Sr. Director: El artículo editorial de Llano-Badia1 considera indiscutible el beneficio del cribado de cáncer de mama entre los 50 y los 69 años de edad, y concluye que debe proponerse el cribado a partir de los 40 años cuando se presenten los siguientes factores de riesgo: biopsia con resultado de hiperplasia atípica, antecedentes de cáncer en la otra mama, antecedentes familiares de primer grado por vía materna y primer parto a término después de los treinta años.
Estas contundentes afirmaciones expresan una clara vocación de influir en la determinación de las políticas preventivas. Un ejemplo, pues, de la delgada línea roja que delimita las competencias de la ciencia y las de la política. Aunque las decisiones deben basarse en el conocimiento científico, la información que proporciona la ciencia, siendo necesaria, no es suficiente. No sólo porque, por su propia naturaleza, el conocimiento científico es provisional y sus explicaciones no son dogmas sino, sobre todo, porque el establecimiento de prioridades supone escoger según preferencias e intereses, una dimensión que, naturalmente, queda fuera del ámbito de la ciencia.
Ocurre, además, que cuando se considera indiscutible el beneficio del cribado entre los 50 y los 69 años de edad se confunde eficacia y efectividad. En el vocabulario de la epidemiología, la eficacia se refiere a la capacidad potencial de una intervención, comprobada en condiciones experimentales, mientras que la efectividad supone consecuencias positivas cuando la intervención se aplica en las circunstancias habituales de la práctica sanitaria, es decir, en condiciones no controladas2.
Aunque generalizada, tampoco es unánime la valoración de la eficacia del cribado de cáncer de mama3,4, lo que ilustra las particularidades de la argumentación científica, en la que abundan las dudas y controversias. De todos modos, si aceptamos probada la eficacia, para recomendar un programa debemos considerar qué ocurre con la efectividad. Ya hemos visto que para que una intervención resulte efectiva es necesario que sea eficaz pero también que se aplique en las circunstancias pertinentes y de forma adecuada. Si bien el autor señala los factores que determinan el saldo neto en términos sanitarios de un programa de prevención secundaria, entre los que destaca adecuadamente la iatrogenia, no proporciona datos que permitan garantizar que los beneficios superan a los inconvenientes o, para decirlo mejor, que los perjuicios son proporcionados y aceptables.
Además de la ansiedad que comportan los falsos positivos, el sobrediagnóstico implica tratamientos innecesarios, con lo que los efectos negativos resultan lamentablemente impropios. Una situación que según los datos de la cohorte de Malmö5 se daría por lo menos en el 10% de los casos y podría ser superior6.
La evaluación sistemática y continuada de la efectividad es un requisito exigible a los programas de intervención comunitarios desde el sistema sanitario público, lo que deben garantizar los responsables competentes. Lamentablemente, la información disponible sobre la valoración de la efectividad y la seguridad de los programas que se aplican en España es parcial7 y persisten muchos interrogantes acerca de la idoneidad de los equipamientos y de la supervisión de la validez de las observaciones.
En efecto, la antigüedad de algunos mamógrafos que se dedican a las exploraciones con propósitos preventivos es, en algunos casos, excesiva, de manera que la irradiación aplicada podría disminuirse. Por otro lado, no todos los radiólogos encargados de la interpretación de las observaciones llevan a cabo el mínimo número de exploraciones anuales que se considera conveniente para satisfacer una adecuada capacidad diagnóstica. La heterogeneidad de los indicadores de proceso y de resultado según los dispositivos implicados en los programas sería también excesiva en el contexto de intervenciones preventivas que se dirigen a poblaciones mayoritariamente no afectadas.
Pero la recomendación de avanzar la edad del cribado en el caso de pacientes con hiperplasias atípicas o con antecedentes de cáncer en la otra mama confunde el ámbito y el propósito de los cribados es decir, una población diana mayoritariamente sana que incluye a personas afectadas en fase preclínica para proporcionarles un tratamiento avanzado que mejore realmente el pronóstico con la atención clínica dirigida a pacientes ya identificados.
En cuanto a la condición de haber tenido el primer parto a término después de los 30 años, que tradicionalmente se incluye entre los factores de riesgo establecidos del cáncer de mama, conviene tener en cuenta la magnitud del riesgo relativo asociado y, todavía más, la del riesgo atribuible, puesto que, dadas las modificaciones del comportamiento reproductivo en nuestra sociedad, en la que más de la mitad de los partos8 y una notable proporción de las mujeres que tienen hijos sólo tendrán uno en toda su vida ya suceden después de los 30 años, la recomendación comporta ampliar sensiblemente la población diana del programa. Por lo que debe procederse a una cuidadosa estimación del saldo neto esperable, además de garantizar la capacidad organizativa para llevarlo a cabo adecuadamente.
Finalmente, la detección de las mujeres con predisposición genética plantea problemas todavía no resueltos en términos de sensibilidad, especificidad y valor predictivo, pero también de seguridad9, sin olvidar el coste y la capacidad organizativa, todo lo cual afectaría a una pequeña proporción de las mujeres que desarrollan cáncer de mama.
Cuando las consideraciones de los profesionales llegan a convertirse en recomendaciones, no se puede ignorar las consecuencias de su aplicación en las circunstancias de nuestra práctica cotidiana. De ahí el acierto editorial de un reciente número de Semergen que recoge las argumentaciones encontradas de dos médicos generales10 y de una radióloga11.