada conforme a las normas de corrección propuestas con muestras masculinas (la herramienta vincula los niveles de riesgo a la probabilidad de reincidencia), los resultados sugerirían que el instrumento es útil y no es necesario uno específico para mujeres. En el caso de las agresoras sexuales, se tiende a recomendar el uso de las mismas guías de evaluación diseñadas para hombres (aunque se carezca de datos empíricos sobre su utilidad) a la par que algunos autores señalan que no se puede evaluar el riesgo del mismo modo que en los varones, en especial debido a la complicación de predecir la reincidencia con tasas base extremadamente bajas (del 1%) (Vess, 2011).
Aunque algunos estudios no encuentran diferencias significativas en la capacidad predictiva de las guías de juicio clínico estructurado (Coid et al., 2009; Garcia-Mansilla et al., 2009), distintos autores sugieren la necesidad de adaptar los protocolos (de Vogel y de Vries-Robbé, 2013; Emeka y Sorensen, 2009) y proponen herramientas específicas o complementos a las ya disponibles, como el Women's Risk/Needs Assessment (WRNA; Voorhis, Wright, Salisbury y Bauman, 2010) o el Female Additional Manual (FAM; Vogel, de Vries-Robbé, van Kalmthout y Place, 2012, 2014).
Tratamiento de mujeres delincuentesLa Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señala la necesidad de desarrollar programas de reintegración sensibles al género que atiendan a las necesidades de las mujeres delincuentes (UNODOC, 2014). Los programas cognitivo-conductuales abordan las principales variables criminógenas presentes en delincuentes, como el razonamiento crítico, la resolución de problemas, la regulación emocional y las habilidades sociales. Sin embargo, la crítica desde algunos sectores proviene del hecho de que estos programas pueden dejar de lado cuestiones más sistémicas centrales en la conducta delictiva femenina, como la pobreza o la victimización (Van Dieten y King, 2014).
Scroggins y Malley (2010) revisaron 155 programas de reinserción para mujeres en EE.UU. y concluyeron que los programas no cubrían las necesidades de estas mujeres, principalmente en lo referente al cuidado de niños, servicios de salud, hospedaje o educación. Los autores, sin embargo, advertían de que se habían analizado las necesidades argumentadas en la literatura, siendo posible que realmente fuesen otras las necesidades y, de hecho, que para muchas mujeres estas variables no fuesen prioridades. Al analizar programas socioeducativos y sociolaborales en prisión en España, Del Pozo, Jiménez y Turbi (2013) señalaron, entre otros, programas de habilidades sociales (de interés para mujeres victimizadas), programas socioeducativos para familias internadas y educación infantil y programas de género destinados a reducir la discriminación hacia las mujeres reclusas y abordar la violencia de género.
A continuación describiremos algunos programas o experiencias concretas de tratamiento de mujeres delincuentes a nivel internacional, en especial para las violentas.
Tratamiento centrado en el traumaSeeking Safety (Najavits, 2002). Se trata de un programa destinado a abordar de forma conjunta el abuso de sustancias y la sintomatología traumática a través de 25 temáticass. Su objetivo es una intervención inicial destinada a la estabilización, el desarrollo de habilidades de afrontamiento y la reducción de conductas autodestructivas.
Beyond Trauma (Covington, 2003). Programa de 11 sesiones dirigidas a tres áreas, enseñar qué son los abusos y el trauma, ayudar a comprender las reacciones típicas y desarrollar habilidades de afrontamiento. El objetivo es comprender el pasado, el impacto que ha tenido en la vida y aprender estrategas centradas en la seguridad y las fortalezas. En el apartado de este artículo dedicado a la efectividad de los programas se señala algún resultado de su aplicación.
The Tree (Liebman et al., 2014). Se trata de un programa piloto de 8 sesiones para mujeres presas victimizadas. La intervención sigue una estructura vinculada al libro The tree that survived the winter. Su objetivo es ayudar a las mujeres a identificar sus fortalezas, a descubrir, valorar y compartir su historia de vida y promover un cambio positivo escuchando a otras participantes o coterapeutas que han superado sus problemas. Pese al interés del proyecto, la investigación solo ha puesto de relieve dificultades como una finalización del 50% (explicada por los autores por el funcionamiento propio de la prisión) y limitaciones de las muestras que impiden hacer asignaciones aleatorias a los grupos (pues estas mujeres lo que más valoran son las relaciones ya conocidas).
Programas generalesMoving On (Van Dieten, 2010). Se trata de un programa diseñado exclusivamente para mujeres delincuentes, centrado en mejorar las habilidades de comunicación, establecer relaciones saludables y expresar emociones de manera constructiva. Consta de 26 sesiones divididas en nueve módulos (Gehring, Van Voorhis y Bell, 2009): contexto para el cambio, mujeres en la sociedad, cuidar de uno mismo, mensajes familiares, relaciones, afrontamiento de emociones y auntoinstrucciones nocivas, resolución de problemas, volverse asertivas y progresar [moving on]. El objetivo es desarrollar habilidades en tres áreas: competencia social, regulación emocional y autosuficiencia (ver Van Dieten y King, 2014).
La experiencia de CanadáCanadá es sin duda un país pionero en el desarrollo de programas para la rehabilitación de delincuentes así como en el establecimiento de marcos y modelos de actuación e investigación (como la evaluación del riesgo o el modelo RNR). Su servicio penitenciario publica memorias e informes en los que se pone de manifiesto los programas disponibles, así como su coste y efectividad. En relación a programas específicos para mujeres, en un informe de 2009 se señalaba la disponibilidad de tratamientos, entre los que destacaríamos los siguientes (CSC, 2009): Spirit of a Warrior, Anger and Emotion Management Program for Women Offenders, Reasoning and Rehabilitation Program for Women Offenders, Women Offenders Substance Abuse Programs y Women Sex Offenders Programs.
En los últimos años el sistema de intervención canadiense se ha modificado, por lo que están disponibles numerosos informes con propuestas que posiblemente ya no se utilizan. Respecto a la intervención con mujeres violentas, inicialmente se diseñó el programa Spirit of a Warrior para mujeres aborígenes, pasándose en 2007 al Violence Prevention Program for Women Offenders. Desde 2010 se aplica un sistema de intervención progresivo, dividido en cuatro niveles, denominado Women Offender Correctional Program (WOCP) o Aboriginal Women Offender Correctional Program (AWOCP) para mujeres aborígenes. La estructura del sistema consiste en un primer nivel o programa de vinculación, un segundo nivel de intensidad moderada, un tercer nivel de intensidad alta y un último nivel de autogestión (ver Rubenfeld, Trinneer, Derkzen y Allenby, 2014). El antiguo Violence Prevention Program for Women Offenders pasó a ser el módulo de alta intensidad para mujeres con delitos violentos y riesgo elevado. En el caso de delincuentes sexuales, las mujeres deben completar los dos primeros niveles y posteriormente realizar el programa específico en intensidad moderada o alta según el nivel de riesgo.
Women Sex Offenders Program1 es un programa cognitivo-conductual cuyo objetivo es fomentar la responsabilidad de las delincuentes, comprender el proceso conductual que deriva en el delito, aprender a detectar los factores que influyen en sus agresiones sexuales y afrontar las situaciones de forma adaptada. Se aplica en instituciones y en la comunidad. La última versión consta de 59 sesiones de 2.5 horas (pensadas para aplicarse entre 4 y 6 veces por semana) y el contenido está organizado en 7 módulos. Al final de cada módulo se hace una sesión de autogestión para mejorar las habilidades de la participante para gestionar las situaciones de riesgo. Para participar en este programa la delincuente sexual de alto riesgo debe completar el segundo nivel del WOCP o del AWOCP en el caso de las aborígenes. Los módulos son los siguientes: 1) contexto del delito (aumentar la conciencia de cualquier conducta delictiva, pensando en la conducta pasada y las posibilidades de cambio), 2) creencias (revisar creencias y conductas relacionadas, reestructurando los pensamientos que justifican la agresión y reemplazando distorsiones), 3) gestión de emociones (explorar la medida en que la violencia es una forma de gestionar las emociones o una dificultad para reconocer y practicar habilidades para regular la conducta), 4) sexualidad (entender qué es una conducta sexual saludable, identificando fantasías y aprendiendo a controlar la activación), 5) comunicación (desarrollar habilidades que ayuden a mantener relaciones saludables), 6) relaciones (las mujeres se ven muy influenciadas por las opiniones de las personas relevantes del entorno por lo que se incluye información sobre el abuso doméstico, relaciones con los hijos, desarrollo de lazos seguros, etc.) y 7) funcionamiento en la comunidad (toma de decisiones y desarrollo de un estilo de vida equilibrado y responsable).
Anger and Emotion Management Program for Women Offenders (CSC, 2009). Se trata de una versión modificada del programa para hombres. Está diseñado especialmente para delincuentes de riesgo moderado o alto. La conducta delictiva tiene que estar relacionada con una gestión inadecuada de las emociones y la delincuente debe presentar necesidades en la esfera emocional y mostrar al menos un indicador de los siguientes: agresión, problemas de asertividad, pobre resolución de conflictos, problemas de hostilidad, pobre manejo del estrés, poca tolerancia a la frustración, preocupaciones irracionales, asunción de riesgos y búsqueda de sensaciones. El objetivo es modificar los patrones cognitivos que disparan las emociones relacionadas con el delito. El programa tiene una duración de 27 sesiones grupales y 2 individuales, de 2-3 horas. Se aplica tanto en instituciones como en la comunidad. Al terminar el programa está disponible un programa de mantenimiento.
Tratamiento de agresoras de parejaGoldenson, Spidel, Greaves y Dutton (2009) hicieron una revisión sobre la violencia de pareja cometida por mujeres, concluyendo que estas no solamente agreden en defensa propia, que al igual que en varones hay distintos subtipos de agresoras (violentas en general o limitadas a la pareja, solo agresoras o que también son víctimas) y que a nivel psicopatológico las principales variables de interés son las relacionadas con estilos de apego, trauma y trastornos de la personalidad. Pese a ser aceptada la posibilidad de que la mujer pueda agredir a la pareja, solo algunos manuales sobre violencia de pareja en relaciones homosexuales (Ristock, 2002; Ristock, 2011) o recopilaciones derivadas de monográficos en revistas especializadas (Conradi y Geffner, 2012) han abordado cuestiones relacionadas con esta problemática. Partiendo de los resultados en programas para agresoras de pareja, Dowd y Leisring (2008) propusieron la inclusión de planes de seguridad y habilidades de gestión de conflictos, habilidades para la gestión de emociones (especialmente de la ira), habilidades relacionales (enfatizando la comunicación) y habilidades para la gestión del estrés, pudiendo resultar necesario atender los problemas toxicológicos, la sintomatología traumática o los trastornos del estado de ánimo.
Una de las primeras publicaciones sobre programas para estas agresoras fue la de Hamberger y Potente (1994), un programa cuya filosofía partía del hecho de que cuando la mujer utiliza la violencia es porque ha sido victimizada, bien en la relación actual o en una anterior. Consistía en un tratamiento grupal de 12 sesiones de 2 horas. El programa abordaba contenidos similares a los abordados con varones, pero con una orientación diferente: definición de violencia y abuso (poder, control y dominio sobre la propia mujer), planes de seguridad (para evitar agresiones o minimizar daños), gestión de la ira (se analizan patrones de control y agresión en la familia de origen y en sus relaciones adultas y se enseña, mediante inoculación de estrés, a utilizar la ira como fuente de energía para resolver el conflicto sin agresión), estrategias cognitivo-conductuales (el objetivo es confrontar cogniciones relacionadas con la asunción de la responsabilidad de la conducta de la pareja, como pensar que si son agredidas es porque han fallado, y atribuir correctamente las responsabilidades), cuestiones de crianza de los hijos, abuso de alcohol y otras drogas (se aborda tanto los problemas de las parejas como los de las propias mujeres), asertividad (el objetivo es superar la sumisión, proporcionando repertorios de respuestas adaptadas para hacer prevalecer sus deseos, derechos o planes antes de necesitar agredir de forma defensiva), y encuentro con la pareja (paso final en el que el terapeuta trata de reunir a la mujer y su pareja para presentar un modelo de relación no violenta, explicando las consecuencias de la violencia en los hijos, la salud, etc.).
Otro programa específico es el Responsible Choices for Women (ver Tutty, Babins-Wagner y Rothery, 2006, 2009). Se utiliza desde 1995 en Calgary (Canadá) con mujeres violentas con la pareja o con los hijos. En el proceso de evaluación pre-tratamiento, se busca diferenciar a las mujeres que han actuado en defensa propia (a las que se deriva a programas para víctimas) de aquellas que agreden directamente a su pareja (de cualquier sexo) o hijo/a. La duración del grupo es de 30 horas, dividido en 14 semanas, con sesiones semanales de 2 horas (salvo la primera y última). Los grupos están formados por entre 6 y 12 mujeres, tanto voluntarias como por orden judicial. Se utilizan terapeutas de ambos sexos para promover modelos de resolución de problemas no violentos entre hombres y mujeres.
En EE.UU., Buttel y colaboradores han analizado una serie de intervenciones con agresoras de pareja. En uno de los primeros estudios, Buttell (2002) evaluó el razonamiento moral de 91 agresoras de pareja y la efectividad del programa estandarizado para modificar el nivel de razonamiento y su influencia en la reincidencia a los 2 años. El programa (desarrollado por una ONG en Tuscaloosa, Alabama), aplicado como medida penal alternativa, era cognitivo-conductual, grupal (15 mujeres), de 12 semanas (1 sesión semanal de aproximadamente 2 horas), centrado en el control de la ira y el desarrollo de habilidades. El programa incorporó confrontación, terapia y componentes educativos. El contenido se dividió en tres bloques. El primero (3 semanas) estaba destinado a ayudar a las participantes a reconocer y modificar sus mecanismos de defensa, el segundo (3 semanas) estaba relacionado con los estereotipos de género, en concreto con las experiencias de victimización de la mujer así como con su rol como agresora y el último bloque (6 semanas) estaba destinado al desarrollo de habilidades, con un repertorio de respuestas alternativas a la violencia (resolución de problemas, asertividad o negociación). Posteriormente, Buttell, Powers y Wong (2012) describieron otro programa comunitario similar, con una duración de 26 semanas, que incorporaba tres fases: orientación y entrevista de ingreso (2 sesiones), 20 sesiones psicoeducativas y terapia grupal centrada en el fin del programa (4 sesiones).
Bowen (2010) describió, a través de un caso clínico, el programa NOVA (Non-Violent Alternatives), un tratamiento cognitivo-conductual de 52 semanas que se fundamenta en la teoría del apego, el trauma y el aprendizaje social. Respecto a la variable apego, Goldenson, Geffner, Foster y Clipson (2007) confirmaron una mayor presencia de apego inseguro, mayor sintomatología traumática y más trastornos de la personalidad, variables con implicaciones para el tratamiento. Además, habría relación con una excesiva dependencia, miedo al rechazo, irritabilidad y dificultades de control emocional que es necesario abordar con el programa. Por tanto, podrían ser de utilidad formatos de tratamiento diseñados para hombres centrados en la teoría del apego.
Tratamiento de agresoras sexualesSalvo la implicación en solitario o con compañero de agresión varón, por dependencia o por coerción (Muskens, Bogaerts, van Casteren y Labrijn, 2011; Vandiver, 2006), la violencia sexual cometida por mujeres no está rodeada de tanta polémica como la violencia de pareja (ver Loinaz, 2014). Pese a ello, los datos sobre tratamiento de agresoras sexuales siguen siendo limitados debido al pequeño tamaño de las muestras (Ford y Cortoni, 2008) y se parte de los programas disponibles para hombres debido a su predominio (Gannon y Rose, 2008).
Los principales objetivos de intervención propuestos para agresoras sexuales serían las cogniciones mantenedoras de la agresión (negación, minimización, justificación), la activación sexual desviada y las relaciones sociales, en especial los problemas resultado de abusos en la infancia, violencia de pareja o dependencia masculina (Cortoni y Gannon, 2011; Ford, 2010). También se señalan la empatía, las habilidades de afrontamiento y los trastornos mentales (Ford, 2010), así como el desarrollo de la asertividad y habilidades relacionales (para hacer frente a la frecuente coautoría/coerción masculina) (Cortoni y Gannon, 2011). En el caso concreto de abusadoras de menores, Gannon y Rose (2008) sugieren examinar la conducta delictiva, abordar las creencias en apoyo del delito, desarrollar la empatía con la víctima, modificar el interés sexual, fomentar una intimidad adecuada con adultos, lograr la regulación emocional y trabajar la prevención de recaídas y los planes de futuro. Blanchette y Taylor (2010) señalan que los programas deben tratar el abuso de sustancias, el trauma, la salud mental, las dificultades en las relaciones y la baja autoestima. También se recordaba la necesidad de analizar el contexto en el que se produce la agresión para comprender los procesos mantenedores de la conducta delictiva (Gannon y Alleyne, 2013) así como las necesidades que se busca satisfacer con el delito (Ford y Cortoni, 2008).
Una de las experiencias con más tradición en el tratamiento de agresoras sexuales es la de Canadá (ver Ford y Cortoni, 2008; Gannon y Rose, 2008). Los programas que allí se han desarrollado abordan cuestiones centrales en agresoras sexuales (comprensión del proceso delictivo, pensamientos distorsionados, sexualidad o conciencia de la víctima), así como cuestiones colaterales vinculadas a otros problemas (como habilidades cognitivas, traumas, abuso de sustancias, gestión emocional, integración laboral o habilidades parentales), el mantenimiento de las habilidades adquiridas y la prevención de recaídas y, por último, el seguimiento en comunidad (incluyendo la gestión e identificación de situaciones de riesgo).
Sobre el proceso terapéutico, Ashfield, Brotherston, Eldridge y Elliott (2010) proponen 10 factores clave para promover la adherencia al tratamiento y la motivación para el cambio: 1) alianza terapéutica (promover que la mujer tratada se sienta escuchada, respetada y apoyada, a la vez que confía en la capacidad del terapeuta para trabajar el problema), 2) establecimiento de vínculos emocionales (empatía y confianza en el terapeuta), 3) introducir la posibilidad de cambio y objetivos realistas compartidos (partir de que el cambio es posible y explicar los objetivos y dificultades que aparecerán), 4) directividad y confirmación de límites (para promover la sensación de control, seguridad y confianza en el terapeuta), 5) establecer la importancia de la apertura y la honestidad (relación basada en el respeto y la claridad, incluso respecto a cuestiones que la tratada preferiría no escuchar), 6) uso apropiado de la sinceridad (para facilitar la conexión), 7) empleo de historias o metáforas terapéuticas e imitación (con el objetivo de reducir la resistencia y utilizar el ejemplo de otras mujeres que ya han superado el problema), 8) reconocer estrategias de supervivencia (aprender a expresar las emociones vinculadas a posibles historias de abuso y las estrategias, en ocasiones inadaptadas, que la mujer emplea para superar esos eventos), 9) reconocer el progreso (reforzar los progresos para motivar más cambios) y 10) flexibilidad (capacidad del terapeuta para adaptarse a las necesidades de distintos sujetos y a cambios en las mismas).
“What works?”: efectividad de los programasUn clásico de la investigación criminológica ha sido la pregunta ¿qué funciona en el tratamiento de delincuentes?, corriente conocida en inglés como “What Works”. Este ha sido también el caso de la delincuencia femenina. El meta-análisis de Dowden y Andrews (1999) concluía que los principios del modelo RNR eran igualmente relevantes en la prevención de la reincidencia femenina. Worrall y Gelsthorpe (2009) analizaron 30 años de evolución en la intervención con mujeres delincuentes en artículos aparecidos en la revista Probation Journal. Pese a la gran escasez de trabajos sobre la temática (tan solo 30 de los aproximadamente 600 publicados), la revisión permitió apreciar un cambio de paradigma o mentalidad que se podría dividir en tres momentos: el primero de visibilización de la mujer delincuente, el segundo de creación de un espacio para la mujer delincuente en la política y la práctica basada en la evidencia y el tercero de resistencia frente a los enfoques de género neutrales. Un criterio habitual al valorar la efectividad de los programas es su impacto en la reincidencia. Debido a las limitaciones de las muestras y las bajas tasas base de reincidencia en mujeres, se han propuesto otros indicadores como el alcance de objetivos, la demostración de habilidades adaptadas o la aplicación de los conocimientos y la identificación de apoyos naturales –entorno– o formales –especialistas– (Van Dieten y King, 2014).
Cuando los profesionales aplican programas neutrales (pero diseñados para muestras masculinas) tienden a intentar adaptarlos, traduciendo las situaciones o contenidos a cuestiones relevantes para las mujeres, pues ellas no se ven reflejadas en los contenidos o ejemplos propuestos. Cuando se utilizan programas con perspectiva de género, las mujeres son más conscientes de la conexión entre pensamientos, sentimientos y conductas relacionados con su problema y son más capaces de aplicar lo abordado en el programa a su vida diaria (Van Dieten y King, 2014). Respecto a la forma de aplicar un programa con perspectiva de género, Duwe y Clark (2015) analizaron la efectividad del programa Moving On (Van Dieten, 2010) y concluyeron que solo tenía efecto positivo en las nuevas detenciones o condenas (aunque no en el reingreso en prisión) si se aplicaba con integridad; aplicado sin integridad, no tenía ningún efecto.
Messina, Grella, Cartier y Torres (2010) encontraron que los programas Helping Women Recover y Beyond Trauma reducían el reingreso en prisión en un seguimiento a 12 meses (en comparación a un grupo de control). Saxena, Messina y Grella (2014) descubrieron que la utilización de estos dos programas con perspectiva de género centrados en el trauma mostraban resultados positivos y prometedores para aquellas mujeres con historia de victimización, pero no eran beneficiosos (incrementando la sintomatología) en aquellas delincuentes que no habían padecido estos eventos traumáticos. Los resultados de la aplicación piloto del programa Seeking Safety (Zlotnick, Najavits, Rohsenow y Johnson, 2003) señalaron su potencial utilidad para reducir la sintomatología traumática y el consumo, aunque se dieron altas tasas de reincidencia. Las limitaciones de la muestra y la ausencia de un grupo de control impidieron valoraciones más profundas. Distintos trabajos han utilizado el programa Seeking Safety en muestras penitenciarias femeninas con resultados satisfactorios (Lynch, Heath, Mathews y Cepeda, 2012; Wolff, Frueh, Shi y Schumann, 2012; Zlotnick, Johnson y Najavits, 2009)2.
En el caso de la violencia de pareja, un aspecto que se ha puesto de manifiesto es la elevada tasa de abandonos (en torno al 50%). A ello afectan variables similares a las masculinas, como el empleo, nivel educativo, historial delictivo y consumo de alcohol u otras drogas (Buttell, Powers et al., 2012). Además, la finalización del programa es mayor en las mujeres que acuden por orden judicial que en las lo hacen voluntariamente (62.5% vs. 19.6%) (Dowd, Leisring y Rosenbaum, 2005). Los estudios sobre la efectividad de programas muestran resultados positivos aunque poco concluyentes. Respecto al programa Responsible Choices for Women, se han descrito mejoras en la autoestima, el estrés, la asertividad y la violencia psicológica (Tutty et al., 2006) y menor estrés y abuso a la pareja, aunque con empeoramiento en la autoestima (Tutty, Babins-Wagner y Rothery, 2009). Tutty et al. (2006) señalaron que el programa es corto y no debemos tener grandes expectativas sobre el cambio esperable. Aunque los datos puedan ser esperanzadores, también se advierte de que este tipo de grupos no deberían ser el único tipo de tratamiento. En los programas analizados por Buttell y colaboradores, la efectividad demostrada ha sido limitada. Por ejemplo, en la aplicación de un programa de 16 semanas creado originalmente para agresores masculinos se describieron cambios terapéuticos satisfactorios en la dirección esperada (Carney y Buttell, 2006), así como una reducción en la probabilidad de violencia en un seguimiento a 12 meses (Carney y Buttell, 2004). Sin embargo, ninguno de los estudios contaba con grupo de control y las muestras eran limitadas, por lo que resulta difícil sacar conclusiones fiables. En el caso del razonamiento moral, el programa no logró una mejora pero la variable tampoco estuvo relacionada con la reincidencia (Buttell, 2002). En uno de los últimos trabajos con este tratamiento (Ferreira y Buttell, en prensa), se concluyó que es necesario introducir elementos relacionados con la victimización en la infancia para conseguir programas efectivos con mujeres agresoras, así como eliminar barreras estructurales (como el cuidado de los hijos) para facilitar la adherencia al programa. En el mismo estudio se señalan cifras de abandono del 48% antes de iniciar el programa y del 13% para la no finalización del mismo.
Respecto a las agresoras sexuales, Cortoni y Gannon (2013) insisten en las limitaciones del ámbito y la fase temprana de desarrollo en la que nos encontramos. Sin embargo, señalan algunas variables de interés para el tratamiento entre las que se encontrarían las cogniciones en apoyo del delito, los factores relacionales (como la dependencia), la regulación emocional, los déficits en estrategias de afrontamiento y el interés sexual desviado junto a las fantasías. Estas necesidades, aunque similares a las de los varones, se manifestarían de forma diferente. Respecto a la responsividad, insisten en las diferencias de género. Por ejemplo, no recomiendan el tratamiento en programas mixtos (agresores y agresoras) pues muchas mujeres presentan historial de abusos por parte de hombres. Este es el caso de algunos de los programas disponibles en EE.UU. (ver Blanchette y Taylor, 2010). Debido a la baja tasa base de reincidencia, las herramientas creadas en muestras masculinas sobreestiman el riesgo de reincidencia en mujeres y se recomienda usar inventarios validados en mujeres como el LSI-R, aunque su objetivo no sea la violencias sexual. Respecto a las necesidades, ninguna investigación ha establecido los factores de riesgo dinámicos relacionados con la reincidencia en estas mujeres aunque, como se ha señalado, las cifras de reincidencia en delito sexual son muy bajas, entre el 1% y el 3% (Cortoni et al., 2010).
Conclusiones y propuestasComo se ha podido comprobar, la intervención con mujeres violentas es una cuestión en pleno desarrollo sobre la que aún tenemos más dudas que certezas. La baja prevalencia influye en la poca atención que se ha prestado al problema, pero se ha puesto de manifiesto que la presencia de mujeres en el contexto jurídico-forense ha ido en aumento y la visibilización de nuevas formas de violencia y el incremento de la persecución de las infractoras supone un reto para los profesionales de este ámbito. Examinar la violencia femenina y las posiciones teóricas que tratan de explicarla es el primer paso para descubrir de qué se trata y cómo podemos hacerle frente (Gavin y Porter, 2015, p. 165). Este es sin duda el principal reto al que nos enfrentamos en el contexto español (y en el hispanohablante en general).
Antes de sintetizar las principales conclusiones y abordar las implicaciones para la práctica y puesta en marcha de propuestas en el contexto español es necesario tener en cuenta algunas limitaciones de este trabajo. En primer lugar, no se trata de una revisión sistemática. El escaso desarrollo de la materia en nuestro contexto y el objetivo genérico del trabajo impedían una revisión completa de los distintos estudios disponibles en el contexto anglosajón, pues primero es necesario un conocimiento global del estado de la cuestión. Por tanto, se han abordado aspectos que pueden considerarse pasos iniciales de cara a un mayor conocimiento de esta casuística. Por otro lado, la revisión ha puesto el foco de atención en las principales formas de violencia, que a su vez también son las más atendidas y estudiadas en agresores masculinos (la violencia sexual y la de pareja). Con esta revisión se ha intentado ofrecer una panorámica sobre la situación con el objetivo de promover una mayor atención a estos problemas, pero existirían otras formas tanto de delincuencia general como de violencia que se podrían analizar (maltrato infantil, homicidio, acoso, violencia filio-parental) (Freiburger y Marcum, 2016; Gavin y Porter, 2015). Por último, se ha tratado de abordar el conocimiento más actual sobre la temática, dejando de lado muchos trabajos no tan próximos en el tiempo pero que podrían ser de interés para valorar la evolución que se ha dado en la evaluación y el tratamiento de la mujer delincuente. Cabe señalar, sin embargo, que muchos de los trabajos revisados constituyen un compendio valioso del estado de la cuestión hasta la fecha. Por tanto, teniendo en cuenta estas limitaciones, a continuación se resumen las principales conclusiones y las propuestas que de ellas se derivan para nuestro contexto.
En primer lugar, como ya hemos señalado, el principal problema que se repite en casi la totalidad de trabajos y países es la disponibilidad de muestras. Las cifras de mujeres tienden a no ser lo suficientemente grandes como para crear programas específicos y cuando se crean las limitaciones de las muestras impiden diseños con grupos de comparación u obligan a intervenciones individuales. Por tanto, esta limitación impide o dificulta alcanzar un tamaño muestral suficiente para valorar la efectividad de los programas o hacer estudios de seguimiento fiables. Ford (2009) insiste en que pese a que ahora somos más conscientes de la violencia femenina, incluso antes de plantearnos qué deberían incluir o no los programas para agresoras sexuales, la escasa cifra de mujeres condenadas hace que los tratamientos específicos para ellas sean logísticamente difíciles.
En segundo lugar, una cuestión directamente ligada al tratamiento es la evaluación del riesgo de reincidencia. Como hemos visto en esta revisión, la evaluación de las necesidades criminógenas supone un primer paso en el diseño de programas, muchas de cuyas variables son a su vez factores de riesgo presentes en las herramientas de predicción y gestión de la violencia. Esta práctica, aunque en desarrollo en algunos países con herramientas elaboradas para muestras masculinas (p. ej., Hilton et al., 2014; Storey y Strand, 2013) y aparentemente validada con herramientas para ajustar el nivel de intervención al riesgo de la delincuente (Holtfreter y Cupp, 2007; Smith et al., 2009), está poco extendida y nada validada en nuestro contexto. ¿Somos capaces de evaluar el riesgo en mujeres delincuentes? ¿Pueden los cuerpos policiales utilizar las herramientas disponibles en casos que se salgan del patrón “hombre agresor-mujer victima”? ¿Podemos ajustar las intervenciones al riesgo evaluado con herramientas validadas en muestras masculinas? Aunque la investigación internacional nos ofrezca respuestas afirmativas en muchos de estos casos, estas y otras muchas son cuestiones a las que deberemos hacer frente en los próximos años.
En tercer lugar, y relacionado con los dos puntos anteriores, nos encontramos el bajo porcentaje de reincidencia. Como se ha señalado, un criterio habitual para valorar le efectividad de una intervención es la reducción de la reincidencia. Sin embargo, en el caso de la información disponible para mujeres agresoras, estas cifras son muy bajas por lo que resulta complicado demostrar que una intervención es eficaz. En casos como las agresoras sexuales se plantean cifras del 1%, algo que hace que prácticamente ninguna mujer reincida oficialmente y que, por tanto, la predicción de esta conducta sea aún más complicada.
Por último, algo que se ha constatado en los programas para agresoras de pareja son las elevadas cifras de abandono (cercanas al 50%). Pese al aumento del número de mujeres detenidas y condenadas por violencia contra la pareja, aún se sabe poco sobre las variables que afectan a los programas de tratamiento (Buttell, Wong y Powers, 2012). Respecto a los programas para agresoras sexuales, desconocemos cuestiones referentes a la adherencia y se afirma que el haber tomado como punto de partida las características de agresores sexuales masculinos y mujeres delincuentes en general no es del todo inapropiado debido al solapamiento de factores de riesgo (Ford, 2009). En ambos casos, aún es necesario profundizar en las características concretas de estas mujeres y las mejores propuestas de intervención.
Tal como Blanchette y Taylor (2010) señalan en su revisión, algunos países son pioneros en el tratamiento de las delincuentes sexuales (p. ej., Canadá y EE.UU) pero al margen de estas excepciones el tema sigue siendo un dilema internacional para el que es necesaria mucha más información. Aún estamos en fases primarias en la comprensión de las diferencias entre la violencia femenina y la masculina y para ofrecer intervenciones efectivas debemos comprender mejor las dinámicas de la violencia cometida por mujeres (Tutty et al., 2009). Es evidente que la utilización de los modelos masculinos sin control puede afectar a la eficacia de los programas existentes, aunque la escasez de publicaciones relacionadas con programas para agresoras hace que se desconozca lo adecuado de esta práctica y dificulta las propuestas basadas en la evidencia. Para algunos autores, tipos de violencia considerados tradicionalmente como propios de varones se beneficiarían de definiciones más amplias que permitiesen atender a formas de abuso que no siguen el patrón “hombre agresor-mujer víctima”, con la oportunidad que ello supone para la investigación, la intervención y la prevención (Gavin y Porter, 2015). También se afirma que, con independencia de la teoría que se utilice para explicar la violencia femenina, no se puede olvidar el posible impacto que la victimización haya tenido en ellas y es imprescindible que las políticas y las propuestas de intervención presten atención a esta variable (Freiburger, 2016).
El desarrollo de la materia en el contexto español es aún es limitado. Disponemos de algunos trabajos sobre la intervención con mujeres en prisión (p. ej., Del Pozo, 2015; Del Pozo, Jiménez y Turbi, 2013; Fontanil et al., 2013; Yagüe, 2002, 2007), aunque nada específico para mujeres violentas. A nivel académico y de investigación es poca la atención prestada al problema de la delincuencia en mujeres, y aún menor en el caso de la violencia femenina. A nivel institucional, las cuestiones más afianzadas son las unidades de madres y el programa de prevención de violencia de género para las mujeres en centros penitenciarios dirigido a reducir la vulnerabilidad y dependencia de mujeres victimizadas (II.PP., 2010). También se han hecho algunas adaptaciones de programas para delitos violentos pero aún se carece de información o guías al respecto. En el contexto comunitario, se estarían desarrollando iniciativas para la atención de mujeres implicadas como infractoras en delitos relacionados con la violencia doméstica (maltrato a menores por ejemplo). En este contexto está disponible el programa PROBECO (II.PP., 2015), destinado a hombres y mujeres condenados con una pena a trabajos en beneficio a la comunidad (superior a 60 jornadas) o de suspensión o sustitución de condena vinculada a programas de tratamiento. El programa puede aplicarse a mujeres violentas, salvo en casos de delitos de violencia de género, delitos contra la seguridad del tráfico, delitos sexuales y delitos en el ámbito familiar. Tampoco se recomienda su uso en personas que requieran programas de drogodependencia o de salud mental, para los que ya hay tratamientos específicos. El programa sigue principalmente los modelos RNR y Vidas Satisfactorias y se centra en el desarrollo de habilidades, modificación de estilos de pensamientos, regulación emocional y prevención de recaídas entre otras cuestiones. El módulo está compuesto por 26 sesiones destinadas al desarrollo de competencias sociales. Posteriormente se realizan módulos específicos según la tipología delictiva y, por último, se realiza una sesión de prevención de recaídas. El manual del terapeuta ofrece en algunas secciones criterios de evaluación diferenciales para hombres y mujeres.
Tal como se menciona en la bibliografía sobre mujeres violentas, podemos aprender de la experiencia en el tratamiento de agresores varones para así evitar los errores cometidos (por ejemplo, la utilización de programas de talla única cuando los sujetos no son homogéneos). Para nuestro caso particular, además, no solo podemos aprender de estos errores sino que contamos con la experiencia y las recomendaciones de los países que han sido pioneros en la atención a mujeres delincuentes a fin de poner en práctica programas específicos con perspectiva de género. Este recorrido por la situación del tratamiento de la mujer delincuente violenta, con especial atención al caso de la violencia de pareja y la violencia sexual, ha puesto de manifiesto las limitaciones y retos a los que nos debemos enfrentar. Queda pendiente la revisión de otras propuestas de intervención para problemas a los que se presta menos atención o se da menor visibilidad, en concreto las restantes formas de violencia, la atención a problemas de adicciones, la agresora con trastorno mental, etc. Resultará de interés seguir de cerca nuevas propuestas de intervención, como el programa CARE diseñado específicamente para mujeres delincuentes con riesgo de violencia (Smith, Tew y Patel, 2015) y desarrollar estudios que sistematicen la efectividad de los programas para mujeres (Stewart y Gobeil, 2015).
Gavin y Porter (2015) afirman que las mujeres no solo agreden o matan en defensa propia y sus víctimas no solo son parejas agresoras o hijos no deseados, sino que el problema está en demonizar o considerar siempre víctimas a estas mujeres. Por ello, resulta especialmente relevante conocer la magnitud del problema así como las características de las mujeres que se implican en distintos tipos de delitos o conductas violentas con el fin de poder establecer los objetivos de intervención y los programas más adecuados. Debemos tener siempre presente que el tratamiento de agresores y agresoras, así como la evaluación de su riesgo, afecta a tres ámbitos: al propio infractor, a la víctima y a la sociedad en su conjunto. Que exista una desproporción en la implicación en delitos violentos entre mujeres y hombres no significa que debamos desproteger a las víctimas que son agredidas por mujeres ni desatender las necesidades de las mujeres que se ven implicadas en situaciones violentas como agresoras.
Conflicto de interesesEl autor de este artículo declara que no tienen ningún conflicto de intereses.
En el siguiente enlace se pueden consultar distintos estudios sobre la aplicación del programa así como la descripción de su estructura: http://www.treatment-innovations.org/evid-all-studies-ss.html