Sres. Directores: El interesante artículo de Domínguez et al1, recientemente publicado en su revista, sobre la utilización de ticlopidina en atención primaria, merece por nuestra parte algunas reflexiones.
En primer lugar, parece inapropiado el título para un trabajo que pretende mostrar el uso de un fármaco, la ticlopidina, que, siendo una especialidad de «diagnóstico hospitalario»1, rara vez (o nunca) es indicado por el médico de atención primaria. Dejar claro este hecho es fundamental, pues de lo expuesto se deduce un porcentaje elevado de mala praxis que, injustamente, podría ser atribuido a los médicos de familia, cuando éstos únicamente se limitan a tramitar, como en muchos otros desgraciados casos2, recomendaciones clínicas que debieran llevar a cabo los mismos médicos que las proponen.
Los autores no precisan sobre qué base establecen lo que llaman «criterios de uso correcto» y, específicamente, en lo que se refiere a hacer constar en el informe que llega a la unidad de visado la duración prevista del tratamiento y los controles hematológicos periódicos, parecen olvidar la existencia, en los centros de salud, de listas de problemas e historias clínicas donde estos datos (y muchos otros) están reflejados3. Admitiendo esto, no puede compartirse la opinión de que la falta de estos datos en el informe que llega a la unidad de visado suponga «un riesgo añadido para el paciente».
El hecho de que de 663 pacientes en tratamiento con ticlopidina sólo se hayan analizado 407 informes clínicos (por falta de dicho informe en los distritos sanitarios de los 256 casos restantes), podría entrañar un sesgo de selección que alteraría fuertemente los resultados del estudio.
En lo que respecta a las indicaciones de la ticlopidina, si bien es verdad que, según los datos presentados, «el diagnóstico se corresponde con algunas de las indicaciones autorizadas en sólo la mitad de los casos estudiados»1, no es cierto que otras indicaciones no estén «bien documentadas»: como señalan los propios autores en su primera tabla, la prevención de eventos cardiovasculares en pacientes con angina inestable sí lo está4, y ocurre igual con la oclusión trombótica tras angioplastia transluminal coronaria5. Estas consideraciones y otras situaciones que tienen alguna aunque quizá aún escasa documentación clínica, elevarían el porcentaje de indicaciones admisibles al 79,6%.
En lo referente a la eficacia de la ticlopidina en comparación con aspirina, siguen estando vigentes las conclusiones del estudio TASS6, revalidadas por serios estudios de coste/beneficio que obtienen mejores resultados con ticlopidina que con aspirina7.
Hubiera sido interesante conocer, en el propio artículo motivo de esta carta, qué perfil es el del médico que realmente efectúa ese 25% de indicaciones de ticlopidina no autorizadas/no documentadas, qué mecanismos se ponen en marcha desde los propios distritos para evitar este problema y cuál es la magnitud de éste en relación con otros parecidos y quizá más costosos.
En cualquier caso, debe quedar claro que el papel que la atención primaria debe desarrollar en esta materia no está tanto en la indicación más o menos correcta de fármacos como la ticlopidina sino en el desarrollo profundo de la prevención primaria de la enfermedad vascular.