Puntos clave
* Entre los determinantes de las actitudes de los profesionales, la idoneidad de la organización asistencial puede ser clave.
* La coordinación entre los servicios colectivos (de salud pública) y los asistenciales (de atención primaria) puede incrementar la efectividad y la eficiencia de las intervenciones preventivas.
* La promoción de la salud es mucho más que la prevención de las enfermedades.
* La implicación del conjunto de la sociedad es fundamental para el éxito de los programas de promoción y protección de la salud.
Resulta plausible, tanto en la acepción actualmente generalizada de verosímil como en la más genuinamente castellana de loable, el resultado de la indagación de Nebot et al, al destacar la actitud misma de los profesionales entre las barreras al desarrollo de la promoción de la salud en la atención primaria. En efecto, no es habitual reconocer las responsabilidades propias cuando se analizan los problemas sanitarios.
Claro que identifican también la falta de tiempo como un obstáculo decisivo. Un recurso explicativo que ya se ha convertido en tópico cuando se trata de analizar las eventuales deficiencias de este ámbito asistencial. Cierto es que las actividades clínicas preventivas recomendadas por las autoridades sanitarias consumen mucho tiempo, desde las 2 horas y media1 a las casi 8 horas diarias2 para una población de referencia de unas 2.000 personas. Pero a pesar de que es necesario, el tiempo bastante no es un elemento suficiente para garantizar una adecuada intervención. Como señalan los autores, hacen falta, además, determinadas habilidades y, sobre todo, una actitud adecuada.
Sin embargo, tal vez convendría considerar antes si el ámbito asistencial es el idóneo para conseguir efectivamente la promoción de la salud de la población de referencia. A lo mejor la falta de una adecuada actitud podría deberse, al menos en parte, a motivos relacionados con la pertinencia de la estructura asistencial para llevar a cabo este tipo de actividades.
Es sabido que la mera información no es suficiente para modificar los comportamientos de las personas. La persistencia del tabaquismo entre los profesionales de la salud es un buen ejemplo. Aunque los médicos ingleses reaccionaron a las publicaciones de Doll y Hill dejando de fumar, a otros profesionales sanitarios les costó mucho más. Y entre nosotros no se ha conseguido una reducción apreciable del consumo de tabaco entre los sanitarios hasta que se han adoptado medidas de carácter comunitario, básicamente legislativas, que lo han convertido en un objetivo social, no exclusivamente sanitario.
Un reciente estudio sobre los hábitos alimentarios de una población de estudiantes universitarios no muestra diferencias entre los estudiantes de nutrición y dietética, y los de farmacia, enfermería y podología3, a pesar de que tanto la percepción propia como la proporción de aciertos frente a un cuestionario sobre dietética señalaba que los primeros tenían más conocimientos acerca de la alimentación y la nutrición que el resto. Así pues, otros factores, además de la información, condicionan la conducta de las personas. Factores relacionados con la cultura entendida en sentido amplio, los horarios laborales, las modificaciones de la composición y el funcionamiento de las familias e incluso la capacidad adquisitiva4.
Es más lógico, pues, que las actividades clínicas de promoción y protección de la salud (las preventivas) se enmarquen en un contexto comunitario y que se complementen con intervenciones colectivas conjuntamente con los servicios de salud pública y, sobre todo, con instituciones y entidades ciudadanas. Sin esta coordinación, los esfuerzos asistenciales resultan muy poco eficientes, como pone de manifiesto que las prescripciones de medicamentos hipotensores e hipolipidemiantes supongan más del 15% del gasto farmacéutico público, es decir, casi el 5% del gasto corriente del sector público en sanidad, mientras que la prevalencia de hipertensión, exceso de peso y de obesidad siguen incrementándose. Y ello sin contar el gasto y, sobre todo, el esfuerzo asistencial en términos de visitas y de pruebas complementarias. Una carga de atención que seguramente no es ajena a la frustración de los profesionales.
No se trata tanto de postergar la prevención entre las actividades asistenciales como algunos plantean5,6, llevando el péndulo al otro lado, sino más bien de realizarlas de la forma más adecuada. Y esto podría conseguirse, por una parte, si los servicios asistenciales básicamente de atención primaria y los servicios colectivos de la salud pública actuaran como componentes de un mismo sistema sanitario y colaboraran estrechamente para satisfacer las necesidades sanitarias de la población a la que teóricamente sirven. Y, por otra parte, si contaran en realidad con la ciudadanía.
En este sentido, las prioridades de intervención no tienen por qué limitarse a la modificación de comportamientos de los usuarios y, en menor medida, de la población de referencia. Además de los determinantes sociales y comunitarios que hay que abordar, el sistema sanitario por sí mismo se ha convertido en una fuente nada despreciable de enfermedad. La iatrogenia no es, en estos momentos, ninguna anécdota y tiene raíces y alcance estructurales, particularmente debido a un consumo sanitario inadecuado y al poco rigor en el establecimiento de las indicaciones, entre las cuales se incluyen también las intervenciones clínicas preventivas.
De ahí la conveniencia de que el énfasis preventivo alcance también a las intervenciones de prevención terciaria y cuaternaria; reducir las complicaciones y secuelas mediante una rigurosa práctica médica y, sobre todo, cumplir la máxima hipocrática de primum non noccere. Es una responsabilidad directamente exigible a los dispositivos sanitarios.
Finalmente, conviene aclarar que la correspondencia entre actividades preventivas y promoción de la salud es consecuencia del sesgo que introduce la perspectiva de la medicina preventiva. Si bien es cierto que las actividades preventivas, cuando tienen éxito, mejoran la salud, el incremento de la salud no consiste sólo, ni principalmente, en la prevención de las enfermedades. Si asumimos que la salud no es la mera ausencia de enfermedad, sino más bien una manera de vivir autónoma, solidaria y plena o, si se prefiere, el máximo bienestar físico, psíquico y social, la promoción de la salud no se agota en proteger la salud actual reduciendo la incidencia de nuevos casos de enfermedad o mejorando el pronóstico de las enfermedades en estadios preclínicos.
La promoción de la salud no puede ser, pues, un propósito exclusivo del sistema sanitario, sino de la sociedad en su conjunto, al que tal vez pueda contribuir la sanidad, sobre todo si no se empecina en disminuir la autonomía de los pacientes y los ciudadanos, mediante una excesiva medicalización.