Las apariciones públicas de los médicos hospitalarios británicos son para compartir su conocimiento, mientras que las escasas intervenciones de sus colegas de medicina de familia se centran en la defensa de su especialidad o en informar sobre las diferentes crisis que ha sufrido su ámbito de actuación1. Los medios muestran la imagen de una atención primaria prestada por unos profesionales carentes de conocimiento científico específico que ejercen en un entorno presionado, estresante, apresurado y hasta caótico.
Desafortunadamente aquí ocurre prácticamente lo mismo, a finales del año pasado saltamos al primer plano informativo por las huelgas de los profesionales de la atención primaria andaluza y catalana. Una vez más nos vimos obligados a defender y explicar nuestra especialidad y la labor social que desarrollamos. No habíamos sabido transmitir a la población que nuestro modelo de atención primaria es uno de los mejores de Europa2 o que en 2017, WONCA, la organización mundial de médicos de familia escogió como mejor médico de familia del año a una compañera nuestra, la Dra. Verónica Casado3. Tampoco parece que haya trascendido que se acaba de publicar el informe sobre el sistema sanitario español4 realizado por el Observatorio de Políticas y Servicios de Salud de la OMS que señala claramente, que a pesar de los recortes presupuestarios, nuestro país ha mantenido unos envidiables indicadores de salud. La mortalidad evitable por los servicios de salud (amenable mortality) ha seguido cayendo durante los duros años de la crisis, y se mantiene como una de las más bajas de Europa, solo superada por Francia. Tampoco se ha relacionado este resultado espectacular con la labor de la atención primaria de salud, a pesar de que una publicación reciente recuerda que la contribución de los médicos de familia a la reducción de mortalidad es muy superior a la de los especialistas de la atención secundaria5. El informe4 también destaca que la satisfacción de los pacientes atendidos por los servicios de atención primaria españoles es igual al de los que han sido admitidos en un hospital, y muy superior al de los visitados por especialistas del segundo nivel.
Sin embargo, la excelencia de estos resultados no ha evitado el desánimo que experimentan los profesionales. Las protestas son multifactoriales, pero la gota que derramó el vaso fue la severidad de los recortes presupuestarios y de plantilla aplicados en atención primaria. Los equipos, además de atender más pacientes con menos profesionales, trataron la enfermedad que no lograba acceder al entorno especializado por las crecientes listas de espera. Los recortes empezaron en los duros años de la crisis, pero todavía no han sido plenamente revertidos. Una situación que es doblemente dolorosa ya que no es compartida por los otros ámbitos del sistema sanitario6. Los hospitales también experimentaron inicialmente unas leves medidas de austeridad, pero se recuperaron rápidamente. Desde entonces, la brecha presupuestaria entre atención primaria y hospitalaria no ha hecho más que crecer. El presupuesto ha castigado la docilidad de una atención primaria que está cumpliendo escrupulosamente con las medidas de contención, y en cambio ha premiado la deslealtad de unos hospitales que han seguido gastando.
Las movilizaciones también reflejan el agotamiento de un modelo organizativo que ha innovado muy poco desde su creación. Prácticamente solo hemos añadido unos ordenadores a las consultas de los primeros centros de salud, mientras que la actividad clínica ha crecido en complejidad, llegando a incorporar muchas prestaciones que venían realizándose previamente con muchos más recursos en un entorno hospitalario. Las evaluaciones internacionales2 critican la hipertrofia burocrático-administrativa de nuestro sistema de atención primaria. Tenemos un exceso de directivos, y de estructuras de soporte que reducen la eficiencia de la actividad clínica. Son la consecuencia de poner en práctica un buen modelo teórico de atención primaria dentro de la sanidad pública de los años ochenta. Otras deficiencias como la poca participación de los pacientes en el gobierno y las decisiones, la casi nula presencia universitaria, la supeditación a la atención hospitalaria, la gestión basada en el control y mando o la escasa proporción de médicos de familia frente a otras especialidades, muestran algunas de las limitaciones de la reforma de atención primaria finalizada a principios de este siglo.
La generación de médicos de familia y enfermeras que tuvimos la suerte de participar en el diseño y reforma del modelo asistencial, y en la creación de las sociedades científicas y académicas de atención primaria somos parcialmente responsables de la situación. Pero el resultado también refleja que los modelos sanitarios son fruto de la cultura y la historia de los países. Las reformas solo son posibles y aceptadas cuando están en la línea de los cambios que desean introducir los que ostentan el poder real de una sociedad. Es inocente pensar que se aplican exclusivamente porque aportan eficiencia o eficacia al modelo de atención.
La transición a la democracia supuso un cambio radical de la sociedad que permitió esta reforma. Posteriormente, también fue posible la informatización, porque además de ser clínicamente necesaria, estaba alineada con los intereses económicos, encajaba en la cultura de gestión basada en el control y mando, y porque la población española todavía no estaba muy preocupada por la privacidad de su información sanitaria. Posteriores intentos de reforma surgidos a iniciativa del ministerio o de las consejerías de las comunidades autónomas no han logrado pasar de la fase documental. Ni tan siquiera la reciente crisis económica ha permitido introducir cambios a favor de eficiencia. Los directivos se limitaron a intervenir sobre lo que podían recortar fácilmente como salarios, plantillas, lista de medicamentos o la población cubierta. Excluyeron del sistema a la población inmigrante indocumentada y a los que no cotizaban7,8. Unas actuaciones que afortunadamente están parcialmente revertidas, pero muestran que la intervención se centró en los más débiles, sin ninguna pretensión de alterar los equilibrios de poder.
Me preocupa ver como afrontaremos el progresivo envejecimiento de la población, la necesaria contención presupuestaria, el exceso de especialistas hospitalarios, la emigración de los médicos de familia o la falta de profesionales de enfermería. No precisamos más comisiones para entender que debemos avanzar en la atención centrada en el paciente, aumentar la proporción del presupuesto destinado a atención primaria, promover un liderazgo compartido, hacer la medicina de familia más atractiva, incorporar más enfermeras, redistribuir las responsabilidades clínicas, fijar un nuevo modelo de relación con la atención especializada y los servicios sociales, así como modificar radicalmente el currículum universitario para incorporar plenamente la medicina de familia.
Estas reformas, absolutamente necesarias para adecuar nuestra atención primaria a las nuevas necesidades de salud, únicamente serán posibles si se produce un cambio en la cultura de nuestra sociedad, en los equilibrios de poder o en los intereses económicos del sector. Esto no significa que debamos tirar la toalla y aceptar fatalmente nuestro destino. Al contrario, las actuaciones académicas, clínicas, gestoras y sociales de los líderes informales y formales de atención primaria pueden cambiar estos equilibrios. Seguramente en este momento el debate más interesante es saber «cómo se puede hacer», más que seguir discutiendo académicamente «lo que hay que hacer». La generación que impulsamos la reforma de los ochenta estamos llegando a la jubilación y debemos dar un paso al lado. Son los jóvenes médicos de familia y los profesionales de enfermería familiar y comunitaria quienes deben aceptar el relevo para seguir liderando el cambio. En los ochenta empezamos desde casi nada, ahora hay cierto camino recorrido, pero todavía debemos seguir avanzando para modernizar nuestro sistema sanitario y adecuarlo a las necesidades reales de la población.