La muerte, el final de la vida, supone una situación de alta intensidad emocional para familiares y amigos. Las circunstancias de ésta contribuyen a incrementar aún más el nivel de tensión emotiva.
Facilitar los trámites legales para poder trasladar el cadáver e inhumarlo o incinerarlo debería ser nuestro deber, pero la cada vez más acuciante apelación a nuestra responsabilidad civil y penal, y la repercusión mediática reciente de algunos casos de aparente muerte natural envueltas en circunstancias irregulares (Leganés, Olot)1,2 nos pueden plantear serias dudas éticas y legales a la hora de tener que firmar documentos.
La ley es taxativa al afirmar que el certificado oficial de defunción debe ser cumplimentado y firmado por un médico, que no puede expedirse en caso de muerte no natural, y que sin el certificado oficial de defunción no se pueden iniciar los trámites de traslado e inhumación o incineración del cadáver3.
Las circunstancias de la muerte4 son las que la definen como natural o no. Así tenemos:
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Muerte natural: resultado final de un proceso morboso en el que no existe participación de ninguna fuerza exógena o extraña al organismo, fuera de las causas infecciosas.
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Muerte violenta: aquella que es consecuencia de la intervención de un mecanismo exógeno o externo al sujeto, clásicamente dividida en muerte accidental, homicida o suicida.
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Muerte sospechosa de criminalidad: aquella que por las circunstancias del hecho, del sujeto, de la manera de producirse o por desconocimiento de la causa, es susceptible de investigación judicial (muerte sin asistencia médica, proceso clínico de evolución atípica, muerte súbita, etc.).
Queda claro que ningún médico debería firmar un certificado de defunción en las 2 últimas circunstancias, pues representaría un delito tipificado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal5, y agravado por los hechos de tratarse de un empleado público y ejercer laboralmente como profesional de la salud.
En el caso de una muerte natural, el certificado oficial de defunción es el documento imprescindible para declarar una defunción a la administración pública, registrarla y abrir la vía a los trámites de traslado e inhumación o cremación en un periodo no inferior a las 24 h3,4. El médico puede certificar así una muerte si, en función del conocimiento del paciente, de la documentación disponible y de las circunstancias en que se ha producido, puede identificar o suponer una causa de muerte atribuible.
El problema reside, muchas veces, en que el médico que atiende la defunción no es el médico de cabecera del paciente y desconoce los procesos morbosos previos a la muerte, con lo que se plantea una circunstancia de duda razonable, que puede desembocar en una negativa a firmar la certificación. Si esta negativa persiste posteriormente en los profesionales del CAP que no han atendido la muerte, la situación se complica y deben iniciarse entonces los trámites que se derivan de la vía judicial5 (requerimiento del médico forense, juzgado de guardia), con las consiguientes repercusiones burocráticas (retrasos de registro, de inhumación e incineración), médico-legales (posibilidad de autopsia judicial) y emocionales que conllevan nerviosismo familiar, angustia y ansiedad.
Un algoritmo de atención a la defunción podría ser el reflejado en la figura 1. Ahora bien: aun y desconociendo el historial clínico concreto del paciente, y aunque al amparo legal podemos negarnos a certificar una defunción, ¿es ético no hacerlo? Los debates éticos actuales recomiendan priorizar el ahorro de sufrimiento a los familiares, por delante de las dudas legales no razonables, humanizando el trato en estas circunstancias de padecimiento emocional tan intensas. Así, se aconseja firmar lo antes posible el certificado de defunción a pesar de no conocer el caso del difunto, si no existen datos fehacientes que puedan orientar a la existencia de un acto delictivo6.
En definitiva, y a modo de resumen: si legalmente puedo, éticamente debo.