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Vol. 33. Núm. 9.
Páginas 510-515 (mayo 2004)
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El triángulo bioético: una aproximación intuitiva a la ética de la práctica clínica
The Bio-Ethical Triangle: an Intuitive Approach to Ethics in Clinical Practice
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MA. García Péreza
a Médico de familia. Fundación CESM. Madrid. España.
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El importante desarrollo de la bioética en los últimos 30 años, como aproximación ética a las ciencias que afectan a la vida en general, y en particular a la vida humana, se ha convertido en referente fundamental para la práctica de la medicina, sustentado además por el apoyo legal que han encontrado sus cuatro principios: de no maleficencia y de beneficencia, bajo las formas de daño/lesión, imprudencia o negligencia y el concepto de pérdida de oportunidad; de autonomía, bajo la forma del derecho a la información y del consentimiento informado; y de justicia, al admitirse la utilización de protocolos basados en el uso racional de los recursos sanitarios como criterio de buena praxis. Simultáneamente al desarrollo de la bioética, se ha producido una fuerte crítica hacia lo que podríamos llamar ética profesional de la medicina, a la que, desde su formulación hipocrática, se ha criticado de paternalista. No debe extrañar, pues, que la reciente propuesta de código ético para la profesión médica1 recoja el contenido de los principios bioéticos como punto de partida a partir del cual se añadan otros aspectos tradicionales en la deontología profesional.

La aproximación más conocida a la bioética ha sido desarrollada bajo la perspectiva de cuatro principios ya mencionados (Beauchamp y Childress2 a partir del informe Belmont3, elaborado por una comisión presidencial norteamericana sobre protección de personas que sean sujetos de investigación). Dicho modelo ha sido criticado por pretender reducir a una lista de principios la complejidad ética de la medicina, proponiéndose otras alternativas, como la de una ética centrada en la virtud4, quizá más rica conceptualmente, pero de más difícil aplicación. En otras ocasiones, la crítica ha venido por el cuestionamiento de un contenido concreto y consensuable del principio de beneficencia5,6, y se ha llegado a propugnar que el único principio ético debería ser el de autonomía, bajo la forma de petición de consentimiento. El papel del profesional sanitario quedaría de esta forma muy diluido, a merced exclusivamente de los deseos de los pacientes.

La utilización de los principios de una manera aislada, definiéndolos en sí mismos y no de una forma relacional, puede haber facilitado las críticas sobre el modelo, ya que de esa forma no recogen la riqueza de la realidad clínica. Además, los distintos principios, considerados aisladamente, pueden entrar en colisión al valorar las situaciones concretas, por lo que se han propuesto modelos de jerarquización entre ellos que faciliten la solución a los conflictos7. Esta disección de la realidad clínica incomoda con frecuencia a los profesionales8 y es contraria a la opinión manifestada por otros autores2, que descartan cualquier tipo de jerarquización y hablan más bien de principios prima facie, es decir, principios que sólo deberían ser priorizados ateniéndose a las circunstancias de cada caso, si se produce conflicto entre ellos. Es desde este planteamiento más dinámico desde el que vamos a intentar acercarnos a la realidad cotidiana de la práctica clínica, centrándonos en la relación médico-paciente y situándola en el marco de la asistencia sanitaria en su conjunto.

La base del triángulo

Tradicionalmente, la atención sanitaria ha sido prestada por personas especializadas en ella, papel que hoy día ejercen los profesionales sanitarios (médicos, enfermeras, etc), a los que se acude una vez que los sistemas informales de cuidados no dan respuesta a la necesidad puntual en materia de salud, ya sea presente o prevenible en el futuro9. El paradigma de esa relación asistencial es la relación médico-paciente, que comienza habitualmente a partir de una necesidad, sentida o no por un ciudadano, a la que se busca remedio en los conocimientos del médico. Éste, por tanto, concibe su misión como la de proporcionar una respuesta beneficiosa ante una necesidad planteada en el campo de la salud. He aquí el núcleo del primer principio de la bioética: el principio de beneficencia.

Históricamente, dicha misión era asumida por el médico bajo su propio y exclusivo criterio (o, en el mejor de los casos, el criterio compartido por el colectivo de médicos). El «paciente» presentaba un problema al profesional y éste buscaba la solución más adecuada bajo su óptica y se la presentaba al paciente, que no debía hacer otra cosa sino recibirla «pasivamente» y actuar según ella. La definición de lo bueno, del bien que se debía buscar, era una definición que (sin menospreciar la influencia social) daba el estamento sanitario, basándose en la pretendida objetividad del derecho a la salud y a la vida, y la imponía a los ciudadanos que buscaban su ayuda; al fin y al cabo, éstos, en situación de necesidad y sin los suficientes conocimientos sobre la materia, no tenían criterio suficiente para decidir por sí mismos. Quizá sea ésta una exposición demasiado simplista, pero perfila de manera suficiente el comportamiento hoy denominado «paternalista», fuertemente criticado en muchos medios. No obstante, y en descarga de la profesión médica, hay que hacer notar que la «beneficencia» no pareció ser la nota dominante de otros ámbitos de la acción humana hasta muchos siglos después de su formulación hipocrática; y que el despotismo ilustrado, forma de gobierno que se extendió por Europa durante el siglo xviii, no escondía su intención (también fuertemente paternalista) de cambiar la sociedad «desde arriba» tras el eslogan «todo por el pueblo, pero sin el pueblo».

En una etapa de fuerte sentido autonomista, de «salida del ser humano de la minoría de edad»10, el modelo paternalista de atención sanitaria no podía mantenerse. Un largo periplo de sentencias judiciales, de documentos de distintas comisiones y de reflexiones en el campo de la ética llevaron a la definición de un segundo principio, el de autonomía o de respeto a las personas (como recoge el informe Belmont)2,3, que exige la toma en consideración de las preferencias del hasta ahora paciente a la hora de plantear soluciones a sus problemas de salud, facilitándole una información adecuada y la posibilidad de decidir sobre su futuro.

Podríamos considerar en este momento distintos modos de relación entre los dos principios ya definidos:

 

­ La total separación de ambos principios, con una definición independiente de cada uno de ellos que haría que con frecuencia entraran en colisión, hacía entonces necesario una serie de medidas que nos ayudaran a dirimir tales conflictos. Desde esta concepción, cabe la necesidad de jerarquizar los principios, ya sea a priori o en cada caso concreto; el resultado sería, en ambos casos, el de la primacía de uno sobre el otro, el de la consideración de uno de ellos y el abandono del contrario. En la práctica, en nuestro contexto occidental liberal, ello supone el respeto del principio de autonomía a costa de una minusvaloración ética del de beneficencia, reflejo de la situación de desprestigio que hoy día viven las profesiones sanitarias.

­ O la mutua modulación de ambos: ¿podemos entender hoy día la idea de beneficio sin la aceptación por parte de la persona que supuestamente lo recibe? Y, al contrario, ¿podemos entender una autonomía que haga que el paciente pueda exigir del médico aquello que desee, sin tomar en consideración la concepción que el médico tenga de su propia tarea, en la que influye el contexto social? La misma legislación sobre el consentimiento informado11 habla de la información «adecuada», que incluye la forma de preservar, cuidar, mejorar o recuperar la salud, lo que implícitamente incluye el principio de beneficencia.

Esta última parece la solución más adecuada para la relación médico-paciente, una realidad que, como cualquier otra, es difícilmente disecable en compartimentos estancos. La relación médico-ciudadano paciente podría así quedar representada gráficamente por dos puntos, significativos de ambos miembros de dicha relación, unidos por una línea en la que se conjugan de manera dinámica ambos principios, de beneficencia y autonomía, mutuamente modulados entre sí (fig. 1).

Figura 1. La relación médico-paciente y los principios de beneficiencia y autonomía.

La altura del triángulo

Una vez conseguida esta simbiosis entre beneficencia y autonomía, ¿hasta dónde puede llegar la relación terapéutica entre médico y paciente? ¿Qué resultados estarían a su alcance? Podríamos pensar en una línea perpendicular a la definida anteriormente (fig. 2), y con una altura que variaría en función del criterio que utilizásemos para valorar el límite de aquella relación:

 

-- Tendríamos en primer lugar el límite de lo técnicamente imposible: no se podría lograr lo que es imposible lograr en un momento dado, y así habría que asumirlo. Por ejemplo, asegurar hoy día una curación definitiva del cáncer o del sida, o garantizar un correcto diagnóstico prenatal de cualquier anomalía.

­ Un segundo límite, colocado a menor altura, sería el de lo técnicamente posible pero sólo asequible de manera limitada por la propia naturaleza. Aquí tendríamos, por ejemplo, la situación de los trasplantes hepáticos: la disponibilidad de órganos para trasplante es limitada, y es posible que, aunque dicho trasplante sea técnicamente factible, no dispongamos de hígados suficientes para todos los pacientes que pudieran necesitarlos.

-- Otro límite sería el de lo económicamente asequible, es decir, lo que se puede financiar, ya sea de forma individual o colectiva, dependiendo del modelo de asistencia sanitaria. Podemos tener aparatos de resonancia magnética que toman buenas imágenes cerebrales, pero la limitación de recursos que destinamos a su compra hace que no sean suficientes para hacer exploraciones a todos los pacientes con sintomatología neurológica central, o el paciente no puede pagar el coste de la prueba.

El primer caso es el conceptualmente más claro y ante él no queda más que aceptar la limitación de la condición humana: tanto por el profesional, que no puede ofertar una solución definitiva a determinados problemas, como por el paciente, que debe asumir que algunas enfermedades no tienen curación. Los otros 2 casos entran en el campo de lo que se denomina principio de justicia, que hace referencia a la distribución social de los recursos existentes, que con frecuencia son limitados. Se han propuesto distintos criterios para esa distribución, que configurarían diversos modelos de justicia: a cada uno según sus méritos, a cada uno según sus posibilidades de pago, a cada uno según su necesidad, a cada uno según su contribución al bien común, a todos con igualdad de oportunidades... En el ámbito de la sanidad, tenemos que considerar sobre todo algunos de ellos: el de la atención estrictamente privada, donde cada uno accede al nivel de atención que puede financiarse; el de la sanidad colectivizada, donde los riesgos se reparten en grupos de población más o menos amplios que comparten la financiación; y el de la sanidad pública, un modelo particular del anterior donde la provisión pública de atención se hace basada en un modelo de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, cuidando que dicha igualdad sea efectiva (por lo que se suele tener una atención especial a los colectivos más desfavorecidos)12. En los dos últimos casos, y cuando los recursos son limitados, hay que establecer criterios que permitan una atención de suficiente calidad para todos los interesados, limitando a veces el beneficio individual en función del bien colectivo.

De cualquier forma, la limitación de recursos afecta a ambos polos de la relación médico-paciente, y a sus respectivos principios, de beneficencia y autonomía (líneas discontinuas en la fig. 2). De nuevo podemos vivir un conflicto entre principios, o bien intentar entenderlos de forma relacional: el principio de justicia garantizaría la posibilidad de prestar un trato igual a cada miembro del colectivo afectado, un trato que debería incluir el respeto a los otros dos principios (de beneficencia y de autonomía); y, a su vez, ninguno de estos dos principios estaría correctamente entendido si para su ejercicio en un caso concreto hubiera que establecer un trato discriminatorio entre ciudadanos.

Figura 2. La «altura» de la relación médico-paciente.

 

El triángulo bioético

Hemos pasado así de considerar tres principios independientes, y con frecuencia enfrentados entre sí y necesitados por ello de criterios de priorización, a considerar un espacio de interacción entre los tres principios y las relaciones entre ellos, el triángulo bioético (fig. 3), espacio en el que se encuentran y modulan los principios de justicia, beneficencia y autonomía. Teniendo en cuenta que el encuentro clínico es también relacional, y que en él se encuentran tres agentes distintos (el profesional sanitario, el paciente o consultante y la sociedad en cuanto posibilitadora y organizadora de un modelo concreto de atención), vinculado cada uno de ellos de forma especial a cada uno de los tres principios7, podríamos entender que el triángulo bioético define el espacio ético en el que la relación clínico-asistencial debería desenvolverse. Y así parecen entenderlo tanto la propuesta denominada código ético del nuevo milenio1 como la redacción del código deontológico del Consejo General de Colegios de Médicos13, actualmente vigente, que recogen de una u otra forma los citados principios dentro de su planteamiento de ética para el profesional.

Figura 3. El triángulo bioético.

 

Un espacio de no maleficencia

Alguien podría, en este momento, preguntar qué ha ocurrido con el principio de maleficencia, que parecemos haber perdido por el camino. El valor que se da a este principio varía según diferentes autores:

 

­ Un primer sentido lo consideraría como el reverso del principio de beneficencia: prohibición de «hacer mal». De esta manera, dicha prohibición quedaría reforzada. A pesar de este matiz, en el contenido no parece aportar ningún elemento significativo al principio de beneficencia.

­ Un segundo sentido sería la necesidad de valorar el equilibrio entre el beneficio esperado y los riesgos o perjuicios de una medida concreta a tomar. También este sentido podría quedar correctamente recogido en la concepción del principio de beneficencia.

­ Un tercer sentido, y que aportaría contenido cualitativamente diferente al del principio de beneficencia, hablaría de la prohibición de realizar, bajo ningún concepto, determinadas acciones por considerarlas radicalmente «malas»: acabar con la vida de una persona (aunque fuera para aliviar su sufrimiento), producir un aborto, etc. No es hoy amiga la sociedad de verdades absolutas e inmutables, y para muchos el alivio del sufrimiento es suficiente bien como para justificar que adelante el final de una vida. El reverso de esta perspectiva sería la de que tampoco hay un concepto universal de bien que defina al principio de beneficencia; pero precisamente por ello, ningún profesional podría ser obligado a realizar algo que, considerado por el paciente como un bien, él considerara un mal, lo que justificaría el derecho del personal sanitario a la objeción de conciencia ante determinadas circunstancias que ponen en juego, sobre todo, el valor de la vida.

Por todo ello, y puesto que el principal sujeto a que se refiere el principio de nomaleficencia es el médico, al igual que el de beneficencia, parece que podemos unir los dos en el vértice del triángulo correspondiente a aquél, aceptando la posibilidad de una objección de conciencia por su parte. De otro lado, y dado que podríamos considerar maleficiente toda actuación que prescinda de la autonomía del paciente o se encamine a disminuirla, así como toda la que origine algún tipo de discriminación social, podríamos hablar de que la maleficencia estaría representada por el espacio exterior al triángulo bioético y señalaría todas las características que deberían estar ausentes de la relación clínica.

Las siguientes actuaciones serían todas ellas maleficientes, por no respetar uno o dos de los principios:

 

­ El llamado paternalismo: la aplicación de criterios de beneficencia basados exclusivamente en el criterio del profesional, sin tener en cuenta los deseos y opiniones del paciente.

­ Lo que podríamos llamar autonomismo: la imposición de los criterios del paciente que fueran contrarios a los criterios de beneficencia (solicitud de un tratamiento perjudicial, etc.).

­ Lo que podríamos considerar como «individualismo discriminante», ya sea por parte del paciente (considerando su necesidad o deseo sin tener en cuenta criterios de distribución justa de recursos) o del médico (considerando el beneficio individual de un determinado paciente a costa del criterios de justicia).

­ Lo que podríamos denominar como «colectivismo», es decir, la imposición de los criterios exclusivos de beneficio social sobre los de beneficio individual (incluso llegando a causar un perjuicio a algunos individuos por fines supuestamente sociales), lo que contradice claramente el artículo 2 del Convenio de Oviedo14; o la limitación del principio de beneficencia en función del de justicia sin informar adecuadamente al individuo (pues en este caso se violaría el principio de autonomía, según el cual el individuo debe ser informado de todo lo que afecta a la atención a su salud). En esta última situación se incurre cuando se aplican criterios de uso racional de recursos sin explicar al paciente las limitaciones que esto supone para su beneficio personal, de forma que él pueda tomar la decisión que estime más oportuna (p. ej., acudir a otra red asistencial, cambiarse de compañía aseguradora o votar en las próximas elecciones a quien le garantice un nivel de asistencia más elevado).

Evitemos un aplanamiento de la bioética

Por otro lado, el concepto de un espacio bioético nos obligaría a tener en cuenta la multidimensionalidad de la asistencia sanitaria, lo que nos impediría tener visiones reduccionistas de determinados aspectos de ésta. Se explica así la necesidad de una multidisciplinariedad de los comités de ética, ya sean asistenciales o de investigación. También parece lógico pensar en la responsabilidad de la sociedad y de la institución sanitaria en el proceso de información y consentimiento informado (por eso, llama la atención en la redacción de la ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía y de los derechos y obligaciones en torno a la información y documentación clínica11, que no mencione la responsabilidad de la administración sanitaria en este ámbito, cuando sí la deja clara en el campo de la custodia y recuperación de las historias clínicas, por ejemplo). El propio consentimiento informado, por último, no debería ser interpretado como un elemento exclusivamente protector para el médico (es decir, de relación entre el médico y la sociedad a través de la administración de justicia), sino que debe atender al individuo sobre el que se pretende intervenir respetando su autonomía; de esta forma, dicho consentimiento informado nunca puede limitarse

a ser un papel que se firma para cubrir la responsabilidad del profesional (visión reduccionista), sino un proceso de toma de decisión compartida entre profesional y paciente, que finalmente se plasma en determinadas situaciones sobre un impreso que constata ante la sociedad que dicho proceso se ha respetado (incorporando, por tanto, a los tres actores en liza: el profesional, el paciente y la sociedad).

Conclusión

El triángulo bioético define un espacio de interacción entre los diferentes actores de la atención sanitaria y los principios que regulan su conducta. De esta manera, nos acerca intuitivamente a la complejidad de la práctica clínica (y evita su simplificación excesiva) y a su horizonte ético, como se refleja en los principales códigos éticos actuales, ayudándonos a evitar visiones reduccionistas. «Fuera» de dicho triángulo y, por tanto, lejos de cualquier valoración positiva, estarían las actuaciones maleficientes, definidas como las que violan alguno de los tres principios bioéticos, dejando por otro lado constancia de la necesidad de regulación del derecho del profesional a la objeción de conciencia.

Bibliograf¿a
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[5]
Los fundamentos de la bioética. Barcelona: Paidós, 1995.
[6]
J Med Philos 2001;26:555-662.
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Procedimientos de decisión en ética clínica. Eudema: Madrid, 1991.
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El malestar del médico ante algunas aplicaciones del control de costes: ¿es una muestra de inmadurez ética? Aten Primaria 2003;31:389-93.
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Uso racional de recursos. Med Clin (Barc) 2001; 117:662-75.
[10]
Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración? [consultado 25/07/2003). Disponible en: //espanol.geocities.com/gruposer_cl/queeslailustracion.htm
[11]
BOE n.º 274, 15 de noviembre, 40126-32.
[12]
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[13]
Código de Ética y Deontología Médica, 1999. Disponible en: www.cgcom.es/pdf/Codigo.pdf
[14]
Convenio de Oviedo (Convention for the protection of Human Rights and dignity of the human being with regard to the application of biology and medicine: Convention on Human Rights and Biomedicine, ETS No. 164). Disponible en: //conventions.coe.int/Treaty/EN/cadreprincipal.htm
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