El envejecimiento poblacional conlleva un reto importante en el sistema sociosanitario, no solo por el incremento del gasto sino también por el cambio en el modelo de atención social y sanitaria. Las demencias en general, y la enfermedad de Alzheimer (EA) en particular, despiertan actualmente un gran interés y preocupación debido a la elevada incapacitación que provocan y al elevado consumo de recursos sanitarios y sociales que precisan1.
La EA es un trastorno neurodegenerativo progresivo que cursa con deterioro cognitivo e incapacidad para realizar las actividades de la vida cotidiana y frecuentemente se acompaña de trastornos psicológicos y de la conducta. No existen recomendaciones específicas para su prevención aunque existe evidencia científica de que controlando la hipertensión, la dieta mediterránea o los suplementos con omega-3, la actividad física y la activación cognitiva disminuyen su incidencia2.
El tratamiento de la EA se realiza con fármacos inhibidores de la acetilcolinesterasa (IACE) (donepezilo, rivastigmina, galantamina) y/o un antagonista del receptor del glutamato NMDA (memantina). Los IACE son los de primera línea y consiguen mejorías leves en la función cognitiva, la conducta y las actividades de la vida diaria, aunque la relevancia clínica no está clara3. Están aprobados en la fase leve a moderada, son bien tolerados y sus efectos adversos más comunes son náuseas, vómitos, diarrea, mareos, cuadros confusionales y arritmias cardíacas. A la memantina, se le atribuye una mejoría modesta a corto plazo en la cognición, la conducta y las actividades de la vida diaria, en fase moderada a severa3,4, aunque los beneficios sobre una mejoría clínica significativa son controvertidos5. Está autorizada en combinación con los IACE6. En el momento actual la medicación que se utiliza en el tratamiento de la EA es sintomática. La investigación farmacológica considera una «prioridad médica» el estudio de fármacos que actúen precozmente y que tengan capacidad para corregir las lesiones patognomónicas y «modificar su curso clínico». Los nuevos fármacos han de interferir en el depósito del beta amiloide (Aß), en las placas y ovillos neurofibrilares, la desregulación de hierro, el metabolismo del colesterol, la inflamación y el daño oxidativo. Se estudian sustancias que actúen como antiagregantes del Aß o selectivos para bajar el Aß, inhibidores de la γ-secretasa, correctores de depósitos de la tau y vacunas7,8.
La atención a los enfermos con EA tienen un elevado coste económico para el paciente, los cuidadores y el resto de la sociedad9,10. La elevada prevalencia y el hecho de que la incidencia sea edad dependiente, en una sociedad cada vez más envejecida, ha hecho que el tratamiento de la EA sea motivo de preocupación sociosanitaria. Los IACE están aprobados en fase leve a moderada y su rentabilidad, en relación a los costos y beneficios, ha sido bien estudiada en estas fases y es menos clara en la fase moderada a severa. Un factor clave para reducir los costes de la enfermedad es el lograr retrasar su evolución ya que el coste se dispara a medida que aumenta la gravedad lo que indica el beneficio del tratamiento, si se consigue estabilizar el estadio inicial. Tratamientos farmacológicos que limiten los trastornos de conducta, el deterioro cognitivo y funcional, y pospongan la institucionalización, sin aumentar la longevidad, reducen la carga económica. Desde una perspectiva socioeconómica, el coste de la memantina y el donepezilo se ve compensado por los beneficios clínicos y sociales que reportan al retardar la progresión de la EA11.
No existe evidencia científica respecto a la duración recomendable del tratamiento farmacológico específico en la EA. La mayoría de los ensayos clínicos han sido realizados durante 6-12 meses por lo que resulta difícil el recomendar o no el tratamiento más allá de lo que han durado los ensayos clínicos12. La supresión del tratamiento y la reiniciación posterior no permite la recuperación de la cognición y de la capacidad funcional al nivel del momento de la detención, de ahí que cuando se decida retirar el tratamiento, incluso en la fase avanzada, la suspensión deberá de ser evaluada cuidadosamente e individualmente mientras no dispongamos de evidencia científica12.
En Cataluña, y en general en el territorio español, el procedimiento para la suspensión del tratamiento se realiza cuando existe: deterioro clínico en relación a demencia grave, reacciones adversas que justifiquen su retirada, presencia de otra patología que contraindique la medicación, ausencia de respuesta a las 18 semanas, o cualquier otro criterio que lo justifique13. Se aconseja continuar la medicación siempre que haya beneficio terapéutico, reevaluando cada caso mediante pruebas cognitivas, entre los 12 y los 18 meses. Pacientes tratados con un anticolinesterásico con evolución negativa o sin beneficio (disminución de 5 o más puntos en el MMSE/año) pueden ser candidatos a tratamiento con memantina13. Las puntuaciones en el MMSE inferiores a 10 o a 4 se consideran asociadas a deterioro clínico en relación a demencia grave y no debe prescribirse el tratamiento con anticolinesterásico o memantina, respectivamente. La valoración de la ausencia de respuesta incluye el uso de escalas de impresión subjetiva de mejora: la Rapid Disability Rating Scale14 para los pacientes que viven en la unidad familiar y la Nurse's Observation Scale for Geriatric Patients (NOSGER)15 para los que residen en centros o instituciones.Se considera al MMSE, el instrumento clave para prescribir o denegar la mediación. El MMSE es un test de cribado de demencia, no diseñado para su seguimiento y que ofrece una valoración limitada en este aspecto. Solo valora aspectos cognitivos, que no son ni la única ni la más relevante de las manifestaciones de la EA, aunque sí, haya tenido gran relevancia en la comercialización de los fármacos. La gran riqueza de la sintomatología de la EA y los métodos diagnósticos actuales, que sobrevaloran lo cognitivo, provocan que, en ocasiones, no valoremos las manifestaciones clínicas fundamentales del inicio de la enfermedad. La mayoría de los pacientes (74,6%) debutan con trastornos neuropsiquiátricos, el más frecuente la apatía (63,8%) al que sigue el trastorno afectivo (37,3%). Pacientes con síndrome afectivo tienen un mayor riesgo de deterioro funcional mientras que el riesgo de deterioro cognitivo se asocia con los síntomas maníacos16. Es frecuente que confundamos apatía con trastornos afectivos y recomendemos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, poco eficaces en la apatía, y que además pueden empeorarla en pacientes con depresión. O, incluso, recomendemos los anticolinesterásicos y confundamos una mejoría clínica cognitiva cuando lo que mejoran es la apatía17.
En los próximos años valoraremos las demencias degenerativas primarias desde un punto más global, las diagnosticaremos en fases mas iníciales y no será el patrón cognitivo el eje del diagnóstico, sino las capacidades funcionales y los trastornos psicológicos y conductuales. A la espera de estos u otros cambios hemos de intentar que los gestores sanitarios abandonen algunas prácticas que utilizamos actualmente como la autorización y el control de la dispensación de la medicación antidemencia a nivel hospitalario. Este sistema retrasa el diagnóstico y, con ello, el tratamiento en la fase en la que se consiguen mayores beneficios. Además, aumenta los costes de dispensación por un mayor número de vistas y multiplica innecesariamente el número de controles hospitalarios sucesivos para la renovación de la prescripción. Los equipos de atención primaria, en la EA, son, y en el futuro lo serán todavía más, los que tienen las mayores posibilidades de realizar un diagnóstico más temprano, de evaluar los beneficios que suponen estos fármacos y valorar su supresión. Es importante que tengan en cuenta que la supresión de estos fármacos, capaces de controlar los síntomas psicológicos y conductuales pueden llevarnos a una mayor utilización de neurolépticos, que empeoran el deterioro cognitivo y aumentan la mortalidad18. Es a ellos, conjuntamente con el paciente, la familia y los cuidadores, a quienes corresponde evaluar el momento de dejar de prescribir el fármaco, que debe de realizarse en base al beneficio individual para controlar los síntomas psicológicos y conductuales, la mejoría o el control de las capacidades funcionales. Mientras esperamos cambios que nos faciliten una valoración clínica más sencilla, un mayor beneficio social y una metodología más adecuada en el seguimiento de estos enfermos, las normas establecidas por los gestores sanitarios son claras, aunque se apartan de la realidad de las necesidades de los pacientes.