Sr. Director: Las nuevas tecnologías, que tantas ventajas suponen, invariablemente tienen sus «efectos secundarios». En el día a día de la consulta de atención primaria hay un movimiento nocivo para nuestras espaldas que no paramos de repetir: piernas orientadas hacia el paciente y giro del tronco para coger las recetas y ponerlas en la impresora. Este movimiento se ve multiplicado por las veces que cambiamos las recetas, ya sean pacientes activos o pensionistas, por no decir las veces que se atasca la impresora. Que todas las recetas tuvieran el mismo color supondría múltiples beneficios:
1. Ahorro de dinero: se escogería el color más económico para cumplimentar las recetas.
2. Mejoría de la ergonomía del personal que hace las recetas al disminuir los movimientos repetitivos y esforzados en la consulta.
3. Disminución de las confusiones con la consiguiente pérdida de papel y de tiempo.
4. Podría plantearse, incluso, el «punto ecologista»: ¿usar papel reciclable? Porque, al final, ¿dónde acaban todas las recetas?
Para diferenciar las distintas recetas, en la era de los ordenadores y de las impresoras, sería tan sencillo como que la impresora pusiera unas siglas PNT o ACT u otras categorías en un extremo de la receta para distinguirlas (mejor poner 3 letras y en lugares distintos, por ejemplo, en la parte superior para los pensionistas y en la parte inferior para los pacientes activos, para evitar equivocaciones en la farmacia). Otra posibilidad sería que las recetas salieran con las categorías impresas (pensionista/activo/otras) y se tacharía el grupo al que pertenece el paciente. Debe recordarse que dicho sistema también sería válido si fallan los adelantos tecnológicos y acaba recurriéndose al papel y al bolígrafo.
Si evolucionan los medios, ¿por qué no se evoluciona con las recetas?