«Su sentido de la medicina era más cordial, más humano que el nuestro. Aún no había desaparecido en ellos, bajo el fárrago cientifista, el viejo médico familiar. (...) Acaso no sabían más que los que les sucedieron, pero es seguro que fueron mejores, y, en suma, hasta más sabios; porque nos hemos ido olvidando de que la sabiduría no es sólo saber las cosas, sino también amarlas.»
Gregorio Marañón
Medicina de familia es la práctica médica centrada en la persona, no en la enfermedad1. El médico de familia es el médico personal, médico de cabecera, como se le llamaba en otras épocas. Tiempos pasados cuando la medicina tenía que ser así o no era medicina. No había entonces otros recursos para atender al paciente, ni tecnología que nos pudiera distraer del enfermo para centrarnos en la molestia. Los tiempos mudan, el progreso técnico evoluciona, pero el espíritu de la medicina de familia permanece. No obstante, ahora se hace necesario explicar --para enseñar y aprender-- lo que antes se intuía y se practicaba espontáneamente. La medicina de familia tiene ahora la obligación de volverse explícita, de presentarse como ciencia con las credenciales que le confieren su cuerpo propio de conocimientos, sus métodos y sus líneas de investigación2. No basta la intuición o el sentido común. Hay que abrirse camino para, en versión moderna y actual, promover el protagonismo del paciente frente a la enfermedad. Y en esta misión, sublime, la medicina familiar se engrandece y define su identidad, que es, hoy como siempre, estar al servicio del enfermo, de la persona.
«El médico de familia no es el médico de su estómago, ni de su depresión, ni de su diabetes, ni de su artrosis. Cuida de todas estas cosas, pero es algo más. Es... su médico.» Esta sencilla frase con la que nos colocamos a disposición de nuestros pacientes es tal vez la definición más clara de lo que somos y de lo que hacemos. Algo que el paciente entiende a la primera, que busca con más o menos conciencia, que necesita y de lo que se resiente cuando le falta, sin que le sirva de consuelo la técnica más moderna o el creciente progreso médico.
La medicina de familia se afirma como especialidad moderna en su afán por recuperar el personalismo en la actuación médica. Incorpora el progreso científico, certificado por las evidencias de calidad, lo asimila y digiere para llevarlo, en lenguaje comprensible, hasta el paciente, hasta su paciente. Porque lo que más caracteriza la actuación del médico familiar no son las molestias que trata, sino las personas de las que cuida. «Una conciencia frente a una confianza», reza un viejo refrán. El paciente deposita su confianza en nosotros y, para honrarla, bueno será reflexionar brevemente sobre nuestra misión. Esa reflexión fortalecerá nuestra identidad y tornará transparente el contenido de la ciencia que practicamos. Y es una reflexión que transcurre por lo que podríamos llamar los 4 pilares de la medicina de familia. Son las bases teóricas y, al mismo tiempo, el campo preciso de actuación; son las condiciones necesarias para que la práctica llevada a cabo sea, de hecho, verdadera medicina de familia. Una reflexión que ayudará a construir el escenario donde la medicina de familia se hace realidad, se torna idealismo práctico3.
«Doctor, ¿qué síntoma tengo que sentir para consultarle?», me preguntó cierta vez una señora en los pasillos de un ambulatorio público. «Puede usted consultarme sobre lo que quiera. Cuidamos de personas. No se preocupe de los síntomas», le respondí de inmediato. Eso es, en lenguaje popular, lo que llamamos atención primaria, el primero de los pilares de nuestra reflexión. Atención primaria es la puerta de entrada al servicio de salud, el primer contacto del enfermo que, sin saber lo que tiene, quiere un médico que le cuide y oriente. Como decía un viejo profesor, somos los médicos de «sentirse mal». Cuando las personas tienen dolor de cabeza consultan al neurólogo; si sienten dolor en el pecho, buscan al cardiólogo, y al traumatólogo, o quizá al reumatólogo, se le consulta cuando el dolor es en la espalda. Pero si se sienten mal... nos consultan a nosotros. Basta sentirse mal, o quizá tener miedo de sentirse mal, o estar asustado porque un conocido se sintió mal.
Estar abierto para cualquier consulta y con disposición para «lo que va a entrar por esa puerta», como decía un colega también médico de familia, no es una simpleza, sino la postura correcta para actuar competentemente en atención primaria. Sabemos que las cosas comunes son corrientes, y las molestias raras se presentan muy de tarde en tarde. También sabemos que los síntomas iniciales de lo complejo y lo sencillo se entrelazan y confunden al inicio de las enfermedades. Nos sentimos cómodos tratando y cuidando, al tiempo que esperamos la evolución sindrómica, sin que nos inquiete la falta provisional de diagnóstico o el retraso de unos análisis y la precisión anatomopatológica. Habrá quien no consiga actuar sin tener el diagnóstico, o piense que es peligroso para el enfermo. «Usted dice que casi la mitad de los enfermos que le consultan la primera vez salen sin diagnóstico --me dijo un estudiante cierta vez--. Eso es muy peligroso, ¿no?» No me dio tiempo de constestar; lo hizo un compañero, médico de familia con experiencia que estaba a mi lado: «No te creas, joven. Lo peligroso es colocarle el diagnóstico a la primera».
Diagnóstico secuencial, ponderación sindrómica o, como dicen los anglófonos, watchful waiting, una espera atenta, cariñosa y científica a la vez, donde observamos la evolución de la molestia mientras vamos conociendo a la persona, que nos orienta al diagnóstico correcto y al tratamiento eficaz. Medicina centrada en la persona, sabiendo que conocerla es tan importante --a veces más-- que conocer la molestia que la persona padece4. Relación clara, disposición de ayudar y de comprender el universo del enfermo en todas sus variables, teniendo conciencia de que la enfermedad que afecta al cuerpo y la mente también se ve afectada por las circunstancias familiares y sociales para cristalizar, con expresión única, en aquella persona, en aquel enfermo. La enfermedad es siempre de la persona, de aquella persona5,6.
¿Y cómo se enseña a actuar así?, podemos preguntarnos contemplando el panorama absolutamente fragmentado de la educación médica universitaria. La pregunta nos introduce en la segunda cuestión que contribuye a definir nuestra identidad. La educación médica es el segundo pilar sobre el que se apoya la medicina de familia. Los motivos históricos son claros y comprensibles cuando se piensa en el proceso de instalación de la medicina familiar como ciencia y como especialidad. La construcción académica de un nuevo paradigma de práctica médica --centrada en la persona, no en la enfermedad-- requirió, para conquistar credibilidad en el ambito médico universitario, pensar en el proceso educacional y solicitar la colaboración de educadores y pedagogos. Esta colaboración estrecha, que en varios países cristalizó en sociedades de profesores de medicina de familia (consultar: www.stfm.org), configura al médico de familia como un educador que piensa, en primer lugar, en el modelo médico que su especialidad propone, pero también en el proceso educacional del alumno de medicina, tornándose así un colaborador importante en la formación integral de los futuros médicos. Basta consultar las publicaciones especializadas en educación médica para ver que los médicos de familia ejercen un importante protagonismo en este tema.
Muchos son los frutos que produce la estrecha colaboración entre la medicina de familia y las cuestiones relativas a la educación médica. El médico de familia ve al paciente antes de ver la molestia, porque el paciente es la clave que orienta su acción médica. Igualmente es el alumno --con sus expectativas, dilemas, dudas y proceso de aprendizaje-- el que orienta al médico de familia como profesor. Así, el aprendizaje basado en problemas --cuya mejor versión es el paciente real, colocado en contacto con el alumno; el profesor como modelo que estimula el potencial vocacional en el alumno; la atención para la educación afectiva del estudiante; el ejemplo simultáneo de cómo se ejerce la medicina con competencia y ética, con ciencia y arte; saber enseñar mientras se ejerce la medicina mostrando, en la práctica, cómo se integran los diversos saberes médicos-- es el terreno adecuado donde el médico de familia se desenvuelve como profesor.
Lo que se inició hace más de 30 años como una necesidad para conquistar credibilidad y mostrar seriedad académica de una nueva especialidad es actualmente condición sine qua non, un verdadero consenso. No se puede, hoy día, ejercer la medicina de familia en el ámbito universitario sin pensar en educación médica. La convivencia de profesor y alumno, en el ámbito de la medicina familiar, se ha hecho tan estrecha como la del médico con sus pacientes. Descuidar este aspecto privaría a las facultades de medicina de la importante colaboración de quien es un educador genuino y pondría en riesgo no sólo la continuidad de la medicina de familia como especialidad, sino su propia identidad, su compromiso educacional7.
Se comprende fácilmente el paralelismo que existe entre el paciente y el alumno para el médico de familia como médico y como profesor cuando se recuerda que el objetivo de su actuación es la persona, el ser humano. Esta mirada antropológica --ejerciendo la medicina y enseñando-- introduce el tercer pilar de la medicina de familia en nuestra reflexión: el humanismo médico. Humanismo no es dar soluciones filosóficas a las enfermedades, como una fuga de la competencia científica. Humanismo no es cultivar un diletantismo que adorne, superficialmente, una práctica médica tecnicista. Humanismo es, antes que nada, tener presente de modo práctico y real que el objeto de la actuación médica es un ser humano, una persona, aquella persona, única e irrepetible. Y para no olvidar esto, y para conocer mejor a la persona en su riquísimo espectro, el médico de familia utiliza todos los recursos necesarios que le permiten un mejor conocimiento del ser humano. Por eso, cultivar las humanidades no es un apéndice cultural o una afición, sino una verdadera necesidad, como lo son también los diversos saberes técnicos actualizados.
La palabra «humanización» está de moda. El deseo que anima las continuas campañas de humanización en hospitales, clínicas y servicios de salud es probablemente sincero. Sin embargo, con frecuencia falta la ciencia que construya una humanización real, verdadera y sustancial sobre la actuación médica. Se adoptan soluciones superficiales que ornamentan el ambiente pero no llegan hasta el núcleo de la persona, del enfermo, que no se siente cuidado ni individualizado con afecto. No se compensa la falta de atención y de interés con música ambiente, plantas y cuadros en las paredes. Las soluciones fast-food de humanización que se ofrecen al enfermo a cambio de comprensión y hasta de educación se vuelven ridículas, cuando no ofensivas.
El humanismo es una actitud innata a la profesión médica. Un médico sin humanismo es algo muy próximo a un mecánico de personas, por muchos títulos que tenga. El conocimiento científico no le habilita automáticamente para cuidar a quien, por sentirse frágil a causa de la enfermedad, posee especial sensibilidad para juzgar estos predicados. Y es que el enfermo nunca podrá valorar científicamente al médico que le atiende, ni será capaz de ponderar su saber técnico. La única valoración que el paciente hace del médico --y en esto es absolutamente certero-- es sobre su calidad como persona, es decir, su capacidad humanista8.
El humanismo no es privilegio de la medicina de familia, ni ésta reclama el monopolio de la humanización. Deben practicarla todos los médicos y enseñarse a los estudiantes, profesionales del futuro. Si un especialista será valorado por sus pares en la especialidad por las competencias específicas que debe tener, el médico de familia lo será por su capacidad de relación con sus enfermos. En otras palabras, el humanismo, que es recomendable a todos, es condición de supervivencia para el médico familiar. Carecer de humanismo es sinónimo de incompetencia. Y, así como se exige actualización en los diversos saberes médicos, también se le exigirá un permanente crecimiento en la dimensión humanista. Si los especialistas tienen que dedicar tiempo a actualizarse en nuevas técnicas, el médico de familia tendrá que invertirlo para construirse como humanista.
El médico de familia se construye en la reflexión humanista y se perfecciona como especialista en vínculos, como experto en relaciones, como conocedor del ser humano, que con frecuencia enferma y necesita cuidados. El carácter reflexivo de la medicina de familia es una marca registrada que se acopla al tercer pilar de nuestra reflexión. Y practicando lo que con acierto se ha denominado «ejercicio filosófico de la profesión» crece en conocimiento propio, que es la dimensión profunda del verdadero humanismo. Para no olvidar que el «otro», el paciente, es un ser humano, es necesario recordar que «yo», médico, soy humano y no puedo ni debo abdicar de semejante condición. El ejercicio filosófico de la profesión es lo que los pensadores anglófonos denominan reflective practitioner, otro de los trazos característicos del médico de familia. Y en esa actitud reflexiva el médico de familia integra su conocimiento científico, la sabiduría para aplicarlo, el entendimiento del mundo del paciente y la construcción de su propia persona, en un acto único que unifica esos «4 cuadrantes del conocimiento médico»9.
La actitud reflexiva que fomenta el conocimiento propio nos conduce hasta el cuarto pilar de nuestra reflexión: la formación de líderes. Instalar un nuevo paradigma de atención médica implica contar con líderes, esto es, con formadores de opinión, con elementos que sepan crear, soñar, ejecutar y convocar seguidores en torno de un ideal. Pero el liderazgo verdadero comienza por uno mismo, supone ser líder de uno mismo, conductor del propio destino. Saber quién somos y qué queremos es condición imprescindible para arrastrar a otros e implantar ideas nuevas10. Necesitamos líderes para poder construir la medicina de familia con seriedad. Líderes que tengan orgullo de ser lo que son, médicos de familia por opción vocacional, porque esa fue su decisión profesional. No se puede construir nada serio y duradero con material de derribo, con restos. No se puede construir la medicina de familia con quien no la escogió, que se encuentra en ella por falta de otra opción, porque no consiguió ser especialista. La medicina centrada en la persona que nuestra especialidad propone no puede apoyarse en una práctica generalista inundada de sentimientos de frustración de quien quería ser especialista y no pudo serlo11.
Liderazgo significa entender la grandeza de la misión que nos ha sido encomendada. Cuidar de personas, en todo el espectro riquísimo que el ser humano ofrece, y además ser testigos cualificados de historias de vida, no puede convivir con sentimientos de mediocridad. Necesitamos crecer, cualificarnos, mostrar competencia profesional, seriedad científica. Necesitamos establecer centros de excelencia en formación continuada, proyectar a nuestros investigadores, publicar los resultados de nuestros trabajos venciendo el conformismo o la dificultad de traducir en parámetros mensurables lo que, con emoción, comprobamos diariamente: que conseguimos mejorar la vida de las personas que cuidamos. Necesitamos formar profesores que enseñen en la universidad, que sean modelos reales y que, entusiasmados con su profesión --sabiendo lo que son y lo que quieren--, despierten entre los estudiantes liderazgos futuros y lleven a la continuidad vigorosa de nuestra especialidad12.
Liderazgo es saber convivir con todos, agregar valores, ser positivos, promover la ciencia médica al servicio del enfermo, ya que es ése el verdadero sentido de la profesión. Aglutinar los saberes, promover la salud y tornarla accesible a todos, sin distinción de raza, credo o cultura. Es evidente que para ejecutar todo esto --y, sobre todo, para permitirse soñarlo antes-- hacen falta líderes que tengan un entusiasmo apasionado por la medicina de familia y que hayan sabido hacer de ella una opción de vida; algo que alcanza una distancia infinitamente mayor que los compromisos políticos o las gestiones administrativas de práctica profesional, universo gris donde, por falta de líderes adecuados, quedan sepultados los verdaderos ideales de la medicina familiar. Reducir la medicina de familia a políticas de sanidad o a programas de salud pública es amputarla en lo que tiene de más genuino: el cuidado de la persona. Y si los médicos familiares pueden capacitarse para cuidar de comunidades es porque antes, y en todo momento, saben
cuidar de cada una de las personas que componen esa comunidad. Primero lo individual, la persona; después, sólo después, lo colectivo.
Los 4 pilares de la medicina de familia
--atención primaria, educación médica, humanismo y formación de líderes-- son simultáneamente apoyo y norte de acción, bases teóricas que garantizan la identidad de los valores y estrategias de actuación; son combustible y engrenaje que permiten el funcionamento de lo que con expresión feliz se denominó el «idealismo práctico» de la medicina de familia13. Un idealismo hecho realidad que encuentra en la persona --paciente, alumno y médico que se autoconstruye con sabiduría humanista-- su punto de convergencia. Un idealismo práctico que es antropología activa que, con ciencia y arte, sabe cuidar, marca la diferencia en la vida del enfermo y es privilegio para los que somos llamados a practicarla.