Durante los últimos 30 años, la sociedad española se ha enfrentado a graves problemas sanitarios y sociales derivados de la drogadicción, y no se puede afirmar que se haya llegado a una normalización en la atención al paciente drogodependiente.
En los últimos años se ha producido además una gran modificación en las tendencias y patrones de consumo: el porcentaje de mujeres con problemas de toxicomanía es cada vez mayor; la edad de inicio en el contacto con los tóxicos es muy precoz oscila entre los 13 y 15 años, y esta precocidad incrementa el riesgo de consolidación de la drogodependencia; se ha producido una diversificación en el consumo, con un abanico cada vez más amplio de tóxicos, siendo cada vez mayor el consumo de sustancias «normalizadas» y la accesibilidad a éstas. La politoxicomanía es actualmente la regla, en lugar de la excepción, y esta asociación de tóxicos dificulta el abordaje terapéutico. En un sector importante el consumo ha dejado de ser diario y compulsivo, y ha pasado a tener un carácter episódico, asociado habitualmente con la noche, las fiestas o el fin de semana. La vía de administración ha cambiado fundamentalmente en los consumidores de heroína y opioides, con la sustitución de la administración parenteral por la pulmonar (fumar en chinos o en plata) o intranasal (esnifada).
Desde el punto de vista social, el drogodependiente ha cambiado, teniendo una imagen más normalizada alejada de la marginalidad y la delincuencia. Se ha arrinconado, no desaparecido, la imagen del drogodependiente «yonqui» en situación de pobreza, desempleo, fuera de la legalidad y con enfermedades infecciosas asociadas. Emerge un tipo de drogodependiente más joven, consumidor de fin de semana, politoxicómano, socialmente adaptado (al menos en su fase inicial) y con menos patología infecciosa asociada. No obstante, en función del tipo de producto consumido, la disponibilidad económica y los años de consumo, hay toda una gama heterogénea de estereotipos sociales difuminados que van desde la marginalidad extrema, cada vez más concentrada y condenada a una auténtica eutanasia social, hasta la aceptabilidad distinguida y frívola del drogodependiente con estatus social.
Desde el punto de vista sanitario, nos encontramos en una situación de transición, donde se ha podido contener el crecimiento epidémico de hepatitis C, hepatitis B, infección por VIH y tuberculosis en los drogodependientes por consumo de opiáceos. No han sido los servicios sanitarios, sino más bien la alarma generalizada provocada por la morbimortalidad asociada al sida la que provocó la búsqueda de drogas «limpias» que evitaran el uso compartido y la vía intravenosa. El trabajo referenciado nos ofrece una prevalencia de infección por VIH y hepatitis C realmente alarmante, cuyas consecuencias sufriremos a medio y largo plazo. Mención especial merece el problema de la tuberculosis, tantas veces recurrente e infravalorado. Además, debemos tener en cuenta que en los estudios de prevalencia queda siempre al margen la bolsa de drogodependientes por opiáceos más marginal, que constituye un auténtico «cantón inexpugnable» al que no acceden los servicios sociosanitarios.
Como el resto de los niveles asistenciales, la implicación de atención primaria en la atención al drogodependiente ha sido pobre y sólo muy recientemente ha habido un compromiso firme por parte de los sistemas de salud de asumir «su parte» en la atención a estos pacientes. La respuesta que históricamente se ha dado a este problema ha sido externalizar la atención al drogodependiente. Las causas de este desapego a la drogodependencia han sido entre otras:
Una falta de consideración del drogodependiente como enfermo.
Una escasa intervención de la red asistencial en la atención al drogodependiente, salvo en su condición de paciente con enfermedad infecciosa, propiciando el desarrollo de redes paralelas y falta de coordinación.
Un empecinamiento, propio de una mentalidad asistencial curativa, en considerar como único tratamiento posible la deshabituación del drogodependiente.
El futuro próximo nos depara un triple compromiso a los profesionales sanitarios: asumir la heterogeneidad de la drogodependencia, diversificar las estrategias terapéuticas y un mayor esfuerzo asistencial y de coordinación.
La heterogeneidad del drogodependiente depende de la sustancia (única o variada), el tipo de consumo y su actitud respecto al consumo de drogas. El mundo de las drogas ilegales va siempre por delante de nuestros conocimientos y obliga a una permanente actualización. Si bien, tradicionalmente, hemos asociado drogodependencia con opiáceos y derivados, ya es realidad, por ejemplo, la presencia de drogas de síntesis cuyo consumo se incrementa dentro de la modificación de las pautas de consumo observado en la última década. Drogas que se asocian a otras sustancias, con el riesgo incrementado de intoxicación aguda, dificultad en su tratamiento, ausencia de antídotos y para las que ya se han evidenciado daños neurotóxicos irrecuperables, desconociéndose su efecto a medio y largo plazo.
Es una obligación la diversificación de opciones terapéuticas en función de las necesidades de salud e inclinación del paciente drogodependiente. Como bien destaca el trabajo comentado, tan legítimas son las actividades de reducción de daños (intercambio de jeringuillas, prescripción de heroína) como los programas de alta exigencia libres de drogas. Se ha llegado a establecer tres grados de intervención en función de la intensidad de exigencia al paciente drogodependiente:
Baja: administrar agonista y control médico.
Media: lo anterior y soporte socioeducativo (talleres y recursos de reinserción económicos y judiciales).
Alta: lo anterior y soporte psicoterapéutico (terapia educacional y tratamiento psicopatológico). Otra cuestión es valorar la rentabilidad coste/efectividad para cada una de ellas. Es aceptable cualquier opción que produzca mejoras en la salud, mejoras en la situación social del drogodependiente y su familia o mejoras en la cohesión e integración social.
Es imprescindible el incremento del esfuerzo asistencial por parte de los sistemas de salud, y especialmente de atención primaria. Hemos de considerar al drogodependiente como enfermo y también como paciente, susceptible de actuaciones preventivas o tratamiento específico y también como persona que solicita ayuda. Ningún otro usuario se podrá beneficiar más de valores propios del primer nivel asistencial como accesibilidad, integralidad, continuidad y abordaje biopsicosocial. En este caso la implicación del equipo de atención primaria debe ir más allá de lo simbólico.
Por supuesto, habrá situaciones en las que no existe un tratamiento adecuado; en estos casos el paciente debe recibir los cuidados que maximicen las posibilidades de mantener su vida y de conseguir que ésta sea de buena calidad. Exactamente igual que cualquier otro paciente con una enfermedad crónica. Esta será la normalización tan deseada y tan al alcance de los autores del trabajo comentado.
Bibliografía general
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