Desde hace años viene observándose en las consultas de psiquiatría cómo personas que han sido diagnosticadas de fibromialgia vienen diciendo que el médico de cabecera, el reumatólogo o el internista les ha indicado que debían recibir tratamiento psicológico y psicofarmacológico. Algunos, tras presentarse como fibromiálgicos, solicitan un informe de valoración psiquiátrica para ir realizando los trámites necesarios para la obtención de una incapacidad permanente porque alguien se lo ha aconsejado. Muchos no saben por qué se les ha mandado y otros, menos desafortunados, para qué. Con el tiempo se ha llegado a la conclusión de que, a pesar de que los médicos perciben que detrás de la fibromialgia se esconde un escenario psicológico y sociocultural —en su etiología, como consecuencia de o alrededor de—, da la sensación para quienes trabajan en salud mental que no se les transmite adecuadamente la idea acerca de la incógnita psicológica en la causa de este síndrome y que el interés por esta puede llevar a una reducción importante de la sintomatología.
Bien parece que, siendo pocos y algo inconsistentes, existen correlatos biológicos y sobretodo sintomáticos —curiosa evidencia científica1, muy parecida a la de los que se dedican a la salud mental— que tratan de explicar y poner nombre a dicha entidad. Existen también explicaciones psicológicas que se repiten en las personas que adolecen de este proceso y que, aunque se basan en cientos de observaciones subjetivas, son especulaciones que resultan terapéuticas. Esta misma dicotomía cartesiana, que explica la génesis de este síndrome, se encuentra entre médicos y psiquiatras. Puede que esta separación, tan diferenciada entre el soma con sus dolores, cansancio, fatiga… y la mente con su falta de simbolización, introversión, déficits en el afrontamiento del estrés2… empañe la mejoría de un sufrimiento mental, únicamente expresable a través del cuerpo3, y que, sin quererlo, algunos profesionales potencian con pronósticos de cronicidad4, analgésicos, distanciamiento emocional a través de tests psicológicos mal aplicados, excesos de pruebas y derivaciones sin fe a los centros de salud mental.
Esta separación entre «los de lo físico» por un lado y «los de la psique» por el otro es la misma escisión en la que se mueven las personas con fibromialgia. A veces, el excesivo hincapié en la visión médica de esta dolencia dificulta enormemente desmontar en psicoterapia la unánime influencia médica en dicha manifestación y la contemplación de cualquier asociación psicobiológica que podría abrir una brecha hacia un mundo emocional rescatable a nivel psicoterapéutico. Es de interés señalar un aspecto difícil de abordar: la identidad de la persona diagnosticada con fibromialgia. Es tal la fuerza con la que se adhiere la etiqueta diagnóstica a la persona que llega a inundar la gran mayoría de facetas de la vida personal del sujeto5. A la pregunta en el consultorio ¿en qué puedo ayudarle?, muchísimas personas contestan «pues…verá es que soy fibromiálgica/o».
Se cree oportuno, que tanto médicos como profesionales de la psique se acerquen, dialoguen e integren la psique con el soma a un nivel multidisciplinar6, facilitando así que las personas con esta dolencia puedan ir conectando su dolor físico con el mental. Con la atención al aspecto psicológico quizás podrían evitarse ganancias secundarias —como evitar enfrentarse a sus propios conflictos, en los que se acostumbra a observar altos niveles de exigencia—, minusvalías condenatorias al no cambio —aunque a veces sean también terapéuticas—, peregrinajes interminables por cantidad de especialistas sin resultados objetivables concluyentes y con importantes gastos sanitarios, excesos de medicación tanto psicofarmacológica como analgésica, habitualmente dañina por sus efectos secundarios e interacciones, y una cronicidad crónicamente anunciada desde el diagnóstico físico inicial que puede marcar a la persona con este el resto de su vida.