El artículo de Escudero-Carretero et al1, que presenta un estudio cualitativo sobre la relación clínica en el contexto de la diabetes mellitus (DM) tipo 1, resulta oportuno en el tiempo y orientador de la dirección que se debe seguir en el presente y en el futuro de la atención a las enfermedades crónicas. Oportuno porque nos dirige hacia un problema de salud que condiciona la vida de los afectados y de sus familias y que no encaja bien con un modelo de relación clínica funcionarial, centrado en lo «técnico», con riesgos de discontinuidad asistencial, ni con un sistema sanitario centrado en la «consulta a demanda», en el episodio agudo, en el médico y en el hospital. Orientador porque ilumina facetas centradas en el paciente y el cuidador (expectativas, necesidades, opiniones, emociones) y, por tanto, cargadas de valores.
El estudio ratifica y confirma la urgencia y la necesidad de transformar la atención sanitaria, tanto en la perspectiva profesional como institucional, para hacerla más centrada en el paciente, más de equipo, coordinada y en proceso de mejora continua. Una atención que incorpore y explicite valores, que promocione estilos de vida coherentes con éstos y que esté orientada al autocuidado, a la autogestión del cuerpo y de la salud. Una asistencia en donde la toma de decisiones esté basada en la confianza y el asesoramiento actualizado que intenta acotar la incertidumbre. En definitiva, un cuidado integral que reclama entre sus exigencias la de repensar y reformular el vehículo terapéutico por excelencia: la interacción y la relación clínica.
En efecto, la DM en general representa un paradigma de lo que suponen las enfermedades crónicas para la atención sanitaria y la sociedad. La DM es, sin duda, una enfermedad crónica, importante y costosa que está alcanzando proporciones epidémicas. Se calcula que en la actualidad hay unos 194 millones de personas en todo el mundo que tienen DM, o lo que es lo mismo, un 5,1% de la población adulta, y que dicha cifra aumentará hasta alcanzar los 333 millones (6,3%) para el año 20252. Un estudio reciente realizado en la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia3 permite estimar que un 11% de la población é 20 años presenta DM. La prevalencia total de DM en la Región de Murcia ajustada para la población mundial estándar (30-64 años) es del 7,6% (el 10,2% en varones y el 5,2% en mujeres). La DM tipo 1 constituye entre el 5 y el 10% de todos los casos diagnosticados, y el grupo de edad más afectado es el de los 10-14 años. En España, la incidencia aproximada es de 10-17 casos nuevos/100.000 habitantes/año.
Así, la DM se muestra como un problema de dimensiones considerables, máxime si tenemos en cuenta su relación con el aumento de riesgo cardiovascular, la morbilidad y las complicaciones a corto y largo plazo que conlleva. Efectuar un buen control y tratamiento de la enfermedad retrasa y reduce la aparición de estas complicaciones. El tratamiento de la DM es uno de los más complejos, dado que los pacientes han de combinar medicación, dieta y ejercicio a lo largo del día, de modo dinámico y, hoy por hoy, permanente, durante toda la vida. A los cambios drásticos en la rutina de las personas se añade el modo de administración de los tratamientos y controles más habitual: la laceración diaria en forma de inyecciones o pinchazos. Todo esto hace muy frecuente que el cumplimiento terapéutico sea un reto de primera magnitud. Y éste es todavía mayor en los pacientes jóvenes, ya que la complejidad y la cronicidad del tratamiento, sumado a los cambios biopsicosociales que ocurren durante la adolescencia, suponen un desafío muy importante a las competencias del adolescente con DM, lo que se traduce en que cerca del 50% no cumple completamente su tratamiento4.
A pesar de que todo esto es básicamente conocido por cualquier médico/a de atención primaria, resulta chocante que trabajos como el de Escudero-Carretero et al1 sigan mostrando la persistencia de un modelo de asistencia que claramente no favorece el afrontar los retos que supone una enfermedad como la DM. Una vez más (¿cuántas más necesitamos?), el «Godot» para el que está diseñado, en gran parte, nuestro modo de organización asistencial y para el que, en gran medida, nos preparan en el pregrado y en la formación de residentes, no va a venir. Si la clásica obra de mediados del siglo xx de Samuel Beckett, Nobel de origen irlandés, característica del teatro del absurdo, muestra la inutilidad de una espera quimérica y sin sentido, ¿no es igual de inapropiado que los profesionales sanitarios esperemos unos frutos a partir de unas intervenciones que frágilmente van a favorecer lo que pretendidamente persiguen?
No podemos permanecer de espaldas a esta realidad, si tenemos una visión y unas actuaciones fragmentarias en un proceso mucho más complejo y que nos demanda líneas de trabajo en varias dimensiones, entre las que resulta insoslayable la que incorpora las expectativas de los pacientes y el contexto de relación-comunicación que se establece con ellos y su entorno de cuidados.
Los psicólogos Salvador y Melgarejo5 agrupan en 6 categorías los principales factores que pueden influir en el cumplimiento terapéutico: factores relacionados con la enfermedad (cronicidad, gravedad, estigma), con el tratamiento (administración, posología), con el paciente (edad, creencias, motivación, autoeficacia), con el médico (empatía, estrategias de comunicación, valores), con la interacción médico-paciente (tipo de relación, control, toma de decisiones, contacto-empatía) y con el entorno (apoyo familiar y entorno asistencial). Estos mismos autores nos recuerdan que el incumplimiento terapéutico y sus factores asociados constituyen un ejemplo paradigmático del fallo del modelo biomédico tradicional para dar cuenta del proceso de enfermedad y de su impacto en los afectados.
De manera oportuna y, como decimos, en una de las direcciones adecuadas, Escudero-Carretero et al1 ratifican esta insuficiencia, que puede aplicarse no sólo a la atención a la DM tipo 1, sino a todos los pacientes con enfermedades crónicas. Los participantes en el estudio citado reivindican algo tan «escandaloso» como que se les tenga en cuenta, que el profesional sanitario se centre en ellos como personas, en todas sus dimensiones (física, emocional, intelectual y espiritual) y no simplemente en el valor de glucemia y en los signos y síntomas físicos. Demandan un personal sanitario que empatice con sus emociones, con sus dificultades del día a día para llevar una vida «normal», que sea un soporte emocional a lo largo del tiempo, que tenga habilidades para una comunicación eficaz y terapéutica, que les enseñe y motive, que no «les echen la bronca» o les amenace, y que reconozca que ellos son expertos, en gran medida, de su propia enfermedad y de la gestión de su propio cuerpo. ¿Cómo es que, con excesiva frecuencia, tanto los profesionales sanitarios como el sistema asistencial no somos capaces de integrar sistemática y connaturalmente estas demandas tan lógicas y razonables? ¿Cómo hemos generado un sistema de asistencia que a menudo nos blinda y nos impide aprovechar estas «oportunidades» que nos da la dinámica de una enfermedad crónica dilatada a lo largo del tiempo? ¿Qué es lo que se desprende si no del nuevo Programa Formativo de la Especialidad de Medicina de Familia y Comunitaria, que incluye como competencias esenciales la comunicación asistencial y la bioética, junto con la adquisición del razonamiento clínico y la gestión de la atención?
La interacción médico-paciente constituye el principal determinante de un amplio rango de factores relacionados con la intervención sanitaria: información obtenida en la entrevista, exactitud en el diagnóstico, efectividad de la consulta, cumplimiento, la compresión de los problemas por parte del paciente y la satisfacción del paciente con la consulta, así como la del propio médico. Sin embargo, el conjunto de habilidades necesarias para mejorar esta relación no se enseña ni se practica de una forma adecuada en el pregrado, en la formación de residentes, ni en los procesos de formación continuada, lo que repercute de forma clara en la atención del paciente y en la insatisfacción laboral del médico.
Hace más de veinte años, Jay Katz hablaba del paradójico «mundo silencioso (o de incomunicación) de la relación clínica» como algo que se debía revertir. Con todo, las cosas van cambiando. Hoy, tras los esfuerzos pioneros del Grupo de Comunicación y Salud de la semFYC y de numerosos profesionales de otros ámbitos y disciplinas, ya no se puede decir que no hay oferta de formación (y en grado menor de investigación) en aspectos de comunicación y relación clínica. Si acaso, que no está lo suficientemente generalizada.
También van multiplicándose iniciativas de formación práctica en bioética clínica como, por ejemplo, la promovida por el Proyecto de Bioética para Clínicos de la Fundación de Ciencias de la Salud liderado por Diego Gracia.
Bienvenido sea el enfoque de las competencias esenciales del médico de familia del mencionado nuevo programa de formación. Pero queda mucho por hacer. Bien está que algunos enfoques vayan permeando poco a poco y al menos nos resulten familiares: por ejemplo, el modelo biopsicosocial que apuntó George Engel hace casi tres décadas, o la «medicina centrada en el paciente» desarrollada por McWhinney y Stewart, entre otros.
Sin embargo, la práctica asistencial sistemática general, la «cultura informal» de la organización, dista todavía mucho de moverse en estos parámetros. No ha «automatizado» estas prácticas todavía, más allá de lo político-sanitariamente correcto. Por eso es necesario no cejar en esta línea de trabajo que apuntan Escudero-Carretero et al1. Por eso hay que profundizar en afrontar los retos que plantean las enfermedades crónicas, tanto desde la perspectiva profesional como de la interdisciplinaria e institucional. En lo asistencial, pero también en la formación y la investigación.
No podemos desaprovechar el camino que van abriendo ejemplos (tabla 1) como los de Trisha Greenhalgh de medicina basada, a la vez e indisociablemente, en la «evidencia» y en la narrativa (en lo cuantitativo y en lo cualitativo), que aborda la creciente complejidad de la organización sanitaria y que sale de los cuarteles de las instituciones sanitarias para ir a la población. O como las iniciativas de mejora de la atención a las enfermedades crónicas que recoge el Institute for Healthcare Improvement, motor de la mejora de la calidad en Estados Unidos. O como la iniciativa de la Organización Mundial de la Salud que promueve el Chronic Care Model (CCM). Con todos ellos van surgiendo nuevas herramientas de trabajo y nuevas pistas para la investigación, no sólo descriptiva, sino de acción, de implantación, de servicios de salud, como son el Assessment of Chronic Ilnness Care (ACIC) o el Patient Assessment of Chronic Illness Care (PACIC). En este sentido, resulta muy ilustrativo y alentador darse un paseo por Internet y ver la cantidad y calidad en algunos casos, de la información que hay sobre la DM. Las posibilidades de las nuevas tecnologías, lejos de «descolocar» a los profesionales, deben ser una oportunidad para promover pacientes más y mejor informados. Los profesionales sanitarios tenemos que conocer esta oferta, en la medida de nuestras posibilidades, y orientar a nuestros pacientes en la utilización de estos recursos. Algunos pacientes diabéticos, expertos en otras áreas del conocimiento, han puesto estos conocimientos a disposición de todos y han creado páginas Web o programas informáticos que facilitan el control de la enfermedad y proporcionan información y apoyo6.
Tenemos por delante, por tanto, un apasionante camino por andar en la mejora de la atención a las enfermedades crónicas en general y a la DM en particular. Un camino para andar, no para perder el tiempo en esperas inútiles y, a menudo, autodestructivas (desgaste profesional) como las que protagonizan Vladimir y Estragón, estérilmente esperando a Godot, sino para andar juntos en lo profesional y en lo institucional. Hay que proseguir en esta senda en la que tenemos buenos compañeros de camino como Escudero-Carretero et al. Que cunda el ejemplo.