Sr. Director: Los autores del artículo1 sobre el tratamiento del denominado trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) se preguntan, en las conclusiones, si quizá se está diagnosticando en exceso y si, por tanto, se está sobremedicando a toda una generación. Esta duda, justificada y preocupante, merecería un debate. Otros autores de nuestro entorno y desde distintas áreas de la salud, en un número monográfico, plantean interesantes controversias en torno a la pertinencia del diagnóstico y el tratamiento del TDAH2,3.
El diagnóstico del TDAH parte del modelo fisiopatológico (predominante en los EE.UU.) que postula que la falta de atención, la impulsividad y la hiperactividad constituyen una enfermedad. Ahora bien, la concepción del trastorno es radicalmente distinta si se considera según el modelo psicopatológico, que contempla el funcionamiento psíquico y neurofisiológico como un todo organizado (una estructura), en el que tanto una alteración orgánica como un conflicto psíquico provocan un reajuste general del cerebro para mantener en lo posible la unidad y la cohesión del organismo, su adaptación y su reproducción. Diversos autores2-4 destacan la importancia de los factores relacionales en la aparición del TDAH en la infancia, especialmente las alteraciones de la dinámica familiar, ya sea por enfermedad o ausencia de los padres, o por los cambios sociales y culturales que no ayudan a sostener el deseo de maternidad ni protegen la relación madre-bebé. Hoy día, muchos progenitores se encuentran inseguros con respecto a su papel en la crianza de los hijos y con frecuencia no consiguen sostener la vida emocional del bebé, dar calma y sentido a sus expresiones de malestar.
Y es que el TDAH puede pensarse como un conjunto de manifestaciones sintomáticas de un conflicto interno del niño o de un déficit en la construcción del aparato psíquico4 que, de estar bien constituido, permitiría contener y dirigir a buen fin la tensión interna, los impulsos y necesidades dirigidos a los otros. La conducta hiperactiva desorganizada, que surge tempranamente en la vida del niño, es señal de fallos en la estructuración del psiquismo; remite a vivencias que no han podido ser integradas ya sea porque exceden las posibilidades mentales del niño en esa etapa, ya sea porque en realidad se trata de carencias, es decir, de la ausencia de ciertas experiencias necesarias para la organización del mundo de las emociones y del pensamiento. Sea cual fuere la estructura que produce un cuadro con hiperactividad y cualquiera que sea la forma que adopte esa hiperactividad en el niño (o en el adulto) es siempre reflejo de un trastorno del pensamiento como regulador de la vida instintiva y pulsional, de la capacidad del psiquismo para tramitar los impulsos de forma adecuada, evitando la descarga motriz. Y, sin duda, es en el contexto de la relación intensamente afectiva entre los padres y sus hijos pequeños donde se construye esa capacidad de pensamiento y de tramitación de las emociones, los impulsos y los deseos. El artículo1 comentado propone para estos niños un abordaje farmacológico y educativo que busca el control y una buena adaptación del sujeto al medio, contando con las limitaciones que conlleva su enfermedad. Plantea, asimismo, que esas limitaciones acabarán provocando una baja autoestima. No obstante, en la base de la vida emocional de todos esos niños, ya existe previamente una baja autoestima (aunque parezcan provocadores y omnipotentes), fruto de un desencuentro con el medio afectivo en los primeros años de la vida. El control y la adaptación pueden, a corto plazo, suavizar los síntomas más perturbadores para la vida del niño y de sus familias, pero una terapia a medio plazo, que aborde los conflictos emocionales subyacentes y tienda a la construcción de capacidades psíquicas para la tramitación de los impulsos y deseos, permitiría al niño un mejor desarrollo intelectual y emocional, en tanto que el grupo familiar podría descubrir vías de comunicación que favoreciesen unas relaciones inter-subjetivas más saludables.