La medicina siempre ha llevado un profundo sentido ético en el corazón. Sin embargo, es bien cierto que en la recta final del siglo xx se ha hecho perceptible una creciente sensibilidad ante la dimensión ética de las ciencias de la salud, donde se plantean nuevas preguntas a la búsqueda de nuevas respuestas que la bioética, como disciplina humanística, intenta encontrar.
Este tradicional sentido ético y deontológico de la medicina en Occidente se ha visto acompañado en los últimos años por la creciente aparición de normativas legales que regulan la atención sanitaria, haciendo explícitos y exigible toda una serie de derechos y obligaciones que la sociedad considera irrenunciables. En España estamos asistiendo a un auténtico furor legislativo, fruto de la emulación de 17 administraciones sanitarias, supuestamente coordinadas en un Sistema Nacional de Salud, que en su nacimiento tuvo la equidad como uno de sus valores emblemáticos y determinantes.
El protagonismo que la normativa legal ha adquirido en el seno de la atención sanitaria ha sumido en la perplejidad a bastantes médicos. A la hora de orientar nuestro comportamiento profesional, donde siempre nos hemos preguntado: ¿qué me dice la ética? hoy día, en la práctica, muchos se preguntan: ¿qué me dice la ley? En este cambio de sintonía subyacen algunos malentendidos y fallos conceptuales que merece la pena explorar. Ética y derecho comparten fines, pero se mueven en planos diferentes. Entender bien esto es decisivo para evitar el deslizamiento hacia la trampa.
Es erróneo pensar que se puede ejercer una buena medicina al ritmo de la legislación, perdiendo de vista que el motor de la vida de las personas, y también de la profesión médica, es la ética. Sería algo así como confiar en que el Reglamento de Fútbol puede garantizar una Liga de calidad, lo cual en realidad depende de que haya jugadores excelentes, que se entreguen en el campo de juego en un equipo bien conjuntado. Al Reglamento se recurre en casos o jugadas conflictivos y discutidos; aceptamos que es necesario, pero como garantía última para evitar abusos, porque los goles los meten equipos con jugadores que se esfuerzan por dar lo mejor de sí mismos.
En un artículo de este número de Atención Primaria1 se afirma que las normas jurídicas constituyen «las reglas del juego sanitario» que deben ser bien conocidas. Podríamos establecer un paralelismo para señalar que, como en cualquier deporte, el reglamento es un requisito pero nunca la clave para obtener resultados de calidad. De ahí que resulte muy pertinente examinar los contenidos éticos formales de la reciente legislación sanitaria, tal como hacen Ogando Díaz et al1 en ese artículo.
Mientras la ética se interroga sobre el juicio moral de una determinada conducta en sí misma esto está bien o mal, la norma legal o administrativa se ocupa de analizar el mismo hecho desde otra perspectiva, la de regular los derechos de los miembros de una sociedad, llegando a la sanción si fuera necesario. Solemos decir que el Derecho positivo lo constituyen las leyes que los ciudadanos de una determinada colectividad están obligados a cumplir y tiene como objeto garantizar una convivencia pacífica, segura y equitativa. Ética y norma legal caminan en la misma dirección, pero con objetivos y lógica diferentes. La ley civil (el Derecho) se propone asegurar la convivencia humana en libertad e igualdad, de tal modo que el más fuerte o el más astuto no abuse del débil, y para ello el Estado tiene la posibilidad de ejercer la autoridad coercitiva según establezca la ley. Se puede afirmar que los ciudadanos trasladan a la autoridad estatal el monopolio de la violencia legítima. Pero esta capacidad de coacción no actúa directamente a partir de un juicio moral, sino a partir de una valoración política, en el sentido más noble del término, donde se ejerce la prudencia en la gestión de la «cosa pública». La norma legal, si bien parte de premisas éticas, no tiene como objetivo que el ciudadano alcance la felicidad la vida buena en términos filosóficos, sino que en la sociedad haya garantías para que al ciudadano no se le impida e incluso se le ayude a desarrollar sus ideales.
Entender que hablamos de dos planos diferentes permite explicar que haya comportamientos éticamente reprochables sobre los que la ley no se pronuncia necesariamente, y que cuando lo hace aplique una lógica diferente de la que utiliza la ética. Un ejemplo: aceptamos que la mentira es inmoral, pero el Derecho no se pronuncia sobre una mentira a no ser que perjudique probadamente los derechos de otra persona, como sería un caso de fraude; está claro que una cosa es buscar el bien personal (ética) y otra diferente es perseguir el bien social (Derecho). Dicho en otras palabras, lo que puede ser relevante o grave para la ética, no ha de ser necesariamente regulado, por esta única razón, por el Derecho. Podemos decir que, en el ámbito de la ética, respondemos ante nuestra conciencia, mientras que en el de la ley civil respondemos ante la autoridad o el juez.
Volvamos sobre un ejemplo sanitario muy característico: el acceso del paciente a su historia clínica. Según la «Ley de Autonomía del Paciente»2 (vigente en España desde mayo de 2003), el paciente tiene el derecho de acceder a la información que contiene su historia clínica, con dos excepciones teóricamente muy concretas: a) la información que atañe a terceras personas, y b) las observaciones subjetivas que el profesional desea mantener reservadas. Esta norma intenta abordar y resolver una cuestión ética ya muy trillada en el campo académico de la bioética. La autonomía de la persona fundamenta el derecho a disponer de la información de su historia clínica, pero este derecho tiene unos límites que están definidos por el derecho a la confidencialidad de otras personas que de algún modo se vean involucradas, por ejemplo, porque hayan podido aportar datos relevantes para la asistencia del paciente. También puede ser el propio médico, autor de la historia clínica, quien desee mantener reservadas algunas de sus observaciones escritas, en la medida que claro está se hayan generado por el bien del paciente.
A partir de esta norma jurídica que regula la documentación clínica, puede surgir la tentación legalista de quien no haya asumido un adecuado compromiso ético en su profesión, que le llevaría a la elaboración de unas historias clínicas empobrecidas intelectual y humanamente, movido por una instintiva tendencia a evitar complicaciones ante un eventual acceso de los pacientes a su contenido. La extensión de esta actitud supondría la muerte lenta de la historia clínica tradicional, que se acabaría convirtiendo en una compilación de datos analíticos y resultados cuantitativos (cifras de presión arterial, informes de pruebas complementarias, etc.) sin el matiz de la descripción, el relato y la interpretación de lo que acontece con la salud de aquel paciente que se acerca confiado a su médico o a su enfermera, al dejar de transcribirse informaciones procedentes de un familiar que tantas veces son decisivas para cuidar la salud del enfermo, o dejar de esquematizar un diagnóstico diferencial que por sus connotaciones podrían ofender al paciente.
Ésta es la trampa: la medicina defensiva que pone la prioridad en los intereses del profesional por encima del bien del paciente. Así lo define el Código de Ética y Deontología Médica en su artículo 18.2: «El médico no debe indicar exploraciones o tratamientos que no tienen otro fin que su protección. La medicina defensiva es contraria a la ética médica». Lo cual no debe confundirse con la prudencia de actuar preventivamente ante una potencial reclamación legal, pero siempre manteniendo en primera línea el beneficio del paciente.
En este mapa conceptual nos falta colocar la deontología, que se sitúa en el intermedio de la senda que camina entre la ética y el derecho, allí donde comienza el camino de la normativa. Hay poderosas razones sociales que justifican la conveniencia de un código de ética y deontología médica y de los colegios profesionales que les dan soporte. En síntesis se puede afirmar que la profesión médica se autoexige un código de conducta que va más allá de la ley y que la sociedad concede a la corporación colegial competencias de autorregulación disciplinaria. Este pacto obtiene su legitimidad social en la medida que una profesión médica independiente del poder ofrece mayores garantías para una medicina de excelencia, no sometida a las veleidades de otros intereses.
Estamos precisamente en un momento histórico en el que se hace más visible el beneficio social de una deontología exigente, si estamos atentos a los síntomas de indigestión por una legislación sanitaria cada vez más profusa y detallista. Se puede producir una situación que, paradójicamente, lejos de contribuir al bienestar, puede tener como efecto secundario el abandono del paciente en la dureza de la letra, cuando se prescinde de los valores éticos, que deben constituir el espíritu inspirador de la ley.
Hay que prevenir a las nuevas generaciones profesionales ante el riesgo que se percibe de bulimia de leyes, junto con una auténtica anorexia para la ética y la deontología médica. Para ello es decisivo entender sus respectivas lógicas y lo que podemos esperar de cada una de ellas.