Buena parte de la sociedad española está convencida de que nuestra sanidad es de las mejores, si no la mejor, del mundo. Una afirmación difícilmente contrastable, ya que nadie sabe a ciencia cierta qué significa ser el mejor del mundo en casi nada, con la excepción de los récords mundiales de atletismo y poco más. Los más críticos ponen el dedo en el ojo, más que en la llaga, al reconocer que las condiciones laborales de los profesionales y trabajadores de la sanidad pública son más bien precarias. Pero muchos menos son los que se quejan de los potenciales efectos nocivos de nuestra práctica clínica y sanitaria, y aun menos quienes lamentan el despilfarro de recursos que conlleva una utilización intensiva de los servicios asistenciales, uno de cuyos paradigmas sería «Más siempre es mejor».
Incluso quienes propugnan asumir una perspectiva comunitaria por parte de la sanidad se quejan de la falta de tiempo (y de otros recursos) para llevar a cabo intervenciones de carácter comunitario. Perspectiva que se sabe imprescindible desde hace décadas, puesto que buena parte de las demandas de atención no son de naturaleza fisiopatológica sino más bien social, y por ello requieren soluciones sociales, sobre todo desde la atención primaria de salud, un nivel asistencial que se ha desarrollado de un modo bastante singular en nuestro país si lo comparamos con los países occidentales ricos.
Aunque, como ocurre con las intervenciones clínicas —estoy pensando en las de naturaleza más biológica, más orgánica—, solo las que han demostrado adecuadamente su eficacia deben propugnarse, de igual modo se debe argumentar en el caso de las comunitarias. Pero con independencia de este razonamiento tan elemental, el tiempo y los recursos para llevar a cabo intervenciones comunitarias pertinentes pueden estar mucho más a nuestro alcance de lo que parece.
Efectivamente, si cuantificáramos la cantidad de intervenciones que llevamos a cabo sin que comporten ningún valor añadido a la salud de los pacientes y de la ciudadanía nos llevaríamos más de una desagradable sorpresa, aunque tal vez compensable si cayéramos en la cuenta de que renunciando a ellas podríamos disponer de una cantidad nada despreciable de tiempo y de otros recursos. Algo que además limitaría parte de los efectos nocivos potenciales de las intervenciones clínicas y sanitarias, daños que al deberse a acciones superfluas no compensa ningún beneficio esperable.
Lamentablemente, la ciencia de la desimplementación, de la desprescripción o si prefieren de la desmedicalización inadecuada está en mantillas, como comentaba recientemente Melissa Simon1 al referirse a la prevalencia de la exploración pélvica bimanual (BPE) en mujeres jóvenes en los USA. Una intervención que tanto el US Preventive services Task Force como el American College of Obstetricians and Gynecologists y la American Cancer Society, encabezando un nutrido conjunto de corporaciones profesionales, recomiendan que no se practique a las mujeres menores de 21años, ni siquiera cuando inicien un tratamiento anticonceptivo, excepto si se implanta un DIU. A pesar de tal consenso, más de la mitad de las BPE practicadas a mujeres jóvenes de entre 15 y 20años durante los años 2011 a 2017 fueron potencialmente innecesarias y no las libraban de eventuales daños evitables, asociados sobre todo al sobrediagnóstico. Un esfuerzo asistencial notorio que supone por sí mismo una sobrecarga de trabajo considerable. Esfuerzo que venía incrementado puesto que a esta misma muestra de mujeres jóvenes se les practicaba un test de Papanicolaou considerado innecesario en el 75% de los casos, según los criterios de las mencionadas corporaciones profesionales2.
Aunque las creencias convencen mucho más que los conocimientos —a quienes prefieren estar convencidos, claro—, sigue teniendo mucho más predicamento hacer que no hacer. Incluso los movimientos feministas insisten más en la desatención que reciben las mujeres por parte de los servicios sanitarios que en el encarnizamiento profiláctico y terapéutico denunciado hace más de veinte años por Mercedes Pérez y Juan Gérvas3. Una preferencia que desde luego no favorece precisamente a los pacientes ni a la ciudadanía, aunque habitualmente se sumen a las reivindicaciones más corporativas de las denominadas mareas blancas.
Si retomamos la consideración sobre la conveniencia de asumir la perspectiva comunitaria por parte de la atención primaria de salud y tratamos de conseguir más tiempo y más recursos mediante la renuncia a las intervenciones que no añaden valor a la salud de los pacientes —que no se pueden calificar de recortes sino al contrario—, nos encontramos con muchos obstáculos en el camino. Algunos tienen que ver con la errónea tipificación como recortes que genera protestas —y malestar— tanto de los profesionales como de los pacientes y usuarios. Pero otros dependen de la influencia de los valores culturales del consumismo, del fetichismo del intervencionismo y, en definitiva, de lo que cuesta gestionar adecuadamente la incertidumbre.
Dejar de hacer se convierte entonces en una recomendación casi utópica. De ahí que una de las justificaciones del Programa COMSalut4 —mediante el cual se pretende contribuir a la promoción colectiva de la salud comunitaria desde los equipos de atención primaria con una colaboración sistemática de los profesionales de salud pública y la activa participación de las administraciones locales— fuera precisamente averiguar cómo conseguir dejar de hacer. Y ver si la complicidad de las entidades comunitarias, suficientemente informadas al respecto, proporciona el imprescindible compromiso ciudadano para disminuir el peligroso despilfarro actual.
Porque la mera información es insuficiente. Precisamente la revista JAMA, en su modalidad de medicina interna, dispone de una serie titulada «Menos es Más menos», donde recopila estudios que ilustran sobre lo superfluo de muchas intervenciones clínicas. Un propósito al que, entre otros, se ha dedicado con mucho mérito el blog sobre salud comunitaria de Rafa Cofiño5, convencido de que ya sabemos lo suficiente como para dejar de hacer lo que no proporciona valor añadido… Lo que pasa —y esto lo digo yo— es que nos cuesta Dios y ayuda llevarlo a la práctica. Tanto que probablemente el mayor obstáculo para introducir la perspectiva comunitaria en el ámbito de la atención primaria de salud sea conseguir dejar de hacer. Obviamente, dejar de hacer aquello que se sigue haciendo aunque no haya indicios razonables de que proporcione un valor añadido y que, como cualquier intervención clínica o sanitaria, no está exenta de potenciales efectos nocivos directos sobre la salud, además de los indirectos atribuibles al incremento superfluo de las listas de espera y al despilfarro de recursos.
Algo que vienen propugnando sistemáticamente desde el Do not Do del NICE británico6 al Chossing Wisely de los médicos americanos7, pasando por el Essencial de AQUAS8. Sin demasiado éxito, por lo que parece. Y es que la información que siempre es necesaria no acostumbra a ser suficiente para modificar las conductas y las actitudes de profesionales y ciudadanía. Se requiere un cambio cultural, es decir, que los valores hegemónicos actuales, el más es siempre mejor del intervencionismo y el consumismo; la impaciencia; el que nos lo arreglen, etc., queden en segundo plano tras la prudencia —saber sopesar adecuadamente los pros y los contras de cualquier decisión—, la resiliencia o el asumir que la vida y aún más la asistencia sanitaria son ámbitos en los que predomina la incertidumbre que hemos de aprender a gestionar con sensatez.
Un cambio cultural que, si es que se pretende desarrollar, necesita tiempo, de modo que en el mejor de los casos no hay que esperar cambios significativos a corto y a medio plazo. Y una voluntad decidida para ir introduciendo estas cuestiones en la formación de los profesionales y gestores desde las primeras etapas de la capacitación. Además de la competencia necesaria para contrarrestar las influencias inmovilistas de quienes con su pasividad contribuyen a mantener la situación como hasta el momento. Lo que además de colapsar las organizaciones sanitarias favorece el incremento de la iatrogenia, uno de los principales problemas de salud pública al que nos enfrentamos9.