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Vol. 32. Núm. 3.
Páginas 131-134 (julio 2003)
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Insuficiencia cardíaca. Visión actual desde la medicina de familia
Cardiac failure. The perspective today from family medicine
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JM. Lobos Bejaranoa
a Médico de Familia. Coordinador del Grupo de Trabajo semFYC sobre Enfermedad Cardiovascular. España.
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La insuficiencia cardíaca (IC) es un síndrome clínico frecuente donde convergen distintas enfermedades cardíacas o sistémicas. Su prevalencia se encuentra en claro ascenso en las últimas décadas, en relación sobre todo con el progresivo envejecimiento de la población y con la mayor supervivencia de los pacientes con cardiopatía isquémica aguda o crónica. Actualmente, la IC se considera por tanto un importante problema de salud pública, que llega a afectar al 6% de las personas mayores de 65 años, en las que constituye la primera causa de ingreso hospitalario. La IC se relaciona directamente con el gasto de cerca del 3% del presupuesto sanitario público total en España. En los próximos 15 años se espera que, de mantener la tendencia actual, la IC se duplicará en la mayoría de los países occidentales.

A pesar de los avances en la terapéutica en la última década, que han supuesto cambios drásticos en el manejo del paciente con IC crónica, el pronóstico global ha mejorado poco, probablemente por las dificultades de trasladar a la práctica clínica real los resultados positivos, y en ocasiones brillantes, de los ensayos clínicos.

Historia natural de la IC

Clásicamente, la IC se ha considerado asociada de modo invariable a la presencia de síntomas evidentes de congestión venosa pulmonar (disnea, ortopnea, intolerancia al ejercicio) o sistémica (edemas, hepatomegalia, ingurgitación yugular). Hoy día, la definición de IC incluye también la presencia objetiva de una disfunción ventricular izquierda (generalmente mediante ecocardiograma). Más aún, como reconocen la mayoría de los autores, el espectro clínico de la IC debe comenzar ante la presencia de factores de riesgo evidentes para la IC, tales como hipertensión arterial (HTA), cardiopatía isquémica y diabetes mellitus, lo que constituye actualmente el estadio A de la nueva clasificación de la American Heart Association. El siguiente paso (estadio B) implica ya la existencia un daño miocárdico estructural íntimamente ligado al desarrollo de IC (como la disfunción ventricular izquierda) pero en ausencia de síntomas. Los estadios C y finalmente D implican ya las manifestaciones clínicas propias de la IC en grado creciente.

La IC ha pasado en pocos años de ser considerada un síndrome puramente hemodinámico (congestión y bajo gasto que debían tratarse con diuréticos, vasodilatadores e inotropos) a definirse claramente como un síndrome neurohormonal, cuyo abordaje terapéutico es en gran parte diferente. Distintos sistemas neurohormonales están involucrados en el establecimiento y la progresión de la IC: sistema renina angiotensina aldosterona (SRAA), sistema nervioso autónomo (SNA), otras neurohormonas como la vasopresina (hormona antidiurética), endotelina (un potente vasoconstrictor e inductor de proliferación celular), así como péptidos natriuréticos auriculares o ventriculares (acción vasodilatadora y natriurética), que tienen una enorme importancia no sólo en la fisiopatología de la IC, sino en la práctica clínica, ya que su detección en sangre puede ser una importante herramienta diagnóstica, pronóstica y posiblemente para la selección del tratamiento adecuado a cada paciente en un futuro cercano.

En la IC se produce un desequilibrio patente entre los sistemas vasodilatadores (péptidos natriuréticos, óxido nítrico...) que ceden terreno a los sistemas vasopresores (SRAA, SNA...), lo que en una primera fase del síndrome tiene un carácter netamente compensador ante un daño miocárdico inicial, con el fin de mantener el gasto cardíaco y una adecuada perfusión a los órganos y tejidos, pero que con el paso del tiempo provoca importantes efectos deletéreos sobre el miocardio y los vasos sanguíneos, cronificando y perpetuando el síndrome clínico. El daño miocárdico inicial, que debe afectar a una cierta masa crítica miocítica para poner en marcha el proceso, a menudo es secundario a una cardiopatía isquémica, hipertensiva, valvular o mixta.

Cuando las manifestaciones clínicas de la IC se hacen evidentes (estadio C de la AHA), se está reflejando ya el progresivo fracaso de los mecanismos neurohormonales inicialmente compensadores. A partir de ese momento, que es cuando generalmente se establece el diagnóstico clínico, el pronóstico del paciente con IC es pobre en términos de supervivencia (50% de mortalidad a los 5 años), similar o peor que muchas neoplasias.

Prevención de la IC

Lamentablemente, el pronóstico global de la IC se ha modificado poco en las últimas décadas. Sólo recientemente, sobre la base poblacional del estudio de Framingham, se ha puesto de manifiesto una cierta mejoría en el pronóstico global de la enfermedad, en relación con un mejor control de la HTA en la comunidad, uno de sus principales factores etiológicos, y quizá también por la introducción y generalización de los grupos farmacológicos que se han mostrado capaces de modificar la historia natural de la enfermedad, aunque este extremo no está lo bastante aclarado. Paradójicamente, el mejor control de la hipertensión y de la cardiopatía isquémica retrasa el comienzo de la IC clínica, pero incrementa su incidencia. Los autores del grupo de Framingham concluyen que es necesario insistir una vez más en un abordaje preventivo de la IC, orientado al control de sus principales factores de riesgo, si se pretende tener un mayor impacto para mejorar significativamente el pronóstico. Este hecho refuerza la idea de actuar decididamente ante los pacientes del actual estadio A de la AHA. Sin duda, el médico de familia puede considerarse la piedra angular de este abordaje preventivo de la IC.

Algunas intervenciones terapéuticas han sido claramente establecidas con criterios de evidencia para la prevención eficaz de la IC: tratamiento farmacológico de la HTA, tratamiento precoz y apropiado de los síndromes coronarios agudos (en particular, fibrinólisis en el infarto agudo con la menor demora posible), control óptimo del paciente con enfermedad coronaria (la llamada prevención secundaria de la cardiopatía isquémica: antiagregantes, bloqueadores beta, hipolipemiantes) y, un paso más allá, la detección precoz de la disfunción ventricular izquierda asintomática, que permitiría seleccionar a los pacientes subsidiarios de tratamiento con inhibidores de la enzima de conversión de la angiotensina (IECA) y bloqueadores beta, fármacos que han demostrado un beneficio pronóstico en este contexto.

En el paciente con IC ya establecida el médico de familia debe prevenir activamente las desestabilizaciones (que a menudo acaban con el paciente en urgencias hospitalarias), mediante una adecuada información que optimice la adhesión al tratamiento, facilitando al paciente y a su familia una idea del pronóstico de la IC y de su impacto sobre la calidad de vida, así como de la importancia de un control estricto. Debe instruir al paciente para que controle de cerca su peso corporal (primer signo de descompensación) y adapte su estilo de vida (dieta, ejercicio físico) a la enfermedad. Aunque no hace tanto tiempo el reposo era una de las medidas básicas del tratamiento de la IC, hoy día se conoce que el ejercicio físico suave regular (4-5 sesiones a la semana), adaptado a la situación de cada paciente, es beneficioso en la IC para mantener la calidad de vida e incluso con fines pronósticos.

En la IC la prevención de los reingresos hospitalarios supone un objetivo en sí mismo, adicional a la mejora sobre la cantidad y calidad de vida. Como ejemplo, las dos causas más frecuentes de desestabilización (y de reingreso) son las infecciones (respiratorias, urinarias) y la falta de adhesión al tratamiento (farmacológico o no). Ambas son prevenibles o evitables con medidas sencillas (educación al paciente y la familia, vacunación, tratamiento adecuado de la patología infecciosa y de la fiebre, etc.) y aquí el equipo de atención primaria tiene una inequívoca responsabilidad.

Dificultades para el diagnóstico en la IC

La definición actual de la IC implica documentar la disfunción del ventrículo izquierdo. Es poco admisible que, actualmente, a sólo una tercera parte de los pacientes con diagnóstico clínico de IC en atención primaria se le haya realizado un ecocardiograma, proporción que puede aumentar en estudios de ámbito hospitalario hasta un 50-70%. La información que aporta esta exploración en cuanto al mecanismo subyacente de la IC (fallo sistólico o diastólico), presencia de causas potencialmente corregibles (por ejemplo, estenosis aórtica), valoración diagnóstica y pronóstica es tan rotunda que la práctica totalidad de las guías clínicas la consideran desde hace años como una prueba de primera línea en la evaluación inicial de la IC (y por tanto de todo paciente con sospecha clínica fundada).

La mala accesibilidad a la ecocardiografía se relaciona sin duda con un porcentaje de errores diagnósticos (tanto por exceso como por defecto) que puede llegar al 40% y que implica un manejo terapéutico inadecuado. Este es un punto crucial donde debe mejorar la coordinación con la atención especializada, ya que el ecocardiograma no es una prueba cara (menos de 100 euros), es incruenta y muy fiable. Sin embargo, aunque su valor para el seguimiento (salvo que los cambios clínicos lo indiquen) es dudoso, los pacientes ya diagnosticados reúnen a menudo varias de estas pruebas a lo largo de su enfermedad.

Con seguridad, muchos pacientes con IC con función sistólica conservada se están tratando de forma inapropiada, ya que clínicamente no es fácil su reconocimiento. Paradójicamente, esto supone un gasto innecesario, además de la ausencia del beneficio terapéutico esperado. Debemos recordar que en el paciente con IC diastólica no hay estudios de morbimortalidad y se admiten como objetivos prioritarios el tratamiento enérgico de la cardiopatía de base (a menudo HTA con hipertrofia ventricular), reducción discreta de la precarga (diuréticos, nitratos), mejorar el llenado diastólico y mantener una frecuencia cardíaca apropiada (por ejemplo, con bloqueadores beta) y el ritmo sinusal siempre que sea posible.

Recientemente, una prueba sencilla que puede realizarse a la cabecera del paciente en pocos minutos está cobrando auge por su utilidad y fiabilidad, ya demostrada en distintos estudios (aunque en su mayoría de base hospitalaria). Se trata de la determinación del péptido BNP (brain natriuretic peptid) en la sangre venosa del paciente. El BNP es un péptido natriurético que se libera en el ventrículo izquierdo en respuesta a los aumentos de presión o a la dilatación ventricular. Es capaz de detectar la disfunción ventricular, incluso probablemente desde estadios iniciales, y de diferenciar si en el paciente sintomático la disnea es de causa cardíaca o pulmonar, por lo que se ha utilizado en la urgencia de algunos hospitales. Un resultado normal de BNP en un paciente con una posible IC tiene un elevado valor predictivo negativo, de modo que en la práctica cabría evitar esos pacientes como candidatos a la ecocardiografía, reservando ésta para los pacientes con resultados de BNP elevados.

No hay que olvidar que, además de los datos de la anamnesis y la exploración física, la radiografía de tórax y el ECG tienen un valor importante en el diagnóstico de la IC. De forma similar al BNP, un ECG normal adecuadamente valorado debe hacer pensar en otras posibilidades distintas de la IC, ya que su valor predictivo negativo es muy elevado. La presencia de cardiomegalia radiológica significativa debe sugerir una disfunción sistólica pero, al contrario, su ausencia no descarta IC.

Enfoque terapéutico actual y dificultades en su aplicación

La IC es un excelente ejemplo de la dificultad para llevar a la práctica clínica las recomendaciones basadas en los ensayos y ampliamente reflejadas en las distintas Guías de Práctica Clínica. En este contexto, el médico de familia tiene una posición de privilegio para adaptar las recomendaciones basadas en la evidencia científica a la situación individual de cada paciente, en ocasiones como si de un traje a medida se tratara, desde el conocimiento de la historia individual y familiar de cada caso.

El tratamiento farmacológico de la IC se basa, por un lado, en el uso de agentes con claro beneficio sintomático (diuréticos), imprescindibles en las fases de desestabilización para reducir la congestión pulmonar y sistémica, y casi siempre necesarios a largo plazo para controlar la retención hidrosalina (a la menor dosis posible y asociados a IECA o ARA-II). Por otro lado, los fármacos con beneficio no sólo sintomático, sino pronóstico (reducción de mortalidad) deben recomendarse a la práctica totalidad de pacientes con IC por disfunción sistólica, salvo contraindicaciones formales: en primer lugar, los IECA, bloqueadores beta (carvedilol, bisoprolol o metoprolol), que deben administrarse siempre con el paciente bien estabilizado y con una titulación muy cuidadosa de las dosis, y finalmente la espironolactona a dosis bajas (25 mg/día, dosis utilizada en el estudio RALES), al menos en los pacientes que alcanzan clase funcional III-IV de la NYHA o como coadyuvante en el tratamiento diurético (además de diurético del asa o tiazidas). El papel de los ARA-II se reserva actualmente para aquellos pacientes que no toleran IECA, sobre todo a causa de la tos.

Aun tras el paso de siglos, la digital sigue teniendo un papel en el tratamiento de la IC: en aquellos pacientes con IC sistólica y fibrilación auricular crónica, y en pacientes que reciben dosis adecuadas de IECA, diuréticos y probablemente también bloqueadores beta y permanecen sintomáticos (con un objetivo sintomático y de reducción de hospitalizaciones). Los últimos estudios no han demostrado que la digoxina se comporte de forma distinta según la dosis, de modo que dosis «altas» se relacionan con un exceso de complicaciones (arritmias y exceso de mortalidad), mientras que dosis más prudentes aportan un claro beneficio con menor riesgo de complicaciones. El punto de corte para esta relación beneficio/riesgo se sitúa en niveles de 1 ng/ml, inferiores a los que se utilizan a menudo.

En ensayos clínicos y metaanálisis los fármacos capaces de frenar la excesiva activación neurohormonal en la IC crónica han puesto de manifiesto ser capaces de mejorar el pronóstico (reducción de mortalidad) y aumentar la expectativa de vida. Por ejemplo, los ensayos con IECA, piedra angular del tratamiento de la IC, incrementan la expectativa de vida en torno a 6 meses, según datos provenientes de ensayos clínicos. Los bloqueadores beta originan un beneficio de igual o mayor magnitud, y éste es adicional al de los IECA. Al contrario que los IECA, en los que se admite un efecto «de grupo», éste no puede atribuirse a los bloqueadores beta en el tratamiento de la IC, ya que los resultados han sido distintos en función del fármaco utilizado, así que por el momento han de emplearse los tres agentes actualmente admitidos. Sólo carvedilol y bisoprolol disponen en España de presentaciones apropiadas para su uso en la IC.

Sin embargo, en la práctica real la infrautilización de los IECA y de otros agentes sigue siendo un problema: en un reciente estudio paneuropeo (EuroHeart Failure Survey) sólo recibía IECA un 61% de los pacientes con IC. Respecto a los bloqueadores beta la cifra de uso medio es de un 37%, pero en España experimenta una caída notable (sólo un 15% de los pacientes). Los diuréticos continúan siendo los fármacos más utilizados (87%) por su claro beneficio sintomático, como se ha aludido antes, pero la espironolactona solamente se usa en un 20%.

Como una dificultad para la aplicación de estos tratamientos, se ha argumentado el diferente perfil de los pacientes incluidos en los ensayos clínicos respecto a los de la práctica clínica diaria. Los primeros presentan escasa comorbilidad, su edad media es de menos de 65 años (el 80% son varones) y tienen una IC con fallo contráctil documentado (disfunción sistólica). Por el contrario, los pacientes de la práctica real, aquellos a los que generalmente atiende el médico de familia en la consulta o en domicilio, tienen una edad más avanzada (media, 75 años), hay más mujeres que varones (60% frente a 40%) y presentan numerosas enfermedades concomitantes (EPOC, diabetes, HTA, insuficiencia renal) y frecuentes problemas sociales. La etiología de la IC no suele ser predominantemente isquémica (como sucede en los ensayos) sino que, al menos en nuestro entorno, la causa más frecuente es hipertensiva (o a menudo mixta), sin olvidar la enfermedad valvular, cuya frecuencia aumenta en los ancianos (estenosis aórtica).

La terapia con bloqueadores beta no es sencilla en el paciente con IC, donde clásicamente estos fármacos han estado «contraindicados». Sin embargo, la evidencia científica existente hoy día con estos fármacos en la IC sistólica es de igual o mayor magnitud que la que han aportado los IECA en la década previa. El potencial de reducción de mortalidad en metaanálisis ha alcanzado el 35% en los distintos subgrupos de pacientes, en diferentes clases funcionales y de forma independiente y aditiva al beneficio de otros tratamientos (IECA). Es poco defendible la no utilización de los bloqueadores beta en el paciente con IC sistólica que no presente claras contraindicaciones para su uso. Ahora bien, la introducción del bloqueador beta no es una tarea sencilla (paciente estable ­situación de «euvolemia»­, titulación cuidadosa de dosis, frecuente empeoramiento sintomático ­retención hidrosalina, hipotensión, bradicardia­ al comienzo de la terapia) y es problable que actualmente no deba iniciarse en el ámbito de la atención primaria, si no se dispone de la experiencia y el adiestramiento necesarios y, sobre todo, de la coordinación estrecha con el nivel especializado.

Manejo interdisciplinario: la asignatura pendiente

Sin duda alguna, el médico de familia es el responsable más inmediato de que sus pacientes se beneficien del mejor tratamiento disponible. En este sentido, con la flexibilidad que caracteriza a la atención primaria y en función de los recursos y de la coordinación existente con cardiología o medicina interna, deben ponerse los medios para garantizar el comienzo de la terapia con bloqueadores beta en los pacientes susceptibles, así como participar activamente en su seguimiento.

El inicio y el mantenimiento de la terapia con bloqueadores beta en la IC crónica debe considerarse hoy día como el paradigma en la coordinación y colaboración entre el médico de familia y el especialista hospitalario, ya sea cardiólogo o internista. No será posible alcanzar una cobertura mínima admisible de población adecuadamente tratada sin una coordinación apropiada entre ambos niveles asistenciales. El ingreso hospitalario que a menudo coincide con el inicio de la IC clínica probablemente no sea el momento más idóneo para iniciar el tratamiento con bloqueadores beta (se exige la estabilidad del paciente y adicionalmente los ingresos suelen ser cortos). Tampoco parece oportuno crear unidades hospitalarias específicas para tal fin, de cara a un síndrome clínico tan prevalente y asociado a mucha comorbilidad, cuando el objetivo es que el paciente se encuentre y sea atendido en su medio el mayor tiempo posible.

Sin duda alguna, por su prevalencia, importancia demográfica, impacto sobre la calidad de vida y elevada morbimortalidad, la IC es un síndrome clínico en cuya prevención, reconocimiento precoz, manejo terapéutico y seguimiento a largo plazo debe involucrarse a fondo el médico de familia. Un seguimiento estrecho y a medida, como precisa el paciente con IC durante toda la historia natural de la enfermedad, pero en particular en los estadios más avanzados, difícilmente puede ser garantizado si no es con la implicación activa del médico de familia.

Una vez establecida, la IC seguirá un curso crónico y a menudo incapacitante, que inevitablemente se verá salpicado de períodos de desestabilización, y muchos de ellos precisarán manejo hospitalario. En la práctica real, tampoco debe olvidarse que el diagnóstico inicial de la IC se sigue realizando más en los hospitales que en la comunidad, y que aproximadamente el 40% de los pacientes con IC que atendemos en atención primaria ha sido ingresado al menos en una ocasión durante el año previo. Por todo esto, más que en muchas otras enfermedades crónicas en que el médico de familia puede alcanzar una mayor autonomía, es absolutamente necesaria la coordinación, cooperación y el manejo interdisciplinario entre los distintos profesionales (enfermería, asistente social, médico de familia, internista, cardiólogo, etc.) que a lo largo del curso clínico de la IC van a tratar al paciente. Ahora bien, el médico de familia no debe eludir su inequívoca responsabilidad como referente para el paciente y como eje central a lo largo de toda la historia natural de este complejo síndrome. Probablemente, éstos son los retos más importantes en el momento presente y para los próximos años.

 

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