De un tiempo a esta parte se ha venido señalando lo que se ha dado en llamar el conflicto entre la atención centrada en el paciente o en el grupo1. No se refiere este término a las tensiones que puedan aflorar entre la atención basada en el paciente frente a la atención basada en el médico, ni a la atención basada en el paciente frente a la atención basada en criterios de gestión mercantilistas. Se trata del conflicto técnico que se da en la práctica clínica entre la atención basada en el paciente individual y concreto y la atención basada en el grupo o con enfoque poblacional. Es un problema estrictamente técnico en el proceso de toma de decisiones del trabajo clínico cotidiano.
Si bien este conflicto puede surgir en cualquier ámbito clínico, es en la atención primaria donde se plantea con mayor agudeza. El médico de familia atiende a individuos en un contexto comunitario donde la problemática social y fisiopatológica es difícil de deslindar en muchas ocasiones, y donde la acción individualizada, a pesar de un ámbito epidemiológico compartido, es más necesaria que en la estandarización terapéutica hospitalaria.
La práctica clínica es un proceso permanente de toma de decisiones relacionado con la atención a un paciente2. La ejecución de algunas de estas tareas presenta diferentes niveles de complejidad y distintos actores. En algunos casos la actividad y su control se puede realizar fácilmente, son circunstancias en las que no existen muchas opciones y la actividad requiere la participación y la decisión exclusiva del médico; a modo de ejemplo citaremos situaciones de urgencia vital o procedimientos quirúrgicos. En estos casos tanto la acción como su control dependen del conocimiento y de la experiencia médica. En muchas otras situaciones, por ejemplo en el tratamiento de enfermedades crónicas, o plurimedicación, el control es más complejo, intervienen más componentes, acciones y actores y tiende a producirse un proceso de adaptación a las necesidades, a los valores y a las características de cada paciente en particular. Esto es lo que se ha dado en llamar práctica de la medicina centrada en el paciente3. Exagerando el razonamiento, diremos que no hay un paciente estándar ni tampoco por lo tanto podría haber un programa de atención común, por ejemplo de cribado4. «No hay enfermedades sino enfermos.»
Sin embargo, la práctica clínica, incluso en el ámbito de la medicina de cabecera, se ha basado tradicionalmente en la intuición, en la experiencia clínica no sistematizada y en el razonamiento fisiopatológico aislado, circunstancias que no son suficientes para explicar el estado de salud de un paciente o de una población (y que junto con el rearme científico han constituido el frente de reacción primordial del médico de familia hacia el modelo tradicional). Es cierto que muchos aspectos de la práctica clínica no pueden y no podrán jamás ser científicamente comprobados, y que por lo tanto, ante la ausencia de observaciones sistemáticas, es preciso ser cauto en la interpretación de la información que se deriva de la simple experiencia clínica y de la intuición, que a menudo puede ser engañosa. Los médicos nos vemos obligados a llevar a cabo una reconstrucción racional de las características de cada paciente para generar así un modelo, un modelo de actuación global y probabilístico, y aplicarlo en cada caso para identificar los determinantes de los problemas de salud de un paciente y verificar la efectividad de las intervenciones. De esta manera el proceso de decisión se puede basar en información científica, obtenida y contrastada previamente, comprobando modelos e hipótesis. Esto es lo que se ha venido en llamar práctica de la medicina basada en la evidencia5.
La mayor calidad de la evidencia se atribuye a los ensayos clínicos aleatorizados y la mejor fuente de conocimientos sobre los factores que determinan el estado de salud a los estudios epidemiológicos. Ambas situaciones necesariamente se realizan con grupos de individuos. La mejor evidencia procede de estudios científicos basados en grupos, poblaciones o bien grandes series de casos. No disponemos de otras herramientas más que de la estadística y el método epidemiológico para realizar inferencias. Así, desde el otro extremo del razonamiento, podemos decir que un individuo es únicamente un elemento interactivo de la población. «No hay individuos enfermos sino poblaciones enfermas.»
No hay enfermedades sino enfermos, no hay individuos enfermos sino poblaciones enfermas. El conflicto está servido.
Un ejemplo del enfoque grupal es el propuesto por G. Rose6. En su estrategia de medicina preventiva identificó un amplio programa poblacional de cambios en el estilo de vida que proporcionarían enormes ganancias en la salud pública. Su idea consistía en reducir la exposición media a factores de riesgo comunes con el fin de desplazar la curva de distribución hacia un riesgo inferior. Esta concepción conlleva alguna paradoja: una intervención que puede beneficiar sustanciosamente la salud media de la población puede no proporcionar ningún beneficio perceptible en la salud de un individuo.
Los críticos7 de este enfoque aducen que es necesario establecer que existe una relación causal entre el factor de riesgo y la enfermedad para esperar que una pequeña reducción en el primero pueda conllevar un beneficio para la salud. Esto es evidente; para desarrollar una intervención poblacional o cualquier otra intervención necesitamos tener evidencia de que la intervención funciona. No es un problema de estrategia sino de responsabilidad. Otras críticas recuerdan que la mayor parte de la evidencia disponible procede de estudios observacionales que metodológicamente presentan diseños poco firmes. Sin embargo, esto es sólo cierto en parte. Gracias a estudios observacionales, hoy podemos saber que fumar es sin lugar a dudas peligroso para nuestra salud, y que la higiene del agua, alimentos y condiciones de vida ha mejorado espectacularmente nuestra salud. Nadie, sin embargo, ha exigido un ensayo clínico sobre estos temas. También se aduce que las grandes intervenciones aleatorizadas son caras, complejas, se prolongan excesivamente en el tiempo y conllevan dificultades políticas y éticas. De nuevo podemos decir que esto es sólo cierto en parte. Gracias a este tipo de ensayo, sabemos hoy que el tratamiento de la tensión arterial elevada, o la prevención primaria de hipercolesteremia, reduce la incidencia de episodios cardiovasculares, y también que no es eficaz ni eficiente incluir radiografías de tórax en los exámenes médicos periódicos o determinar el nivel de colesterol mediante cribado en la población general.
Es cierto que los resultados beneficiosos de un protocolo, guía de práctica clínica o medida preventiva en un paciente individual con un bajo perfil de riesgo pueden ser limitados. El enfoque de grupo en este caso puede ser perjudicial debido a los posibles efectos adversos a nivel físico (efectos secundarios de la actuación), a nivel psicosocial (medicalización), e incluso puede tener una influencia negativa en la calidad de vida percibida por el individuo (sensación de vulnerabilidad).
Las discrepancias entre ambos enfoque tienen raíces claras. El enfoque poblacional o grupal resulta bastante distante del individuo a la hora de aplicar los criterios de causalidad8. Esto ha llevado a una parte de epidemiólogos y planificadores sanitarios a tener una visión diferente a la de los clínicos y el público en general. Las discrepancias se deben a la diferente perspectiva que se tiene sobre el modelo causal, sobre todo frente al lugar, locus, donde actúa la causa, en el ámbito individual o poblacional. Por otra parte, resulta difícil valorar los criterios causales en un sujeto en particular. ¿Por qué una persona con un único factor de riesgo cardiovascular tiene un infarto, mientras que otra con tres factores de riesgo cardiovascular no? Los clínicos piensan habitualmente que el locus causal se encuentra en el ámbito individual porque tratan con problemas que surgen de pacientes individuales que demandan su atención clínica. El proceso de diagnóstico conlleva una inferencia sobre la causa de los signos y síntomas de un paciente en particular, el pronóstico conlleva una inferencia sobre la enfermedad como causa de la morbilidad o la mortalidad de un paciente, el tratamiento conlleva una inferencia sobre cómo puede una intervención clínica producir un cambio en el pronóstico de un paciente. Por otra parte, los epidemiólogos y los responsables de salud pública sitúan las causas en el ámbito poblacional. El riesgo se establece por la exposición grupal y se asocia con ciertas entidades o enfermedades. No se habla de pacientes concretos, y el riesgo se expresa como una frecuencia relativa en porcentajes o probabilidades.
Otra fuente de discrepancia procede de la manera en que aplicamos el concepto de riesgo. El concepto de riesgo relativo se utiliza como la medida de asociación de un factor a un problema de salud. Esta manera de presentar la asociación, en términos de tasas relativas y no de riesgo absoluto o proporciones, no funciona bien en la práctica clínica. La medida de riesgo relativo establece la fuerza de la relación etiológica entre la causa y el efecto; sin embargo, el riesgo absoluto es todavía más útil, ya que permite el cálculo de la diferencia real, en casos evitados, que produce un determinado factor de intervención y por lo tanto de su repercusión clínica. Habitualmente el resultado de los estudios se expresa en forma de riesgo relativo porque resulta más llamativo. Ahora bien, dos situaciones diferentes podrían tener el mismo riesgo relativo y una diferencia de riesgos muy distinta. Basándose en la reducción absoluta de riesgo, es posible calcular el número necesario de pacientes que se deben tratar para prevenir o evitar un episodio y comparar tratamientos y estrategias de un modo más cercano a los intereses que se tienen en la clínica.
Por otro lado, la discrepancia en los enfoques aumenta desde el punto de vista del clínico, porque sólo observa a los pacientes que acuden a su consulta y no tiene en cuenta la distribución de los problemas de salud en la comunidad. Además, el seguimiento del impacto de los servicios de salud resulta más difícil de realizar desde un abordaje clínico tradicional, ya que se carece de una retroinformación del paciente o de una valoración de los resultados globales de su labor.
Para resolver este dilema, es necesario desplazar la mirada del conflicto entre la atención centrada en el paciente o en el grupo hacia la atención centrada en la práctica de la medicina basada en la evidencia o no. Es decir, en la toma de decisiones basada en la mejor información científica disponible. Para la mayoría de los problemas clínicos, quisiéramos tener evidencia procedente de estudios bien diseñados que aporten resultados con aplicación universal. Buscamos estudios fiables y válidos porque necesitamos información fiable y válida para tomar decisiones. No siempre la hay, y es necesario someter ambos enfoques a la misma crítica. ¿Existe acaso alguna evidencia científica de que la atención centrada en el paciente mejora su salud? ¿Aporta la atención grupal pruebas de lo mismo?
Cuando se intenta contestar estas dos últimas preguntas desaparece la dicotomía radical entre ambas concepciones, la atención centrada en el paciente y la centrada en el grupo. La evidencia científica disponible nos conduce a utilizar, según la circunstancia, un enfoque basado en el grupo o uno basado en el paciente.
De acuerdo con estas premisas, se pueden identificar tres niveles o dimensiones que nos pueden ayudar a decidir qué enfoque utilizar9.
En primer lugar, científico: ¿qué evidencia disponemos de que una práctica modifica la historia natural de una enfermedad? Aquí prevalece la ciencia y las inferencias sobre la eficacia se supone que son universales, mereciendo menos consideración la atención individual. El control de la hipertensión reduce la morbimortalidad cardiovascular de manera universal, ¿por qué no aplicarlo en cualquier paciente?
Segundo nivel, particularístico: ¿qué relevancia tiene una práctica eficaz para la salud de una determinada población específica? Se debe considerar el beneficio atribuible esperado, la aceptabilidad para la población diana y también el análisis coste-beneficio. Aquí hay un desplazamiento de la atención desde el más universal a una elaboración más detallada de la población diana. ¿Existe alguna otra prioridad en este grupo de pacientes en particular? La hipertensión es un factor de riesgo universal para las enfermedades cardiovasculares, pero algunos pacientes pueden tener otras necesidades, pensemos en los pacientes de sida o en los pacientes con cáncer.
Tercer nivel, sociocultural: individualmente, ¿qué recomendación debería hacerse concerniente a la práctica?, existen valores culturales, religiosos, sociales o personales y modelos de creencias que puedan afectar la aplicación de determinadas prácticas médicas; recordemos que las campañas contra el sida abogan por la modificación de algunas prácticas sexuales, no bien aceptadas por algunas personas.
El conflicto entre la atención basada en el paciente o en el grupo es dependiente de la existencia de información válida. La ausencia de evidencias da lugar a una toma de decisiones en condiciones de incertidumbre y a su vez de variabilidad de la práctica clínica, que puede ser nociva y contraproducente. El médico de familia no debe caer ni en una atención personalista ñoña y estéril ni en la cumplimentación despreocupada de protocolos fríos e igualmente estériles. Nunca existirán respuestas científicas para todo. Mientras tanto la solución más eficiente y a la vez más ética es actuar en función de la mejor evidencia científica disponible.