Las investigaciones para tratar de responder a los interrogantes que plantea la pandemia de COVID-19, han generado una avalancha de datos que ha proporcionado conocimientos de indudable interés, aunque aún quedan por resolver numerosas incógnitas, algunas de ellas cruciales para reducir la incertidumbre que caracteriza a los nuevos problemas que plantea esta pandemia. No sólo a éstos, porque la incertidumbre es inherente a la ciencia y a la misma vida. Más preocupante, sin embargo, es que tal alud no haya amortiguado la confusión y el desconcierto de la población, y de muchos profesionales también que, entre otras consecuencias, genera una desconfianza más perjudicial, incluso, que los efectos negativos directos de la epidemia. Desconfianza de naturaleza distinta a la del escepticismo crítico, beneficioso para la ciencia.
Motivada tal vez por nuestra intolerancia a la incertidumbre, la predisposición de los humanos a buscar explicaciones está en los orígenes del arte, de la mística y de la ciencia. Aproximaciones diversas a la comprensión de la realidad y la naturaleza que nos tranquilizan, nos emocionan y hasta nos permiten en ocasiones solucionar o paliar algunos de los problemas que nos afectan. Entre ellos, las enfermedades.
En el caso del conocimiento científico, la satisfacción al imaginar, inventar o descubrir alguna explicación supuestamente verdadera, requiere compartir los hallazgos, entre otras razones porque, a menudo, el coste financiero y organizativo de las tareas investigadoras corre a cargo de alguna institución, pública o privada, que debe rendir cuentas sobre la productividad de la utilización de los recursos.
Entre los procedimientos habilitados para ello, destaca la publicación de los resultados de las investigaciones en revistas acreditadas. Lo que, desde luego, sirve para socializar el conocimiento y para que se apliquen, en su caso, los descubrimientos o las invenciones, pero sobre todo para robustecerlo. El conocimiento científico se caracteriza por ser replicable, en términos de validez interna, y comprensible lógicamente (excepto tal vez la física cuántica) de manera que hasta que se ha reproducido y discutido no se considera provisionalmente consolidado.
Aunque es ya un tópico que equivocarse es humano, aceptar nuestra ignorancia como una de nuestras características esenciales, y aún más, asumir que una parte de ella no la podremos desvelar nunca del todo, es una actitud que cuesta adoptar. Lo que hemos dado en llamar incertidumbre que más que no saber es no saber si sabemos, lo cual no es ningún juego de palabras, porque la certeza absoluta solo sería asequible a los dioses en el supuesto de que existieran, claro. A veces porque la confundimos con la resignación que acostumbra a significar abdicación, abandono, renuncia, conformidad y, al límite, sometimiento y sumisión. Lo contrario del progreso. Pero también porque equivocarse, aunque sea humano, avergüenza y reconocerlo públicamente nos puede perjudicar afectando nuestro prestigio y el reconocimiento de los colegas. Además, no siempre es fácil distinguir el error de la negligencia1 y fuera del entorno académico, aunque tampoco siempre en este ámbito, asumir la incertidumbre, aún argumentando los motivos, no suele estar bien visto. Para muestra, el botón de las descalificaciones que, con motivo de las discrepancias, algunas sensatas y razonables, sobre la responsabilidad de la evolución de la pandemia, impiden un debate que a pesar del desasosiego y la zozobra podría resultar enriquecedor2.
Las investigaciones más fructíferas acostumbran ser las que más tenazmente ponen a prueba la explicación hipotética. No se trata de acopiar cuantos más datos favorables a nuestra hipótesis, sino más bien al contrario, cuantas más pruebas supere nuestra explicación, más convincente será. La verdad es que muchas explicaciones son verosímiles, al menos aparentemente, pero solo una, o ninguna, corresponde con lo sucedido. Todo lo cual sea dicho para poner en contexto los datos que nos llegan mediante los medios de comunicación social o a través de las publicaciones científicas. Las cuales, particularmente si han sido formalmente acreditadas, además de constituir una fuente generalmente fiable de información, proporcionan indicadores de productividad homologados, como el célebre factor de impacto, cuya influencia sobre el prestigio profesional es notoria. De modo que deben velar por la calidad de los artículos que editan. Lo que requiere el empleo de filtros para limitar distorsiones, falsas expectativas y pérdidas de tiempo al conjunto de potenciales autores y a los lectores. Uno de los más célebres es la denominada revisión por pares que consiste en la evaluación crítica del trabajo por parte de profesionales seleccionados por los editores de la revista en cuestión, en función de su supuesto conocimiento y buen criterio metodológico. Una práctica que tiene sus limitaciones y sus detractores porque nada ni nadie es perfecto3,4. Además, se han desarrollado guías y criterios más o menos estandarizados, repositorios de fuentes de datos y otros procedimientos con el fin de mejorar la transparencia o de facilitar en su caso la trazabilidad.
El desequilibrio entre la producción de originales y la capacidad de publicación debida, entre otras causas, a los beneficios que comporta a los autores, con independencia de otras consecuencias, supone una relativa dilación en la propagación de los artículos que, además de generar nuevos negocios editoriales, como las llamadas revistas depredadoras5, las publicaciones más serias tratan de neutralizar mediante los preprint que permiten un acceso inmediato, antes de culminar la tramitación regular6. Pero cuando se da la oportunidad de proporcionar informaciones de utilización inmediata como en el caso de la pandemia, saltan muchas de estas barreras protectoras, como sugiere el extraordinario número de artículos publicados en las revistas científicas. Aunque la mayor parte de lo publicado no suponga ningún avance relevante del conocimiento7 y en algunos casos incluso pueda contribuir a generar expectativas exageradas o directamente erróneas, como ha sucedido con algunos potenciales tratamientos.
Porque todos, desde los investigadores hasta los editores y en su caso los patrocinadores, compiten por ser los primeros en aportar lo que podrían ser innovaciones útiles. Esto tiene la ventaja potencial de proporcionar datos, hipótesis, conjeturas y otros estímulos para mejorar y ampliar el conocimiento sobre el problema. Pero tiene el inconveniente de fomentar el desconcierto que afecta también a los profesionales de la sanidad, particularmente del área de la clínica, quienes deben aplicar tales conocimientos en el ámbito asistencial. Una práctica que exige competencias distintas que las de investigar, entre las que destaca disponer de criterio propio que permita reconocer y valorar críticamente las potenciales aplicaciones del saber científico. Aptitudes y habilidades que deberían cultivar con más energía las escuelas y facultades, pero que también deberían importar a los editores.
Para minimizar los efectos indeseables de tal proliferación parece lógico vigorizar al máximo las cautelas de las publicaciones, cumpliendo rigurosamente los criterios éticos adoptados, como los asumidos por el Comitte on Publication Ethics (COPE. Disponible en: https://publicationethics.org/) vigentes desde 2011 que combina los establecidos en la guía original del 1999, el código deontológico de 2003 y las Guías de Buenas Prácticas de 2007.
Desde la Comisión Asesora COVID-19 del Consejo General de la Organización Médica Colegial, se planteó la conveniencia de elaborar un código ético de referencia para los investigadores y las instituciones en las que trabajan, de modo que no se alienten expectativas exageradas ni se alimente el desconcierto o la confusión. Una iniciativa que al menos hasta el momento no ha prosperado, seguramente por la dificultad que implica compaginar la libertad de expresión, también de los autores e investigadores, con la ética de la responsabilidad sobre las consecuencias potenciales de la interpretación o de la utilización de los artículos afectados.
También es habitual la reivindicación de transparencia, sobre todo a las autoridades sanitarias, un criterio ético que también deberían respetar las publicaciones científicas y, en general, cualquier medio de comunicación social. Transparencia que no significa contarlo todo, algo casi imposible literalmente y que en la práctica podría incluso desvirtuar su genuino propósito por desbordamiento, sino más bien facilitar la información relevante y, desde luego, no ocultarla ni enmascararla. Transparencia que las publicaciones acreditadas se esfuerzan en respetar, haciendo fácilmente asequible la información relevante sobre sus características y las componentes de los equipos editoriales8. Pero, mientras que, en general los editores de las publicaciones científicas se preocupan sobre todo por prevenir eventuales fraudes y falsificaciones, además de evitar plagios y redundancias y de aumentar el factor de impacto de la revista y su impacto social, el respeto a otros criterios como el de la oportunidad, la prudencia o la responsabilidad es más difícil de garantizar. Un reto más que ha puesto sobre la mesa la COVID-19.
Agradezco las aportaciones de Gema Revuelta, las sugerencias de Dani Roca, María José Fernández Sanmamed y de Laia Riera, así como los comentarios de José Ramón Repullo, de Juan José Rodriguez Sendín y de Gonzalo Casino que han mejorado el original, sin que les sean imputables las eventuales deficiencias.