Introducción
La presencia de una enfermedad terminal en uno de los componentes de la familia provoca una situación de crisis en la estabilidad familiar1,2. En relación con ello cada miembro de la familia va a presentar una serie de reacciones que influyen en el funcionamiento familiar y en el estado de bienestar o sufrimiento de la persona afectada. La interrelación de los comportamientos individuales provoca una situación de reacción y contrarreacción en el resto de los elementos familiares con un resultado global positivo o negativo sobre la adaptación de la familia a la nueva situación. Cuando no se consigue la adaptación aparecen comportamientos disfuncionantes que son causa de sufrimiento en el paciente y en la familia. Es por ello que el ejercicio de los cuidados paliativos está centrado, de forma ineludible, en la atención del paciente y de la familia con el objetivo de disminuir el nivel de sufrimiento de todas las personas implicadas1-5.
En el presente artículo se abordarán la valoración de la familia, sus reacciones y las intervenciones que pueden realizarse desde el primer nivel de salud para mejorar la adaptación de la familia a la experiencia a la que se enfrenta.
El abordaje de la familia: aspectos generales
Debería realizarse entendiendo que la familia puede presentar diversas alteraciones (tabla 1). Para la detección de estas reacciones se precisa una valoración sistemática basada en el conocimiento del genograma y ciclo vital, el funcionamiento familiar, la experiencia familiar previa ante situaciones similares o de crisis de diversa índole y los recursos de apoyo disponibles, humanos y materiales5-7. La valoración familiar debería aplicarse sistemáticamente para detectar de forma temprana las alteraciones e intentar modificar consecuencias inadecuadas.
Los patrones de funcionamiento y la adaptación familiar
Ante la crisis que supone la enfermedad terminal, las familias presentan dificultades para flexibilizar sus costumbres y perpetúan patrones previos de funcionamiento que pueden ser ineficaces para adaptarse a la nueva situación5,7,8. Estos patrones (basados en la historia, valores y reglas familiares) pueden dificultar la comunicación intrafamiliar, la distribución de tareas o el conflicto de roles, entre otros. La intervención de los profesionales ante esta situación debe ir dirigida a flexibilizar el funcionamiento familiar, para lo que se precisa conocer cómo son la familia, sus reglas y su capacidad para adaptarse a las nuevas situaciones según las experiencias previas vividas5,6,9.
Desde el punto de vista práctico, la intervención contemplará la información sobre la situación del paciente, las consecuencias del funcionamiento considerado anómalo y las posibilidades de adquirir otras modalidades de funcionamiento con los beneficios que de ello podrían derivarse (tabla 2). Debería resaltarse en las intervenciones el impacto de la interrupción que la enfermedad terminal produce en la ejecución de las tareas inherentes a la etapa del ciclo vital en la que se encuentra la familia. Es especialmente relevante que los distintos componentes familiares comprendan la importancia de evitar que se produzca «una invasión absoluta y paralizadora» del funcionamiento familiar por la enfermedad5,9,10.
La conspiración del silencio
Es una alteración frecuente de la comunicación familiar producto de patrones culturales que pretenden la protección del enfermo del sufrimiento derivado de conocer la realidad5,6,11,12. Es la materialización en la familia de una actitud social evasiva ante la muerte; se elude el tema, pues no hablar de la muerte hace que ésta no exista de forma determinada y concreta en esa situación. La presencia del pacto de silencio origina una dificultad importante en la relación de la familia, y en la relación de ésta con los profesionales (es tensa bajo la necesidad de un autocontrol continuo para evitar dar información).
El «pacto o conspiración de silencio» consiste en excluir la naturaleza y el desarrollo de la enfermedad como elemento de análisis por presión de la familia para evitar la información del paciente. Provoca una situación en la que los familiares, el paciente y los profesionales de la salud pueden hablar del día a día, de los hechos más inmediatos, pero en ningún caso están autorizados a interrogarse o comentar el nombre del padecimiento o su pronóstico; es aparentar que la vida sigue con normalidad.
La modificación de la conspiración del silencio para mejorar los patrones de comunicación intrafamiliares precisa de intervenciones específicas, continuadas y delicadas. La imposición brusca a la familia de la necesidad profesional de romper el pacto de silencio en relación con los imperativos éticos y legales no provoca siempre el resultado deseado, los cuidadores no modifican su actitud y puede alterarse el pacto terapéutico paciente-familia-profesional. Por otro lado, los componentes de la familia tienen que aceptar claramente la apertura de la comunicación, para evitar el sufrimiento adicional derivado de estar sometidos a un nivel de comunicación al que no están acostumbrados. Este sufrimiento puede persistir en el tiempo dificultando la elaboración del duelo.
Es preciso informar a la familia de la importancia del abordaje del mundo interno del paciente para conocer sus miedos y preocupaciones, y que no se puede realizar si hay aspectos que no pueden tratarse como el diagnóstico y el pronóstico. Las reticencias familiares pueden flexibilizarse con las intervenciones reiteradas que muestran el compromiso del profesional en el cuidado y el éxito en el control del sufrimiento físico.
Cuando la conducta familiar no puede flexibilizarse y el paciente insiste en conocer la situación, el profesional debe decidir si realizar una confrontación entre el paciente y la familia (favorecer que el paciente muestre sus sospechas a la familia y pregunte a ésta) o informar él. Si la opción elegida es esta última, debería considerarse la utilidad de dar la información gradualmente, no en un acto único, esperando que el paciente termine preguntado y desmienta la idea familiar sobre lo que él sabe o sospecha, sobres sus deseos y sobre sus reacciones ante el conocimiento de la realidad. En ocasiones el pacto del silencio es inverso en el sentido de que es el paciente el que no desea hablar con su familia sobre la enfermedad y sus sentimientos. En este caso, la intervención está dirigida a explicar a la familia la situación y a flexibilizar la postura del enfermo.
No puede perderse de vista que estamos inmersos en un medio sociocultural en el que predomina una actitud de eludir continuamente el tema de la muerte y del sufrimiento. En otras organizaciones o sociedades la situación y las intervenciones pueden ser distintas. Así, debe considerarse que no hay una única fórmula, y que ésta debe adaptarse a cada situación11,13,14.
Cuidados del cuidador principal
El cuidador familiar primario o principal está sometido a una carga física y psicoafectiva derivada de las responsabilidades y actividades del cuidado, de la vivencia continua del sufrimiento del enfermo, de los sentimientos propios respecto a la pérdida y de lo que ello representa para su vida futura. Estas cargas, más o menos intensas, constituyen el síndrome del cuidador, en el que trastornos como la ansiedad y la depresión son muy prevalentes y pueden originar una situación de claudicación familiar14-18.
La valoración del cuidador principal debería ser exquisita para detectar la situación de sobrecarga y poder influir en ella. Especialmente importante es intervenir cuando el cuidador principal es una persona mayor, o un elemento familiar cuyas opiniones no son consideradas trascendentes por los demás6. En el primer caso, la sobrecarga física que provoca la atención es mayor y la psicoafectiva que produce la toma de decisiones puede ser excesiva para sus recursos personales mermados por la edad y el desgaste de la vida previa. En el segundo caso, puede existir una situación ambivalente entre los roles y la ejecución de las tareas (sirve para cuidar y limpiar, no para decidir) que afecte profundamente a la autoestima del cuidador principal.
El trabajo con el cuidador principal debe comprender una actuación sobre él y otra sobre el resto de la familia. En el primer caso, se aportará información sobre lo que comporta el cuidado, la resolución de sus dudas sobre la enfermedad y su actividad como cuidador (reforzando positivamente su papel), y sobre la necesidad de compartir las actividades del cuidado con otros elementos familiares o recursos sociales existentes. Con el resto de la familia el trabajo estará dirigido a resaltar el papel del cuidador principal, la necesidad de distribuir las tareas (inherentes al cuidado y a la etapa del ciclo vital en la que se encuentre la familia) y favorecer la aparición de «momentos de respiro y descanso» para todos los cuidadores. El descanso debería entenderse como necesario para seguir cuidando con calidad y no vivirse con sentimientos de culpa por ideas equivocadas de «abandono egoísta» del ser querido.
Los síntomas emocionales en la familia
Las familias de personas con enfermedad en fase terminal pueden presentar diversas reacciones emocionales que dificulten su relación interna o con los profesionales6,12,19. De éstas, destacan por su frecuencia e impacto la negación, la ira o cólera, el miedo, la ambivalencia afectiva y la depresión.
La negación puede expresarse con actitudes de racionalización, desplazamiento, minimización o autoinculpación para ocultar la realidad de los hechos. Si bien se recomienda que las actitudes de negación del paciente no deberían ser confrontadas, la negación de la familia debería resolverse con delicadeza para que ésta tome contacto con la realidad y sus expectativas sean adecuadas y no dificulten el cuidado del paciente.
La cólera o ira no es por sí misma desadaptativa, se transforma en un síntoma cuando es el sentimiento preponderante y fijo que domina la vida familiar («rabia prolongada»). La premisa de intervención contra la cólera de la familia es no caer en la trampa de responder con agresividad. Las técnicas de entrevista clínica dirigidas a desactivar la ira (reconocimiento de las limitaciones, negociación, reconducción de objetivos) son especialmente útiles.
En la familia del enfermo terminal, y en especial del cuidador primario, diferentes miedos pueden estar presentes a lo largo de todo el proceso (tabla 3)6. Las estrategias recomendadas para reconducir los temores son: la normalización, es decir, explicar que tener miedo es «lo normal» en estas circunstancias, que sus miedos suelen coincidir con los del enfermo y que son incluso necesarios para superar dignamente la etapa que están viviendo, la resolución de las dudas existentes sobre la enfermedad, su evolución y el cuidado, y el apoyo continuado. Nada tranquiliza más a la familia temerosa que saber que puede contar con los profesionales sanitarios siempre que los necesite.
Un cierto grado de ambivalencia afectiva suele estar presente en los familiares, provocándoles mayor o menor conflicto. Ésta consiste en la presencia simultánea de sentimientos contradictorios respecto al enfermo (los que se debería tener por razones sociales, culturales y religiosas y los que de hecho se tiene) como, por ejemplo, «que mejore» y «que se muera ya». Es un síntoma que es sistemáticamente abolido por la familia por ser moralmente inaceptable, y que puede expresarse aumentando la tensión del cuidador, provocando crisis de ansiedad, de abatimiento o reacciones de cólera episódicas. En el abordaje de la ambivalencia afectiva resultan útiles las intervenciones usadas para el control del miedo, es decir, la normalización de la situación sin realizar juicios de valor.
La claudicación familiar
La claudicación familiar es expresión de la elevada sobrecarga afectiva a la que está sometida la familia y consiste, básicamente, en una fuerte crisis emocional con una rendición respecto a los cuidados2,3,6. Cuando acontece, la familia solicita de forma reiterada el ingreso del paciente para transferir la responsabilidad y ejecución de los cuidados al sistema sanitario o sociosanitario. Entre sus desencadenantes destacan la persistencia de las dudas y miedos no resueltos y el agotamiento físico del cuidador. La claudicación de la familia puede ser episódica-temporal o definitiva (esta última puede ser expresión de conflictos familiares previos que conducen a los cuidadores al abandono del enfermo, o expresión de una imposibilidad real de cuidado en el domicilio por la ausencia de recursos). La búsqueda de ayuda sanitaria con solicitud de ingreso del paciente por falta de control de sus síntomas físicos no debería considerarse una claudicación familiar; es la respuesta lógica ante el justificado deseo de querer remediar el sufrimiento del ser querido.
La intervención ideal sobre la claudicación familiar es la prevención. El alivio completo del sufrimiento del paciente, el apoyo continuado de los profesionales y el compartir las responsabilidades en la toma de decisiones contribuyen a disminuir la sobrecarga afectiva. Una vez aparecida, la claudicación se debe intervenir procurando la recuperación del control de los cuidados por parte de la familia. La actitud del profesional debería ser de comprensión y desculpabilización, para posteriormente planificar la nueva etapa de cuidados en el domicilio. Indudablemente debería facilitarse un respiro a la familia, mientras se produce su reajuste, con un ingreso hospitalario.
El cuidado de la familia tras la pérdida
Tras la muerte del paciente la familia precisa supervisión y apoyo en la elaboración del duelo20,21. La intervención debería estar centrada en una relación de ayuda y asesoramiento continuado, sin caer en la sanitarización del proceso. Es especialmente importante la detección temprana del desarrollo de las distintas formas de duelo patológico2,6,21. La implicación previa en la atención del paciente y la familia de los profesionales de atención primaria y la longitudinalidad de los cuidados que ejercen son factores clave que permiten el apoyo a la familia durante el proceso de duelo.
Correspondencia: Miguel Ángel Benítez del Rosario. Apto. de Correos 10521. Santa Cruz de Tenerife. España. Correo electrónico: mabenitez@comtf.es