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Vol. 18. Núm. 8.
Páginas 409-410 (noviembre 1996)
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Vol. 18. Núm. 8.
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Hacia un único colectivo de médicos de familia
Towards a single organisation of family doctors
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M. Gálvez Ibáñeza
a Médico de Familia. Presidente de la Sociedad Andaluza de Medicina Familiar y Comunitaria (SAMFyC).
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Son de sobra conocidos los conflictos que han enfrentado a los diferentes colectivos de médicos de atención primaria en los últimos años. Los puntos centrales de la discordia parecen haber sido, o ser: a) la denominación de la especialidad; b) el acceso a la titulación, y c) los baremos para acceder a las plazas (formación versus experiencia profesional).

En este contexto, ¿es un ejercicio teórico hablar de la necesidad de avanzar hacia un único colectivo de médicos de atención primaria?

La pregunta previa, para responder, sería ¿participamos de los mismos problemas los médicos que trabajamos en el primer nivel de atención? Si la respuesta fuese positiva, ¿cuáles son éstos?

Podríamos convenir en que el médico de cabecera era una figura prestigiosa, nítida y querida en la mente de nuestros padres/abuelos. La población lo respetaba y la administración le dejaba ejercer su arte y su ciencia.

Pasó el tiempo y, en las ciudades, se le colocó a trabajar en los llamados ambulatorios, donde quedó relegado al papel de supervisor de la burocracia del sistema y resolutor de la patología banal. ¿Qué otra cosa podía hacer con la sobrecarga asistencial que se le asignó? A él no llegaba el «boom» de la tecnología, ni de la formación. Así, el médico de cabecera fue configurándose negativamente en el inconsciente colectivo de la población: es decir, aquel que ­en contraste con el especialista­ no precisaba formación extra a partir del pregrado, y que no tenía acceso a los modernos métodos diagnósticos/terapéuticos. Como consecuencia disminuyó su prestigio social entre la población y su prestigio profesional entre los colegas especialistas.

Después vinieron las reflexiones sobre el alto coste y los no tan esperanzadores resultados de la medicina hipertecnificada. Se vuelve entonces la vista hacia aquella figura querida y eficiente que tal vez podría resolver muchos de los problemas de salud y mantener la satisfacción de la población. Eran los últimos años de la década de los setenta. Se le da rango de especialista, especialista en medicina familiar y comunitaria. Para conseguir dicho título necesitaría tres años de formación de posgrado. Se diseña su lugar de trabajo, el centro de salud, dentro de una estructura fuertemente burocratizada y centralizada en la toma de decisiones. Es la llamada «reforma». Lo reseñable de esta reforma es que se instala sin chirriar sobre el sistema anterior, participa de casi la totalidad de sus características:

 

­ La población sigue sin poder elegir a su médico de cabecera.

­ La rigidez de los horarios de trabajo.

­ Forma de pago asalariada, sin incentivos para la buena práctica.

­ Escasa o nula capacidad del médico para incidir en el funcionamiento del sistema: canales de derivación predefinidos, exceso de cargos intermedios.

­ Extraordinaria carga burocrática que se ve agravada por el hecho de desaparecer todo apoyo administrativo en la consulta: persiste el P-10 como base de la interconsulta y el modelo de receta diseñado para una época de predominio de las enfermedades agudas, en las bajas laborales se precisa rellenar un parte de confirmación ¡cada semana!, aunque el proceso pueda durar meses.

 

Sin embargo el sistema funciona y se obtuvieron importantes logros, debido, en gran medida, a la importante carga de ilusión de los médicos jóvenes que, formados vía MIR, sienten el «modelo» como suyo. Es cierto que el sistema también evoluciona, con algunas diferencias según las comunidades autónomas, aunque persiste su rígido esqueleto. Esas «rigideces» acaban minando la satisfacción de los que reciben y de los que prestan los servicios sanitarios.

Es de señalar que, por razones de justicia social, la reforma empezó atendiendo a las capas de población de menor influencia a la hora de generar opinión, lo que sin duda no ayudó en exceso a recomponer, en el conjunto de la población, la imagen rota del antiguo médico de cabecera.

El período de la reforma también viene definido por una importante plétora de licenciados en medicina que no tienen acceso al sistema de formación de especialistas en nuestro país, el sistema MIR. Al principio sólo hay parados entre los licenciados, después también entre los especialistas en medicina familiar y comunitaria, lo que llevó, y lleva, a serios conflictos entre ambos colectivos. Unos alegan los derechos legales que les otorga el título, y los otros las razones que, en su opinión, se derivan del desempeño del trabajo.

Pero no sólo empieza a haber parados entre los especialistas en medicina familiar y comunitaria, sino también entre los colegas de las especialidades hospitalarias. Éstos, teniendo a su favor la imagen pública del hospital, inician un proceso de búsqueda de parcelas fuera de éste.

Los médicos de familia, acomodados en la seguridad del sistema cuasi funcionarial y con mayores dificultades para disputar las competencias del hospital, no pugnamos suficientemente por recuperar, o mantener, parcelas que nos serían propias, o asistimos con sorprendente impasibilidad a la pérdida de otras:

­ El control del embarazo normal, la planificación familiar o el cribado de algunos cánceres ginecológicos quedan ­en la mayoría de las comunidades autónomas­ fuera de nuestro ámbito. La menopausia también es un asunto de ginecólogos.

­ Se amplía la edad pediátrica.

­ Los geriatras y los internistas buscan su espacio en la atención primaria.

­ El sida se atiende en las unidades de infecciosos del hospital.

­ Desde el hospital florecen las unidades de cuidados paliativos domiciliarios.

­ Las drogodependencias, al igual que el dolor, precisan atención en unidades específicas.

 

Al final, ¿con qué nos quedaremos?

Por otra parte:

 

­ Podrían enumerarse múltiples desincentivos y pocos incentivos para la realización de cirugía menor o infiltraciones.

­ Aceptamos de mal grado trabajar en horario de tarde.

­ Persiste nuestra incapacidad para poder actuar como abogados de nuestros pacientes dentro del sistema, de poder negociar para ellos las mejores prestaciones.

­ Casi generalizado desconocimiento de nuestro trabajo en el pregrado. ¿Quién puede escoger positivamente lo que desconoce?

 

Otro punto importante para entender el devenir del conflicto radica en el hecho de que los médicos de familia vía MIR, creyendo tener la «razón» y la ley de nuestra parte, olvidamos la participación en estructuras de presión y/o representativas (colegios de médicos, sindicatos, partidos políticos). El resultado ha sido un desequilibrio negociador del que debemos sacar conclusiones.

Sintetizando las viejas y nuevas amenazas, podríamos resumirlas en las siguientes:

 

­ Persistencia de las condiciones de trabajo del viejo modelo tras más de 10 años de reforma. Su persistencia supone un desdoro de nuestro sistema sanitario, una afrenta para la población y un insulto para el médico.

­ La extraordinaria carga burocrática que envuelve el hecho asistencial (modelo de receta, partes de confirmación, etc.) y que denigra el quehacer cotidiano del médico de familia. En los próximos años, todos los esfuerzos para desterrar esta lacra serán pocos. La inexistencia generalizada de la cartilla sanitaria individual, la insuficiente informatización de las consultas, agravan la situación.

­ La escasa autonomía profesional que el sistema permite al auténtico gestor, es decir, el médico asistencial; el inmodificable mundo de los canales de comunicación, la pléyade de innecesarios burócratas.

­ Los insuficientes incentivos para la buena praxis o para ampliar la oferta de servicios. Asumir nuevas actividades con un sueldo fijo a fin de mes es un ejercicio de voluntarismo sobre el que no cabe imaginar que pueda edificarse ningún sistema.

­ La ausencia de formación en medicina de familia en el pregrado.

 

En este contexto, las fuentes de conflicto reseñadas al principio del artículo adquieren otra dimensión, a mi juicio más pequeña. La titulación no puede desunirnos, el acceso al título sólo nos exige un mínimo esfuerzo para el consenso y en cuanto a los baremos, unos debemos entender que tres años no capacitan para toda una vida laboral, y los otros deben admitir el mérito y el esfuerzo del acceso a esa formación, así como sus excelentes resultados formativos.

Lo que sí está claro es que el acuerdo es una necesidad de primer orden, la más importante, la más perentoria; vaya a ser que mientras discutimos si se trata de galgos o podencos nos quedemos todos relegados de nuevo a atender patología banal y a extender partes de confirmación, vaya a ser que nuestros futuros colegas nos acusen de haberles legado una desdibujada y poco atractiva imagen del médico de familia y de su entorno de trabajo.

Consideremos la cantidad de energías, de oportunidades, que perdemos en estas disputas y que podríamos estar rentabilizando en la defensa de nuestro perfil profesional, de nuestro espacio propio. Es la parte más triste de la cuestión.

Se trata de adelantarnos inteligentemente al futuro, de legar a las futuras promociones la sensación de ir a disfrutar de un privilegio: el de ser médico de familia, un médico altamente capacitado que goza de la confianza de la población. En el plano asociativo, construyamos una sociedad científica influyente ante las autoridades sanitarias, respetada por las demás asociaciones de médicos, y orgullosa de sí misma.

Las partes negociadoras deben asumir, de entrada, algunas pérdidas. La historia nos ha enseñado que en todo proceso de acercamiento, de consenso, quedarán agrupaciones de ­llamémosle «residuales»­ grupos que se alimentan del conflicto, que se empeñan en la defensa terca del pasado. Asumámoslo de entrada y centrémonos en resolver juntos nuestros auténticos problemas. El escenario nos es común.

El, cada vez, más unido caminar de semFYC y SEMERGEN, algunas experiencias autonómicas como la de la Plataforma de Médicos de Atención Primaria de Andalucía, junto con la convivencia tranquila día a día en nuestros centros de salud, nos obligan a ser optimistas.

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