El sistema sanitario español emplea alrededor del 18% de su presupuesto en farmacia. En términos absolutos, el gasto no es excesivo, pero quizás sí lo sea en relación con el gasto sanitario total, resultando preocupante el ritmo de incremento anual del capítulo de farmacia. Por estos motivos, los gestores de los servicios sanitarios lanzan diversas iniciativas políticas para tratar de contenerlo. Una de esas iniciativas es la Ley 13/1996 de Especialidades Farmacéuticas Genéricas (EFG) que pretende reducir el coste medio de las especialidades más vendidas que ya han visto caducada su licencia de explotación1.
El término bioequivalencia viene oyéndose en los últimos tiempos acompañando la promoción de los fármacos genéricos. Sin embargo, este término no es unívoco y encierra cuatro niveles diferentes: a) bioequivalencia química (significa que químicamente la especialidad es cualitativa y cuantitativamente equivalente al original); b) bioequivalencia galénica (significa que la especialidad tiene las mismas características: forma de la cápsula/comprimido, tamaño de las partículas, pureza...); c) bioequivalencia farmacológica (la especialidad administrada a voluntarios sanos consigue alcanzar concentraciones en sangre y mantenerlas de forma equivalente a la original), y d) bioequivalencia clínica (la especialidad es capaz de reproducir en enfermos los mismos beneficios clínicos que la original).
La legislación farmacéutica española vigente prácticamente hasta la normativa europea de 1992 otorgaba autorización a un determinado «proceso de fabricación» (patente de procedimiento) de un producto pero no al «producto» en sí mismo (patente de producto)2. Esto significa que si un fabricante sintetizaba por un procedimiento distinto al original, por ejemplo, amoxicilina, podría ser autorizado para su comercialización en el mercado farmacéutico. La única exigencia era demostrar una bioequivalencia química respecto al original. Esto explica la enorme proliferación de productos «copia» disponibles en la farmacopea española, solamente comparable a la italiana en el panorama europeo, y motivada en parte por el afán de proteccionismo sobre una industria nacional fragmentada y excesivamente «comercial» en esos momentos. El motivo de la aparición de muchos productos después de 1992 estriba en la concesión previa de la autorización correspondiente.
Estos productos «copia» solamente tenían garantizada la bioequivalencia química y no siempre la galénica, no estando obligados a presentar estudios de bioequivalencia biológica ni clínica (tabla 1).
La aparición de la normativa de EFG supone un nivel de exigencia mayor para estas especialidades, que deben presentar estudios de bioequivalencia biológica. Esta exigencia se limita a presentar estudios en voluntarios sanos demostrando los valores plasmáticos: concentración máxima (Cmáx.), tiempo en alcanzar la concentración máxima (Tmáx.) y área bajo la curva (AUC), comparados con el fármaco de referencia. En estos parámetros la legislación permite variaciones del ±20% para Cmáx. y AUC y del ±30% para Tmáx..
Sin embargo, los actuales productos EFG no están obligados a presentar estudios de bioequivalencia clínica, por lo que la plena garantía médica (no sinónima de garantía administrativa-legal) de que los efectos terapéuticos se correspondan con las evidencias científicas de la literatura médica se siguen encontrando en las especialidades farmacéuticas originales o sus licenciatarios.
La identidad química cuantitativa o cualitativa de un medicamento en dos formas farmacéuticas similares no asegura la misma eficacia terapéutica de ambas. Dos formas sólo pueden considerarse equivalente cuando lo son también las características químicas, galénicas, biológicas y clínicas del medicamento en las mismas, tal como han señalado hace tiempo numerosos y prestigiosos farmacólogos clínicos, caso de Goodman & Gilman, Litter o Sadove3,4. El principal motivo de esto radica en las enormes dificultades en conseguir que 2 sustancias de diferente origen alcancen la misma biodisponibilidad debido al tamaño de las partículas, excipiente, grado de pureza, forma farmacéutica, proceso de elaboración, solubilidad, etc., como ya manifestaron en su momento la Organización Mundial de la Salud y la Office of Technology Assesment del Congreso de Estados Unidos5.
Sin embargo, ante las consideraciones economicistas que concentran el mensaje en el incremento del uso de fármacos genéricos, pueden hacerse las siguientes observaciones:
1. El ahorro económico principal reside en la correcta indicación. Es decir, no se trata necesariamente, por ejemplo, de seleccionar la amoxicilina más barata en un proceso respiratorio de vías altas, sino más bien de no utilizar antibióticos en esos procesos. Lo mismo podría decirse sobre antihipertensivos, hipolipemiantes, antidepresivos, antiulcerosos..., cuando se utilizan sin una indicación clara.
2. En segundo lugar, la elección del fármaco menos costoso se debe hacer, en primer lugar, en función del principio activo y no de la especialidad farmacéutica. Es decir, utilizar un diurético original en un anciano hipertenso sin comorbilidad que lo justifique es más barato y supone un mayor ahorro que usar un antagonista del calcio EFG.
3. En tercer lugar, no siempre el fármaco más coste-efectivo es el fármaco más barato. Por ejemplo, es más coste-efectivo utilizar un omeprazol que una ranitidina en el caso de la esofagitis por reflujo. También es más coste-efectivo usar, por ejemplo, una estatina que un fibrato en prevención secundaria de la cardiopatía isquémica o IECA en un paciente con HTA e insuficiencia cardíaca o diabetes mellitus insulinodependiente.
No obstante, ante el crecimiento desmedido del gasto, se puede recomendar el uso de EFG cuando la experiencia de cada profesional confirme que «su perfil de eficacia y seguridad esté suficientemente establecido por su continuado uso clínico», tal como especifica la ley 13/1996. A pesar de todo lo dicho, existe un creciente número de especialidades EFG que tienen garantías de calidad, siendo en algunos casos manufacturadas por el fabricante investigador del producto. El ahorro económico por utilizar estas especialidades oscila en el 11-70%, siendo la media del 30% sobre el producto más caro. Sin embargo, no hay que olvidar que en los países en que ha habido experiencias de este tipo, caso del Reino Unido, se ha demostrado que esta medida puede contener el gasto durante 1-2 años, pero no a largo plazo. Es evidente que el dinamismo de la industria farmacéutica hace «envejecer» rápidamente a estos fármacos, para ser sustituidos en poco tiempo por otros protegidos por licencia que no tienen competencia de genéricos, por lo que no están afectados por el precio de referencia.
Otra cuestión relacionada con las EFG es la relativa a los precios de referencia6. Según la normativa que puede entrar en vigor después del verano de 1999, el farmacéutico podrá sustituir una especialidad original cuando el paciente no acepte pagar el sobreprecio sobre el de referencia (hasta ahora esta sustitución sólo se permitía en casos excepcionales), al menos en tanto que el fabricante no ajuste sus precios al de referencia. Esta situación puede deteriorar la confianza médico-paciente y médico-farmacéutico por muchos motivos. Pongamos un ejemplo: ¿qué ocurrirá si cada vez que el paciente acude a la farmacia se le ofrece una especialidad de diferente fabricante con envase, «apellido» forma y color de rotulación...? Esta situación es factible en función de criterios legales, pero cuestiona la coherencia clínica y los principios de confianza que deben regir las relaciones profesional-paciente.
Quizás sería conveniente que las administraciones sanitarias se planteasen seriamente que sólo una fuerte inversión en un ambicioso plan de formación, apoyado por gerencias y sociedades científicas, orientado a desarrollar un adecuado espíritu crítico en cuestiones de eficacia, efectividad y coste-efectividad de la prescripción, sería capaz de desacelerar a medio y largo plazo el incremento del gasto farmacéutico. Las medidas que se vienen aplicando no son más que parches efímeros, como se ha demostrado con el último «medicamentazo». La última palabra la tendrán los ciudadanos, pero con estas medidas existe un alto riesgo de fomentar la confusión y la desconfianza, lo cual no resulta beneficioso para nadie.