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Vol. 29. Núm. 9.
Páginas 539 (mayo 2002)
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Páginas 539 (mayo 2002)
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La atención prestada a los pacientes con insuficiencia cardíaca
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JM. Lobos Bejaranoa
a Médico de Familia. Coordinador Grupo semFYC sobre Enfermedad Cardiovascular.
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N Soriano Palacios, C Brotons Cuixart, G Permanyer Miralda, I Moral Peláez, I Alegre Valls, J Martí Montesa
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La insuficiencia cardíaca (IC) es actualmente el único de los grandes síndromes cardiovasculares cuya incidencia muestra un incremento, a causa del envejecimiento progresivo de la población y de la mayor supervivencia de los pacientes con cardiopatía isquémica. Su prevalencia en la población general se estima en un 0,5-2% y aumenta al 6% en mayores de 65 años e incluso supera el 10% en aquellas personas de más de 75 años. En los últimos 15 años la prevalencia de IC se ha duplicado y esta tendencia se mantendrá en los próximos años1.

En España, la IC es la causa de cerca de un 20% de todas las muertes cardiovasculares y supone la primera causa de ingreso hospitalario en personas mayores de 65 años. El número de ingresos por IC ha aumentado en más del 70% desde 1980 (42.965 ingresos/año) a 1993 (73.448 ingresos/año)2.

Aunque las causas más comunes de este síndrome son la hipertensión arterial (HTA) y la cardiopatía isquémica, solas o en combinación, cualquier causa que altere de forma crónica la función cardíaca (cardiopatía estructural, valvulopatías, enfermedades del pericardio o de los grandes vasos) puede conducir a él. La IC no debe ser un diagnóstico final, ya que siempre ha de existir una enfermedad de base, generalmente una cardiopatía estructural. De su manejo y tratamiento adecuados va a depender precisamente el pronóstico de la propia IC, aunque la existencia de disfunción ventricular, en sí misma, indica un pronóstico desfavorable.

La mortalidad global de este síndrome es de un 50% a los 5 años del diagnóstico inicial, y se ha modificado poco en estos últimos años a pesar de los avances en el tratamiento médico.

Aunque están bien establecidas las pautas del tratamiento de la IC, y son bien conocidos los efectos favorables sobre el pronóstico de distintos fármacos, los pacientes adecuadamente tratados con criterios de medicina basada en la evidencia no llegan al 50%3. Sólo a alrededor de una tercera parte de los pacientes se les ha practicado un ecocardiograma en la valoración inicial de la IC, lo que también se ha puesto de manifiesto en nuestro medio4. La infrautilización de la ecocardiografía en el diagnóstico inicial dificulta la detección de los pacientes con disfunción ventricular sistólica y, por tanto, el tratamiento apropiado.

La IC es un síndrome clínico mucho más común en personas mayores o muy mayores. La edad media en este estudio fue de 75 años (57% mujeres). En un amplio registro hospitalario realizado por internistas, Registro SEMI-IC5, la edad fue de 77 años, con idéntica proporción entre sexos. En otro estudio llevado a cabo en atención primaria, estudio ICAP6, la edad media fue menor (72 años, 61% mujeres) y los pacientes presentaron una clase funcional promedio mejor. Sin embargo, es común a todos ellos la numerosa comorbilidad (EPOC, diabetes, insuficiencia renal, etc.). Esto contrasta con los datos provenientes de los ensayos clínicos, incluidos los más recientes (CIBIS-II, MERIT-HF, RALES, ValHeFT, etc.), que muestran una edad media de 62 años y predominio de varones (80%), con escasa comorbilidad (que suele ser criterio de exclusión en los ensayos). La etiología de los pacientes incluidos en ensayos es sobre todo isquémica, mientras que en los pacientes con IC en la comunidad predomina la etiología hipertensiva, al menos en nuestro medio (lo que también se refleja en este estudio, en el estudio ICAP y en el registro SEMI-IC).

La diferencia en el perfil de los pacientes incluidos en los ensayos clínicos frente a los que atendemos en la práctica diaria no es un hecho exclusivo de la IC, sino bastante común en las enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, es muy probable que esto influya de forma sensible en la toma de decisiones para aplicar los tratamientos farmacológicos con criterios de evidencia en los pacientes de la

comunidad. Un ejemplo claro y contundente es el uso de bloqueadores beta (BB) en la IC crónica (carvedilol, bisoprolol y metoprolol), que han demostrado de forma inequívoca un impacto positivo sobre el pronóstico (reducción de mortalidad global mayor del 30% en distintos ensayos y metaanálisis7 y sobre la morbilidad y estabilidad del paciente (reingresos, clase funcional, etc.). Paradójicamente, los BB se usan todavía actualmente en menos de un 15% de los pacientes con IC8. Quizás, como se sugiere en este trabajo, el concepto clásico de contraindicación del BB en la IC aún pesa demasiado, y a esto habría que sumar la dificultad que la introducción del BB supone en la práctica diaria: contraindicaciones (absolutas o relativas), edad avanzada de los pacientes, comorbilidad, dificultades para la titulación de la dosis (que debe ser muy cuidadosa, con el paciente en situación estable) y, finalmente, la pobre coordinación entre la atención especializada (servicios hospitalarios o extrahospitalarios) y la atención primaria.

La implementación del tratamiento con BB a la mayoría de los pacientes subsidiarios es el paradigma que exige una coordinación estrecha y fluida entre cardiología o medicina interna y atención primaria. No será posible alcanzar una proporción adecuada de pacientes con IC que reciba este tratamiento mientras los médicos de familia no se involucren en el seguimiento de forma activa. Las unidades de IC que existen actualmente en algunos centros hospitalarios pueden iniciar el tratamiento con BB en algunos pacientes seleccionados, pero la actual magnitud y las perspectivas futuras respecto a la incidencia de la IC en el mundo occidental exigen un enfoque multidisciplinario de este problema y un manejo coordinado de los pacientes para optimizar el beneficio clínico de forma generalizada.

En el estudio precedente, no sólo el BB está infrautilizado (lo que puede justificarse también como apuntan los autores por la aún reciente publicación de los ensayos en ese momento), sino que también los IECA, fármacos considerados como la piedra angular del tratamiento de la IC, presentan una utilización subóptima. Por un lado, en muchos pacientes (un 33%) no se disponía de ecocardiograma (u otra prueba para valorar la función ventricular), dato fundamental para evaluar si existe disfunción sistólica o diastólica y marcar la pauta terapéutica a seguir, además de descartar causas potencialmente corregibles o estimar el pronóstico. Se observa además una proporción elevada de pacientes con función sistólica normal (42%), hecho también común a otros estudios, también en relación a una mayor prevalencia de disfunción diastólica conforme el paciente es más anciano.

En los pacientes con FE deprimida documentada, se prescribieron IECA o ARAII en un 72% de ellos, frente a un 46% en los pacientes con FE conservada. Varios estudios han puesto también de manifiesto la infrautilización de IECA en la práctica clínica, tanto en el ámbito hospitalario3,5 como en atención primaria4, lo que continúa siendo un problema por resolver. Adicionalmente, se observa en el estudio que a los 18 meses los IECA fueron los fármacos más sustituidos o eliminados, lo que se atribuye en gran medida a efectos adversos.

Es probable también que el mal pronóstico de la IC, relacionado con el propio síndrome y en una proporción no desdeñable (20%) con la comorbilidad, reste entusiasmo a la hora de establecer algunos tratamientos que pueden no ser bien tolerados. En cualquier caso, la IC sigue encerrando un pronóstico muy desfavorable, ya referido previamente y que también se pone de manifiesto en este estudio. Aunque mejorar el pronóstico es uno de los objetivos primordiales del tratamiento de la IC, no lo es menos mantener o mejorar, si es posible, la calidad de vida y la prevención de los frecuentes reingresos hospitalarios (38,5% de los pacientes).

En este sentido, el papel del médico de familia es crucial en el seguimiento, de cara a mantener al paciente estable en su domicilio el mayor tiempo posible. Se observa que el médico más visitado tras el alta hospitalaria es el de familia, seguido de las consultas externas del hospital (un 19% de los pacientes participaba en ensayos clínicos). El seguimiento no es exclusivo, sino compartido con los especialistas en medicina interna o cardiología. Desde la consulta de atención primaria se dispone de un lugar privilegiado para el control y el seguimiento de estos pacientes, que generalmente van a precisar un control clínico cercano, con frecuentes ajustes de dosis de los fármacos (sobre todo diuréticos) y con elementos tan sencillos como una adecuada educación al paciente y familiares, incluyendo el control del peso corporal e información orientada a optimizar la adhesión al tratamiento9.

Es difícil protocolizar el seguimiento clínico de estos pacientes dentro de un esquema rígido. La mayoría de los pacientes va a requerir un ajuste de la dosis de IECA (a menudo en el hospital no se alcanzan las dosis óptimas, sobre todo porque los ingresos cortos no lo permiten) y habrá que ajustar las dosis de diuréticos según se vaya obteniendo el control sintomático del paciente. En pacientes con clase funcional III-IV debería valorarse la introducción de espironolactona a baja dosis (12,5-25 mg/día), lo que exige un control estrecho de la función renal y del potasio sérico. No está establecido que repetir pruebas periódicamente, como el ECG o la radiografía de tórax, tenga valor en el seguimiento (salvo situaciones de descompensación, siempre guiados por la clínica), pero sí está establecido que se debe controlar con cierta frecuencia la creatinina y los iones (inicialmente a los 7-10 días del alta y después cada 2-3 meses en el paciente estable). Si no existen contraindicaciones, los pacientes en situación estable deberían valorarse para el inicio de tratamiento con BB, por médicos clínicos adiestrados en su uso, siempre de forma coordinada con el médico de familia9.

Bibliograf¿a
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