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Vol. 35. Núm. 4.
Páginas 175-177 (marzo 2005)
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Decidiendo juntos ganaremos efectividad
By Taking Joint Decisions,We Will Gain in Effectiveness
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J.. Gené Badiaa
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La época de «tómese esto que le irá muy bien» o «tiene que hacerse una radiografía» se ha acabado. Ya no podemos seguir con esta relación paternalista a pesar de que sea más satisfactoria que el trato igualitario para una parte importante de la población1. Este cambio de orientación no obedece sólo a la iniciativa de un sector avanzado de los profesionales, que lo propone por razones éticas y valores profesionales2,3. Se debe a motivos totalmente prácticos, ya que busca asegurar la calidad y la viabilidad de las organizaciones sanitarias. La mayoría de comisiones que han investigado problemas de calidad asistencial recomiendan encarecidamente implantar esta relación igualitaria para mejorar la efectividad de las intervenciones sanitarias. El célebre comité de Bristol concluía que, para subsistir, el National Health Service debía situar al ciudadano en el centro del sistema y conseguir que los profesionales trataran de forma igualitaria a los pacientes4. Aconsejaba que los médicos consideraran a los pacientes como compañeros que contribuían a la toma de decisiones clínicas desde distintas perspectivas. Cada uno aporta un conocimiento distinto, pero imprescindible para hallar la decisión más adecuada. El profesional contribuye con ciencia y experiencia clínica, mientras que el paciente lo hace con el conocimiento exclusivo de sus molestias, valores y preferencias. La decisión clínica puede ganar efectividad si se elabora considerando todas estas perspectivas.

La supervivencia de toda empresa obedece a su capacidad para dar respuesta a las necesidades y deseos de sus clientes. En este aspecto, las organizaciones sanitarias no son una excepción. Si los pacientes se implicaran en las decisiones diagnósticas y terapéuticas, mejoraría el cumplimiento terapéutico; asimismo, asumirían mejor las posibles consecuencias negativas del tratamiento si conocieran de antemano el riesgo de que aparecieran. Esta nueva relación llevaría a disminuir las reclamaciones y los litigios por una práctica inadecuada.

La toma de decisiones compartida se sitúa en una zona intermedia entre el abordaje paternalista del médico que aconseja lo que debe hacer el paciente y la decisión informada que adopta en solitario una vez ha sido informado de manera objetiva de las ventajas e inconvenientes de las distintas alternativas disponibles. Es difícil explicar en qué consiste exactamente esta implicación y mucho más conseguir que todos los profesionales del sistema adopten este nuevo tipo de relación. Hay posiciones críticas ante este nuevo enfoque. Señalan con acieto que se dispone de escasas evidencias de que el resultado final de la asistencia basada en esta relación sea superior al conseguido mediante el abordaje tradicional. Una revisión sistemática de la utilidad de los instrumentos para implicar al paciente en las decisiones de tratamiento o de cribado reveló que éstos aumentaban su nivel de conocimientos, reducían la conflictividad y no producían ni más angustia ni más satisfacción, pero efectivamente se desconocía su efecto sobre el resultado final de la decisión5. En una publicación reciente se ha indicado que implicar al paciente en la decisión de iniciar un tratamiento anticoagulante con warfarina reduce el número global de pacientes tratados, pero incluye a grupos de enfermos que las guías de práctica clínica, elaboradas por los profesionales, no consideraban tributarios de intervención6. Parece que el riesgo es percibido de forma distinta por médicos y pacientes. El hecho de que dispongamos todavía de pocas evidencias que avalen la estrategia no implica que estemos avanzando en una dirección equivocada; únicamente señala que hemos de seguir investigando para comprobar que, en verdad, es una iniciativa efectiva.

También se argumenta que algunos pacientes no desean participar en la toma de decisiones clínicas. No quieren asumir la angustia que genera el nivel de incertidumbre que comporta toda decisión diagnóstica o terapéutica. Se conoce que las personas mayores, los enfermos de clases sociales más bajas y los que presentan problemas crónicos o trastornos físicos prefieren el trato paternalista. Creen que es el médico quien mejor conoce la solución a sus problemas y prefieren delegar en él toda la responsabilidad. Por el contrario, los jóvenes, los de clases sociales más altas, los fumadores, los frecuentadores, los que se encuentran mal y los que están preocupados por su problema suelen preferir el abordaje igualitario y la decisión compartida7-9. Es curioso observar que, en general, los pacientes suelen preferir el estilo de su propio médico de familia. Pero es importante recordar que estos estudios únicamente señalan tendencias de grupos poblacionales, y no posiciones absolutas de cada individuo del colectivo. En consecuencia, estamos obligados a ofrecer este abordaje igualitario a todos los pacientes para no caer en inequidades basadas en nuestros propios prejuicios. No podemos brindar la posibilidad de elección únicamente a determinados colectivos.

Difícilmente podremos aportar información objetiva al paciente para que participe cuando nosotros no disponemos de ella. De hecho, los instrumentos disponibles para facilitar la participación se limitan a un reducido número de problemas, básicamente actividades preventivas sobre los factores de riesgo cardiovascular, el tratamiento anticoagulante, el diagnóstico del cáncer, en especial el de próstata, o el tratamiento de la menopausia. También hay instrumentos para trastornos más severos, como el tratamiento del cáncer. Todos ellos conforman procesos muy bien estudiados que disponen de un análisis cuidadoso y cuantificado de los beneficios y riesgos de las distintas alternativas posibles. Las organizaciones que revisan la evidencia para convertirla en información válida para los clínicos tienen ahora el reto de preparar materiales comprensibles para el paciente que faciliten la adopción de sus propias decisiones.

Decidir en clínica es escoger el riesgo que estamos dispuestos a asumir, y nadie mejor que el propio paciente puede implicarse en esta elección. Por ello, deberemos facilitarle una información clara y objetiva para que pueda valorar los riesgos específicos de la enfermedad y el tratamiento. No sólo es difícil encontrar la información adecuada, sino transmitir el mismo concepto de riesgo. Seguramente, la visión médica no coincide con la del paciente. No sólo es difícil exponer los riesgos de forma adecuada, sino que también es importante evitar agravar el nivel de confusión que ya suele presentar el paciente. Solemos utilizar un lenguaje críptico de forma totalmente gratuita. Solemos sobrestimar los riesgos conocidos e infravalorar los que desconocemos. Es habitual que hablemos en términos de riesgo relativo cuando las decisiones se adoptan mejor si consideramos el riesgo absoluto. Importa poco reducir a la mitad o a un tercio un bajo riesgo de enfermar. Una paciente de 50 años, por ejemplo, puede estar muy decidida a iniciar un tratamiento para la osteoporosis que reducirá el riesgo de fractura en un 50%. Pero seguramente no estaría tan bien dispuesta a consumir unos medicamentos durante 10 años si supiera que el riesgo absoluto de presentar una fractura en este período es muy pequeño, sólo del 1,4%, y que la incómoda medicación lo situaría, en consecuencia, a un 0,7%. Es evidente que al paciente en

realidad le preocupa lo que le ocurre a la cohorte a la que pertenece por edad, sexo, entorno y problemas de salud. Los riesgos relativos son para los trabajos de investigación y los absolutos, para la práctica clínica. Instrumentos como las tablas de riesgo cardiovascular pueden ser muy valiosos para facilitar la comprensión sobre la necesidad de cambiar estilos de vida, o de asumir o no los riesgos de un tratamiento crónico. Es fácil mostrar que si el paciente mantiene la situación de riesgo es como si se convirtiera en una persona de más edad y, por el contrario, si lo elimina, vuelve con los de su cohorte.

La verdadera dificultad consiste, efectivamente, en conseguir que la mayoría de los profesionales asistenciales cambien la forma de relacionarse con sus pacientes. Como señalan Barca Fernández et al, los médicos no facilitan todavía toda la información necesaria a los pacientes y éstos salen de la consulta con dudas y ganas de preguntar más10. Es muy difícil que un médico experimentado sea autocrítico con la relación que establece con sus pacientes y esté dispuesto a cambiarla. Pero las empresas sanitarias, primeras interesadas en conseguir este cambio, tienen potentes instrumentos para favorecerlo. Pueden introducir aspectos de esta dimensión en los objetivos sometidos a productividad variable o a carrera profesional. Seguramente esta iniciativa animaría a muchos profesionales a recibir formación en entrevista clínica. Pero hacen falta cambios de más calado para que realmente se produzca una verdadera inflexión en la conducta del profesional ante sus pacientes mediante la formación en comunicación y entrevista clínica. Sólo mediante la incorporación de esta materia en los contenidos de pregrado y consiguiendo que los roles profesionales de los profesores universitarios de medicina sean realmente ejemplares en este tipo de relación igualitaria conseguiremos que las nuevas generaciones de profesionales inicien su actividad con una relación igualitaria y participativa con sus pacientes.

También urge influir en los usuarios del sistema. Han de aumentar su espíritu crítico, aprender a participar y mejorar su nivel de información y formación11. No podemos, por ejemplo, seguir facilitando folletos a los pacientes que ordenan la conducta que deben seguir para «alcanzar la salud». Hemos de ser capaces de convertir los resultados de la información biomédica en información útil y comprensible para el paciente. Algunas organizaciones, como Discern y Cochrane (CONCERN), han establecido directrices claras sobre cómo hacerlo (http://www.discern.org.uk/). La informatización de los datos clínicos ha de permitir que los pacientes accedan fácilmente a su información clínica. Estos datos pueden suministrarse de forma cruda o mediante instrumentos que faciliten su interpretación y su utilización para la toma de decisiones clínicas sobre su salud. La progresiva informatización de las consultas de atención primaria debe ser un elemento facilitador de esta participación.

Los cambios sociales obligan a modificar la relación que establecemos con nuestros pacientes. Los profesionales debemos estar dispuestos a cambiar y facilitar que el paciente pueda ejercer de forma responsable su nueva función.

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